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viernes, 2 de junio de 2023

“Los destrozos” de Bret Easton Ellis (Breve nota de urgencia)

Lo suyo sería escribir una reseña en condiciones, con sus mínimo de mil palabras, una exclusiva e impecable selección de citas y el rigor académico al que les tengo acostumbrados pero hoy aquí es viernes y ya voy pillado de tiempo (no así de entusiasmo) de modo que vamos a tener que dejarlo para mejor ocasión, tipo el año que viene y, así, también, al conocimiento de causa le sumamos algo de la perspectiva de la que ahora carezco toda vez que cuando escribo estas líneas prácticamente me acabo de terminar el libro y no estoy yo mucho para valorar nada que no sea la calidad de mi último sueño.

Dicho lo cual: difícil “nota de urgencia”.

Por varias razones, la primera de las cuales es que, cuanto menos se hable del argumento, mejor. Baste decir que Los destrozos es algo así como como Menos que cero con el valor añadido de la experiencia, en el sentido es que es un libro mejor escrito que el anterior (aunque quizá parte de la culpa de esto la tenga la estupenda traducción de Rubén Martín Giráldez) pero también más consciente de sí mismo y por lo tanto menos natural y espontáneo (diría fresco si fuera cierto, pero aquí ya nadie lo es): la experiencia de un escritor experimentado y la experiencia de un lector curtido. Y cuando tanto los gustos del escritor como los gustos del lector (que fuimos, que somos) se vuelven a cruzar, inevitablemente (me voy a saltar la metáfora), algo pasa. Pues bien, en esta novela pasa mucho. Bueno, para bastante. Pero ya con que “pase algo”. Vivimos tiempos difíciles.

Aquí un valor añadido: mis prejuicios. Por un lado, bien: porque recién había leído Menos que cero y sin ser uno de los libros de mi vida no tengo problema en reconocer que, como primera novela de un escritor menor o igual a los veinte años, es, cuando menos, notable, peeeeero, por otro lado: —y siguiendo con la cuestión de los prejuicios—, inmediatamente después leí Blanco, una suerte de panfleto fascistoide que a Dios gracias no me pilló devoto del autor o a estas alturas el mito ya no sé ni dónde.

Bueno, pues fue con estos mimbres que llegué a Los destrozos, que ya pueden ustedes intuir que ni tan mal o de otro modo sapos y culebras desde la primera línea. 

Esto de Ellis es un Menos que cero llevado al terreno de la novela negra “más convencional” (tómese con pinzas el entrecomillado) pero que, de alguna forma, funciona, quizá por contar como referente aquella lejana primera novela, que le aporta coherencia y le da una cierta pátina de validez a lo narrado, o quizá (o también) porque haberlo planteado como un relato en primera persona falsamente autobiográfico y tiernamente adolescente, y habiéndose autoimpuesto, además, una personalidad tan poco favorecedora, —porque aunque lo haga consciente de la impunidad que dan los cincuenta no deja de ser un ejercicio divertido de puro atrevido–, de alguna forma, decía, esto y lo otro y otro poco de lo de más allá (a saber: una trama de asesino en serie sobre fondo universitario —inevitable pensar en Brick, la película de Nathan Johnson—), dan como resultado una novela menos ligera de lo que parece, divertida en la medida que interesante y, en su tramo final (ojo: un tramo final de doscientas páginas), frenética.

Para los amantes de los últimos párrafos, aquellos que, como yo, prácticamente no leemos otra cosa de una reseña: “recomendable, en definitiva”.


miércoles, 31 de agosto de 2022

“Temporada de huracanes” de Fernanda Melchor

Me he empeñado en reseñar cada lectura (de modo que no esperen las Obras Maestras de la Crítica Literaria a las que estaban acostumbrados) pero realmente no hay mucho que decir de esta novela que, según me cuentan, ha sido la obra más aplaudida y comentada en México en los últimos 5 años. “Todo un fenómeno”. Que cinco años no es nada, ya sabemos, pero AUN ASÍ.

Y es porque no me sugiera nada por lo que me cuesta entender la razón de tanto elogio y desmesura, pero qué sabré yo de literatura mexicana contemporánea más allá de Rabasa, Saldaña Paris, Ruiz Sosa, Arriaga, Bellatín, Monge, Luiselli, Enrigue, Herrera, Herbert, Velázquez, Ignacio Taibo II, Nettel, Villoro, Navarro o las reseñas en Goodreads de Julieta Venegas. Pues no les voy a engañar: nada, la verdad. Con todo, y desde la supina ignorancia, insisto: me extraña, sobremayúsculamente, que esta novela de Fernanda Melchor, que el fin y al cabo es pura forma sobre un fondo ligeramente descafeinado, haya sido lo más comentado de los últimos cinco años, sobre todo si tenemos en cuenta recientes y llamativas novelas de Ruiz Sosa o Brenda Navarro donde además del argumento el estilo es también un valor a tener en cuenta y no en menor medida que en Melchor.

Porque, las cosas como son, al final todo se reduce a doscientas veinte páginas de esto:

«Le decían la Bruja, igual que a su madre: la Bruja Chica cuando la vieja empezó el negocio de las curaciones y los maleficios, y la Bruja a secas cuando se quedó sola, allá por el año del deslave. Si acaso tuvo otro nombre, inscrito en un papel ajado por el paso del tiempo y los gusanos, oculto tal vez en uno de esos armarios que la vieja atiborraba de bolsas y trapos mugrientos y mechones de cabello arrancado y huesos y restos de comida, si alguna vez llegó a tener un nombre de pila y apellidos como el resto de la gente del pueblo fue algo que nadie supo nunca, ni siquiera las mujeres que visitaban la casa los viernes oyeron nunca que la llamara de otra manera. Era siempre tú, zonza, o tú, cabrona, o tú, pinche jija del diablo cuando quería que la Chica fuera a su lado, o que se callara, o simplemente para que se estuviera quieta debajo de la mesa y la dejara escuchar las quejas de las mujeres, los gimoteos con los que salpimentaban sus cuitas, achaques y desvelos, los sueños de parientes muertos, las broncas con aquellos aún vivos y el dinero, casi siempre era el dinero, pero también el marido, […]»

Brevemente.

La historia comienza cuando una bruja maruja es defenestrada y tirada a río. Simplificando hasta la náusea, la novela es la recreación, desde varios puntos de vista, de las maneras y los motivos de este crimen, incluyendo introducción con los sinsabores de la victimada. A medida que la novela avanza la historia retrocede en un intento de dar una respuesta coral a los desencadenantes.

El atractivo fundamental reside en el México rural que describe Melchor, que es negro como un pozo sin fondo, poblado por auténticos monstruos y donde solo hay víctimas, unas de los hombres, otras de las circunstancias. Lo rural es lo que tiene. Pero como esta película ya la hemos visto, no solo en México sino también en Knockemstiff o Yoknapatawpha, por citar solo dos lugares comunes, la sensación que se tiene a medida que se avanza en la lectura (y mira que es chiquito el libro) es que más allá del estilo, que tampoco me parece que sea para tanto, no hay mucho más ni qué rascar ni en qué profundizar. Quiero decir con esto que si ya otros lo han hecho mejor y más miserable, para qué.

Y si no es la estructura y si no la historia y si no es lenguaje entonces qué es ello que llama tanto la atención e invita a tanto elogio. Pues mira, no lo sé. Quizá lo truculento, que nos llama. Quizá que lo necesitamos, nada más: un éxito de masas o descubrir una autora agazapada tras un arbusto en algún lugar de la frontera.

O quizá simplemente está todo tan mal que ya nos vale cualquier cosa.

Con todo: México lindo. Seguiremos probando. También con Melchor.

jueves, 25 de agosto de 2022

Una aproximación a “La ciudad de los vivos” de Nicola Lagioia

Resulta sorprendente la facilidad con la que jóvenes heterosexuales italianos que por lo general no beben, no se drogan y no tienen relaciones homosexuales, se encuentran, repentinamente, cuando ellos no querían, no querían, no querían, con una copa en la mano, con raya en la mesa y con una boca en la polla.

Pues bien, a novela la Lagioia es un relato pormenorizado de esto y poco más.

También hay un crimen, cierto. De hecho, hay varios. Uno lo comenten los protagonistas, otro el autor. Mientras en primero muere alguien, en el otro se viola la intimidad de dos personas hasta un punto que supera con mucho aceptable. Sé que no es lo mismo, pero una cosa es el ejercicio de tratar de entender los motivos por los que dos seres humanos torturan y matan a un inocente cuando drogas y el alcohol proporcionan la excusa perfecta para satisfacer la perversa curiosidad de saber qué se siente al matar, y otra muy diferente el ejercicio de, amparándose en periodismo de investigación o la satisfacción personal, exponer una intimidad con la única intención —no cabe interpretarlo de otra forma— de acabar con su dignidad como justo castigo.

Me explico.

En esta novela, dividida en seis partes, se puede encontrar de todo: la primera, y hasta cierto momento de la segunda, en las que se relatan cronológica y detalladamente los hechos, o la cuarta, en que se detalla el crimen, son ejercicios que podríamos considerar brillantes, tanto por su calidad literaria, o valor periodístico como porque a mí, que a priori me importaba un cuerno esta historia, me anclaron al libro como hacía tres o cuatro días que no me ocurría. Sin embargo, la tercera parte (y algún otro fragmento, ya que en la quinta y sexta se mezcla un poco de todo), dan al traste con lo que hasta ese momento se las podía dar de ejemplar.

A Lagioia, una suerte de Carrere italiano bastante más comedido que el francés, le proponen que haga seguimiento y posterior reportaje de este crimen prácticamente el mismo día que sale a la luz. Movido por cuestiones personales (intuimos que paralelismos) que en un principio no desvela —porque ante todo el misterio, y porque al fin y al cabo de lo que se trata es de dosificar y alimentar una intriga que de otra forma no se sostiene cuatrocientas páginas— acepta el caso, que al final desemboca en este libro, libro para el que no duda en recurrir a todos cuantos trucos sean necesarios, el “yo mismo” entre ellos (1), pero también el de desnudar, literal y metafóricamente, a los culpables.

Durante cuatro años Lagioia investiga investiga investiga. Según sus propias palabras, la «reconstrucción es el fruto de un largo proceso de documentación que incluye documentos judiciales con informes periciales, escuchas telefónicas, sentencias ya definitivas, documentos de audio y de vídeo, declaraciones oficiales y entrevistas».

Pero entrevistas a quién.

Puesto que tanto los autores de crimen como sus familiares resultan prácticamente inaccesibles —fuera de programas de televisión, a los que recurren ninguneando a los cientos de periodistas anónimos que cubren el caso, entre los que se encuentra el sádico Lagioia—, como son inaccesibles, decía, no le queda otra opción que recurrir a las redes sociales. Pues bien, el capítulo tres de ese libro, que no se llama Coro porque sí, es exactamente eso: cuatrocientos chavales y no tan chavales destrozando la intimidad de los acusados, con los que no se tiene ninguna compasión. Llegamos a saberlo todo de ellos: si vienen o van, si fueron o no fueron, si bebieron y qué, si fumaron y qué, si eran pasivos o activos, si cuanto pagaban por mamada, si cuanto cobraban por mamada, si la disfrutaban, si no; si robaban, si procrastinaban, si trabajaban y en qué y cómo y por qué. Si lo que sea. Como si todo valiese, quizá porque todo vale. Como si el filtro fuese cosa del lector; como si el periodismo fuese únicamente preguntar, transcribir y puntear, lo que sea, cualquier cosa, aunque el entrevistado no tenga absolutamente nada que decir:

«ANTONELLA ZANETTI [una perfecta desconocida]: Esa mañana me topé con Luca Varani [la víctima]. Lo conozco desde hace años, íbamos juntos al colegio. Me encontraba con él cuando iba a trabajar, porque solíamos tomar el mismo transporte. Esa mañana nos vimos en el bar de la estación La Storta-Formello. Yo me tomé un café, él se compró un paquete de cigarrillos. Estuvimos charlando un rato, le pregunté qué tal estaba. «Bien», me contestó. Luego montamos en el mismo tren. Yo me senté donde suelo ponerme, mientras que él se fue al compartimento de arriba, donde están los enchufes porque tenía que recargar el móvil. Entre Appiano y Valle Aurelia, un cuarto de hora después, se asomó a las escaleras y me hizo señas. Me acerqué. Me pidió información para llegar a Tiburtina. No entendí bien si tenía que ir justo a la estación o simplemente a la zona. Luego nos despedimos, nos deseamos un buen fin de semana y no nos volvimos a ver».

Íbamos juntos al colegio. Nos vimos en un tren. No nos volvimos a ver. Me pregunto por qué lo llaman periodismo cuando quieren decir basura. Pero bueno, es lo que hay. Y lo más triste es que lo hay durante cien, doscientas páginas. Sin filtros, insisto. Lo que sea. Todo vale que por algo me lo he currado, parece decir Lagioia. Lo importante ocupa medio libro, el resto es cotilleo: qué se pone o qué se quita o si mete o es metido. Lagioia no es periodista. Lagioia es un voyeur con lápiz.

«Si se nos observa con un microscopio o por el ojo de la cerradura —dijo Marco [Prato, uno de los asesinos]—, todos tenemos un lado oscuro más o menos moral, más o menos aceptable. El mío, simplemente, ha salido a la superficie. Sí, me drogaba, pero no en exceso. Sí, tenía sexo, pero como cualquier otro treintañero. Las peticiones más extremas, las más raras, venían de los hombres de quienes me rodeaba, me las sacaban ellos. He sufrido mucha violencia para complacer a varones heterosexuales de los que me prendaba y que me hacían sentir femenina. Es obvio que, cuando se hacen de dominio público, a la conciencia colectiva esos detalles picantes le sirven para señalar con el dedo en vez de mirarse al espejo. La condena pública nos satisface porque nos mantiene alejados de nuestros monstruos, nos hace sentir íntimamente más normales. Convencido como estoy de que la normalidad es un concepto abstracto, yo eliminaría las tres primeras letras de la palabra «perversión». Son todas versiones diferentes de humanidad, distintos matices de individualidad, a veces vividas con sufrimiento.»

Ya termino. Perdonen la extensión.

Honestamente, no sé qué sentido tiene este libro si al final el autor se limita a la mera exposición de miserias. Si el centro, real y metafórico, lo marcan detalles escabrosos que tuvieron lugar semanas, meses o años antes de unos hechos que, probablemente, solo encuentren explicación en la cosificación de la que es victima el ser humano en tanto que individualismo y tal. Personalmente dudo mucho que el nivel de deshumanización que demuestran estos dos personajes con este asesinato tenga mucho que ver con aquello a lo que más atención presta Lagioia, esto es, su sexualidad o el consumo de drogas o alcohol.

Ojalá fuera todo tan sencillo; tan fácil de identificar.






(1) Al final “lo suyo” no era para tanto: el estupidismo habitual adolescente: excesos, errores y una buena dosis de arrepentimiento.

miércoles, 19 de febrero de 2020

“Gente normal” de Sally Rooney


Dos cosas de las que hay que huir como de la peste: 

Uno, de las reseñas largas (nueva política en este santo blog) y dos, de las novelas escritas por menores de cuarenta años nacidos después de 1970 que cuenten historias de amor entre, pongamos, adolescentes, universitarios y/o desempleados de larga duración.

Por ejemplo, la novela que hoy nos ocupa.

Y sin embargo aquí estamos: recomendándola sin saber muy bien por qué.

Les cuento.

Llegué a esta novela no sé ni cómo. O sí. Probablemente gracias a un simple anuncio en alguna parte (me extraña) o viendo el libro sobre una mesa de novedades de la Fnac con una portada lo suficientemente llamativa como para hacerme ir un poco más allá, pongamos que hasta Goodreads. Definitivamente, las buenas críticas a una novela que tenía todo para no llamar mi atención, llamaron mi atención. 

Y no me quiero poner medallas porque son demasiadas las veces que me he equivocado, pero algo de instinto también hubo. Probablemente lo que más.

Cuando escribo estas palabras Sally Rooney está a punto de cumplir veintinueve años. Si a esa edad es prácticamente imposible saber escribir imaginen cuántas sospechas pudo despertar habiendo quedado finalista del Man Booker Prize, el Women´s Prize for Fiction o ganando no sé qué premios locales por una historia «de fascinación mutua, de amistad y de amor entre dos personas [jóvenes] que no consiguen encontrarse, una reflexión sobre la dificultad de cambiar quienes somos» y todo en un marco universitario. 

Sospechas, decía, TODAS.

Ahora bien, en The New Yorker (yo creo que fue en allí pero ya dudo) (1) le dedican un artículo bastante interesante del que sale especialmente bien parada. Es aquí y no antes donde me entero de que es de Dublín, como en Dublín estaba también ambientada la novela que había leído inmediatamente antes, Milkman, de Anna Burns, una también irlandesa no tan joven pero igualmente interesante (2). 

Esta no es una reseña fácil. Y no lo es porque realmente no tengo ninguna razón, ninguna razón especial, quiero decir, y tampoco ningún argumento de peso por el que recomendarles esta novela con el entusiasmo que me pide el cuerpo. De modo que hoy tendrán que conformarse con vagas apreciaciones personales a las que, si lo desean, pueden hacer caso pero casi mejor no. O sí. Venga, va, .

Por ejemplo: dicen en El Periódico (creo que Sergi Sánchez) (3) algo con lo que estoy bastante de acuerdo: que Gente normal es la novela que Jane Austen escribiría si viviese hoy en día. Con una diferencia notable, añado, que juega en favor de Rooney: brevedad y concisión, no como otras, tan aficionadas a los detalles más nimios. Eso uno. Dos: a ratos me recuerda a Franzen, o más bien tendría que decir que a ratos, cuando la leo, pienso en Franzen, no por el estilo, ya que el de Rooney es mucho menos, digamos, expansivo, sino porque los dos son escritores que, sin crear grandes obras, son capaces de hacer interesante la actualidad con la que no necesariamente no tenemos que identificar; esto es, tratan temas que aunque no te afectan, sí te afectan. No sé si me explico. Lo que quiero decir (me estoy explicando fatal) es que cuando termino una novela de Franzen, del mismo modo que cuando termino una novel de Roonie y pese a que luego en goodreads le vaya a calcar no más de tres o cuatro estrellitas, cuando termino sus novelas, decía, quiero más. Ni siquiera mejor, sólo más. Y están ustedes en su derecho a reclamar lo que quieran pero no hay — o al menos yo no lo conozco— mejor argumento para defender una novela que el placer que nos ha proporcionado su lectura y yo Gente normal de Sally Rooney, la he, literalmente, devorado y eso pese a (4) los ires y venires (y devenires) amorosos de dos personajes no especialmente complejos pero sí cargados de contradicciones que no acaban de encontrarse en ese universo permanentemente hostil que es para ellos la universidad pero que perfectamente podríamos trasladar al entorno laboral, por ejemplo, y la edad que ustedes prefieran. 

«Marianne lo mira con una leve sonrisa, como si sintiera que ha ganado la discusión. A él le gusta hacerle sentir eso. Por un momento, parece posible conservar ambos mundos, ambas versiones de su vida, y pasar de una a otra como quien cruza una puerta. Puede tener el respeto de alguien como Marianne y al mismo tiempo estar bien visto en el instituto, puede formarse opiniones y preferencias secretas, sin que surja conflicto alguno, sin tener que escoger nunca entre una cosa y otra. Con solo un pequeño subterfugio puede vivir dos existencias por completo independientes, sin enfrentarse jamás a la cuestión definitiva de qué hacer consigo mismo o qué clase de persona es. Este pensamiento es tan consolador que por unos segundos evita la mirada de Marianne, deseoso de sustentar esa creencia un instante más. Sabe que, cuando la mire, no podrá seguir creyéndolo».




(1) No les voy a engañar: sí lo sé; solo me estoy haciendo el tonto: https://www.newyorker.com/magazine/2019/01/07/sally-rooney-gets-in-your-head
(2) No. No “igualmente”. Me quedo con Rooney.
(3) ¿”Creo”? Oh, por el amor de Dios, ¿qué me pasa hoy?
(4) Miento una vez más: no es “pese a” sino “precisamente por”.

martes, 11 de febrero de 2020

“Lanny” de Max Porter


No, en serio: a veces somos muy gilipollas. 
Al menos yo. Y me consta que alguno de ustedes también. 
Bueno, ustedes no. Ellos. Los demás. Ya saben: esos otros
Menuda banda. 
Lo digo por este libro y la percepción general que se tiene de él. 

Pero vayamos por partes. 

Llego a este libro a través de la recomendación que hace Alberto Olmos en El confidencial. Yo a Alberto le tengo un cariño especial pero lo hoy no se lo perdono. Le hace una oda a la cosa esta de Max Porter que es como para quitarle el carnet de la biblioteca mínimo un año. 

Dice, entre otras lindezas, que es un libro AUDAZ. Ole tus huevos, Alb. Igual es porque también lo pone en la contra del libro. Claro que igual es que la escribió él. En cualquier caso: facilón facilón. 
AUDAZ, dice. 

Pero. 

Pero uno, que le ha tenido siempre algo de fe, piensa: pues me lo compro. 

Y menos mal que no. 

Mi bibliotecaria favorita me salvo del error mayúsculo de cambiar diez cervezas por esto, siendo “esto” la novela de un niño en entorno rural sobre fondo de fantasía. Esto es un poco La Cosa del Pantano de paseo por la campiña inglesa y un niño con cara de percepción extrasensorial, aficionado al arte y con algo de Diógenes que un buen día desaparece suponemos que en el bosque. La primera parte de la novela es la presentación de unos personajes que nos importan un carajo haciendo cosas que nos traen sin cuidado. La segunda es el niño desaparecido y las voces del pueblo (media novela son las voces de todo el mundo campando a sus anchas por las páginas) juzgando, criticando y, rigor obliga, también buscando. O sea: exprime tu propia red social. 

La tercera y última parte es una soplapollez. 

Perdonen que me ponga tan ordinario. Es el insomnio, que me hace estragos

No les haré perder más el tiempo: la novela no lo merece y yo todavía estoy sin café. 

Aquí un resumen, a modo de conclusión: novela fallida, aburrida y por supuesto sobrevalorada, que trata sobre niños desaparecidos, viejos ni-tan-locos, padres haciendo de padres, Twitter y una cosa un poco Miyazaki que se mueve por los bosques dejando un rastro de experimentos fallidos de puro inútiles. 




Max Porter, damas y caballeros: otro que tal baila. Bueno, él y todos los que le hacen la ola, aquellos que sienten o creen o fingen creer que esto vale la pena cuando no es ni remotamente así.