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miércoles, 11 de febrero de 2015

‘Matate, amor’ de Ariana Harwicz

Hoy hablaremos de una novela de Lengua de Trapo, a ver si no se me enfada nadie, que sé que anda alguna gente muy sensible con esta editorial, supongo que por ese permanente estar siempre a punto de echar el cierre —y acabar así con las ilusiones de tantos y tantos como son, que se cuentan por miles— y poner fin a una era. Que es una mina, una cantera, Lengua de Trapo. Dicen, eh. 

Así nos va, que no damos ni una. Yo es que me parto.

Matate, amor no tenía que haberse publicado nunca.

No, que va, estoy exagerando. Allá cada uno con su capital que haga lo que le plazca. Lo que sí recomiendo es, no sé, leer cualquier otra cosa. Casi cualquier otra cosa. Por aquello de no perder el tiempo, más que nada. He aquí la función social de esta Medicina.

Apurando mucho el vaso, Matate, amor es, o debería ser (o debería haberse quedado en) un relato. Un relato corto. No digo un micro, no soy tan nazi, pero sí corto, cortito, de algunas páginas, no muchas, diez, doce, no más. Dos si eres Lydia Davis. Qué bien le hubiera ido en manos más hábiles.

La historia es una chica loca de remate que vive con su marido y su hijo en una casita humilde. La chica loca no es una loca feliz, angelito, sino que siempre está enfadada —con su marido, con su hijo, con el mundo— si no por una cosa, por la otra. Será por razones.

«ACABÁBAMOS DE DESPERTARNOS del fin de semana y ya estábamos peleando. A las ocho y media pegué el primer grito, a las nueve y veinte amenacé con irme, a las nueve y cincuenta dije que haría un infierno de su vida. A las diez y diez estaba detenida como un carnero en el medio de la autopista, valija en mano, sombrero de paja, moscas en las orejas».

150 páginas de enfado y dependencia y deseo incumplido de salir corriendo y de ganas de amargar la existencia ajena. Y de palabras.

Me gustaría desarrollar el argumento pero no veo cómo. 

Déjenme que piense. 

Venga, va: hay un tercero que se la quiere tirar y seguramente lo haga pero uno tiende, en según qué casos, a la desconexión y cualquiera sabe si dice la verdad o se limita a fantasear, porque ella, la protagonista, es también la narradora y ya saben que a este tipo de narradores hay que hacerles un caso relativo. Igual ni siquiera tiene un hijo; tal vez sea una esponja de baño con un agujerito en forma de ombligo en el centro.

Mujeres locas de atar narrando su propio desequilibrio desde la ignorancia de que tal cosa sea posible como género literario en sí mismo. Mujeres enfermas que hablan, no callan, piensan en alto, imaginan en alto, a gritos, fantasean con la idea de ser escuchadas, con su imagen de mujeres interesantes, de seres humanos con algo que decir que no sea la nada más absoluta, las ganas de emborronar folios. Pero, sobre todo, esa obsesión por aparentar que tienen algo que aportar que las lleva a decir lo que sea, ¿qué más da? Si total es por dar contenido, para justificar 150 páginas, para ser novelista, no una vulgar cuentista, microrrelatista, ideóloga o poeta, esa subespecie. 

«Y ENTONCES VI EL AIRE SATURADO de una tensión sexual invisible. Rembrandt. Las bellotas caían y caían y caían tan lentamente, tan pesadamente, entre la copa del árbol y la tierra, que parece que dormían en el aire. Que lo cortaban con rayos dorados. Caravaggio. Ese soponcio, ese aire soñoliento de ver las hojas dar una y dos y todavía más vueltas antes de llegar, una hoja que cae, y la otra y la otra. Ese clima que entreabre la boca. Que vuelve agua dulce la saliva. Adiós al moho y a la negrura. La muerte del verano convertía el bosque en silencio y suspiros. Me tiré a un costado con el cochecito y dormí. Y soñé que lloviznaba. Pero no, era el ruido de las alas de las mariposas que se chocan entre sí. Esa sensualidad ligera de las mariposas nocturnas. Mi corazón latió en mis orejas. Me incliné para ver a mi bebé y olvidé que salió de mí. Buen día, niño del bosque. El miró dos carpinchos apareándose e imitó veloz los gestos con su pelvis chiquita. Mi bebé ya cogía, tosco como ellos».

Ese soponcio, sí. 

No me hagan caso. Desbarro un poco siempre que me aburro y me aburro tanto reseñando novelas aburridas... Qué gracia, eh. 

«Yo no entro porque soy una marginal, no sé hablar sin insultar, espío mi propia casa y hace días que no me baño. Lo veo venir contra mí, contra el vidrio, resoplando por la nariz, y sé que cuando abra el ventanal voy a ser un cisne negro, y cuando empiece a gritarme voy a ser un pato castrado. Voy a entrar. Voy a dejar de pedirle peras al olmo. Voy a contener mi demencia, a usar el cuarto de baño. Voy a acostar al niño, masturbar al hombre y dejar la insurrección para mejor vida».

Blablabla, pobre mujer voluntariamente sometida.

Ya estoy harto. Hablemos claro: Matame, amor es la excusa que tiene de Ariana Harwicz para lucir estilo, creyendo que su estilo es digno de lucir y suponiendo que el contenido es lo menos, cuando hace ya tiempo que el bocadillo de calamares demostró que esto no era para nada así. 

Matate, amor es, mejor que un título, una magnífica idea que presume de la siguiente estructura: principio, caos y fin. Defina caos: querer contar, pero no saber qué; querer decir, pero no tener ni idea de por dónde tirar. Ir a lo fácil, jugar al despiste, pajaritos preñados y versitos encadenados. Fingirse moderno hablando de pollas, mujeres salidas, armarios empotrados o abusos varios. No haber superado todavía el cacaculopedopis y vivir para contarlo.

Una novela, a ver si nos enteramos, es algo más que las ganas de escribir. O debería. Ya no sabe, uno, con tanto conformismo.