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jueves, 15 de septiembre de 2022

Breve nota de urgencia sobre Joy Williams

Esta es una hora tan buena como cualquier otra de rescatar a Joy Williams del olvido, aprovechando, además, que Seix Barral acaba de publicar su última novela (La rastra) y literariamente se tropezarán ustedes con ella a cada paso, al menos durante las próximas setenta y dos horas, que es la esperanza de vida de un libro en las principales mesas de novedades del país.

A modo de introducción y sin intención de que esto vaya a más, conviene recordar que Joy Williams tiene varias novelas en su haber, tres de la cuales han sido publicadas por Alpha Decay, lo que significa que serán unas ediciones carisísimas y con una tipografía horrible de morirte a pesar de lo cual fingiremos que no nos importa total para darnos de bruces con el cartel de no-quedan-ejemplares y hasta-aquí-hemos-llegado porque estos señores, en lo que a digital se refiere, parecen mi abuela.

Pero yo he venido aquí a hablar de otro libro. Concretamente sus Cuentos Escogidos, de Seix Barral, una colección de relatos que, ahora lo sé, son o parecen ser la Perfecta Puerta Grande de Acceso al Universo Joy Williams, un universo al que nunca me había aventurado fundamentalmente porque el relato es un género que no acostumbro (y que, sin embargo, es el que más alegrías me está dando actualmente). Pero han bastado cuatro (CUATRO) relatos de los incluidos en ese recopilatorio para desarmar todos mis prejuicios y consagrar a Williams como la gran autora que es. 

Decía que habían sido suficientes cuatro relatos para convencerme de las excelencias de JW. No es cierto. Cuando escribo estas palabras he leído cuatro, pero uno fue suficiente para hacerlo posible. Este:

“Martillo”

En un momento equis de este relato se hace mención al martillo de Chéjov, como algo que todos deberíamos saber. No se apuren, yo les cuento:

En 1898 Chéjov escribió un relato (tengo que añadir “extraordinario”) llamado “Las grosellas” en el que un tal Iván Ivánich y un tal Burkin, protegiéndose de la lluvia, llegan a la casa de un granjero llamado Aliojin que los acoge como solo los rusos saben acoger. Instalado al calor del hogar y acompañado de estos dos señores, Iván Ivánich retoma una historia que empezó a relatar tiempo atrás vaya usted a saber dónde. En ella habla de su hermano, un miserable funcionario, un hombre egoísta y avaro que, nostalgia mediante, dedica vida obra y milagros a enriquecerse, con un único objetivo: comprar una propiedad en el campo en la que poder plantar, además de los pies, groselleros, así como disponer de un lugar en el que ejercer de terrateniente, apropiándose así de un papel que solo pueden dar el dinero, la estupidez o un combinación de ambos: «Nikolái Ivánich, que cuando trabajaba en la delegación de Hacienda temía tener opiniones personales, hasta en su fuero interno, ahora sólo enunciaba verdades, con el aire de un ministro». Durante la visita a su hermano, cuando éste le presenta como deliciosas unas grosellas duras y ácidas, Iván Ivanich se sumerge en pensamientos sobre la felicidad, que en su caso siempre han estado mezclados con elementos de tristeza, lo cual le lleva a la conclusión de que «probablemente las personas felices se sienten bien sólo porque los desdichados llevan su carga en silencio; sin ese silencio, la felicidad sería imposible».

Y es entonces cuando sale el hombre del martillo:

«Detrás de la puerta de toda persona satisfecha y feliz debería haber alguien con un martillo que le recordara en todo momento con sus golpes que hay personas desdichadas, que, por muy feliz que uno sea, la vida le enseñará sus garras más tarde o más temprano, que le sobrevendrá alguna desgracia —enfermedad, pobreza, pérdida— y que nadie lo verá ni lo oirá, de la misma manera que él ahora no ve ni oye a los otros. Pero el hombre del martillo no existe, el individuo feliz vive libre de cuidados, las menudas preocupaciones de la vida le agitan tan poco como el viento los álamos, y todo va a las mil maravillas».

Dejando Las grosellas y volviendo a Martillo  (el relato de Joy Williams motivo de este post) sería del todo contraproducente en tanto que insuficiente resumir su argumento. Martillo es un relato tan completo, complejo y lleno de matices que cualquier intento de reducirlo a cuatro líneas sería una falta de respeto que inevitablemente acabaría en desastre absoluto. Con todo, me van a permitir un acercamiento. Tengo que decir que, mientras lo leía, no dejaba de tener la sensación de que en él los silencios eran mucho más importantes que las palabras, o que la clave del relato residía en un hecho casual, en algo meramente anecdótico, que no acababa de ver, como si los árboles no me estuvieran dejando ver el bosque. No fue hasta la segunda lectura y después de haber leído el de Chéjov, que cobró sentido.

En Martillo, al día siguiente de perder el trabajo por negligencia, Angela recibe la visita de su hija Darleen, huérfana de padre desde su más tierna infancia. Darleen es una alumna brillante de dieciséis años que empezó a odiar a su madre «cuando tenía once años, aumentando en teatralidad y estudiada ponzoña hasta estabilizarse a los trece, el año en que se marchó a Mount Hastings». La visita de Darleen a su madre obedece a otra huida, esta vez del instituto y ciertas ingratas tareas que prefiere evitar:

«—¿Cómo va todo en el internado?
—Han terminado la biblioteca nueva y nos han dado dos días libres para que bajemos todos los libros por la colina desde la sede vieja a la nueva. Pretenden utilizarnos como una feliz y solícita cadena humana. Yo me resisto a que me utilicen. Estoy aquí para aprender.
—Así que prefieres venir a casa —dijo Angela.
Hubo un silencio.
—Lo cual es maravilloso —dijo Angela—. Absolutamente maravilloso.
—Voy a colgar, mamá. Puedes continuar sola con tus necedades, si quieres».

ESE silencio. Todo lo que hay saber sobre la relación entre estas dos mujeres está en ese silencio. Tres palabras entre dos líneas de diálogo es todo lo que Williams necesita para construir dos personajes.

Cuando Darleen llega a casa lo hace acompañada de un hombre llamado Deke («su asistente y guía»). El resto es puro teatro. Literal y figuradamente. Deke dedica las horas que pasa entre esas cuatro paredes a criticarlo y cuestionarlo todo y todos y en un momento determinado les habla, a la madre y a la hija, del cuento de Chéjov y del hombre del martillo:

«—¿Cree que es el hombre del martillo? —dijo Angela.
Deke sonrió con modestia.
—Salta a la vista que mamá no es feliz —dijo Darleen».

Ya que no me lo preguntan les diré que, en mi opinión, la grandeza de este relato reside en que Joy Williams nos hace creer que, o bien el hombre del martillo no existe (como opina Chéjov), o bien no se le espera, como opinan Angela y Darleen en tanto que seres infelices que se odian y se temen. Solo Deke, desde su extravagancia y desde su afición a cuestionarlo todo y a todos, sonríe con modestia creyéndose martillo, cuando lo cierto es que, a ciertos niveles, en algunas vidas, en los personajes de Joy Williams, por ejemplo, la felicidad no se acompaña de fuegos artificiales, no es algo que salte a la vista, no tiene la evidencia de una carcajada. Aquí la felicidad se confunde con el paisaje hasta lo inapreciable gracias a que ésta reside en algo tan sencillo como estar acompañado una fría noche de invierno de alguien que te odia o que cree que te odia o que, simplemente ha hecho de ese odio el motor de su vida y sin él, sin ti, ni vida ni odio ni nada. La felicidad, en este relato, no es inmediata; vuelve, en forma de recuerdo de una tarde agradable, al cabo de los años, cuando ya no importa que sea demasiado tarde.

Ya no puedo ser más fan de esta mujer.

lunes, 14 de junio de 2021

“Una Odisea” de Daniel Mendelsohn

Esto va de lo siguiente: el protagonista — que no es otro que el propio autor en lo que supongo falsa autobiografía— se dispone a impartir un seminario sobre la Odisea cuando su padre le dice que él también se apunta, que quiere aprender, que nada mejor que un buen clásico que llevarse a la tumba. No les quiero estropear la lectura pero la cosa va de enterneceros un poco sí (con la parte en la que el hijo habla de su padre, que es como medio libro) y otro poco no (con la dedicada a la obra de Homero). Personalmente me quedo con la segunda. Es más: pueden perfectamente saltarte todo lo que no tenga que ver con esto. Conste que yo me lo he leído entero, claro que yo soy mucho de hacer el imbécil.

Seamos sinceros: la única razón por la que uno llega a este libro (uno que no sea de Cercedilla, se entiende) es porque quiere profundizar en el clásico al que hace referencia. Todo lo demás (su padre, los alumnos, los recuerdos de infancia) es artificio. Mera decoración. Todo lo demás está pensado para hacerse un hueco en las mesas de novedades y no ir directamente al lugar que merece. Un padre, un hijo, un noséqué. Anda, no me jodas; a mí háblame de las razones de Odiseo para quedarse con Circe y quédate con todo lo demás. Que si papá no pudiendo recalar en Ítaca, que si menudo carácter, que si mira que casualidad todo este paralelismo entre Odioseo y mi santo padre, que parece que hayamos nacido para coincidir en este seminario.

Yo entiendo que Daniel Mendelsohn quiera a su padre. Entiendo que le quiera, que le rinda tributo y hasta que le escriba un libro, pero a mí qué me importa si, al final, no me aporta. Y no lo hace. Nada, además. Ni un ápice. Este libro es un engañabobos con todas las de la ley.

Cuánto hubiera ganado (¡cuánto hubiera ganado!), Daniel, si nos hubiésemos limitado a hablar de lo que teníamos que haber hablado, que no es otra cosa que la Odisea, sin tener que fingir tanta inquietud paternofilial, que no te la crees ni tú. Qué fácil hubiera sido regalarnos el seminario escrito y no esta ración triple de ternura descafeinada.

A mí dame nostos, Daniel. A mí dame de esto:

«Los relatos de Néstor son ejemplos de lo que denominamos nostos. Nostos es la palabra griega para «regreso a casa»; su plural, nostoi, era, de hecho, el título de poema épico perdido en que se contaba el regreso a casa de los reyes y caudillos que combatieron en Troya. La misma Odisea es un nostos, que a veces se aparta de Odiseo y su asendereado viaje de regreso a Ítaca para describirnos en breves términos los nostoi de otros personajes, como hace aquí Néstor —casi como si temiera que estos relatos no llegaran sanos y salvos al futuro—. Con el tiempo, esta melancólica palabra, nostos, tan firmemente arraigada en los temas de la Odisea, acabará combinándose con algos, otro término del abundante acervo de dolores que posee el griego, para suministrarnos un modo elegante y simple de referirnos a la sensación agridulce que a veces nos genera una añoranza especial e inquietante. Literalmente, la palabra significa «dolor asociado con la añoranza del hogar», pero, como todos sabemos, en especial cuando envejecemos, el hogar puede ser un tiempo a la vez que un lugar. La palabra es nostalgia».

Una Odisea está lleno de interesantes análisis y reflexiones; y todos los momentos que tienen que ver con la etimología son tan buenos que llega uno a sentir más interés por aprender griego que por leer la Odisea. Lamentablemente en Una Odisea hay mucho que sobra; demasiado, diría yo. No sé ustedes (quienes lo hayan leído) pero yo no dejo de tener la sensación de que con este acercamiento tan “comercial” a la obra de Homero se nos está tratando un poco de imbéciles. Lo que quiero decir es que para leer sobre la Odisea no necesito para nada que el autor me hable de su padre.

A los padres, en la literatura, solo para matarlos.

viernes, 23 de abril de 2021

“La anomalía” de Hervé Le Tellier

Me pregunta A. que qué hago leyendo Seix Barral; que cuándo fue la última vez que esos señores publicaron algo decente. Yo intento, sin éxito, justificarlos, no porque lo merezcan sino para evitar quedar como el clásico imbécil que se gasta veinte euros en un libro que se ve a leguas que no los vale. Frente al reto de su mirada apelo a la inocencia desde una sonrisa, le digo no sé qué del Goncourt y es probable que nombre a Rushdie en algún momento, sin demasiada convicción, pero con la vaga esperanza de que eso sirva para refrendar mi argumento de que hasta la peor editorial puede publicar un buen libro por casualidad (me cuido bastante de no dar títulos, eso también es verdad, o a esta hora seguiría escuchando su risa). 

Más tarde, en la soledad de mi celda, comprobaré que, efectivamente, la última vez que leí alguna “novedad” de Seix Barral que valiese realmente la pena fue hace demasiado tiempo. Jesús Carrasco, Menéndez Salmón, Isaac Rosa, Javier Calvo, Laura Fernández, Rosa Montero, Vicente Luis Mora… Las cosas como son: fácil no lo ponen, por mucho que sea yo quien acostumbra a jugar con fuego. Que sí, es verdad, no hace falta que griten, les escucho perfectamente: también Peter Matthiessen, Don Delillo, Jonathan Franzen, Lydia Davis… Pero hablamos de un “ahora” relativamente amplio: pongamos diez años. Y siendo así, no hay salida: MAL. 

Pero estoy divagando. 

A ver si por una vez soy capaz de centra el debate en la cuestión: Premio Goncourt. No, perdón: La anomalía

Arranquemos con un chiste fácil: aquí la única anomalía digna de mención es que le hayan dado este premio a este libro. Claro que, por otro lado, tampoco tenemos porqué volvernos locos con esto, al fin y al cabo el historial del Goncourt deja lo suyo que desear:  echando la vista atrás no encuentra uno demasiados motivos para el alboroto al que supongo nos conduce la desesperación propia de quien vive rodeado de escritores incapaces de crear una obra que marque alguna diferencia respecto del encefalograma plano habitual. Con esto no pretendo insultar a nadie (aunque si alguien quiere sentirse insultado por mí no hay problema), simplemente recomendarles que, si en algún momento se les ha pasa por la imaginación leer este libro, convendría que lo hiciesen desde la perspectiva de quien se sabe frente a una obra de características similares a las que Pierre Lemaitre nos ofreció hace unos años en su también Premio Goncourt, “Nos vemos allá arriba”, esto es, una novela de corte clásico que apuesta por el entretenimiento desde una técnica bastante conservadora, tanto en la forma como por el fondo.

Esta novela —que podría haber escrito Stephen King en una mala tarde haciendo la mitad de ruido— tiene un argumento bastante sencillo: un avión que sobrevuela no sé qué cielo, atraviesa una tormenta de la que sale dos veces: la primera cuando corresponde, la segunda tres meses después. Y ya está. El gobierno del país, liderado por un presidente que roza la discapacidad, entra en pánico y aplica protocolos imposibles desarrollados tras el 11S por una pareja de frikis venidos a más. Esto supone derroche presupuestario: científicos a paladas, reuniones, gabinetes de crisis éticas y técnicas y hasta un favor personal a líderes confesionales, como si ahora esta gente fuese de fiar. 

Quisiera poder decir que la novela aporta alguna reflexión interesante al campo de la filosofía, la mística o la física pero me temo que no es así. Le Tellier, que así es como se llama el padre de la criatura, prefiere entregarse sin asomo de rubor a la novela de acción porque mucho Oulipo mucha hostia pero al final lo que da pasta es Expediente X. 

Personalmente he pasado un rato la mar de entretenido (al menos durante la primera mitad de la novela, luego ya no tanto) pero hubiese preferido que el seguimiento a los once personajes protagonistas (once, eh), a cual menos interesante, hubiese sido menos exhaustivo, apenas una pincelada, por lo innecesario, básicamente, y porque de ese modo no hubiese tenido que aguantar como sí he tenido que aguantar (y como tendrán que hacerlo ustedes si no detienen esta locura) las previsibles confrontaciones (llámenlos careos si les place) entre personajes duplicados, ni las lacrimógenas despedidas en forma de carta dejada sobre la mesilla de noche. No, en serio: no me jodas, Hervé.

Lo mejor de esta novela, aparte del ritmo endiablo que hace posible terminarla en dos sentadas, es la tranquilidad que tiene haberse quitado de encima para siempre la presión del Goncourt y las ocho cervezas anuales que disfrutaré gracias al ahorro que supondrá  no volver a gastarme un euro en Seix Barral.





Editorial: Seix Barral
Colección: Biblioteca Formentor
Traductor: Pablo Martín Sánchez
Número de páginas: 368


miércoles, 12 de septiembre de 2018

“4 3 2 1” de Paul Auster

Escribo estas líneas cuando todavía no han transcurrido 24 horas desde que terminé esta novela. Desde entonces ya he leído las primeras cincuenta páginas de “El club de los mentirosos” de Mary Karr, he avanzado unas treinta de “El último Samurái” de Helen Dewitt que había empezado unos días antes, y he visto quince o veinte minutos de una película mientras tomaba un yogurt. He tenido incluso tiempo de echarme unas risas con el discurso Viva el Rey de Pablo Casado o las excusas de la ministra de Sanidad respecto a su máster. Con esto no busco abrirles la puerta de mi intimidad, ni mucho menos, lo que único que quiero es ofrecerles una imagen mental de lo profunda que es la huella que me ha dejado Auster con este libro (el libro para el que, tal como afirmaba en alguna entrevista, llevaba preparándose toda la vida), huella que, se habrán dado cuenta, ha sido más bien pequeña, apenas una sombra de lo esperado. 

La cosa va de narrar cuatro vidas, obras y milagros de entre todas las posibles, esto es, infinitas, de la misma persona (el joven Ferguson). Sería algo así como la versión para adultos de los clásicos What if. Hasta aquí nada que objetar, tiene su gracia ver cómo pueden ser las cosas según tomes o tomen por ti determinadas decisiones. Es así que puedes ser millonario o pobre como una rata; enamorarte de tu prima, tu hermana o tu vecina; casarte joven o ya no tanto mayor; tener un hijo o varios miles, vivir aquí o allí, estudiar o no, vivir o no. Cuatro opciones, cuatro vidas. Mil páginas. 

El problema es que las mundanas andanzas de Ferguson, el protagonista, carecen del interés suficiente para defender por sí solas una novela de estas características, por mucha revisión histórica que se plantee, por mucho que se hable de literatura, periodismo o béisbol. Las vicisitudes del joven Ferguson son demasiadas veces demasiado prolijas y a pesar de que, es verdad, el estilo de Auster es impecable, acaba resultando cansino de puro ajeno tanto drama, tanto amor no consumado, tanto Vietnam y tanta hostia. 

Auster ha escrito una gran novela, de eso no cabe duda, pero me temo que no será nunca recordada como su mejor novela por muchos años y mucho esfuerzo que le haya dedicado, por mucho de sí mismo que haya puesto en ella, básicamente porque dentro de unos años, pongamos cinco, pongamos diez, cuando alguien nos pregunte de qué trata ese ladrillo que ocupa tanto espacio en la estantería, no seremos capaces de decir otra cosa que cuatro vaguedades tipo mencionar un niño, la vida de un niño o más bien las cuatro vidas posibles de un niño de entre uno y 20 (¿o eran treinta?), nada especial, solo su vida y cómo ésta puede cambiar por más que nosotros sigamos siendo, de algún modo, siempre los mismos. 

Qué coñazo, nos dirán. Y seguramente , responderemos, aunque no guardo un mal recuerdo, etcétera, al fin y al cabo si la terminé, algo tendría y demás excusas habituales. Después seguiremos revisando la estantería en busca de un libro que se ajuste más a aquello que nos pide el cuerpo en aquel momento, tal vez esto, lo otro, o lo de más allá, tal vez simplemente algo entretenido que no sea como un parto.

martes, 8 de marzo de 2016

‘La tierra que pisamos’ de Jesús Carrasco

En una entrevista para eldiario.es, el escritor decía lo siguiente: «Prometo intensidad y tensión en el lenguaje. Prometo que entregaré a mi editora el mejor libro que sea capaz de escribir, lo cual es algo que solo me sirve a mí. Serán los lectores los que digan si es mejor o peor que Intemperie, si aporta algo o si es un libro prescindible».

Bueno, pues ya sabemos: PRESCINDIBLE.

Segunda novela y ya parece Carrasco un escritor sin nada que decir. Y, si, tal como asegura, este es el mejor libro que ha sido capaz de escribir, tampoco mucho que aportar. Porque Intemperie podía gustar más o menos pero era o llegó a ser, para muchos, “algo”. La tierra que pisamos es la nada más absoluta y ya se pueden poner como quieran los más o los menos. No hay historia, no hay personajes, no hay nada que suscite interés. ¿Tensión en el lenguaje? Tal vez tensión a secas, pero, en cualquier caso, no la que el escritor quisiera.

Parece que alguien no ha sabido estar a la altura de las circunstancias. Meteórica la carrera de Jesús Carrasco: tocado y hundido al segundo libro. 

Pero no adelantemos acontecimientos. Empecemos por la historia que se nos cuenta.

Siglo XX. España ha sido sometida. Ahora somos colonia de una potencia europea. Quiero decir que en la novela también, pero en modo conquista. A los héroes de la contienda se les regala una parcelita en Extremadura, que, bueno, en fin, pues no habrá sitios en el país que sean mejor recompensa. Pues bien, en una de esas parcelas viven un hombre y su mujer. Él, aguerrido y en extremo cruel militar, es ahora un trapo que no puede más que poner ojitos de furia cada vez que se mea encima. Ella lo lleva como puede desde su clasismo ignorante de mujer maltratada por la vida:

«[…] ¿qué puedo decir yo, que tantas veces he notado el pocillo de las monedas revuelto por la mujer que regularmente sube del pueblo para limpiar la casa y lavar la ropa? Su cercanía me resulta tan desagradable como la de la mayor parte de los lugareños con los que me he cruzado: holgazanes, gregarios, oscuros. Y el jardinero, ¿cuántas veces he tenido que darle dinero para que compre herramientas nuevas? ¿Qué sería de esta gente sin nosotros?»

Ahí la premisa.

En estas llega un hombre (ahora “indígena”) a la casa. No dice una palabra. Se sienta en el huerto y deja pasar primero las horas y después los días. Ella, al principio, se inquieta, claro, incluso coge la escopeta…. Bueno, la preocupación de rigor. Pero no hace nada. Sabrá ella la razón, pero no lo hace. Tal vez porque lo intuye inofensivo, un hombre de la tierra con problemas de adaptación, pensará.

«Arrodillado frente al bancal, ha volteado la tierra con sus manos, ha destapado la humedad del fondo, el tesoro sobre el que se alzan los tersos frutos. Tiene el mentón manchado de tierra húmeda, como si se hubiera dado un banquete con ella. Está ahí, en silencio frente a mí, con las manos hundidas en el suelo».

No quiero dinamitarles la novela por si en una de esas pájaras tan suyas deciden leerlo, pero sepan que la cosa trata de los horrores de la guerra y los sentimientos de culpa. Así porque sí, porque se ve que en su bendita ignorancia la buena de la mujer no se había planteado jamás tal cosa, un día comprende, viendo a ese hombre dormir noche tras noche a la sombra de un árbol, −hombre que nada más que reclama la tierra que pisa, tierra que ya no le pertenece porque un día se la arrebató el marido de la señora y la señora misma cuando mataron a sus mujeres y a sus hijos y a sus amigos y esclavizaron y maltrataron y enterraron en vida a poblaciones enteras−, un día comprende, decía, que tal vez, sólo tal vez, un poco de culpa, aunque no sea más que por complicidad o silencio, sí ha tenido ella.

Y claro, entre LA PENA del uno y LA CULPA de la otra y el lirismo desatado de aquel, ya tenemos poesía en movimiento sobre drama bélico y crueldad extrema, que es una cosa que gusta muchísimo en determinados círculos concéntricos:

«Tomas tu escudilla y te apartas y, sin saberlo, te envenenas, como yo lo he hecho. Tú también eres un odre podrido, hinchado por esa misma bilis que a mí me corroe. Y lo cierto es que te hemos hostigado hasta reducirte a la murmuración. Hemos violentado en ti, en vosotros, lo que hasta ese momento os había sostenido. Y tú, qué otra cosa podías hacer, has terminado pensando que tu ausencia es el único refugio, y tu piel, la única frontera».

Que ya te tiene que gustarte esto, también.

Con todo, no es el problema. Quiero decir: Carrasco es muy estiloso, pero esto no es una novedad. A estas alturas ya contaba uno con que iba a leer una sucesión de excesos. Tampoco es el aburrimiento, el problema, al fin y al cabo el ritmo sosegado y adormecedor de la estática contemplación del paisaje o los propios sentimientos también tiene su público. Son los personajes, que no llegan. Ella es como es hasta que deja de serlo, hasta que el silencio de un hombre le dice a gritos que su marido es un ser despreciable. Y ella, también. Despreciables los dos. Y ya todo es, a partir de ese momento, pegar tiros hacia dentro. Él, en cambio, nunca llega a ser nada. Desde su mutismo se nos transmite la imagen de un hombre que ha sufrido lo indecible, pero sólo porque en las guerras se sufre lo indecible. Sabremos de su horror, que es el horror de tantos, gracias a las generosas cartas que uno con ganas de escribir le envía a la mujer. Así sabremos cómo fue: cómo llegaron los malos y se llevaron a los buenos que quedaron con vida a trabajar talando bosques hasta la extenuación. Y nosotros, meros observadores, sólo podremos darle la razón porque ya todo el pescado está vendido mucho antes de leer una sola coma: la tierra es de quien la trabaja, la guerra es un infierno, las secuelas terribles de traumas infantiles…

Carrasco no aporta absolutamente nada con esta novela. Si acaso su propia forma de narrar, su estilo construido a base de alambicar trazos y una afición a narrar desde la primera o desde la segunda o desde la tercera persona, según el ánimo con el que se levante cada mañana, así como la incómoda y muy poco sutil costumbre de viajar continuamente por el tiempo fundiendo el pasado histórico con el presente continuo con el futuro o el pasado hipotéticos. Salir de historias que no interesan total para entrar en otras que ya conocemos.

El final, previsible de puro inevitable, no ayuda y termina uno la novela con ganas de haberlo hecho mucho antes.



lunes, 9 de febrero de 2015

‘Pánico al amanecer’ de Kenneth Cook

Hay en el interior de Australia un pueblucho pequeño como un cactus, y en ese pueblo un colegio y en ese colegio un profesor y en ese profesor una amargura que nace de su condición de profesor de colegio en pueblo de mierda en el centro de Australia. Al profesor de nombre John Grant se lo pueden imaginar ustedes, si quieren, con un cheque en la mano, cerrando una puerta y colgando el cartel de cerrado por vacaciones. Por delante, algo más que seis semanas de libertad condicionada; por delante, la posibilidad de huir a pastos más habitados, civilizados, menos agrestes, menos deprimentes. Problema: del pueblo A al pueblo C hay que pasar sí o sí, por B. Y pasar la noche allí. Esto parece sencillo pero no lo es tanto. 

Nuestro profesor, que parecerá en un principio el clásico personaje lúcido, mordaz y seguro de sí mismo resulta ser en realidad, una vez que entra en contacto con la especie humana, un poco falto de todo: de lucidez, mordacidad y seguridad. En ese punto B, de nombre casi impronunciable, tropieza con un policía que lo lleva a un local en el que, sin comerlo ni beberlo (o tal vez por no haber comido pero sí bebido) decide jugarse algún dinero, no mucho, en un juego bastante tonto de apuestas que no me molestaré en describir. Gana. Gana mucho. Pero mucho mucho mucho. Gana tanto que ni se lo cree. Y ha sido todo taaan fácil. Tanto, tanto, taaan fácil. Decide ganar más. Ya saben: estamos de racha. El juego es lo que tiene: rachas. Y así es que se lo juega todo. Y así es que lo pierde todo. El famoso cheque, su finiquito, su billete de avión, también. Que ya hay que ser imbécil.

Así nuestro héroe se despierta una mañana sin apenas un centavo en el bolsillo, sin amigos, sin familia, y sin posibilidad de amigos o familia en un pueblo demasiado alejado de todo, un pueblo poco esperanzador. Es tan pobre, nuestro amigo, que, por poder, no se puede tomar una puta cerveza.

Y así es como, más o menos (hablamos de la página 56), arranca esta novela de autodestrucción, ese género literario. Y arranca bien pues no podríamos imaginar, llegados a ese punto, una situación más adversa que la planteada ni podríamos esperar un desarrollo más alcoholizado ni una caída más en picado. Teniendo en cuenta que en ese parte del mundo no hay mayor desprecio que rechazar una invitación a beber una o dos o veinte cervezas (que dicen que puedes matar a su hijos y comértelos vivos y todo se perdona, pero hay de ti si me dices no a un Calsberg) y puesto que nuestro héroe necesita ayuda y carece por completo de personalidad, le esperan tres días de borrachera sin fin también como una forma evitar un problema para el que no encuentra solución. Dará con mujeres que se lo querrán follar, con hombres que lo quisieran golpear y vivirá noches salvajes de cazar canguros a navajazos que marcarán un antes y un después en su vida de personaje caído en desgracia.

John Grant lo ha perdido todo. Todo. Por lo tanto, ¿ya qué más da, se pregunta? La novela plantea una huída hacia delante, inevitablemente cuesta abajo, donde nuestro amigo conocerá personajes estrambóticos, generosos e intimidantes en una Australia solitaria y terrible, terriblemente solitaria, y vivirá un sin fin de situaciones a cual más absurda que le llevarán a pensar que no es tan fácil hundirse como creía, que se puede vivir sin nada más tiempo del que cabría esperar o desear, que es una lenta agonía el vivir. Esa es un poco la enseñanza.

La novela es entretenida, pero no mucho más. Desde luego no es la octava maravilla que se jura y perjura por ahí pero sí me ha parecido lo bastante buena como para no prenderle fuego y además terminarla, que más de lo que se puede decir de la mayoría de los libros que se publican actualmente. Lástima que el final no esté a la altura de las circunstancias (y lástima también no poder hablar de ese final abiertamente sin estropearles la diversión, final que probablemente sea, de todos los posibles, el mejor, hecho este que no lo hace más satisfactorio sino simplemente algo tan inevitable que obliga al conformismo).

Y porque no me parece que tampoco sea una novela que se preste a mucho monólogo, lo vamos a dejar aquí. Que la disfruten con salud.


miércoles, 28 de enero de 2015

‘Frankie y la boda’ de Carson McCullers

Esto empezó más o menos así: leía yo, tan contento, por recomendación de una amiga, Volver, la novela de Toni Morrison editada hace no mucho por Lumen, pero a medida que avanzaba en ella iba cayendo en la cuenta que aquello que en un principio parecía un SÍ estaba resultando ser un mayúsculo NO. Resultado: quitando momentos puntuales, Volver de Toni Morrison, me ha dejado frío glaciar y cada día que pasa cae un poquito más en un feliz olvido. Pero en el fondo había algo que sí me estaba gustando, un reencuentro con el sur caluroso y racista que, tal vez por lo inesperado de la recomendación, había resultado gratificante. Y ocurrió: esta misma amiga, ignorante de mis estado de Lector Disperso, me recordó una vieja cuenta pendiente con Carson McCullers en la forma de, por ejemplo, Frankie y la boda.

Toda esta paliza para contarles una obviedad (que he leído a Carson McCullers) y para ahorrarme la reseña de Volver, reseña que me apetece menos que cero afrontar y de la que voy a pasar soberanamente. 

Pero dejémonos de introducciones chorras y otras maldades y vayamos a lo importante.

* * * * * * * *

Frankie y la boda’ tiene todos (¡todos!) los ingredientes que me gustan en una novela o al menos todos (¡todos!) aquellos ingredientes que más me gusta encontrar en una novela (aquí una debilidad), a saber: el paso de la adolescencia a la madurez (y por extensión unos personajes atormentados y sometidos a un entorno violento, entendiendo como tal todo aquello que supone una agresión a la intimidad) y una construcción fundamentalmente teatral. 

En ‘Frankie y la boda’ una joven de doce años sufrirá en apenas cuatro días una transformación inevitablemente traumática provocada por un continuo buscar un lugar en el mundo: 

«Ellos son el nosotros de mí.» Ayer, y durante todos los doce años de su vida, ella sólo había sido Frankie, un yo que tenía que moverse y hacer las cosas por sí sola. Todos los demás podían invocar un nosotros: todos menos ella. Cuando Berenice decía nosotros, quería decir Honey y Big Mama, su logia o su iglesia. El nosotros de su padre era la tienda. Todos los miembros de un club tienen un nosotros a que pertenecer y del que hablar. Los soldados en el ejército pueden decir nosotros, y hasta pueden decirlo los condenados a trabajos forzados. Pero Frankie no podía invocar ningún nosotros, a menos que fuera aquel terrible nosotros veraniego formado por ella, John Henry y Berenice, y aquél era el nosotros que menos quería en el mundo. Pero ahora, de repente, eso se había acabado y todo era distinto. Tenía a su hermano y a la novia de éste, y era como si desde el primer momento en que los vio lo hubiera comprendido interiormente. «Ellos son el nosotros de mí.»

Esto (lo de Frankie) viene de atrás (esto siempre viene de atrás): su cuerpo ha cambiado, se ha “estirado”, afeado y ha perdido su espacio, ese espacio infantil hasta ayer privado y protector, pero todavía no tiene acceso al atractivo pero vetado mundo adulto: su padre no le hace ni puto caso (ni la escucha, las más de la veces) y de su madre, muerta durante el parto, no le queda ni el recuerdo más vago ni le despierta la menor simpatía. Ejerce de madre-cuidadora una mujer negra y de hermano menor un primo que pasaba por allí, el típico criajo con gafas de montura dorada tan fácil de imaginar. De fondo, el sur de los años cuarenta en un pueblucho que, como la propia Frankie, vive un momento de desarrollo al abandonar su mentalidad pueblerina en favor del individualismo propio de la pequeña o mediana ciudad, dando lugar a un espacio en que cada día resulta más difícil no sentirse solo:

«—Lo que yo quiero decir es esto —dijo F. Jasmine—. Tú vas por la calle y te encuentras a alguien. A cualquiera. Y os miráis uno a otro, y tú eres tú y él es él. Cuando os miráis uno al otro, los ojos establecen un enlace. Y luego tú te vas por tu lado y él se marcha por el suyo. Os vais a distintas partes del pueblo, y quizás no os volváis a ver nunca más en toda vuestra vida. ¿Ves ahora lo que quiero decir?
—No del todo —dijo Berenice.
—Estoy hablando de este pueblo —dijo F. Jasmine en voz más alta—. Hay por ahí toda esa gente que no conozco ni siquiera de vista o de nombre. Y pasamos unos al lado de otros sin que haya entre nosotros ningún enlace. Y ellos no me conocen ni yo a ellos. Y ahora yo voy a marcharme del pueblo y ahí está toda esa gente a quien nunca conoceré.
—¿Pero a quién quieres conocer? —preguntó Berenice.
—A todos. A todo el mundo. A toda la gente del mundo —replicó F. Jasmine».

Y cambios sobre cambios: su hermano mayor, recientemente transformado en hombre, está a punto de mutar en hombre-felizmente-casado-con-hermosa-mujer (así la percibe Frankie) que ve en ellos, en esa pareja, una salida a su mundo inestable, cambiante; una seguridad que ignora que no existe y que le permitiría definirse de una santa vez; que le dará, piensa ella en su todavía ingenuidad infantil, la libertad que no encuentra en su opresivo hogar, esa cárcel de puertas abiertas: «Era mejor estar en un calabozo donde una puede golpear las paredes que en una cárcel que no se ve».

Inevitablemente, Frankie se enamorará, no de su hermano ni de su cuñada, ni de ese crío con gafas de montura dorara, ni de ese pueblo, ni del primer imbécil de permiso que la invite a una cerveza sino de aquello sobre lo que, en cierto modo, girará la novela, sin ser ni remotamente lo importante: la boda de su hermano. Frankie se enamora de una boda, porque esa boda es todo lo que tiene ahora mismo Frankie para dejar de ser Frankie, para salir de ese lodazal que son los doce años, y ese matrimonio es, dentro de su limitado universo, lo que más se parece a una huida hacia delante. No se trata tanto de llegar a como de salir de.

«Sólo le quedaba la idea de que tenía que encontrar a alguien, a quienquiera que fuese, para podérsele unir y marchar juntos. Porque ahora ya reconocía que estaba demasiado asustada para salir sola por el mundo».

Carson McCullers escribe una hipnótica y deliciosa novela (novelita) sobre el sencillo acto de crecer y traumas inherentes y la sostiene sobre tres infelices personajes que matan las horas en torno a una mesa, personajes condenados a crecer y a sufrir el mayor de los males conocidos: la vida.


viernes, 21 de marzo de 2014

“Niños en el tiempo” de Ricardo Menéndez Salmón

No soy yo muy amigo de prosas elaboradas ni demasiado líricas pero tengo que reconocer que la de Pierre Michon un poquito sí que me pone. Ponía, tal vez, más que pone, y tampoco siempre pero donde hubo fuego… Y luego está ese comienzo de “Rimbaud, el hijo”: «Dicen que Vitalie Rimbaud, de soltera Cuif, mujer del campo y hembra perversa, sufridora y perversa, fue la autora de los días de Arthur Rimbaud.» Es que ese comienzo me pone mucho. El resto del libro también, pero menos. Viciosillo que es uno.

¿Pero venimos a hablar de Michon o venimos a hablar de Salmón? De Salmón, ¿no? 

¿No?

Se ve que no.

Y no porque no quiera. Es que no me deja. Salmón, digo. No me deja y no me deja.

* * * * * * * * * *

Leyendo a Salmón uno cree estar leyendo a Michon. 

Esto como faja, puede valer. Ahora bien, como poco más.

Leer a Salmón y no dejar de pensar en Michon, sobre todo si te gusta Michon, es un tanto inquietante. Diría incluso que irritante. Porque una cosa es que a Salmón le guste Michon, que prologue sus obras o le rinda homenajes en el calor del hogar (allá cada uno y sus altares) pero de ahí a mimetizarse hasta ese punto, un tipo madurito como Salmón, ya, con su trayectoria y su público y sus libros y sus cosallas y ese permanente vivir en la mesa de novedades, da como un poco de grima, si lo piensas.

Yo creo.

También puedo estar equivocado (me extrañaría, pero es posible) y cuantos más haciendo la ola, mejor. Que si Michon, Salmón. Que si veinte más a libro por año, fieles aprendices de Nothombs. Si está bien, por qué no. ¿No?

Escucha la obra, ignora al intérprete.
La rueda de los días gira. Con ella se devana la suerte de Lavinia. Caldos, los más nutritivos; perfumes, los más exóticos; médicos de toda clase y condición. Cien lenguas se mezclan a la cabecera de la enferma entre retortas, ampollas, alambiques. Rostros de griegos cetrinos, semitas adustos, galenos venidos de Roma con la celeridad de un ave rapaz, incluso un mago del Norte, un bárbaro llegado de las últimas fronteras, que durante días llena la habitación de Lavinia con su corpulencia absurda, indigna de sobrevivir en las estatuas, y con las fórmulas desquiciadas de una lengua imposible, ante la que incluso los perros se rezagan en sus carreras.
Escucha la obra, ignora al intérprete.

Pero es que no es fácil ignorar al intérprete, chico, especialmente si parece un guiñol francés. Que si fuera otro, uno cualquiera, uno de tantos, de esos de dictado… pero Michon, joder, se nota tanto el afán de franquicia. Qué pena.

Casi lo olvido: la novela va de algo:

A un matrimonio se le muere el hijo en la primera página y empieza lo que vendría siendo la segunda parte de La hora violeta y todos con el corazón partido. Las cosas como son: la pena es terrible pero se presta demasiada atención a las formas y al lector sólo le llega el esfuerzo del intermediario. El caso es que el matrimonio se va a tomar por culo. Normal, todo son silencios y darse la espalda y no poder dejar de llorar y fumar mirando al infinito. Y en aquella cama follar es peor que masturbarse sin ganas. Y un buen día, durante una cena, catacrack, se acabó. A la puta calle, Antares. 

A esto que resumo en dos líneas le dedica Salmón como setenta páginas de prosa michoniana pero en aburrido, que ya es difícil (nunca se ha podido acusar al francés de ser la alegría de la huerta): «Deshilachaba las flores y las sonrisas mimosas, al igual que todo lo demás: porque no quería a ese hijo, que era ella misma, o porque no se quería a sí misma, vete tú a saber; porque lo único que quería de sí misma era ese pozo desmedido en que todo se sumía; y estaba demasiado absorta palpando a tientas los costados del pozo y buscando el fondo para fijarse en las florecillas que crecían en el brocal.» (Cita extraída al azar de Rimbaud, el hijo)

Imagínense.

La segunda parte es una novela dentro de la novela sobre la infancia imaginada de Jesús. Escritor escribiendo sobre un escritor que escribe. De cagarse, esto. La ficción incluye dos breves episodios para lectores lentos de reflejos sobre Jesús apareciéndosele a uno de ellos para preguntarle por las razones que tiene para hacer tal cosa (imaginar esa infancia, que maldita la falta) y para desearle suerte y llamarle valiente. Besito en culo y a la cama.

Que sí, en serio. Excepto por lo del beso, que hay que imaginarlo, lo demás tal cual. 
[Jesús] Tiene cinco años.
Ha conocido la familia.
Ha conocido el lenguaje.
Ha conocido al extranjero.
Ha conocido el amor.
Ha conocido la muerte.
Su experiencia del mundo, aunque parezca exagerado decirlo, es ya muy intensa.

La tercera parte es la historia de la madre, pero esta no se la cuento, no les vaya a estropear la sorpresa. Que bueno, a ver, tampoco es El sexto sentido. Confórmense con saber que incluye la enseñanza de la novela y que ésta tiene que ver con el reencuentro y recuperar la vida y descubrir que hay futuro después de la muerte de otro. Que te puedes quedar sin hijo y salir igualmente de copas, vaya; que es cuestión de Tiempo, que todo lo cura. 

Yo creo.

También puede que trate sobre cómo matar de aburrimiento al lector.

Resumiendo: si te gusta Michon y las novelas de padres que recuperan las ganas de vivir y no te importa que el escritor sea otro y que los personajes tengan el atractivo de una ameba, este es tu libro.


lunes, 4 de noviembre de 2013

“La habitación oscura” de Isaac Rosa

La novela arranca con la cuestión del folleteo que tanto se publicita: un grupo relativamente numeroso de amigos inventa (les voy a ahorrar los detalles) un cuarto oscuro para usarlo a discreción en lo que plazca, fundamentalmente sexo. Todo vale. Peras con manzanas o manzanas con manzanas o plátanos con papayas; lo que te encuentres, da igual. Bien, pues la primera parte de novela de Rosa va de agotar combinaciones y poco más. Plantea al lector casi todo lo que puede pasar en esa habitación. Casi. Todo. No lo voy a resumir, para eso tienen ustedes la imaginación.

Esto como truco publicitario es ideal para ganar seguidores nostálgicos de algún movimiento de liberación sexual pero la cosa tiende al alargamiento, y no de pene precisamente. Por suerte, aquellos que lleguen al capítulo tres serán recompensados con el cansancio de los protagonistas. 

«En qué momento la comedia dejó de tener gracia. Podríamos discutirlo ahora y cada uno tendría una respuesta, un día en que, al decir su frase del guión, notó que la sonrisa se le cementaba en la cara y le costaba seguir el diálogo hasta el final. Cada uno elegiría un momento, aunque no hay una fecha, un día que podamos señalar como último capítulo: fue algo progresivo, una descomposición lenta, con el paso de las temporadas fue pesando cada vez más el cansancio, y las risas enlatadas perdieron fuerza hasta que un día dejamos de oírlas.»

Un día la gente empieza a buscar otra cosa y el cuarto oscuro deja de ser sólo una folloteca para convertirse en un refugio de silencio. Con esto dará comienzo la razón de ser de una novela, que plantea nuestro particular qué se esperaba de nosotros, qué va a ser de nosotros, con lo que hemos sido, en el contexto social actual, crisis económica en vena, de la generación del mismo Rosa y aproximaciones. De ahí la elección de la voz (nosotros) como truco para involucrar al lector; exactamente el mismo truco que utilizó Bruno Galindo no hace mucho en “El Público” (Lengua de trapo), novela con la que “La habitación oscura” guarda un parecido más que razonable (diría uno que incluso demasiado). También allí era todo describir para, con la descripción, dibujar el nosotros, sujetos de consumo.


«[..] para no perder velocidad, para completar el itinerario señalado, hubo también que conquistar ascensos laborales y ganar oposiciones y aumentar ventas y repartir muchas tarjetas de visita, y salir de noche del trabajo y tomar copas y llevarnos carpetas a casa y aceptar la llave para ir un rato los sábados, y hacer méritos ante los superiores y competir con nuestros iguales y frenar el ascenso de los inferiores, y tomar analgésicos y tranquilizantes y somníferos y anfetaminas y cocaína, y levantarnos rápidamente en caso de caída y no llorar y enviar currículum y mentir en entrevistas de trabajo y empezar de cero una y otra vez para de nuevo ascender, vencer la resistencia de los superiores que nos frenaban y […]»


Y. Los he contado; hay más de dos mil. En serio.

Si el plan era plantar una idea, dejarla crecer sobre un fondo de mamadas y masturbaciones y trabajar sobre ella para demostrarnos lo gilipollas que somos, la solución no tenía necesariamente que pasar por llenar páginas y páginas de la misma información ni de caer continuamente en los mismos tópicos. Somos egoístas, no gilipollas. La novela tiene una prosa machacona y un tufillo pretencioso difícil de perdonar que seguramente acabará siendo la razón de que mucha gente abandone pronto su lectura. 

Aquí un ejemplo de tres momentos diferentes en los que se plantea exactamente lo mismo. Hay muchos más, no les costará dar con ellos: bastará con que abran el libro equis veces al azar. No falla.

«[…] era otra forma de refugiarnos, de llegar aún más al fondo, de acurrucarnos bajo la tierra y desaparecer para después resurgir más fuertes, con un blindaje en la piel que nos duraría el día entero ahí afuera, […]»
«[…] para ella la habitación oscura era todo lo contrario: un escondrijo, una forma de cobardía, de ponerte a salvo unas horas,[..]» 
«[…] La habitación oscura se había convertido en un agujero donde escondernos, un lugar donde estar a salvo unas horas.»

La idea de fondo, aquello con lo que justifica la inclusión del cuarto oscuro, se resume fácilmente en la siguiente frase: «El mundo se desmoronaba mientras nosotros follábamos felices» (frase que se entiende perfectamente así, solita, pero que Rosa, en su afán detallista, se empeña en desarrollar hasta el agotamiento como hace con cada puta cosa que tiene lugar en la novela: «… la gente desgraciada era lanzada por los balcones con todos sus muebles y recuerdos mientras nosotros follábamos felices, los enfermos se morían en los pasillos de los hospitales esperando una prueba diagnóstica mientras nosotros follábamos felices, los padres de familia hacían cola con sus hijos en los comedores sociales mientras nosotros follábamos felices, los banqueros y sus políticos robaban a manos llenas mientras nosotros follábamos felices…»)

El problema, insisto, es que el mensaje, por más cargado de razón que esté, no da para mucho (desde luengo no para tanto) y comete Isaac el mismo error que en su momento cometió Bruno Galindo de incluir una supuesta trama de intriga, supongo que para rebajar un poquito la cosa social, tan cargante a veces, y justificar un libro de casi trescientas páginas que se las hubiese arreglado perfectamente con la mitad o un par de páginas en EPS.

Esa puta manía de meter relleno total para dejarlo todo perdido de obviedades.

«Tenéis demasiado miedo, nos reprochaba Silvia; y mientras vosotros tengáis más miedo que ellos, todo seguirá igual. En el fondo no queréis cambiar nada, vuestra aspiración es que todo vuelva a ser como antes. Aunque uséis grandes palabras y votéis en las asambleas por un cambio de sistema económico, en realidad seguís queriendo lo de siempre: una buena casa, un buen sueldo, un buen coche, unas buenas vacaciones. Protestáis, sí, pero con cuidado de no romper nada.»

jueves, 21 de febrero de 2013

“Intemperie” de Jesús Carrasco

Un hombre, un burro y un niño y, tras ellos, un coyote sin gracia. Eso es Intemperie. El resto es decoración. Bueno, quizá no tanto. No le resto mérito como árbol de navidad pero está lejos la cosa de ser la supuesta maravilla. En mi humilde opinión, claro.

Quería dejar pasar algunas semanas antes de sentarme a escribir esta reseña. Quería hacerlo sin el ruido mediático de su estreno, ese runrún insoportable, ese ir y venir del pasmo a la genialidad. Sin darme cuenta, caí en el letargo de la espera. Me saca de él, hoy, mientras escribo estas palabras, Vicente Luis Mora, que la recupera para su blog enfrentándola -en una reseña anormalmente breve para lo que suele ser habitual en él- a la de Ivan Repila (El niño que robó el caballo de Atila). A Vicente le gusta más la segunda. A mí también, honestamente.

Intemperie es un ejemplo perfecto de lo efectivo del marketing salvaje. Me pilló una tarde de enero hablado de ella en Facebook. Veinte minutos después la estaba comprando en Amazon para el Kindle cuando lo que tenía que haber hecho era buscarla pirata, que seguro que ya estaba (de hecho la encontré hace sólo unos días en todos los formatos posibles imaginables y un par de ellos más). Pero bien, me pudo el impulso del momento, que ya supongo que es la clase de impulso para la que se proyectan este tipo de campañas de ensalzamiento.

Dejen que les cuente un secreto: ¿saben qué es eso que tiene intemperie que tanto gusta a críticos y lectores? Un burro. Sí, un burro. No un burro extraordinario, de un mundo de fantasía,  no el burro que llevó al mesías, ni un descendiente directo del bueno de Platero. No; un burro vulgar, corriente, moliente y hasta un poco feo, seguramente. Un burro que llama la atención por los aperos, su andamiaje, todo lo relativo a la logística que lo acompaña. El burro como lección de historia y como vasodilatador. No me creen. Miren, cuando algunos leen esto:

El viejo agarró al burro por la cabezada y tiró de ella hasta que el asno se puso de pie. Sin destrabarlo, colocó sobre su lomo un albardón largo de lona armada. Encima dispuso un ropón de arpillera raída y luego una albarda de centeno cuyo ataharre el viejo pasó por debajo de la cola. Antes de cargar al animal, redistribuyó el relleno de paja, que con el trasiego se había acumulado en las partes bajas del aparejo. Lo aseguró todo con una cincha de esparto gruesa que apretó bajo la panza de la bestia. Encima de la albarda extendió el mandil, lo que hizo al chico recordar el momento de la misa en el que el cura volvía al altar después de haber dado la comunión. Con la ayuda del monaguillo, iba apilando sobre el cáliz el corporal, la patena, el purificador y la llave del sagrario. 

[Cuando algunos leen eso] se les pone como una piedra. Lo juro. Normal, por otro lado. Imagínense: de repente un hombre que utiliza el diccionario y sabe cómo se decora un burro. He visto orgasmos por menos. Y es todo tan de campo, caramba, tan de aquí, de nuestra tierra. Al fin, la literatura nuevamente frente al terruño y lo equino como seña de identidad. Vuelve el escritor de chaleco y dominó los domingos por la tarde. Carrasco, con esa boina y ese bigote y esa pluma, hablando de burros e invirtiendo el apocalipsis macarthyano y pareciendo Delibes ensangrentado y ese burro, cielo santo, ese burro que sube la meseta y baja la meseta con los serones de esparto unas veces llenos y otras vacíos y ese viejo diciéndole al crío, recién violadito él, que parece una amapola todavía, que descargue al burro, cojones y, una vez más, que lo vuelva a cargar. Y toda la puta novela es el crío y el viejo puteando a un pobre burro que no tiene maldito afán protagonista y que nada más que sirve para darle a la novela una página más y otra página más y otra página más. Que ya no hay burros como los de antes, queda cristalino, en la novela. Tiene el cielo ganado, Carrasco, por este rescate de lo tradicional artesano aplicado a la dinámica asnal.

Lamento la exageración, pero es que yo, que soy de natural compasivo, tiendo a ponerme siempre del lado del más débil y en esta ocasión le ha tocado al pobre burro. Menuda jartá de llorar la mía durante la lectura. Menos mal que era chiquito, el libro. Pero eso no quiere decir que no haya sentido pena por los demás. Lo que he sufrido, qué duda cabe, por esos pastos sin pastos, por esas cabras leche ni sin esperanza de futuro. Y por el niño, claro, porque la cosa va de un niño, en realidad. 

Argumentatorio: Un niño huye por una meseta desértica. Un viejo cabrero lo recoge desesperadito y se lo lleva con él. Comen queso curado, duermen a la intemperie. Un hombre los sigue a caballo. Se supone que el hombre es malo o no estarían huyendo. Puestos a suponer podemos suponer por qué huye en niño y por qué lo persigue el hombre. Y, bueno… pasan cosas. Se mueven de aquí para allí, los mazan a hostias, intiman a golpe de recelo… quehaceres propios de la gente del campo. Cualquiera que haya pasado unos días en un torreón abandonado en medio de ninguna parte lo sabe.

Lo más especial que tiene Intemperie es que la película va a costar cuatro duros. Vivimos tiempos difíciles, conviene adaptarse. Por lo demás no es nada del otro mundo, sin pretender ni mucho menos con esto desmerecer sus virtudes: a saber: climatología extrema, rudeza de carácter, villanos duros como tojos y hombres en período de gestación. La vida, en definitiva, lavada a la piedra.

Por lo demás, verborrea, sinónimos y serones de esparto a raudales. También pasarlo fatal por el tanto sufrir de la criatura, que no se ha visto tal desde Ruanda la semana pasada, por ejemplo. 

Imaginó un molino de agua en un hayedo y también horizontes como serruchos mellados. El cielo penetrando en la tierra, derramándose sobre ella y, en dirección contraria, los picos elevándose a lo alto. Morada de los dioses. El paraíso del que tanto hablaba el cura. Un tapiz verde en el que los árboles reposaban negligentes, ajenos a su propia abundancia. Arces, abetos, cedros, robles, pinos de Flandes, helechos. Agua brotando entre rocas siempre húmedas. Fresco musgo tapizándolo todo. Charcas donde la transparencia era ley y el sol iluminaba los lechos pedregosos. Torrentes momentáneamente remansados, donde la luz dibujaba espirales iridiscentes. 

martes, 5 de febrero de 2013

Intemperie: la quincuagésima Gran Novela del Año

Guardo un recuerdo lejano de Bebe, la cantante, admitiendo —durante una entrevista que Gemma Nierga le hizo en La Ventana con motivo de la promoción de su segundo disco— que había vuelto para cumplir el contrato con la productora. La chica era toda desilusión y falta de entusiasmo. Se sobreentendía que el culpable había sido el exceso promocional del trabajo anterior. Se le habían resecado las ganas. Ignoro si se puede componer sin inspiración o si basta con sentarse y darle a la tecla, ya sea de la Olivetti o de la pianola, o quizá sea la de las musas, una cuestión mucho más compleja. Quizá hagan la calle y cobren por horas.

Retomando. Aquello fue un poco morirse de éxito (obviando la resurrección posterior). Echándole imaginación, aquello podría ser también un poco lo de Monteagudo, sólo que en este caso el chico lo supo aprovechar mejor seguramente porque, como él decía, tenía el cajón lleno de material y no tuvo que recurrir a las musas en el azaroso momento de ser la estrella del lugar, la luminaria en el firmamento literario, las esperanza del escritor eternamente inédito. Eso y que es de suponer que no quema lo mismo ir de gira que conceder entrevistas a Babelia.

Pues bien, tengo algo más que la sospecha de que está volviendo a ocurrir. Estamos haciéndolo de nuevo. Hemos pillado in fraganti a un tipo que puede llegar a ser la bomba de este trimestre tan triste de novedades editoriales. Lo tiene Seix Barral, cogidito por los huevos, y ya verán, ya, cómo no se les escapa. Buenos son los de Seix para estas cosas.

Una semana después de que un pajarito me dijese que Seix Barral no aceptaba escritores que no viniesen acompañados de un certificado de Ventas Seguras, descubro que un tipo llamado Jesús Carrasco va a publicar con ellos su primera novela. Cuando, curioseando, descubro que en la feria de Fráncfort hubo peleas en el barro por hacerse con los derechos de la imaginación de un perfecto desconocido, se me disparan todas las alarmas y me obligo a leer dos veces. Y, bueno, parece que sí, que así es. Leo en una web cualquiera que Carrasco, durante la feria, se convirtió “en un autor muy demandado […] y su obra ha sido vendida a 13 idiomas extranjeros.” ¡13 idiomas extranjeros, nada menos! Esto claramente promete mucho más que Monteagudo en su mejor momento.

Pienso en Jesús Carrasco y lo imagino iluminado por una luz cegadora o apagando un zarzal ardiendo a escupitajos. No sería de extrañar, al fin y al cabo la propia directora de Seix Barral, Elena Ramírez, explica a EFE que lo que ocurre con Carrasco “es uno de esos milagros que sólo puede ocurrir en Fráncfort”. No sé yo. Esto lo llevas a Lourdes y según las velas que le pongas a la buena de la mujer lo mismo sales de allí con la novela traducida a setenta idiomas y la promesa de un tuit del santo padre proponiendo un hurra por el autor.


miércoles, 27 de junio de 2012

“Los mutilados” de Hermann Ungar

Llego a esta novela gracias a un comentario que leo en un blog de confianza en el que el gestor dice que la ha leído y parece que lo ha dejado medio en estado de shock. Aunque me lo creo visito -bendito google- otros blogs, total para descubrir que parece haberse llegado a un acuerdo general: todos aseguran, con estas u otras palabras, que nos encontramos frente a una novela ejemplar, una pequeña obra maestra de un autor injustamente valorado, despreciado por la crítica, etcétera, etcétera, etcétera y qué penita, además, que se murió tan joven. Se habla tanto y tan bien de ella que dudo por un instante si no será este algún autor español de rabiosa actualidad. Y no. Joven sí, seguro, de hecho, insisto, murió a los treintaypocos pero famoso (o de actualidad) no, ni remotamente.  

El segundo punto en común al que llega la mencionada opinión general (un segundo punto en común menos ambiguo que la aseveración de lo genial de la obra en cuestión) tiene que ver con las referencias artísticas. Cuando se habla de Ungar se habla de Kafka, de Brod, de Musil, de Walser, se dice que si a Mann le flipaba, que si a Zweig también, que si un genio tras otro caían rendidos a sus pies según lo iban descubriendo. Es hoy y lo matan a fajas. A mí este tipo de comparaciones me gustan lo que me gustan, que no es mucho, y si las reproduzco es únicamente para meterme con ellas. Quiero decir que como reclamo publicitario están bien pero al final, kafkas aparte, es un libro frente a un lector y en estos casos cuantas menos promesas, mejor. Thomas Mann ya no acepta reclamaciones. 

En mi opinión “Los mutilados” es una novela brillante, descomunal a pesar de su brevedad. Genial, joder, vale, sí, en el sentido de gran obra, no de referente artístico ni mucho menos, pero genial en la medida que es empezarla y no poder parar, no querer parar, no saber parar. Los hombres del subsuelo tienen un algo especial. Aviso a navegantes: el protagonista no es escritor en ciernes, no sufre una crisis pasajera (bueno, un poco sí), no es un aventurero en busca de un santo grial, ni lleva látigo ni tiene miedo a los monstruos de la noche. Olvídense de vampiros adolescentes, heroicos soldados o detectives con medias de seda. Franz Polzer, el protagonista, es un desecho humano viviendo en un estercolero. Figuradamente, esto. Polzer es un hombre sin vida que trabaja en la banca, no tiene aficiones ni aspiraciones. No sueña, pero no por ello carece de imaginación. Su vida es limpiar sus zapatos, contar sus monedas, las resmas de papel que le quedan, entrar y salir de su habitación sólo para ir al banco o a pasear el domingo y tomarse un café en el bar de la esquina. Es un hombre sin nada que contar y muy poco, así a primera vista, que aportar a la literatura. A este hombre, nuestro Polzer, un día le cambia la vida tras ponerse un sombrero. A partir de ese momento y por buscar un símil cinematográfico, Ungar abre el plano y vemos algo más que ese agujero que es el alma de Polzer. Vemos su entorno: a su casera, una viuda gorda y fea que se lo quiere follar; a su jefe, a sus compañeros de trabajo de quienes recibe constantes burlas, pero sobre todo vemos a Karl Fanta, su amigo de la infancia, casado y padre de un hijo, que vive en una silla de ruedas: ha perdido las dos piernas y poco a poco va perdiendo también los brazos y es de suponer que algún día también la cabeza. Pero este es sólo uno de los muchos Mutilados que pueblan esta novela: el resto son todos aquellos a quienes les falta algo -no necesariamente carne- es decir, todos y cada uno de ellos. 

“Los mutilados” es tremendamente desagradable. La carne es desagradable, la voluptuosidad es desagradable; también lo es el sexo, la religión, las mujeres, los hombres, los niños, las casas, las camas, el rincón tras la mesilla de noche. Todo huele mal, tan mal como las heridas purulentas de Karl Fanta. Todos los personajes son despreciables, monstruosos, son los desechos de la sociedad, son aquellos con los que nadie quiere estar y nuestro hombre, Polzer, vive con ellos, duerme con ellos, come con ellos, trabaja con ellos y los odia a muerte tanto como los teme, pero es un pusilánime, un infeliz sin asomo de personalidad y no puede huir. Es el gilipollas perfecto del que todos se aprovechan, a quien todos exprimen, maltratan, insultan. Violan. 

En definitiva, que es heavy la novela. Tan heavy como buena. Encontrar algo así no pasa todos los días.





NOTA: La versión leída por un servidos es la publicada por Seix Barral en 1989. Casualidades del destino la han reeditado hace nada y al mismo tiempo Siruela, en su calidad habitual, y Backlist (Planeta) que la saca también en digital a un precio demasiado caro en comparación con la edición el papel. Lo de siempre, vaya. La traducción es, en todos los casos, la misma. La culpable: Ana María de la Fuente.

miércoles, 4 de abril de 2012

“El jardín colgante” de Javier Calvo

Con esta novela Javier Calvo entra en selecto grupo de los “Ganadores del Premio Biblioteca Breve” de Seix Barral, un podio que comparte con escritores de la talla de Juan Manuel de Prada, por elegir un ejemplo más o menos al azar. No sé si esto quiere decir que pronto veremos a Calvo presentando algún programa literario en Intereconomía. Quiera Dios que no, por muy sugerente que sea la idea de repetir los grandes momentos que Arrabal regaló a la televisión en aquel mítico programa de Sánchez Dragó. (Me doy cuenta tarde de que estoy llenando el párrafo de nombres ilustres. Si continuo por esta línea esto acabará pareciendo una reseña de Harold Bloom y como ninguno queremos eso, paro.) 

Dejando a un lado chistes fascist…, perdón, fáciles y al otro la imagen que se tiene de los premios y los premiados y subsiguiente aburguesamiento y dando por hecho que ya nunca más veremos a Calvo mezclándose ni relacionándose con la masa proletaria que lo vio nacer…, pues decía que dejando todo eso a un margen nos queda una novela premiada a la que hay que suponer “buena” o de otro modo no se entiende. (El chiste acaba aquí; prefiero desarrollar el tema de los premios amañados cuando reseñe “El temblor del héroe” de Alvaro Pombo, por ejemplo). Pero dejen ahora que les cuente de qué va y qué me ha parecido y si el resultado les suena a crítica literaria, háganselo mirar porque ya verán que no hay rigor

Arístides Lao, uno de los protagonistas, es un tipo feo como pocos y de enorme intelecto que la España postfranquista desperdicia en alguna oficina miserable de último nivel. Los detalles no son importantes. El caso es que a este hombre le encomiendan, por razones que tampoco viene a cuento desvelar, la tarea de colaborar con el que es el verdadero leitmotiv de la novela: la “exterminación” de la célula terrorista TOD. La novela, narrada en tercera personal, se desarrolla en dos escenarios, alternándose en breves capítulos la versión de “los malos” (desde la perspectiva de un infiltrado) y la de “los buenos” (desde el punto de vista de Arístides y su colaborador). El escenario, ya lo he dicho, es la nueva España que sale de la dictadura y sobre la que ha caído un meteorito. No, no es un thriller de ciencia ficción. 

Esta es la primera novela que leo de Javier Calvo y si he de ser sincero esperaba otra cosa aunque tampoco sabría decir exactamente qué. Y no lo digo porque el argumento no me haya interesado especialmente sino simplemente porque no me parece tan rematadamente buena como se ha pregonado por ahí. Lo cierto es que no es el tipo de historias que (gratuitamente) le suponía al escritor. También es verdad que me falta la perspectiva del tiempo y que probablemente lo mejor sería dejar la reseña para dentro de dos meses, pero temo que para entonces: a) se me haya olvidado de qué iba, b) la idealice en el recuerdo, c) todo lo contrario. Venga, ahora en serio, que nos jugamos la pasta: es una novela interesante (esto -estoy casi seguro- es un cumplido); divertida unas veces, salvaje otras (divertidamente salvaje también) y con un ritmo ágil que no decae hasta pasado el ecuador (ups!). Lo que sí me parece digno de elogio es que el autor no se recree en secuencias que pueden resumirse en un párrafo o inferirse en capítulos posteriores, algo que me ha parecido, con diferencia, lo más destacable ya que nos evita el montón de páginas inútiles a las que nos tiene acostumbrados la narrativa actual que a falta de historia recurre a la verborrea. Me ahorré los ejemplos. Respecto a los personajes, bueno, así de entrada pueden parecer interesantes (alguno un tanto forzadamente) pero a medida que avanza la narración se van mostrando como unos seres bastante planos cuando no directamente más lisos que una tabla. 

Repasando el párrafo anterior me doy cuenta de que me ha quedado una reseña un poco bastante negativa, pero no es para tanto, créanme: en mi opinión “El jardín colgante” es perfectamente disfrutable si se rebaja el nivel de expectativas propio de los grandes estrenos y los tiempos de promoción. Lamento ser tan escueto (es un decir) pero la novela, al adscribirse al género de intriga política (etiquetemos, qué coño), no se presta a mucho comentario y cualquier cosa que yo les dijese incluiría por fuerza algo que no deberían saber. De hecho, y aunque no lo parezca, ya he dicho más de la cuenta. Bueno, en realidad yo siempre digo más de la cuenta pero confío que con la lectura diagonal les hayan pasado desapercibidos los detalles.



lunes, 19 de septiembre de 2011

“La mano invisible” de Isaac Rosa



Esta es una novela que ejerce como tal sólo a ratos. El resto del tiempo se debate entra la crítica social y el reflejo de una realidad nunca agradable siempre que uno no sea imbécil y sienta placer sudando por cuenta ajena. Puesto a catalogar sería, tal como están las cosas en la cosa del trabajar, una tentativa de falso documental de terror. Pues imagínense ustedes la lectura de un algo así de indefinible durante 380 páginas y yo durante todas ellas sin sentir sueño, lo cual tiene un mérito enorme porque soy de obligarme dormir poco y lo acabo pagando siempre con los mismos. La cosa es como un inmenso chiste sin gracia: estos son un carnicero, una tele-operadora, un mecánico, un albañil, una costurera y algunos seres humanos más -que voy a omitir por prudencia y para que tengan algo que rumiar- que trabajan en una nave frente a unos focos y un público entregado a verlos ganarse la vida con el esfuerzo de cada día y cada día más suspicaces con la inescrutable intención de un invisible empresario que tira de eteté para no tener que plantarles cara, hecho este, por cierto, que debería ser interesante como "misterio" pero que lo es a ratos sí a ratos no (no al menos lo suficiente para que lo leamos únicamente por semejante motivo). Que al final ese misterio dé un poco igual es lo que demuestra (por si quedaban dudas) que lo que a Rosa de verdad le importa es lo otro: el relleno. Definir “lo otro” es complicado: es la gente currando y nosotros asistiendo a sus pensamientos que son como el cuento navideño de Dickens con ligeras variaciones: fantasma del pasado, del presente y del futuro que le hacen una revisión a una vida laboral con sólo un punto en común: que la vida es un asco si te toca bailar con la más fea. En hacer esto interesante reside el punto exacto del mérito del escritor por más que a mí, caprichoso por naturaleza, no me baste.

Lo peor ha sido la permanente sensación durante la lectura de que el espíritu de José Saramago se había apoderado del alma de Isaac Rosa, le había cogido las pelotas y obligado a escribir igualito que él para perpetuarse, cual franquicia, más allá de sí mismo. No solamente se replica la intencionalidad de los argumentos del portugués (que tampoco es un problema porque la exclusiva creo que no la tenía) sino también la ejecución (que tampoco). Incluso los personajes, todos sin nombres, importando nada más que su profesión porque este libro va de trabajar y no de tomar copas al acabar el día. Esto tiene de cumplido la parte que tiene que ver con que a Saramago le dieron el Nobel y de crítica la sospecha de que de original no tiene tanto. Otro cantar ya que sea realmente así pero yo les hablo de mis dolores como paciente no de la sintomatología del prospecto. 

Esta novela que es un “sinvivir” se lee, a pesar de ello, sin grandes sufrimientos (alguno sí, porque no siempre es igual de apasionante ver lo mal que tratan al personal, pero a mí me llevó dos días acabarlo y no siempre me ocurre) pero es prescindible y olvidable en igual medida. Yo siento empatía con facilidad pero en esta ocasión no pude. Lo que sí pude, en cambio, fue solidarizarme con ellos pero únicamente porque soy de tradición judeocristiana y me inclino siempre por el desfavorecido aunque no lo merezca. También es verdad que con semejante plantilla Rosa no da a elegir. Ya sabíamos que ser albañil, tele-operadora, mecánico, carnicero, fregona o mecanógrafa no tiene mucho que ver con lo que se entiende por felicidad pero en este caso concreto me han dejado un poco fríos sus pesares por más que haya padecido alguno. Hay documentales que exploran el lado miserable del mundo laboral que sólo duran hora y media y además los puedes escuchar desde el baño leyendo el Babelia, por ejemplo. Esta novela roja de Rosa me ha exigido como lector cierta complicidad, algo que no me ocurrió, por ejemplo, con “El vano ayer” que me supo a Literatura desde la página uno hasta el final finalísimo a pesar de odiar a muerte la novela de dictadura (entendiendo ésta como subgénero literario).