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miércoles, 10 de septiembre de 2014

“Pistola y cuchillo” de Montero Glez

Será que no hay piedras con las que tropezar para que tengamos que elegir siempre las mismas.

Pistola y cuchillo” (un título más difícil de recordar de lo que parece) es mi primer acercamiento al Montero novelista y segundo al Montero escritor. Lo anterior habían sido relatos pero, entre lo poco que me suelen gustar, en general, los relatos y lo poco de disfrutar que eran aquellos, la cosa no fue del todo bien por no decir que fue del todo mal o directamente como el culo. Pero lo cortés no quita lo valiente y aquí estamos, reincidiendo. Tropezando, en realidad. Para una cosa que se nos da bien…

La acción (por llamarla de alguna manera) arranca tres meses antes de la muerte del bueno de Camarón, durante una cena en Venta Vargas, donde queda con su representante y el narrador para llevar, entre todos, un gallo a una pelea. 

Yo sé que como premisa es un poco floja, pero las hay peores, créanme.

He leído por ahí (me he dado el habitual paseo por algunas críticas) muchas tonterías, entre ellas que en esta, digamos, novela, la trama no importa, que esto es otra-cosa, que es un poco lo que se suele decir cuando no se sabe qué decir. También se dice que en PyC se fuma mucho, se bebe mucho y se come mucho, como si esto, en literatura, fuese un valor añadido. Será por novelas de fumadores, bebedores y comedores. Y hasta folladores, si me apuras. Será por novelas. 

Será por agarrarse a clavos ardiendo.

Total, que uno se pregunta a qué viene tanto entusiasmo toda vez que se descarta la trama y se evidencia la poca vida social de blogosfera crítica. 

Pues a qué va a venir. A Camarón, ¿a qué si no?

Porque toda esta película, que nadie se lleve a engaño, no es más que un anecdotario con forma de novela sobre fondo de trama aparentemente intrascendente. Un episodio inédito de “esta es tu vida” o producto televisivo similar. Y ya puestos a biografiar, de lo que se trata es, ni más ni menos, que de ensalzar la figura de Camarón enlazando una serie de historias con las que dar forma al cantante. Y no cualquier forma. Una forma divina. Forma de dios menor. (“Cómo explicarlo de otra manera, si transmitía esa majestad divina que tienen las heridas de guerra y las estampas religiosas. De ahí mi atracción y también mi cautela.”) De hecho si una vez leída esta novela no pones un longplay del bacalao en el plato, aunque sea el de la ducha, es que no tienes corazón.

En cualquier caso celebro el reencuentro con Montero, sobre todo porque, al margen de lo más o menos que me haya gustado PyC, ahora sé que prefiero mil veces (igual mil no, pero un par seguro que sí) esta novela a sus relatos. También es verdad que entre relatos de vagabundos y chuloputas o anécdotas de Camarón niño-adolescente-madurito, está la cosa como para dudar.

O sí.

Porque aunque es verdad que la novela se lee en un tris también tiene momentos áridos (a pesar de lo floreado de la prosa) algo que, en cien páginas, es casi imperdonable. Y sin casi. Los sueños de Camarón, por ejemplo; el Viejales diciéndole vámonosyacamarón y el otro sin hacer ni puto caso, dilatando la noche y el libro y todo para no matar al gallo, pobrecito, que al final es el único que despierta sincero interés. O tantos momentos que no importan a nadie, que no aportan gran cosa como homenaje a Camarón.

—Canté muy a gusto. Canté como nunca, compadre, si es que nunca se puede cantar de esa forma. Mira tú que una sensación parecida tuve la vez que salí a torear por primera vez en San Pedro, cuando le pegué un derechazo al toro, de un buen pase. Cuando te quedas quieto, si eres capaz de quedarte quieto cuando el toro está pasando, lo que sientes es muy fuerte, compadre. Total, que así estuve haciéndome unos cuantos números, entre ellos unas bulerías por soleá al estilo del tío Borrico y luego enlacé con la del Frijones como una vez se la escuché cantar al Sordera, con ese temperamento jerezano, y luego para completar los números me fui a por el guapango de la cigarra.

PyC, por más que Montero lo haga pasar por un juego biográfico no autorizado, es Camarón en un bar a las diez de la noche pensando en si debe dejar o no que el gallo cante al amanecer. A la vista del resultado yo, si fuese Montero, me plantearía seriamente abrir negocio y escribir, él mismo o con artistas invitados, una serie que abriría un infinito abanico de posibilidades novelescas: “Camarón y la ballena” de Jon Bilbao; “Camarón en la orilla” de Chirbes; “Camarón en la feria de abril”, un inédito de Hunter S. Thompson; “Camarón en el camino de Santiago” por Los bolechas (con el jubileo de regalo); “Camarón love Paco” de Moccia; “Camarón en el topmanta” de Sinde (Ed.Mondadori). Y a cualquier hora, Camarón con jamón.



martes, 18 de junio de 2013

“Polvo en los labios” de Montero Glez

Hoy toca cortarse las venas. 

La mascota es el quinto relato de este recopilatorio. Permitan que me salte los cuatro primeros; volveré a ellos (a uno, al menos) más tarde, por aquello de volver, no porque realmente lo merezca. Atentos: la cosa va de un preso que le ofrece a otro secuestrar al perro de una niñabien, algo que, es de suponer, está generosamente recompensado. Cuando sale de prisión localiza a la niña y roba el chucho, el móvil y algunos anillos que vende al mejor postor. Con el dinero fresco y en espera del rescate prometido visita a la mujer del otro preso y se la beneficia. Todo muy profesional. El chucho resulta ser un salido de padre muy señor nuestro al que hay que masturbar continuamente para tenerlo tranquilo. Y así es que, rozando, se cogen cariño preso y can. Pagado el rescate, se completa la transacción pero al chucho le puede la nostalgia y corre tras el ladrón, motivo por el cual lo pillan y lo entronan otra vez. Pues bien, esta soplapollez está contada en este plan: 

Se trataba de un secuestro nada complicado. Un trabajito de esos en los que se las podía apañar una persona sin ayuda de nadie. Según lo pintaba Joselito, la fulana era una de esas que van alicatadas hasta el merengue. 
—Si la ves cuando sale —decía Joselito—, si la ves, siempre luciendo mucho colorao y con unos sortijones como garbanzos. 
—¿En el mismo Sotogrande? 
—Sí, es fácil, te maqueas para no dar el cante. 
—Olvídate del atrezzo, suelta prenda. 
La conversación transcurrió así durante un rato. 

Durante un rato”, dice. Ojalá. Durante un rato no, todo el puto libro, que son sus diálogos dignos de ver para ser creídos. Es todo tan castizo, tan poco natural, tan de arroyo y tan de estereotipo marginal de chonis maqueadas o chulos de casa de putas que si hay que reconocerle algún mérito a Montero será el de haber llegado hasta aquí. 

Más ejemplos. Hoy va de eso y poco más; hay reseñas que se escriben solas a golpe de cita. En El secreto de la Garbo se cuenta cómo la Garbo tenía un mastín, regalo de un amante, que cada noche se subía a su cama, "donde el calor de su hocico le incendiaba la mata del pubis. Los lametones eran intensos, de abajo arriba, alterando la carne con el salvaje perfume de la fiebre animal; deteniéndose en la perla escandinava cuya dureza deshacía su lengua perruna." Y bueno, poco más, el perro se muere (lo matan), lo entierran… ese tipo de cosas. APASIONANTE. 

Y ahora, atentos a la jugada: Sin mierda en la tripas trata sobre dos sintecho que quieren drogar a un tercero para beberse los restos del Don Simón o algo así. Discuten y como buenos liantes se matan a navajazos. Cuando llega el que faltaba, ya levantados los cadáveres por el juez, se acuesta en el cartón, todito ahora para él, y recostado da con las pastillas, como la princesa dio con el guisante, se las traga y, feliz, se duerme. Fin. Pues bien, esto es otro relato. De cagarse, el Montero, no me digan. 

Lulú (otro) es exactamente lo que el título sugiere: trata de una mujer fatal y un poco puta que se beneficia a un narco mexicano para robarle un maletón, para lo cual echa mano de un mindundi que de puro amor traga con todo. Que digo yo si no habrá mejores cuentos que contar que los mismos de hace setenta años pero en versión siglo XXI y España profunda. Tristeza, de verdad. 

En lo relatos de Montero los hombres, machos alfa algunos y otros no tanto, roban y matan a placer, incluso policías, malviven dignamente más chulos que ochos y son tan follables que no hay mujer que resista no bajarse la falda al verlos pasar. Las pollas, todas, ejemplares, qué duda cabe. Las hembras, también, pero éstas de puro sumisas y complacientes. Chonis haciendo realidad fantasías sexuales con batas guateadas. 

Joselito era chispero de los de bigote y mosca, andares aflamencados y pelo brillante de aceite. Y decir de ella, de la puta, que era mujer de tronío, pellejo tostado, pongamos que moreno verdoso, como de campana antigua, y que llevaba la sexualidad cosida al trasero.” Claro, esto, así, tiene gracia un rato, como el Reverte y su Alatriste, pero luego cansa, y si además lo acompañas de tanta chorrada, enfada o, cuando menos, irrita. Y yo, que voy justo de paciencia, lo dejo aquí y prometo no volver así me muera yo o se muera él. Quizá la cosa mejore a partir de entonces pero tenía que haberlo pensado antes el recopilador, que no es menester hacer sufrir al lector sin recompensarle el esfuerzo de alguna manera. Si hasta en un vía crucis se hacen descansos, por el amor de Dios. 

Los USOS Y COSTUMBRES GENITALES DEL MADRID de hace cien años no se distinguían mucho de los de hoy en día. En lo tocante al desahogo de los varones, lo que primaba era ejercitar el pulso seguido del restregón tranviario. Esto último resultaba labor harto compleja pues la dama de principios del siglo XX, entre el paño de la falda y la costura de las bragas, anteponía un sinfín de ropa íntima. Llegada la hora del parcheo el varón lo tenía difícil. Según cronistas de entonces, había que estar dotado de cierto empuje para sortear enaguas, refajo y otras entretelas. Sin embargo, ahí no acababa todo. 

Y así todo rato, sin parar. Que bien, las formas, no digo que no, pero se hubiera agradecido tener algo que contar antes de haberlo contado, que luego todo es frustración y pena de tiempo perdido. 

Pasando de largo el resto de my life. Lo juro por estas.