Por ir al grano: lo que Rory Carroll viene a demostrar en Comandante es que Chávez era exactamente lo que parecía: un fanfarrón, un prepotente y un completo inútil. Grosso modo. Esto lo digo porque he leído por ahí, hace ya tiempo, en alguna reseña dejada del mano de Dios, que Carroll dejaba en manos del lector el juicio sobre el presidente venezolano y bueno, en fin, esto no es tanto así desde el momento en que las cartas que nos presenta el escritor están marcadas. Y es que va la cosa justita de cumplidos.
El librito se llama Comandante porque eso es precisamente de lo que habla. No del turismo, no de política exterior, no de historia venezolana; (no directamente, quiero decir) sólo Chávez. Chávez como ser humano y como presidente. Como golpista, como candidato. Como socialista de boquilla, también. Una sobredosis chavista, eso es Comandante. Está prologado por Jon Lee Anderson, por cierto. Lo digo por si, tal como me ocurrió a mí, necesitan algún aval.
Leyendo el libro de Carroll, Chávez cae mal. Leyendo el libro de Carroll, Chávez es un charlatán y un canalla y un miserable que lo único que quiere es utilizar el Sillón Presidencial para garantizarse el Sillón Presidencial a perpetuidad. Para esto utilizará todas las armas que tenga a su disposición; armas que son minuciosamente detalladas por el autor. Resumiendo: la tarea documental de Carroll (magnífica, en cualquier caso) está orientada a desmontar el mito de un Chávez socialista y revolucionario pero sin llegar nunca a dejar claro que tal es su intención.
Así es que en el libro podemos leer largo y tendido sobre aquella costumbre de Chávez de regalarse y regalar al país, quisieralo este o no, los habituales maratones televisivos de sobra conocidos. Se presta especial atención a un episodio que fue bastante popular, en el que el presidente expropiaba un edificio apelando a grandes y nobles razones cuando en realidad lo único que quería era devolver la pelota a un grupo de empresarios que habían tratado de sacarlo del poder poco antes.
En general la dinámica de Chávez parece, según Carroll, siempre la misma: todos sus actos, supuestamente nobles cuando no directamente generosos, persiguen el único fin de perpetuarlo en el poder.
Por poner algún ejemplo
Así fue como, a mediados de 2003, cuando su popularidad estaba por los suelos y un referéndum revocatorio (un mecanismo amparado en la constitución para hacer que la autoridad rindiera cuentas) apoyado por tres millones de firmas, amenazaba su poder, decidió poner en marcha las llamadas Misiones. La idea era crear programas sociales para los pobres, que taparan los huecos en los servicios estatales. Chávez enviaba diariamente noventa y cinco mil barriles a Cuba y a cambio recibía veinte mil médicos, enfermeras y otros especialistas que cubrieron las barriadas de Venezuela para atender servicios básicos. Todo gratis para la población gracias a la subida de los precios del petróleo que Bush, con su guerra contra Irak, había provocado.
Los maestros seguían enseñando a leer y escribir a los analfabetos, liberando a miles de la vergüenza y la ignorancia. Ésta era la Misión Robinson. Otros maestros daban cursos nocturnos a los que habían dejado el instituto. Era la Misión Ribas. A los graduados se les ofrecían puestos y estipendios en nuevas universidades. Ésta era la Misión Sucre. Se ofrecían créditos y preparación a pequeñas cooperativas agrícolas e industriales: la Misión Vuelvan Caras. Había comedores sociales, tiendas de alimentos subvencionados, títulos de propiedad de tierras, vuelos a Cuba para cirugía ocular. Cuando se celebró el referéndum, en agosto de 2004, los índices de popularidad de Chávez se habían recuperado, y obtuvo una victoria arrolladora. (Pág. 127)
Mención aparte el hecho de que la Lista Tascón (como se dio en llamar a esa lista de tres millones de solicitantes enemigos del presidente) sirviese para acallar a la posición a fuerza de arruinarles la vida negándoles trabajo, contratos, préstamos o documentos. En 2005 Chávez, por temor a la “vergüenza nacional” da por archivada y enterrada la lista Tascón. Mentira. Un año más tarde, una confidente confirmaba a Carroll que la lista seguía con vida en algunos municipios.
Y todo así. Un país en continua caída libre.
“ni vi ni escuché nada" (Soraya Sáenz de Santamaría)
Luego están los paralelismos (y ya termino), que dan como pena y miedo o un poco bastante de ambas cosas: “Un ministro necesitaba dominar tres técnicas. La primera era el equilibrio entre la quietud y el movimiento. La mayor para del tiempo, el ministro era una piedra. No se esperaba que sugiriera una iniciativa, resolviera un problema, anunciara buenas noticias, teorizara sobre la revolución o expresara una opinión general.” Que sin ser ni remotamente lo mismo (aquí nuestros políticos pecan de ignorantes, pero también de bocazas, por ejemplo) ayuda a entender el odio que despertaban y despiertan entre la población (principalmente la de mayor poder adquisitivo); un odio que, poco a poco, parece ir tomando forma de revolución. Se pregunta uno, leyendo el libro de Carroll, cuánto tardará Venezuela en saltar por los aires. Qué coño, se pregunta uno cuánto tardaremos todos en hacerlo.
“El ministro que se atreviera a entrar en un restaurante lujoso […] sería saludado con el clink-clink-clink de los comensales que golpeaban los vasos con las cucharas en señal de protesta. Los insultos agravaban la humillación. ¡Ladrón! ¡Mentiroso! ¡Hijo de puta! Algunos ministros acudirían al restaurante Palms, porque tenía un refugio, una parte superior reservada, pero la mayoría renunció a comer fuera. Sucedía lo mismo en los centros comerciales, cines y supermercados de los barrios ricos [feudos de la oposición]: desprecio, insultos, silbidos. Cuando no estaba en su despacho ni en acontecimientos públicos, los ministros se retiraban a sus casas. Cerraban las verjas, echaban el cerrojo y corrían las cortinas, sellando, como mejor podían, el desprecio exterior.”