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lunes, 22 de agosto de 2022

"El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes" de Tatiana Tibuleac

Una niña desaparece (porque siempre desaparece una niña) y el resultado es una madre castigando con siete años de silencio a su otro hijo, el mayor, que se vuelve loco de atar frente a tamaña falta de afecto, porque siempre se odia más lo más se quiere: «Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás».

Esta es la premisa.

Pasan los años; siete o así, durante los cuales papá se busca una en leotardos, mamá resucita pero la nena no. El nene, por su parte, es todo ataques de pánico e ira (a mi hermana no la nombres) ergo también candidato perfecto para el arte y la exclusión social. Y entonces la madre, promesa mediante, se lleva al crío a veranear a la tierra del queso donde ya sabemos todos que va a reconciliar porque la mitad del problema era falta de atención y tal. Es más: no se ha enfriado el motor y ya esto: «En aquel momento sentí —de forma dolorosa y fulminante— que gracias a ese blanco no la odiaba ya tanto. Que el vestido que llevaba esa mañana la había salvado, tal y como en el pasado los trapos blancos salvaban de la muerte a los desertores afortunados. Cuando salí del baño, húmedo y asustado, había perdido la guerra. Mi odio hacia mi madre, aunque no había desaparecido del todo, se había secado y lo cubría una costra, como la costra que cubre en tres días todas las heridas de las personas y en un solo día las de los perros».

Y entonces EL TEMA:

«Mi madre me llevó al campo de girasoles para anunciarme que se estaba muriendo. «Tengo cáncer, Aleksy, un cáncer maligno y rabioso», me dijo, y el día empezó a coagularse en ese mismo segundo.
Su sonrisa de tallos rotos.
El verde escurrido de sus ojos.
Su blanco de nimbo herido».

El resto de la novela son tallos rotos, historias no contadas, reconciliación y cuidados. Doscientas páginas de lento descenso a los infiernos del dolor y la pena porque a la literatura se viene a sufrir, todo lo demás son novelitas con librero al fondo. Ella y él mirándose a los ojos, queriéndose, reconciliándose también con el mundo, aprendiendo lecciones de vida y dejándolo todo perdido de recuerdos, que al final es de lo que se trata porque todo lo que no sea eso es olvido y los marcapáginas no se venden solos:

«Habría sido bonito que fuera[n] verdad. Haber tenido y haber sentido siquiera la mitad de lo que devanaba mi madre aquel sábado de aquel verano, pero los recuerdos, como todas las cosas buenas, son caros. Y nosotros —ella con mi padre, y yo— fuimos siempre unos tacaños y preferimos siempre invertir en nosotros mismos antes que en recuerdos».

Pero, lo dicho: nunca es tarde si el cáncer es terminal. La novela es todo recuerdos improvisados, turbantes enmarcados y terapeutas carísimos y en algún momento también un sueño que no viene a cuento de nada. Gusta porque tiene que gustar: porque hay padres cabrones, madres moribundas, abuelas invidentes, errores imperdonables, niñas desaparecidas, hijos ausentes, mucho arrepentimiento, cáncer, amputaciones, genuflexiones y salchichas caducadas para regalar.

Como para no gustar.

Como para no vender.

martes, 9 de noviembre de 2021

‘Los extraños’: carta abierta a Jon Bilbao

Querido Jon,

navegando entre redes descubro algo en lo que parece haber cierto consenso: escribes bien. Bueno: muy bien. Insisto: dicen. Y sí, supongo que es verdad, Jon: escribes bien. Pero YA. Es decir: sin más.

Pero.

Pero me pregunto en qué momento ha dejado de ser ese el mínimo exigible a partir de la cual se debe o puede, no solo ejercer cualquier tipo de crítica, sino afrontar cualquier tipo de lectura. Quiero decir: uno que se dedique a esto ha de escribir necesariamente bien porque de no ser así deberíamos, los lectores, a poco que nos acompañe el sentido común, o bien obviarte o bien leerte, si mediase afecto, y luego, como Rimbaud, sentarte en nuestras rodillas y, si amargas, injuriarte. Fuera de eso, ni la hora.

Y yo lo siento, Jon, pero para un servidor eso no es suficiente, al fin y al cabo hoy en día escribe bien hasta Google Translator.

Deja que te lo aclare: el criterio de convivencia es este: si escribes bien y publicas una obra maestra (o ni tanto, siquiera destacable) te haré el amor dulcemente. Sin embargo, si la novela es mediocre será, la nuestra, una relación de idéntico calado, a la par que anodina e insustancial. Ahora bien, si repites esto de hoy ya te adelanto que te vas a encontrar las maletas en la puerta cuando vuelvas a casa, AMOR.

Entre nosotros: hay dos, —y ni una más— razones por las que me he terminado este librito: una, porque tiene 140 páginas y dos, porque está decentemente escrito. El resto ha sido CARIDAD. Y lo siento, pero no estoy por la labor. O sí lo estoy, pero no debería. Lo he estado, vaya, hoy y un rato ayer, pero ya no más. Lo juro por estas. (Y van...)

En cualquier caso, Jon: ha sido un placer. Pequeñito. Sin orgasmo. Como de frotarte contra la mochila dos paradas de metro. Pues igual. O parecido.

Quizá algo menos. Hace tiempo que no subo a uno.

¿A qué viene esto, entonces? A nada. Me aburría. Y así hago dedo. (Ese dedo no; el otro). Y dejo constancia, también. Así, la próxima vez que publiques yo vendré, leeré, recordaré e inmediatamente después, TE OBVIARÉ.

Te dejo ya, que tengo al pequeño en la ducha organizando no sé qué desastre. Ya que en lo profesional no tanto (ja) espero que en lo personal todo bien. Nosotros como nunca; tan ocupados viviendo que no nos da para avistar ovnis. No sé si me explico. Jaja. Seguro que sí. Bueno, cuídate, Jon. Ya veremos si nos vemos.

Abrazo,

jueves, 27 de mayo de 2021

“Tienes que mirar” de Anna Starobinets

1

Hace unos ocho años escribí una reseña sobre La hora violeta, un libro en el que Sergio del Molino narraba la historia más triste del mundo: la muerte de un hijo; el suyo, de dos años. El relato, se pueden imaginar, es demoledor. El caso es que a raíz de la lectura de este libro de Starobinets he sentido curiosidad por saber qué había dicho yo entonces. Quería ver cómo había justificado la escritura de semejante reseña y no “qué razones me habían movido a escribirla” puesto que para eso no hay claves: o bien un libro sugiere o bien no lo hace. Aléjense de los segundos como de la peste. Tienes que mirar es de los primeros. La hora violeta, no tanto. Y eso pese a ambos tratan el tema del duelo de un padre por la muerte de un hijo, sea nonato (caso de Anna) o no. Pero dentro de ese parecido más que razonable hay algo que los hace muy diferentes: la intención con que han sido escritos. A este respecto hice, en su momento, algunos comentarios sobre el libro de Sergio del Molino: dije que La hora violeta solo era útil para quien lo había escrito (para quien había necesitado escribirlo) ya que únicamente servía a sus propios intereses. A los demás no nos servía para nada; si acaso para hacer de nosotros palmaditas en su hombro.

«Este libro es el dolor de Sergio, un dolor común en la medida que puede ser común el dolor de todos los padres que se encuentren en la misma situación. En mi opinión, la decisión de publicarlo sólo puede ser entendida como la necesidad del escritor de compartir un grito de dolor. Pues bien, el grito de Sergio del Molino cuesta 16,90 euros, 12 en versión digital. Lo edita Mondadori».

Al otro lado del ring, Anna Starobinets nos hace una advertencia en el prefacio de Tienes que mirar que la exime de toda responsabilidad y toda crítica: nos dice que este libro es demasiado personal, demasiado real; que «no es literatura». Quédense con esto. Y seguramente tiene razón, al menos en la medida que un libro, todo libro, tiene un público, por lo general, muy claro y evidente: el lector: ustedes. Claro que el lector también (o exclusivamente) puede ser uno mismo cuando el escritor se postula indirectamente como tal, caso de Sergio, que escribe, además, un texto más lírico que el de Anna, una escritora que tiende menos a lo literario, digamos, en el sentido que este tiene de poético (a partir de aquí voy a dejar el “entrecomillado” a su imaginación).

Como bien dice Anna en ese prefacio que lo concentra todo, este libro no trata tanto de su pérdida como de constatar la deshumanización (inhumanización, en realidad) del sistema sanitario de SU PAÍS (luego vamos con esto) al que son arrojadas todas aquellas mujeres que se ven obligadas a interrumpir el embarazo por razones médicas. Lo que se ha perdido, se ha perdido, ya sea un hijo, ya sea la humanidad. Lo primero es irreversible, lo segundo no. Y este es el objetivo (frustrado de antemano y ella lo sabe y de ahí el aparente absurdo) o, más bien, la esperanza, de Anna: devolver la humanidad a las personas institucionalizadas que ocupan puestos de la responsabilidad que sea en el organismo de turno.

«Es posible que mis esperanzas no se hagan realidad. Que quienes toman decisiones y lubrican los engranajes de este sistema nunca abran este libro. Que algunos de aquellos cuyos nombres he mencionado no sientan más que ira. Así sea».

Y ojalá fuese así. Pero ya les digo yo que no. Esa gente no siente ira. Esa gente no siente nada. 

Y quizá lo que más se echa de menos en este libro es que se indague un poco más, no tanto en las razones como en el hecho mismo de tanta “deshumanización”. Quizá tratar de entender el origen de esto sería mucho más útil, de cara a corregirlo o prevenirlo, que “quejarse amargamente de”. Pero entonces sería otro libro. Y nadie lo leería. Y los medios no se indignarían como lo han hecho con este porque, de puro ignorado, lo hubieran obviado. Lo que quiero decir con esto es que durante la lectura no he dejado de tener la sensación de que a esta silla le falta una pata. Ocurre que el relato es tan terrible como efectivo (he estado a punto de escribir efectista) ergo a todos nos gusta y a todos nos hace sentir. A todos nos cierra la enorme bocaza y ya el equilibrio lo buscamos nosotros.


2

De la web de Impedimenta: 

«En 2012, la escritora Anna Starobinets descubrió, en una visita rutinaria al médico, que el hijo que esperaba tenía un defecto congénito incompatible con la vida. Un diagnóstico que transformó la alegría más pura en dolor. ¿Qué hacer cuando los sueños y el futuro se desmoronan en la pequeña pantalla de un ecógrafo? Starobinets narra con una dureza extrema, pero con una humanidad desgarradora, el peregrinaje por las instituciones sanitarias de su país, indiferentes a su drama, su posterior viaje a Alemania y el duelo por el hijo perdido. Finalista del Premio Nacional de Bestseller 2018, Tienes que mirar desencadenó a su publicación una tormenta en Rusia, y la condena de parte del establishment sanitario ruso al atreverse a abordar el tabú del poder que tienen las mujeres sobre sus propios cuerpos, las secuelas del aborto espontáneo en el matrimonio y la vida familiar, y la insensibilidad e ignorancia mostradas por muchos en su país en situaciones límite como la suya».


3

«En la tragedia que vivió Anna Starobinets (Moscú, 1978) queda expuesto lo deshumanizado del sistema sanitario ruso, que, inflexible en sus procedimientos, le hizo pasar un auténtico calvario añadido al dolor de la pérdida de su hijo». Eva Cosculluela, ABC Cultural.

«En la pesadilla de Anna Starobinets habitan médicos sin empatía que invitan a una quincena de residentes a presenciar, sin pedir permiso, uno de sus peores momentos vitales; un sistema sanitario —el ruso— deshumanizado y acostumbrado a arrebatar la capacidad de elección a las mujeres, a tutelarlas; personas superadas ante la densa burocracia de herencia soviética; profesionales que, sin otras pautas, solo medicalizan el duelo de la pérdida de un hijo y tratan de hospitalizar a toda costa alas pacientes». María Sahuquillo, El País

«Tienes que mirar es también una impugnación en toda regla de la deshumanización que experimentará en carne propia en su periplo por la sanidad pública de su país». Íñigo Urrutia, El Diario Vasco.

«Fue entonces cuando comenzó su historia de terror, un crudo camino a través de las instituciones sanitarias rusas, que la obligaron a esconder el aborto por ser “feo y pecaminoso” y a “guardar silencio sobre su pérdida”». Laura de Grado Alonso, EFEminista

«Tienes que mirar parece la clase de exhortación planteada en múltiples direcciones: tienes que mirar las fallas del sistema, ese sedimento de los tiempos soviéticos todavía palpable en el trato de la administración, la desconexión cada vez mayor con el resto de Europa y la dificultad de llevar una vida normal cuando algo, por mínimo que sea, comienza a fallar». Oscar Brox, Détour

«Es el terror al desamparo ante del monstruo del sistema sanitario ruso». Laura Fernández, Vanity Fair

«Un relato desgarrador en el que retrata un modelo sanitario, como es el ruso, en el que a este tipo de situación, su trato a las mujeres deja mucho que desear, distante, sin casi ayuda: “no nos dedicamos a estas cosas”». Pablo Delgado, ABC Blogs


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“No nos dedicamos a estas cosas”

Propongo que durante dos minutos dejemos de rasgarnos las vestiduras por lo que pasa en Rusia, ese país deshumanizado de médicos deshumanizados y sistemas sanitarios deshumanizados.

Una Nochebuena, pocos años antes de que Anna Starobinets preguntase al radiólogo cuál era el sexo de su hijo (corría la vigésima semana de gestación), un hombre y una mujer recibían, en idéntico momento, una noticia muy similar a la suya: en la ecografía recién realizada se observaba una irregularidad que hacía imperativo un análisis más detallado en el Hospital Materno Infantil de su localidad. Imperativo quería decir YA, hoy. Se acompañaba volante de urgencia. La revisión fue inmediata. El resultado, demoledor. Su embrión presentaba un cuadro muy similar al del Anna; con ligeras variaciones (el órgano afectado), el caso era el idéntico. La esperanza de vida (minutos, horas), también. Se recomendaba, pues, interrupción inmediata del embarazo por causas médicas. Lo de inmediata no era gratuito; faltaban muy pocos días para que venciese el plazo legal que permitía llevar a cabo esa intervención. Lamentablemente, en el Hospital Materno Infantil de esa localidad, situada muy al norte de la península ibérica (muy lejos, también, de la madre Rusia y, por supuesto, de Alemania) no se dedicaban a esas cosas, claro que aquí le llamaban objeción de conciencia. Cuando les dijeron esto, eran las dos de tarde. La pareja tuvo que coger un taxi que los llevase al centro de planificación familiar encargado de gestionar la logística necesaria para la intervención en un centro privado de Madrid toda vez que las instituciones sanitarias públicas de la región estaban llenas, por no decir plagadas, de objetores de conciencia, como hemos visto, el equivalente patrio a los “médicos deshumanizados rusos” aunque en esta casa les llamamos simplemente hijos de puta. La gestión, por lo demás, impecable (la experiencia es un grado): en cuatro días —y ya jugamos con fuego—, bien temprano, se coge usted un tren, o bien va en coche y ya le pagaremos la gasolina, y se dirige a esta clínica, salta el vallado de antiabortistas y deja que la intervengan ipso facto aprovechando que estará usted en ayunas. Luego, a más tardar por la tarde, nunca al día siguiente, repito, nunca al día siguiente y menos con fondos públicos, vuelve usted a saltar el vallado y se coge el tren de vuelta. Puede viajar de noche, no hay problema. Será por comodidades. Se agradecería parto natural inducido para estudio médico del embrión, pero entenderemos que no quiera pasar por el trago. Gracias. Ya luego nos cuenta. Inmediatamente después: la pesadilla de los siguientes cuatro días, el temor a sentir las primeras patadas, el trayecto en coche, el ingreso, la pérdida, la vuelta, la ausencia permanente y una médico cabrona que aún tenía más que decir. 

Lo que quiero decir con esto es que a mí la indignación de los medios me parece cojonuda, pero no estaría de más que, ya que se dedican a esto del periodismo, aprovechasen la oportunidad que les brinda ser el cuarto poder para hacer un poco de (auto) crítica y otro poco de investigación y otro tanto de documentación y fuesen arremetiendo contra todos aquellos políticos o sanitarios que a día de hoy todavía no entienden o no quieren entender o directamente no quieren ver, que ni tan progresistas o europeos los unos, ni tan soviéticos e inflexibles los otros. Que el problema ha de ser otro si al final va a resultar que estamos todos igual de jodidos y deshumanizados. O, para que me entiendan: si somos todos exactamente la misma clase de hijos de puta.


viernes, 13 de octubre de 2017

“Kes” de Barry Hines (Trad. Diego Uribe-Holguín)

El título original de esta novela es A kestrel for a Knave. Si tienen ustedes un rato intenten traducirlo, a ver si les sale lo mismo que a los de Impedimenta. Si tienen dos pregúntense qué sentido puede tener a estas alturas de la película, valga la redundancia, ponerle a un libro el título de su adaptación cinematográfica y si esto habla bien o mal y en qué medida de los editores y ese tan cacareado respeto por la obra.

Por si sienten curiosidad, Kes es el nombre del pajarraco.

Dicho lo cual, Kes es una novela absolutamente prescindible. A ratos entretenida, a ratos dilatada en exceso pese a su brevedad, pero en general inofensiva a no ser que uno sea amante de los pájaros desde su más tierna infancia y simpatice especialmente con el protagonista y su miserable condición, en cuyo caso habría que advertirles que eso no es un valor que tenga en sí mismo mucho de literario.

La novela se acompaña de un epílogo absolutamente prescindible en el que el propio escritor cuenta cosas tipo lo mucho que le gustó a la gente una novela por la que le seguían preguntando cuando ya era historia, de dónde le vino la idea, en qué se equivocó y qué experiencias tuvo con halcones. También nos cuenta que hicieron una película, así como las diferencias entre la una y la otra, etcétera. Una cosa mala de poco interesante pero muy a la altura del resto, sin desentonar un ápice.

La historia, antes de que se me olvide, va de un niño triste y pobre como una rata, medio amante de la naturaleza y de familia desestructurada (se incluye hermano hijo de puta y madre desnaturalizada) que un día encuentra un nido de cernícalos en lo alto de un muro, muro al que no duda en subir para hacerse con uno. También entra en una librería para robar un libro (ya hemos dicho que era pobre) de cetrería. Esto en flashback pues la novela ya es él en modo experto, que tienen que verlo qué manejo y qué soltura y qué gracia. Y lo bien que le va cuando están juntos, porque fuera del cobijo de la plumas del sujeto volador, el chaval es un completo desastre a todos los niveles: tanto por su torpeza natural como por la animadversión, también bastante natural, que genera en su entorno. 

Kes es la típica sosez que cuenta con miles de adeptos no se sabe bien por qué, seguramente por su argumento simple, su brevedad, su tono lastimero, su mensaje simple, su permanente búsqueda de la lágrima fácil o la vergonzosa obviedad de sus intenciones. Que bien, ojo, pero como novela infantil, tal vez juvenil, en ningún caso adulta y en ningún caso merecedora del prestigio que se le supone.



jueves, 21 de julio de 2016

Fe de lectura: ‘Estrómboli’ de Jon Bilbao

Qué tendrá Jon Bilbao para que volvamos (los que volvemos) a él una y otra vez, eh. Qué tendrá. Será que en fondo fondísimo nos gusta —pese a nuestras quejas de vieja— cómo escribe o que nos cae bien o que simplemente necesitamos salvar algún escritor de la quema y hemos decidido que uno de ellos sea él. El caso es que siempre vuelvo a Bilbao, como siempre vuelvo a otros (qué sé yo, a Orejudo, a Celso Castro) pese a su mala costumbre de escribir relatos y lo hago un poco por costumbre, otro poco por Impedimenta y un bastante porque no sé qué leer. 

El libro se compone de ocho relatos que procedo a comentar pese a lo mucho que me revienta hacer estas cosas tan de bachillerato, pero es que realmente no hay gran cosa que decir.

* * * * *

En Crónica distanciada de mi último verano un hombre un tanto melifluo es amenazado por un motero de chupa de cuero y camisa raída. Relato clásico en el que una insignificancia va cobrando proporciones no sé si épicas o cinematográficas para desembocar en el también clásico final de sorpresa y expectación. Ohhh. Relato sencillo y sin grandes complicaciones que invita a la indiferencia, un poco lo que le ocurre también a El peso de tu hijo en oro en el que dos modernos aficionados buscadores de oro se llevan al hijo de uno de ellos a vivir tal aventura un fin de semana. El niño muere en un accidente en el que nadie parece tener la culpa. No teman, no descubro nada; no es esto realmente lo que sostiene la intriga. Pero sí lo que molesta. Está feo que la muerte de un niño deje indiferente al lector, claro que es un relato, tampoco es como si tuviéramos tiempo para desarrollar personajes, pero el caso es que resulta de una frialdad, digamos, inapropiada cuando no directamente injustificable. 

Del estilo de Crónica distanciada… Siempre hay algo peor es un relato de intriga en la otro don nadie (mucho mindundi hay en este libro) recibe el encargo de un tipo medio delincuente que le pide una tontería que sale tan a pedir de boca que se lanza inconsciente a un nuevo encargo en teoría mucho más difícil e inexplicablemente placentero. Con diferencia, el que más me ha gustado. Pese a que está resuelto un poco de aquella manera tiene una escena de tensión en un habitación que está bastante bien.

Una boda en invierno está narrado desde varias perspectivas, tantas como voces (la novia, la hermana de la novia, el novio, el amigo escritor…). Los susodichos cuentan cómo ha ido una boda y los pequeños detalles que la acompañan tipo la visita a un pórtico oculto en el sótano de una casa. No esperen relato de fantasmas. Ojalá. En realidad todo esto es una excusa para contarnos la vieja historia del fulano secretamente enamorado de la hermana de la novia y de una familia bien con sus tiras y aflojas. Relato flojo no, lo siguiente, en el que se hacen más que evidentes los problemas que Bilbao tiene con los finales, a cual más decepcionante. En manos de un Ford, por ejemplo, podía salir de aquí un relato excepcional y sin embargo en manos de Bilbao se queda a medio camino de todo.

Como en un idioma desconocido. No sé, de verdad, si vale la pena seguir. En fin: se produce una parada de mantenimiento y recarga de combustible en una central nuclear en Tarragona y un mierdecilla (otro, sí, ya ven) que se ocupa de supervisiones varias se hace demasiado amigo de empleados de rango inferior lo que conduce a no sé qué dilema moral que yo realmente tampoco a cabo de ver. El problema, si me lo preguntan, es que los personajes de este recopilatorio, casi todos, tiene un serio problema de personalidad, y así tampoco hay quien haga bueno de ellos.

Avicularia avicularia tiene una escena maravillosamente repugnante en la que hombre se come una pedazo araña para ganar el dinero que no tiene para llegar a fin de mes, que los niños tienen que comer. Es fácil identificarse con la obsesión posterior. Tal vez demasiado fácil, estoy pensando.

En El castigo más deseado un hombre vieja a Nueva Zelanda para visitar a una amiga. Ella tiene novio y claro, se pone celosete y tal pero igualmente se van de pesca con un conocido que tiene un barco y una pena enorme que arrastra desde hace tiempo. A estas alturas del libro uno ya no espera violencia en alta mar sino algo que Bilbao ocultará hasta el último minuto. Premio. No me ha disgustado sobre todo porque me ha llevado bien al huerto, pero bueno, tampoco es como si hubiera pasado el mejor de lo ratos.

Por último, Estrómboli en una lista a la que una pareja va a buscar a un tercero que se ha puesto tontito de celos al descubrirse una cornamenta psicológica. 

* * * * *

Resumiendo y por aquello de darle a esta árida fe de lectura un par de párrafos finales (qué sería de ustedes sin ellos, eh) les diré pese a alguna dudas iniciales, definitivamente no. Es decir, NO. Existe, en general, en todos los relatos de este libro, una suerte de desapego que conduce a la evasión, una escritura fría y desapasionada y, lo que es peor, una demoledora falta de afecto hacia los personajes. Personajes que no son creíbles o, si lo son, lo son sólo en su construcción, nunca en su desarrollo. En una búsqueda permanente del giro argumental se fuerzan demasiado las costuras y alguna hasta se rompe y uno acepta pulpo como animal de compañía porque, total, si hemos llegado hasta aquí qué nos costará un poco más, verdad, y eso no puede ser; no puede uno ir por la vida perdonando vidas constantemente.

Porque en el fondo este libro es como una prueba de esfuerzo en la que el lector es testigo de cómo un buen narrador desperdicia su talento en el corto aliento. Todos los relatos conducen a lo inesperado o invitan a lo fantástico, pero se quedan en un quiero y puedo de una evidencia que hay buscar cuando hubiésemos preferido que nos saltase a la vista. 

Relativa decepción (por aquello de estar de vuelta de todo) pero también la certeza de que un servidor, a pesar de lo dicho, seguirá leyendo a Jon Bilbao. Novelas, eso sí. Relatos ya no más, Ni uno. Palabrita.

miércoles, 27 de enero de 2016

‘El pequeño salvaje’ de T.C. Boyle

T.C. Boyle era, hasta ayer (excuso decir que para un servidor), un perfecto desconocido. O eso creía, vaya. Hoy, como por arte de magia, se ha convertido, no sé si para mí tanto como para los demás, en uno de los mejores escritores de su generación.

La literatura es lo que tiene: hoy no eres nada, mañana el rey.

Descubro en su biografía que el buen hombre escribió El balneario de Battle Creek, que es una película que yo nunca he tenido por demasiado buena pero que me sirve para, al menos, tener alguna referencia, por más que sea lejana y cinematográfica. Recuerdo incluso haber comprado el libro en la edición más lamentable posible, esto es, tapa blanda a módico precio con periódico dominical. No sé ya qué ha sido de él. Del libro, digo, no del escritor.

Me acerco a Boyle, pues, no a través de Battle Creek, que hubiera sido no tanto lo deseable como lo más natural, sino de El pequeño salvaje, una novelita que nació como parte de otra (recurso finalmente descartado) y que originalmente se vendió conjuntamente con otros relatos pero que aquí, fieles a nuestra costumbre de exprimir gallinas, se publicó de forma independiente.

La historia es bien sencilla: Francia, siglo XVIII. Un niño aparece, en estado salvaje, en no sé qué bosque. Es capturado. Es un poco libro de la selva, esto es: el crío, piensan, se habría criado entre bestias tras haber sido abandonado por sus padres vaya usted a saber por qué razón. De tan en apariencia tonto sus captores lo ingresan en un hospital para sordos pero pronto se le da por imposible. Más tarde se le asigna un presupuesto y un profesor y un proyecto educativo de integración social más por demostrar la valía del instituto que por sincero interés en su recuperación. A su cargo, un entregado profesor. 

Sí, se lo que están pensando: ya he visto la película. Yo también. La dirigió Truffaut en 1970 y aquí se llamó exactamente igual. En riguroso blanco y negro y estilo documental, trata sobre la sociabilización de Victor de Averyron (que así se les dio por llamar a la criatura), un chico nada fácil, hijo de familia desestructurada y tal. Ja.

Así pues, la novela al igual que la película, plantea la tentativa de reinserción social de un niño que ha vivido los diez o doce primeros años de su vida en un estado completamente salvaje: su alimentación, su sexualidad, sus primeras palabras o gemidos o como quieran llamar a lo que hace con la boca cuando no se está comiendo alguna rana o roedor. Su forma de relacionarse, en definitiva.

Es, insisto, un relato breve que, más allá del interés que pueda tener para cada uno la historia en sí, no aporta gran cosa a la literatura. Lo que sí hace es mostrarnos un narrador excelente en tanto que correcto, elegante, más cercano al periodismo (a un periodismo decente, se entiende, no al amarillismo al que nos tienen acostumbrados) que al lirismo, que evita en todo momento sacar otras conclusiones que las evidentes. Que ya no está mal para ser un resto descartado de otra novela.


El pequeño salvaje no es una novela que pueda o quiera recomendar encarecidamente en tanto que la historia me parece muy poco original y desde luego en modo alguno sorprendente, pero es precisamente por esa, digamos, normalidad o… no sé, corrección, lo que la hace más atractiva en tanto que Boyle, partiendo de tamaña desventaja, consigue suscitar el interés suficiente como para atrapar al desconfiado lector que tienen ustedes delante. Si Boyle es capaz de conseguir algo así con esta novelita en cierto modo “tan poca cosa” me pregunto qué ocurrirá con aquello que es realmente objeto de deseo como puede ser Música acuática, por ejemplo, que editó ya en su momento (allá por 1999) Galaxia Gutenberg y que en breve reeditará (ignoro los detalles de la traducción) Impedimenta.

Parece que volveremos pronto a Boyle.




domingo, 20 de julio de 2014

“Solaris” de Stanislaw Lem

Voy fatal de tiempo de modo que, con su permiso, voy a saltarme la parte de las adaptaciones cinematográficas (básicamente porque sólo he visto una (la de Soderberg) que era bastante… si no mala, aburrida, que no sé qué es peor, si acaso no son la misma cosa) y a ir directamente a lo que viene siendo la historia.

Solaris va de marcianitos sin forma humanoide, que es algo que siempre queda muy intelectual. Trata fundamentalmente del “contacto”, aunque en esta ocasión tiene muy poco que ver con la cuestión sexual. Solaris es otro planeta que está a tomar por culo de la tierra y sobre el que se han vertido ríos de tinta. Estaba el Solarismo, que era una ciencia que trataba de entender ese lugar y que fracasó estrepitosamente al no llegar a ninguna conclusión válida. Entender otra forma de vida, vaya cosa, si todavía no hemos logrado entender el nuestro.

El caso es que en Solaris, planeta fundamentalmente de mar protoplasmáticamente salado, hay una nave espacial terrestre en plan observación con tres tripulantes a cual más loco. Cuando el que estaba peor se suicida y ya sólo quedan dos, llega el tercero, un psicólogo con querencia a la incredulidad que se da de bruces con la cruda realidad de lo inexplicable. Nada más llegar, minuto arriba minuto abajo, se le aparece su mujer, una exitosa suicida, que no sabe cómo ha salido de la tumba y llegado allá tan rápido y ya no se quiere separar de él, que no lo quería tanto ni en de novios. Y a partir de aquí, si quieren ustedes saber lo que pasa, se leen el libro, que para eso está.

Solaris funciona por la sencilla razón de que mezcla, en las debidas proporciones, un poco de ciencia ficción con un poquito de misterio y un poquito de terror. Como Alien, el octavo pasajero, pero sin baba y sin bichos. Si lo piensas parece pensada para que el director del Sexto Sentido repita la experiencia de agitar las olas como en no recuerdo qué película agitaba las espigas esperando sólo con esto dar miedo. Pena de carrera, por cierto. El caso es que Lem hace que funcione, seguramente porque el tema no es el miedo, sino la incomunicación, que es todo un tema, especialmente ahora, en la era de redes sociales y que está presente en todo momento, mucho más que la propia nave espacial o los disparos de protones o para lo que sea que sirva tanta maquinaria moderna. Tal como ocurría con “Picnic Extraterrestre”, no hay mejor historia que la historia más simple, y las historias de fantasmas, clásicos dónde los haya, son siempre una buena elección siempre y cuando se trate con el respeto que merece. Si algún día escribo mis memorias, también las protagonizará un fantasma. 

Este aterrador viaje (lo siento, yo, de todo, me quedo con el miedo de ver a tu mujer dejándose las uñas para arrancar la puerta del baño sólo para estar contigo un ratito más, amor, a tu ladito, de tu manita) y con la intención de hacerlo todo un poquito más creíble, se acompaña de detalladas descripciones del planeta o lo que es lo mismo y tratándose de un planeta líquido, las manías de las olas y las mareas, que son un no parar de hacer dibujitos.

En definitiva, una acertada revisitación del mito de la terrorífica luna de miel en parajes paradisíacos o la incapacidad de quedarse a solas cinco putos minutos ni marchándose a trabajar a veinte años luz de casa.

Fantástica.

jueves, 26 de diciembre de 2013

“El ruletista” de Mircea Cărtărescu

Cărtărescu es, para unos, el mejor escritor de Rumanía; para otros, un perfecto desconocido. Eterno candidato al Nobel. Carne de quiniela. En lo personal Cărtărescu es, desde hace un par de meses, una espinita que tenía yo clavada y que me he quitado con la lectura de este libro (que he elegido por breve y por esas cosas que tienen tanto que ver con las recomendaciones robadas en la red, y esa suerte de común acuerdo que se alcanza tan pocas veces sobre lo que debe ser una obra maestra).

Recuerdo haber visto, hará cosa de diez años (según imdb, no más de ocho), una película francesa llamada 13 Tzameti. Trataba sobre un chaval que iba algo escaso de dinero cuando daba por casualidad con la forma de entrar en un circuito de ruletistas (de ruleta rusa, se entiende). A cambio de jugarse la vida, se sacaba un buen dinerillo. La cosa era bastante aburrida, creo recordar, pero la idea de las apuestas y el juego en sí no estaba falto de interés. Lo que viene siendo una idea mal desarrollada seguramente porque la historia, que no merecía más de media hora, se alargaba hasta unos eternos 95 minutos. El director, Géla Babluani, repitió experiencia en las Américas cinco años después, en un remake protagonizado por Mickey Rourke y Jason Stathman que no llegué a ver.

No sé si el bueno de Babluani leyó el relato que Cărtărescu intentó publicar sin éxito (maldita censura) en 1989 y que no vio la luz hasta 1993 pero es de suponer que sí y es de suponerlo por varias razones: la primera es el tema (si obviamos ciertos detalles), la segunda es esa sensación de la historia estaba basada en un relato corto, tan corto como pudiera ser el de Cărtărescu que se lee en poco menos de una hora. En cualquier caso, leyendo uno y viendo el otro, queda claro lo que es un buen escritor y lo que es un mal director: es difícil no ser capaz de trasladar a la pantalla ni una sola idea interesante de las doscientas que hay entre las cincuenta o sesenta páginas que pueda tener el relato. (Vamos a evitar el recurso fácil de trasladar este ejemplo al plano exclusivamente literario de extensas novelas de contenido cero).



Pero estoy divagando.

En El ruletista un señor escritor muy mayor muy mayor muy mayor narra la historia de un hombre al que un día conoció, un pobre infeliz, un delincuente no especialmente inteligente, que de lo único que podía presumir era de tener muy mala suerte. Un buen día este escritor, tras perderle la pista, se lo vuelve a encontrar protagonizando el arriesgado deporte de ruletista. En el relato, inmediatamente detrás la figura de este sujeto-objeto está la del apostador, representado por hombres de nivel adquisitivo alto que se juegan en locales clandestinos la vida de otros hombres, generalmente pobres desgraciados que tienen ya muy poco que perder y sí, en cambio, mucho que ganar.

En el relato de Cărtărescu el ruletista alcanza un status como no se ha visto antes para alguien “de su clase”. Encadena éxito tras éxito y cada apuesta lo hace más y más rico hasta el punto de resultar incomprensibles las razones que lo llevan a arriesgarse más y más cada vez metiendo dos balas en recámara, tres, cuatro, cinco. Seis.

Personalmente me quedo, de entre todas las posibles lecturas, con aquella que habla del valor que muchos, con su desprecio, dan a la vida ajena: poco más que un pedazo de carne. El típico tema universal que, lamentablemente, nunca pasa de moda: los abusos que se permite el poder utilizando como excusa la economía. (Pilladito por los pelos, es verdad, pero me van a perdonar: últimamente se me acumula la indignación.)


domingo, 22 de septiembre de 2013

“Andanzas del impresor Zollinger” de Pablo d’Ors

Pablo d’Ors es sacerdote. Nos ha jodido. Personalmente soy de la opinión de que ser miembro de un club te define y, bueno, ya ven, Pablo d’Ors es sacerdote. Pues, con todo, lo leo. Y lo leo porque me lo han recomendado, para que luego digan que la blogosfera no sirve para nada. Ocho euros, me he gastado, total para un libro que no se puede ni prestar, ni quemar, ni vender, ni utilizar para ocultar amapolas, ni para dejar muescas de semen restos del frenesí sexual de alguna convivencia vocacional. Bromas aparte, esto rollo lo largo para que entiendan que no es fácil afrontar la lectura de una novela con más prejuicios de los que yo tenía cuando la empecé. Porque yo, a los curas, ni agua. Si con esto y con todo la novela me gana para su causa entonces es que algo debe tener. O no. 

* * * * * * * * *

Para no dar muchas vueltas podríamos decir que no está mal, “Andanzas del impresor Zollinger”, sobre todo al principio, cuando a uno lo asalta la impresión (valga la redundancia) de que se puede ser español, escribir bonito y además tener algo que contar que no sean las primeras reflexiones de un joven escritor y su entorno mediodramático. Los inconvenientes propios de las primeras impresiones. 

Zollinger es un muchacho de veintipocos y mente limpia que un día decide ser impresor, pero los impresores de su pueblo, que como competencia son un poco desleales, lo amenazan de algo, de muerte seguramente, y el pobrecito Zollinger echa a correr como alma que lleva el diablo. Desaparece durante años, como siete o así. La novela cuenta qué hace, dónde y de qué manera. Esas son las Andanzas. Y son cinco: Zollinger es guardavías, es soldado, es ermitaño, es escribiente y es zapatero, pero aunque la cosa parezca variadita, en realidad trata siempre de lo mismo. Trata de esto:

"Hay una posibilidad de vivir y de experimentar la plenitud de la existencia en cualquier lugar, en cualquier momento, con trabajo o sin trabajo, con amigos o sin amigos, con casa o sin casa, con proyecto o sin proyecto, con reconocimiento o sin él, algo que tiene que ver con la aceptación, con la nobleza, con la ilusión, con la gratitud, con la capacidad de asombrarse, con la atención cuidadosa a lo que se tiene entre manos y con el descubrimiento tranquilo de la sorprendente belleza que tienen todas las cosas en todas partes."

¡Claro que uno puede ser feliz pasando el puto día pegando sellos y mirando el horizonte! Faltaría más. Que se lo digan al clero. Pero retomando, la cosa está escrita como si un angelito caído de los cielos dirigiese la mano del pater y que es todo uno leerlo y dejar el paño perdido de lágrimas: “Y así, en esa fragua de celos y de amor, estuvieron él y ella durante meses, concediéndose un minuto al día y dedicándose el resto de la jornada, casi por completo, a pensar y ensoñar cómo podrían quererse más en el nuevo minuto que se les brindaría al cabo de unas horas.” 

Luego está la cuestión de saber si hay algún mensaje oculto de Dios en todo esto o si a la historia se le marcan las costuras del cilicio. Temazo. Pues un poquito sí, para que nos vamos a engañar, sobre todo en la parte del Zollinger Ermitaño, que todo es naturaleza salvaje y árboles cantando y votos de obediencia y castidad: 

“Cuando ya se alejaba de su cabaña, quiso August escuchar a un árbol más, solo a uno —lo prometió—, con la esperanza de que aquello que este le dijera iluminaría definitivamente su destino. Jurando acatar el mensaje que se le transmitiese y sin pensar a cuál de todos aquellos pinos debía escuchar, August oyó del árbol que abrazó la palabra «lejos» con la misma claridad con que días antes había oído aquel temible «fuera». Y ya no quiso recurrir a más árboles. Había prometido obediencia; tenía que irse lejos —esa era la consigna—.” 

Lo mejor de la novela, por hablar un poco de ella, es que se lee con cierto interés y eso que lo que se cuenta no podría ser más aburrido ni queriendo. Me refiero a que centrar el tema en el tedio y la monotonía es mucho arriesgar. Te puede salir bien, ahí tenemos a Buzzati, pero también te puede salir fatal, no hay más que ver lo que le pasó a Isaac Rosa en su penúltima novela, precisamente aquella en la que la monotonía del empleo era una pesadilla y no la ventaja de aquí. Las andanzas quedan a miedo camino de ambas, que sin ser nada del otro mundo ya quisieran muchos hacerlo medianamente parecido. Personalmente creo que d’Ors salva la situación gracias a que el protagonista (uno que parece sufrir una tara mental de grado límite) no acaba de ser nunca consciente de su situación. También puede que simplemente sea imbécil y yo lo haya entendido mal, pero lo dudo.


martes, 17 de julio de 2012

“Las novelas tontas de ciertas damas novelistas” de George Eliot

Las novelas tontas de ciertas damas novelistas” es un libro que trata exactamente de lo que parece y dura lo que una cerveza (garantizado, esto). 62 páginas, tiene. Aburre entre bastante y mucho porque habla de escritoras de las que ya nadie se acuerda y que me despertaron un interés tal que ni apunté sus nombres. Una locura. Grosso modo George Eliot, que es una mujer seudonomizada, se pone a rajar de sus contemporáneas a quienes considera unas ignorantes, califica de "filósofas de baratillo" y acusa de escribir todas la misma mierda. Lo que vienen siendo novela decimonónica inglesa de mujeres fuertes y pasionales y guapas como guisantes (todos iguales de guapas, quiero decir) que siempre se enamoran del mismo tío. Son mujeres que primero las pasan putas y luego renacen cual ave fénix y pasan a ser la señora de la casa, la envidia de las lurpias y el azote de los corruptos. Hay siempre un cura y mucho valle, mucho campo, mucha siega de agosto. Y bueno… lo que ya todos sabemos. 

A Eliot le parece fatal tanta tontería y sobre todo lo que más le jode, que es un poco lo que nos jode a muchos, es que cualquier simio con un lápiz se ponga a escribir. Estoy exagerando, claro. Bueno no, no lo estoy. Por aquel entonces la mujer acomodada que no tenía que trabajar ni que cambiar pañales podía perder el tiempo en adornar frases y hacer con ellos una novela siempre de amor y sufrimiento y actos expiatorios. Y digo mujeres porque el libro que estoy reseñando va de ello; hombres-jeta dándose al cuento hay unos cuantos también, pero no son el tema, hoy.  

Y ya está, esto es todo. Es que no hay mucho más que decir, la verdad; al fin y al cabo son sesenta páginas miserables que más que a una reseña se prestan a una reflexión que, estando de vacaciones como estoy, me niego a desarrollar. Esto debe ser lo que Eliot escribió un día que la pilló muerta de envidia por el éxito de alguna vecina tonta y se quitó el peso de la inquina a golpe de pluma. Impedimenta cobra por eso unos doce o trece euros, que es a todas luces un despropósito porque no lo valen ni remotamente, por más que uno disfrute enormemente del espectáculo de ver despellejar mediocres.




jueves, 5 de julio de 2012

“El joven vendedor y el estilo de vida fluido” de Fernando San Basilio

Cuando una novela me parece insoportable, la dejo. Sin embargo, si ha empezado bien pero va decayendo hasta quedar en nada o casi nada, la termino un poco por la curiosidad de ver si remonta y otro poco por aquello del “total para lo que queda...”. En ambos casos hablamos de un grado de tolerancia algo, altísimo y en ambos casos hay razones que justifican una reseña porque siempre, SIEMPRE, se me ocurren chorrocientas excusas diferentes para mandarla a la mierda y contarlo. No es el caso de esta novela. No se equivoquen: “El joven vendedor…” me ha parecido un coñazo monumental pero no ha sido fácil llegar a esta conclusión. Bueno, vale, me han pillado, es broma.; sí que ha sido fácil. Ha estado chupado.

Cuando hace un par de años leí la anterior novela de San Basilio, "Mi gran novela sobre la Vaguada" no salí precisamente encantado, pero tampoco completamente decepcionado. Tuve la sensación de que tenía algo. Estaba esa normalidad, ese escribir desde abajo y llegar a todas partes, hacerlo bien, hacerlo bonito. Joder, parecía tan sencillo escribir que estuve a nada de intentarlo yo también. No, no es cierto, esto. Pero es verdad, así es cómo lo hacía San Basilio. Cuando no hace mucho me enteré de que esta nueva novela se publicaba en Impedimenta, quise pensar que era por algo. Creí que ese saltar de Caballo de Troya -editorial de batalla y promoción- a la liga de los listos (que es la liga en la que –aunque sólo sea por el precio- se ha ido metiendo Impedimenta) tenía que ver con ese algo saliendo a flote al fin; un algo en el que yo creía a un poco a pies juntillas. ¿Lo tengo que decir? Me equivoqué, joder, vale, lo reconozco. Crucifíquenme, si quieren.

Ya sé que no pasa nada por equivocarse. Errar es de humanos o de sabios o de algo. Errar está bien. Esto último podría, si quisiera (quiero, sí), no decirlo tanto por mí como por San Basilio, que en mi opinión se ha pasado un poco de listo con esta novela que me ha hecho perder dos o tres horas. Que no, que tampoco es para matarlo, al fin y a cabo no me he gastado un pavo en ella. 

"El joven vendedor y el estilo de vida fluido" trata sobre lo que ocurre en un centro comercial cuando no ocurre nada en un centro comercial. Quienes practicamos el deporte extremo de entrar en ellos ya sabemos que hay gente que va y que viene, guaridas de seguridad, un puto informativo, restaurantes y tiendas varias de ropa o regalitos o telefonía o qué-sé-yo. Los protagonistas de esta novela que son esos seres humanos que sufren detrás de un mostrador. De eso va esto. Así de complicado. Mercedes Cebrian afirma en el prólogo que le hace a esta pequeña obra maestra del costumbrismo que “lo fascinante de la literatura de San Basilio es que logra convencernos de que el centro comercial La Vaguada y sus aledaños […] son la metáfora perfecta del aquí y del ahora.” Y no. Ni metáfora ni leches: son el aquí y el ahora pero eso no quiere decir nada más que lo quiere decir, esto es: NADA. En otro momento del glorioso prólogo dice: “Esa inquietante mezcla entre ignorancia soberana y conocimiento de baratillo que puebla las mentes de los personajes de El joven vendedor y el estilo de vida fluido es pavorosamente hiperrealista y nos muestra una vez más el talento sambasiliano para un Costumbrismo 2.0 que va mucho más allá de la mera descripción pormenorizada de situaciones cotidianas.” Y no sólo se queda tan ancha otorgándole a San Basilio la renovación de la novela homenaje al tedio sino que no le duelen prendas ir un poco más allá, como hasta el exceso, más o menos: “En esta aventura que transcurre a lo largo de un día, como si se tratase de una versión del Ulises ambientada en el Barrio del Pilar madrileño, acompañamos a Israel, el protagonista, en su frenética búsqueda de «las cosas que de verdad importan»”. El Joyce de la Vaguada, hay que joderse. 

Lo que yo no sé es si este prólogo es en sí mismo una metáfora de algo, un justificar lo injustificable o un querer hacernos tontos a todos. En cualquier caso fue todo uno leerlo y sentir vergüenza ajena y saber que algo iba mal, porque tanto elogio y tanto 2.0 y tanto Ulises y tanta hostia en vinagre no pueden nunca jamás salir del simplismo de esta novela. Porque una metáfora del aquí y el ahora son también mi abluciones matutinas o el cartero quejándose de que nunca estoy en casa o mi madre haciendo unas rosquillas en Navidad. En el joven vendedor hay un chaval que tiene que ir a trabajar, que tiene cuatro euros en el bolsillo y un rollo medio cachondo (es lo mejor y lo único salvable de la novela) con su fe ciega en un libro de autoayuda que ayuda o pretende ayudar a llevar un estilo de vida fluido (siendo esto un algo demasiado largo de contar para tan pocas ganas). Y vale, que bien. Pero el resto de la novela es, se mire como se mire, el niñato paseando por el centro comercial y tomándose unas cervezas y queriendo ligar y enamorándose de quien menos lo esperaba y un poco de todo y un mucho de nada. Y me jode (es un decir) ser tan radical y tan bestia y tan cabrón y tan mal lector para no saber valorar el esfuerzo ajeno pero este es el modo en que reacciono cuando creo me la quieren meter doblada. Porque si de algo estoy convencido es de que esta cosa será la novela del año de la Liga Supraventas. Al tiempo.

Que no, en definitiva, que no. Y ya.