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miércoles, 12 de septiembre de 2018

“4 3 2 1” de Paul Auster

Escribo estas líneas cuando todavía no han transcurrido 24 horas desde que terminé esta novela. Desde entonces ya he leído las primeras cincuenta páginas de “El club de los mentirosos” de Mary Karr, he avanzado unas treinta de “El último Samurái” de Helen Dewitt que había empezado unos días antes, y he visto quince o veinte minutos de una película mientras tomaba un yogurt. He tenido incluso tiempo de echarme unas risas con el discurso Viva el Rey de Pablo Casado o las excusas de la ministra de Sanidad respecto a su máster. Con esto no busco abrirles la puerta de mi intimidad, ni mucho menos, lo que único que quiero es ofrecerles una imagen mental de lo profunda que es la huella que me ha dejado Auster con este libro (el libro para el que, tal como afirmaba en alguna entrevista, llevaba preparándose toda la vida), huella que, se habrán dado cuenta, ha sido más bien pequeña, apenas una sombra de lo esperado. 

La cosa va de narrar cuatro vidas, obras y milagros de entre todas las posibles, esto es, infinitas, de la misma persona (el joven Ferguson). Sería algo así como la versión para adultos de los clásicos What if. Hasta aquí nada que objetar, tiene su gracia ver cómo pueden ser las cosas según tomes o tomen por ti determinadas decisiones. Es así que puedes ser millonario o pobre como una rata; enamorarte de tu prima, tu hermana o tu vecina; casarte joven o ya no tanto mayor; tener un hijo o varios miles, vivir aquí o allí, estudiar o no, vivir o no. Cuatro opciones, cuatro vidas. Mil páginas. 

El problema es que las mundanas andanzas de Ferguson, el protagonista, carecen del interés suficiente para defender por sí solas una novela de estas características, por mucha revisión histórica que se plantee, por mucho que se hable de literatura, periodismo o béisbol. Las vicisitudes del joven Ferguson son demasiadas veces demasiado prolijas y a pesar de que, es verdad, el estilo de Auster es impecable, acaba resultando cansino de puro ajeno tanto drama, tanto amor no consumado, tanto Vietnam y tanta hostia. 

Auster ha escrito una gran novela, de eso no cabe duda, pero me temo que no será nunca recordada como su mejor novela por muchos años y mucho esfuerzo que le haya dedicado, por mucho de sí mismo que haya puesto en ella, básicamente porque dentro de unos años, pongamos cinco, pongamos diez, cuando alguien nos pregunte de qué trata ese ladrillo que ocupa tanto espacio en la estantería, no seremos capaces de decir otra cosa que cuatro vaguedades tipo mencionar un niño, la vida de un niño o más bien las cuatro vidas posibles de un niño de entre uno y 20 (¿o eran treinta?), nada especial, solo su vida y cómo ésta puede cambiar por más que nosotros sigamos siendo, de algún modo, siempre los mismos. 

Qué coñazo, nos dirán. Y seguramente , responderemos, aunque no guardo un mal recuerdo, etcétera, al fin y al cabo si la terminé, algo tendría y demás excusas habituales. Después seguiremos revisando la estantería en busca de un libro que se ajuste más a aquello que nos pide el cuerpo en aquel momento, tal vez esto, lo otro, o lo de más allá, tal vez simplemente algo entretenido que no sea como un parto.

lunes, 25 de marzo de 2013

“Saliendo de la estación de Atocha” de Ben Lerner

Sobre el error que ha sido leer a Lerner y más concretamente sobre el error que ha sido terminar el libro dichoso de Ben Lerner. Sobre odiarse a uno mismo otra vez y sobre no acabar de entender a qué viene tanta tontería. 


Meterla Doblada, una introducción 

He aquí el par de razones que me llevaron a leer esta novela (*) (o la culpa siempre es de los demás): 

Razón number one: Frazen, Auster, Ashbery y la puta faja que los parió: “Hilantante y endiabladamente inteligente”, dice Franzen; “Absolutamente entrañable”, dice Auster; “Extraordinaria”, dice Ashbery, haciéndose el tonto. 

Ya tenía que haber sospechado algo con ese apelar al absolutismo por parte de Auster. Absolutamente entrañable podría ser el osito de mimosin, el perrito de scottex o el gato con botas, si me apuran, pero no un fumado americano en lo alto de un tejado madrileño. Eso es absolutamente imposible. Por otro lado (pero esto lo descubrí una vez terminada la novela) la afirmación de Hilarante que escupe Franzen dice muy poco en favor de su sentido del humor (algo que ya suponíamos cojo de alguna pata). Y por último, en el caso de Ashbery, que para los que no lo sepan es un poeta al que Lerner dedicó un ensayo enterito, es fácil ver la relación: su nombre aparece once veces en esta novela, uno en los créditos y cuatro en los agradecimientos. Si yo fuese Ashbery también creería que este libro de Lerner es lo siguiente a extraordinario. 

Razón number two: Lector Malherido (desenfajado). Hubo un tiempo en que mi fe en Malherido era inquebrantable. Donde hubo fuego, cenizas quedan y yo me dejé llevar porque uno también se cansa de tirar. De su reseña me quedé -como hago siempre, y así me va- con todo lo bueno. Hablaba de romanticismo tolerable, inteligencia extraordinaria, ligereza compositiva (¡) o de la honestidad y el encanto de lo imperfecto, último punto este que, así como sin quererlo, valida casi toda la narrativa existente, incluyendo la saga Dragones y Mazmorras. No estuve atento, sin embargo, al párrafo fundamental, aquel que pudo haberme evitado el disgusto y por mi mala cabeza no lo hizo: “La novela de Ben Lerner no es gran cosa, en principio; no trata asuntos graves ni cuenta con una trama imaginativa o mínimamente ingeniosa; ni siquiera sigue la tradición artesana de la literatura de su país, esa novelística impecable en su estructura dramática, pues en una página estamos en Madrid y en la siguiente en Granada o Barcelona, sin otro motivo justificador que el hecho de que Ben Lerner anduvo seguramente por allí y quería sacar estas ciudades en su libro.” 

De lo que se deduce que si camina como un pato y grazna como un pato seguramente sea un pato, pero eso sí, un pato inteligente, hilarante y entrañable. Un pato extraordinario, en definitiva. 


* * * * * * * * 
Otro día que venga más a cuento podemos hablar de la Inteligencia que, junto con la Profundidad, es uno de mis criterios críticos favoritos. Cuando leo que una novela es inteligente siempre me pregunto lo mismo: exactamente, ¿a qué nivel de inteligencia nos referimos? ¿Cómo es una novela no-inteligente? ¿Cómo distinguir unas de otras? ¿Acaso no es un poco gratuito decir que una novela es INTELIGENTE, así, sin más? Quiero decir, ¿qué hace que una novela sea inteligente? ¿Y en que se traduce? ¿Nos hace más listos a los lectores? ¿Podría hacernos más guapos, también? Y voy más lejos: ¿puede una novela ser más inteligente que su escritor? ¿Sueñan los poetas con novelas inteligentes? 

(De la profundidad ni hablemos, pero citemos a Lerner; démosle sentido a este post: “lo más cerca que había estado de tener una experiencia profunda del arte probablemente era […] una experiencia profunda de la ausencia de profundidad”.) 
* * * * * * * * * 

Esa cosa que debería ser la reseña 

Por aquello de hablar un poco del libro les voy a resumir de qué va. El protagonista es un joven americano que viene becado a España a escribir unos poemas (proyecto poético, le dicen) que tienen algo que ver con la guerra civil. No queda muy clara la cosa seguramente porque son poemas de libre interpretación. Pues bien, la novela es este muchacho pasando de todo. Literalmente. Se levanta, fuma, cafetea, toma pastillas blancas para favorecer el atontamiento y se echa a la calle a verlas venir. De vez en cuando plagia algo (las becas no se ganan solas): traduce, recorta, pega, descontextualiza y a ver si cuela. Y sí, cuela, porque pocas cosas hay más tontas que un poeta madrileño haciéndose el interesante: “Me dije que daba igual lo que hiciera, daba igual lo que hiciera cualquier poeta, los poemas constituirían pantallas sobre las cuales los lectores proyectarían su propia fe desesperada en la posibilidad de la experiencia poética, fuera lo que fuese, o les darían la ocasión de llorar su imposibilidad.” 

Al igual que para el terrorismo (la aventura coincide con el atentado de Atocha) también hay tiempo para el amor: tiene el muchacho una facilidad para enamorarse sospechosamente relacionada con la erección del momento. “Bebimos y fumamos hasta vaciar la botella y luego nos fuimos a la habitación y echamos un polvo rápido y me enamoré perdidamente.” […] “Un poco antes de las diez sonó el timbre y bajé a la calle y me encontré con Teresa. Me besó en los labios y me enamoré de ella.” A mí a los quince me ocurría exactamente lo mismo. Quiero pensar que esto no es a lo que se refieren cuando hablan de novela profundamente inteligente. Quizá sea a este otro momento Nespresso.: 
El gato seguía en el sofá rojo, parpadeando. Aunque no me había movido ni había hecho ruido, Teresa sabía que estaba despierto y, con el teléfono encajado entre la oreja y el hombro, me trajo un café; no había oído la cafetera. No supe interpretar su sonrisa. No podía creerme lo bueno que estaba el café. Regresó al escritorio y yo me senté y me terminé el café e intenté escuchar su conversación; decía algo de una entrega o un envío; quizá sí trabajara para la galería. Después del café fui al baño y abrí el grifo de la ducha y cagué y me tomé una pastilla blanca y luego me metí en la ducha. La alcachofa era compleja y podía ajustarse la textura del agua de varias maneras. Por alguna razón, más que ningún otro objeto del piso o el piso en sí mismo, me hizo sentir que la riqueza de Teresa era ilimitada. Me di cuenta de que no había bebido agua, solo café y alcohol, desde hacía tanto tiempo que me asusté. Abrí la boca y dejé que se llenara de agua y tragué. 
La novela está plagada de experiencias vitales de este calibre. Cierto es que hay mejores momentos, algunos probablemente inteligentes, y que tiene su gracia ser observado y analizado con bastante acierto por un extranjero, pero la novela no deja de ser el relato del ir y venir de un perfecto gilipollas. Uno de tantos. 
Era incapaz de conseguir un café en ese país, no digamos ya de comprender su guerra civil. No había visto la Alhambra. Era un mentiroso compulsivo, bipolar, violento. Era un americano de verdad. Nunca iba a aplanar el espacio ni a hacerlo añicos. No había visto El pasajero, una película que yo protagonizaba. Era un fumeta, puede que un alcohólico. 
Debe atentar contra alguna ley física que la trayectoria de un cuerpo sea siempre descendente, pero eso es lo que algunos parecen empeñados en querer demostrar. Me refiero, por supuesto, a Mondadori y su querencia por lo prescindible. Como dice Iago Fernández, crítico de El Sindicato (el Suplemento Cultural Juvenil de Mondadori), LEANLO (si quieren, añadiría yo) pero luego no me echen a mí la culpa. 


Y telón 

Cuenta Kundera en “El telón” que en una ocasión recomendó a un amigo, un escritor francés, que leyese a Gombrowicz. Cuando volvió a encontrárselo, éste estaba algo molesto porque no le había entusiasmado. ¿Qué has leído?, le preguntó Kundera. Los hechizados, contestó. ¿Los hechizados? ¿Por qué elegiste Los hechizados? Kundera se sorprende porque esa es una novela de juventud que Gombrowicz escribió y publicó por entregas en un periódico polaco antes de la guerra. Gombrowicz, en Testamento (una conversación con Dominique de Roux en la que comenta TODA su obra) no dice ni una sola palabra de Los Hechizados. Ni una. Así de en tan alta estima la tenía. ¡Tienes que leer Ferdydurke! ¡O Pornografía!, le dijo Kundera. El amigo, el escritor francés, lo miró con melancolía: “Amigo mío, la vida se acorta ante mí. He agotado la dosis de tiempo que tenía guardada para tu autor”. 


Quizá Ben Lerner sea un escritor de una inteligencia prodigiosa, capaz de elevar el coeficiente ajeno a golpe de chascarrillo, quizá haya escrito la mejor novela generacional de la década, quizá el suyo sea el retrato más perfecto de la apatía que nos consume, y quizá estén por venir sus obras maestras, pero aquí servidor ha agotado la dosis de tiempo que tenía reservada para ese autor. 

¡Siguiente!



 (*) "Saliendo de la estación de Atocha", Ben Lerner, Mondadori, 2013 - Traducido por Cruz Rodríguez Juiz