En una intensa entrevista que un tal Miguel Sanfeliu (otro de esos que tiene blog y publica libros y demás cosas de vieja tipo entrevistar a escritores como excusa para darse importancia y dar a conocer o hacer importantes o dar a conocer a quienes no lo son o no lo merecen) le hace a Gema Nieto, dice la interfecta: «[…] me preocupa la forma, ya que en esencia lo que hace que determinadas obras sean literatura es básicamente la forma. En realidad las grandes obras literarias, como Madame Bovary o Crimen y castigo, pueden resumirse en pocas palabras, pero lo importante en ellas no es la trama, ese vulgar «de qué va», sino cómo está relatada.» No seré yo quien le quite la razón. Sin duda, la forma es fundamental. Repitan conmigo: fun-da-men-tal. Esto que quede claro. Por poner un ejemplo reciente, a Jesús Carrasco la forma de su primera novela lo hizo popular, lo hizo un hombre. Lo hizo escritor. Pero también se lo comió. Carrasco era tanto forma que acabó no siendo otra cosa y luego, claro, llegó la segunda novela y, pese a los premios europeos diseñados para lectores candorosos, nos saltaron las evidencias a la cara. El contenido… bueno, el contenido, pero vamos a ver ¡a quién carajo le importa el contenido! A Carrasco no, eso seguro. Ni a otros. Que nadie espere contenido en Stoner, la novela de John Williams, o en El periodista deportivo de Richard Ford, un señor que siempre nos hace creer que escribir es taaan fácil. ¿Y todo gracias a qué? Efectivamente: a la forma.
Jodida forma.
La parte mala del asunto es que aferrados a la forma, como lapas o gusanos, están los poetas y, amarrados a éstos, los poetas que saben que los versos no dan para lentejas y se pasan a la prosa o simplemente se dejan florecer en ella.
Gema Nieto, por ejemplo.
En la pertenencia hay cuatro personajes. Cuatro. La madre, la hija, el hermano y el marido. En el centro: la madre. La novela empieza con ella enferma de morirse. De hecho, no tarda en hacerlo ni cuatro páginas. Su pérdida conduce al desastre. Es lo que tiene ser buena cocinera y buena hija y amantísima madre y venerada hermana y amor de mi vida, faro en la niebla que ilumina mi pobre corazón, ay qué dolor.
«A cada uno de ellos le ofende ya no sólo el dolor ajeno, extraño, de los desconocidos o de los personajes de ficción o de las víctimas de cualquier suceso que ven en las noticias; les irrita incluso el dolor del resto de componentes de ese microuniverso insano que han construido a base de silencio y en el que todos se nutren día tras día de las mismas raíces podridas, respirando los mismos focos de incendio. Cada uno de ellos es una isla incomunicada; los cuatro forman un archipiélago a la deriva en el fango, y para cada cual no existe —no puede existir— un dolor más grande que el suyo. Insinuarlo simplemente es injurioso, imaginarlo es imposible. El viudo, la madre sin hija, el hermano abandonado, la huérfana. Todos caen sin sostenerse. Ninguno ve al otro».
Total: cuatro sujetos a cual más agonías dejando su triste impronta a lo largo y ancho de nada menos que 240 páginas. Y hasta aquí puedo leer puesto que entramos en el peligroso terreno de contar más de estrictamente necesario.
De todos modos da igual. A mí la historia me importa un comino. Cierto es que no me entusiasma pero, dando la razón a Gema y a tantos otros, podría haberme importado. Tendría que haberlo hecho. Al fin y al cabo, ¿no es cuestión de forma? Una buena forma, una buena novela; una mala forma, La pertenencia. Cierto, cierto, CIERTO: habrá a quien le guste. Por descontado. Siempre hay a quien le gusta algo (mi hija, sin ir más lejos, es mi fan número uno) pero hay que estar hecho de una pasta especial y tener más paciencia que un santo y más moral que el alcoyano y no es ni remotamente mi caso, no así el de Alberto Olmos, editor y responsable directo de que esto esté en la calle haciendo de las suyas. Con todo, será un éxito de masas. De veinte ejemplares no baja.
Lo que quiero decir con esto y sin ánimo de “salvar” una novela que no tengo el menor interés en “salvar” todo es cuestión de forma ergo todo es cuestión de gusto o del cariño o de la amistad.
«Para muchas serían después el temblor y las lágrimas, el fuego y la torpeza, el ruido y la furia que le harían perder toda locuacidad y sensatez. Otras vendrían después de los trece y de los dieciséis, cuando todos los cielos son naranjas porque todos los pechos explotan al mismo tiempo y a la misma hora. Ya no existen, ya no son, pero cuánto necesita su conciencia recordarles todavía, a todos y todo lo que amó tanto que le dolía, instalada en este cómodo presente-futuro de estabilidad y amor correspondido en el que cada noche duerme a su lado el ángel que sopló en su alma y la sanó».
Yo con esto un ratito sí, pero 240 páginas como que no. Me puede tanta intensidad, tanto hacer cada página una telenovela, tanto bajarse a los infiernos en busca del éxtasis. Esta literatura del dolor del alma mía, este poner cada minuto cara de hemorroide, este recurrir al lirismo desatado para ocultar otras carencias tipo algo que contar; este darle a los personajes la profundidad de un plato de sopa (alarmante el caso del marido quien, a pesar de tener su protagonismo, carece por completo de justificaciones para sus actos; o del hermano, mariquita loca de pedrería y batín de seda, alcohólico y sentimental que no suscita en momento alguno el menor interés; o de la madre (la madre de la muerta, se entiende) que por tener no tiene ni media línea de diálogo y que lo más que hace es caerse un día por las escaleras).
En La pertenencia se piensa mucho, muchísimo, se piensa tanto que duele pero sin embargo y a pesar de ello o precisamente por ello, no se tiene una triste idea que llevarse a la cama. Tanto pensar para nada, verdad. Tanto vagar por las calles, tanto llorar, tanto buscar un lugar el mundo total para qué.
Lo mejor de la pertenencia es que vale menos de cuatro euros.