Situémonos: viernes, 6 de junio. El Cultural. Echevarría, Ad hominem:
«Paradójicamente, en la crítica de actualidad, y en nombre de una siempre malentendida neutralidad, se suele estimar de mal gusto aludir a circunstancias ajenas a la obra considerada, y se condena la repercusión sobre ella de elementos extraliterarios, por así llamarlos».
Echevarría no está de acuerdo con esta "censura” ya que, en su opinión, «el comentarista o el crítico de actualidad no puede abstraerse -no debe- de las condiciones de recepción de una obra»:
«Por decirlo más claramente: ni la editorial en que se publica, ni el envoltorio en que se presenta, menos aún -llegado el caso- el tipo de promoción de que ha sido objeto, son elementos irrelevantes a la hora de enjuiciar una novela, por ejemplo. No lo son, desde luego, el hecho de que haya obtenido un premio, ni la naturaleza de ese premio, como tampoco el que el autor o sus agentes hayan concurrido a él, acaso para negociarlo subrepticiamente. Tampoco lo son las declaraciones del autor acerca de su obra, ni siquiera las que pueda hacer sobre cualquier otro asunto.»
Fin de las citas. El resto se lo imaginan o lo leen aquí: ad hominem.
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Se dice, es costumbre, que al autor no le gusta salir en la foto. Ya saben, “yo he venido aquí a hablar de mi libro” y tal. Pero claro, no todo el mundo igual y esto es una selva, vivimos tiempos difíciles y si no sales en alguna foto lo más probable es que al final acabes no saliendo ni en los créditos del anuario.
Y luego está lo de la autopromoción. Con editoriales cada vez más pequeñas (la última que “descubrí” (Agencia Joyce) tiene en su catálogo un único libro) el escritor está casi obligado a ocuparse él mismo de mover y hacer visible su novela. Llamar la atención, vaya. Esto, obliga un poco a tirar de amistades y/o contactos. No problemo, a poco que tengas doscientos amigos en Facebook (quién no) serás, mínimo, el puto Hemingway redivivo. Esto, a la larga, no es fácil de llevar. Así no se puede escribir, con tanta presión.
Con tantas mamadas.
Pero estoy divagando.
Se puede escribir en silencio o haciendo mucho ruido (no es extraño en las redes sociales escucharle a algún escritor decir que ha empezado su nueva novela o que tiene una idea o que o que o que), hay pruebas de cada caso para aburrir pero, ¿se debe realmente tener en cuenta la vida obra y milagros de un escritor a la hora de escribir una reseña de su libro? Maldades aparte, quiero decir.
Pues seguramente sí.
Pero podemos buscar algún ejemplo, si quieren.
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El sábado 7 de junio de 2014, un día después de la columna de Ignacio Echevarría, Rodrigo Fresán publicaba en el suplemento de ABC una reseña en la descubría un nuevo autor. Autora, en este caso. Era el descubrimiento 256.879 de su carrera. Lo sé porque se lo he preguntado al que lleva su agenda. El libro en cuestión era “Los niños se aburren los domingos” de Jean Stafford (Sajalin, 2014) y entre otras cosas decía, Fresán, lo siguiente:
«Amiga íntima de Peter Taylor (otro nombre a redescubrir o descubrir [256.880]), Stafford había pasado por un matrimonio turbulento con el poeta Robert Lowell del que no salió –como diría Salinger- “con todas sus facultades intactas”, reincidió en el divorcio con el redactor de Live Oliver Jensen, y finalmente encontró la felicidad junto a A.J. Liebling, uno de los puntales de The New Yorker. Al morir este, Stafford dejó de escribir y, víctima del alcoholismo y la depresión, no volvió a sentarse a teclear hasta que llegó su canto del cisne: el relato “An Influx of Poets”, incluido aquí junto a otros tres que no figuraban en la colección original, y que, en Estados Unidos sería añadido a la versión paperback del nominado para el National Book Award y ganador del Pulitzer de 1970 The Collected Stories of Jean Stafford».
Ahora imagínense una reseña de un libro de un joven o no tan joven escritor actual español de este calibre:
«Fulano, amigo de Mengano, también escritor, estuvo casado con la traductora de Agencia M, pero no les fue bien. Ella bebía. Lo dejaron. Entró en una depresión ligera. Para curarse se compró un coche que no podría pagar pero que le vino muy bien para disfrutar de su gran afición: polvos rápidos en aparcamientos bien iluminados. Lo embargaron. Se arruinó. Se echó a perder. Supo de primera mano lo que ser un miserable. Aun así, se volvió a enamorar: seis veces. La primera de una escritora mayor que él, Zutanita, que le dio grandes consejos que no aprovecharía en absoluto. Harto de empujar la silla de ruedas de la buena de la señora, se lió con su secretaria, también escritora de nouvelles y poeta y aún así dinamizadora cultural de una famosa editorial. Una chica muy completita. Con estudios superiores, además. Pero se murió. Fue atropellada por escritor borracho caído en desgracia: Fulgencio, mejor amigo de Fulano e hijo de Zutanita, que no logró superar el divorcio de sus padres y amigos y que, según sus propias palabras, “simplemente pasaba por allí”».
Claro. Todo esto hay que justificarlo. Pues nada, se justifica: «Todo lo anterior es un telón para descubrir un microrrelatista que, a diferencia de sus colegas de microrrevista, parece moverse cómodamente en todo tipo de trama o territorio».
Y ya está. ¿Qué no? ¿Cómo que no? Claro que sí. Miren, fíjense cómo sigue la reseña de Fresán:
«Todo lo anterior –destilado rápidamente de una entrada de la wikipedia; más detalles en la excelente biografía de David Roberts— es sólo el telón a alzar para descubrir a una cuentista que, a diferencia de sus colegas de revista, parece moverse cómodamente en todo tipo de trama o territorio».
(Lo de escribir media reseña destilando información de la wikipedia es, con diferencia, lo mejor de todo pero ya haremos sangre de esto otro día.)
Y ahora, vean cómo termina:
«Breves pero enormes ficciones engañosamente domésticas que apenas esconden garras y colmillos y a las que conviene acariciar y leer con cuidado. Porque –se sabe, Stafford lo sabía— la vida sí es un abismo. Y no tiene fondo».
¡Tatatachan chan chan!
Apúntenlo. Es perfecto para cualquier colección de relatos. Con cambiar un poco el orden de las frases y tirar de sinónimos, tienen texto para las contras de medio catálogo de Menoscuarto.
En conclusión, si vale para Fresán, por qué no ha de valer para los demás. Me refiero a tirar de biografía, no de wikipedia (que también), a la hora de confeccionar una reseña de, yo qué sé, cualquiera; para tratar de entender, un poco mejor, qué es eso que mueve sus historias, qué llevan dentro, qué origen tiene su desazón, de dónde viene la fuerza y la profundidad de sus personajes. Esas cosas.
Ah, que Jean Stafford está muerta.
Acabáramos.