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lunes, 2 de marzo de 2015

‘La primera mentira’ de Marina Mander

Esto fue más o menos así o al menos así es como me gusta imaginar que fue: 

En una mesa: café con leche, sin leche, te sin teína, un refresco de cola con vainilla, sacarina, tres pastillas para la tensión, dos croissants integrales y unos palitos de pan de pipas. Tras ellos, cuatro mujeres de mediana edad, de las que rozan los cincuenta por el lado equivocado, compiten por tener la sonrisa más blanca. Una de ellas, la que tiene un manuscrito en la mano (folios satinados de 100 gramos en estuche de piel de escroto de oso panda) viene de ponerse algo en el pelo y está que no le puede dar un beso ni desde la puerta. Lo comenta mientras entra en materia, justo antes de soltar lo que ha venido a soltar: he escrito un libro. Qué bien, genial, estupendo, las tres, al unísono, entusiasmadas. Parecen sinceras. De qué trata, le preguntan. Se lo dice. 

Les dice: A un niño, un niño que parece pequeño, huérfano de padre, se le muere, un día, su madre. (¡Ohhh!) El niño está en casa, a solas con ella. La sacude y no se despierta. Su gato también: la sacude y no se despierta. El niño hace sus cálculos, el gato también: si ni papá ni mamá, orfanato. Y puesto que orfanato no sin mi gato el niño decide, adivinen, mentir: hacer como que no pasa nada, seguir con la vida tal cual la conocía pero sin usar posavasos. La novela es eso: el niño a su puta bola y su madre cadáver en la habitación de al lado, con su rigor mortis, su ponerse ciega de gases y su descomposición. 

Y, bueno, no pasa nada y pasan un montón de cosas, aunque más o menos son siempre las mismas: el niño listo como un ajo reflexionando acerca de lo que será de él a corto plazo y las soluciones que ve: 

«Es terrible.
No quiero ir.
No quiero ser completamente huérfano.
Mejor cualquier otra cosa.
Mejor contar que mi madre se ha ido.
O no decir nada, y hacerme el tonto.
Mejor encontrar el método de arreglárselas, no será tan difícil. Mejor procurar sobrevivir.
Mejor esconder y sonreír.
Mejor usar la imaginación, dejar que se te ocurra algo especial.
Mejor confiar en que todo pase rápidamente.
Mejor hacer tres mil flexiones seguidas, seis plantas de escaleras a la pata coja, divisiones de memoria.
Mejor enterrar al koala Kolly.
Mejor pensar en lo mejor.
Mejor creer que dentro de poco mi madre se encontrará mucho mejor.
¿No es cierto, mamá, que dentro de poco te encontrarás mejor?
Mejor pensar que aún podría haber algo peor.
Aunque, si mi madre está muerta, ¿podría haber algo peor?» 

Pero no adelantemos acontecimientos. Centrémonos. Estábamos en la merendola de Marina Mander y sus amigas desesperadas. 

Léenos un poco, le piden, entusiasmadas (¡salta, salta!). Ella, que finge elegir al azar un párrafo cualquiera, salta: «Envidio a mis compañeros de colegio porque pueden lloriquear alegremente si les da la gana; yo no, porque mi madre está tan triste que no puedo estar más triste que ella. Terminaríamos ahogándonos. Y no tenemos un padre que nos salve, un bombero de esos de los atentados que te saque en brazos, lejos del peligro, un padre como los que salen en los anuncios. Nosotros corremos siempre un poco de peligro». Ohhh, criaturita. Ellas. Al unísono. Más, más. Más, al azaroso azar: «si alguien tiene una cara que parece un culo, con una raja en medio de la nariz y la piel rosada de bragas de monja, yo no tengo la culpa». Jijiji, desvergonzado, menudo elemento. Ellas, interrumpiéndose. Más, más, más. ¿Más? ¡Más! Más: «Chorros de agua caliente me brotan de los ojos mientras el oso polar sobre su ladrillo frío es arrastrado por la corriente». Ay, por-fa-vor, qué cosa linda, que me lo como requetecomo. ¡Más, más, más! Más: «Es la primera noche sin un buenas noches. Desde hace mucho tiempo, quizá desde siempre. Tendré que acostumbrarme a renunciar al roce de mi madre en la mejilla, a eso que más que un beso parece un suspiro, un soplo tibio que da buena suerte». Mira, mira, no me hagas llorar, una. Se me encoge el corazón, de verdad, que ni la muerte del Papa, otra. Dime, por favor, que nos lo dejarás leer, que me muero que me muero que me muero, la tercera, la del te sin teína. A estas alturas Marina ya va por el tercer orgasmo. Y no será el último. Lo voy a publicar. Bien por ti, ánimo, suerte y tal, lo habitual. No me habéis entendido, les dice (toda la puta tarde fantaseando con este momento y aquí está, ya, al fin): ya tengo editor; lo voy a publicar; es un hecho; en un mes está en la calle. Se desata la locura: gritos, zapateaditos, saltitos, se pierde un poco (no mucho) la compostura, piden un muffin de chocolate para compartir. Dinos, dinos, quién te edita, quién. Sonríe. Ya es una estrella. 

La edita, en Italia, Et al., que no sé quiénes son ni si valen la pena el esfuerzo de interesarse por ellos. En España, un año después, edita, quién, Lumen, claro. Claaaro. Mujer italiana de cincuenta y vamos-a-dejarlo-ahí escribe novelita de niño y madre y amor fecundo y besos y caricias ¡sobre cama de drama terrible! y tal, ¡y no va a editar Lumen! Ni que hubiéramos nacido ayer. 

Al grano. 

‘La primera mentira’, y lo digo desde el cariño más sincero de que soy capaz, es un poco tontada. Para empezar, el niño es el típico niño que más que dos besos lo que merece son dos buenas hostias. Sobre todo al principio; después te acostumbras y le coges cariño, que es lo que en cierto modo viene haciendo de esta novela el amor que tantos pregonan y lo que salva a los niños de ser abandonados masiva y miserablemente en bosques aledaños: 

«Cuando mi madre se entristece mucho le salen arrugas en la frente, semejantes a las marcas que dejan las olas en la arena, hasta hartarla de tanto repasarla. […] Cuando tiene pesadillas mi madre dice que en este mundo no se puede ni dormir en paz, y yo soy del mismo parecer». 

No me digan que no es para partirle la cara. Así no se habla ni a escondidas. Pero bien, no pasa nada. Se traga y punto. Es lo que hay que hacer, no? Tragar. Tragar el relato de un niño narrado en primera persona con una voz que resulta del todo increíble y lo que es peor, indefinible, que no sabe uno si el crío tiene ocho, diez o doce años, que unas veces parece de dos o otras de quince: 

«No encontré las hojas, encontré medias, bragas y también un cacharro rosa con forma de pilila escondido debajo de las medias y las bragas. El cacharro se enciende con un botón y hace brrrrr, como una batidora». 
«El espejo está completamente opaco por el vaho, escribo con el dedo puta mierda. Entro en la bañera. Al principio el agua está caliente, luego tibia. Mi pilila flota en la bañera, más semejante a una anémona marina, esas excrecencias que también se ven en los acuarios, que al cacharro que mi madre esconde entre las bragas. Me pregunto si al crecer se volverá como el cacharro y también sonará, o solo hará un leve chapoteo como el de ahora, mientras la espuma chisporrotea a su alrededor». 

No entender qué es un consolador pero sí utilizar en la misma frase anémona y excrecencia o saber cosas tipo «si alguien tiene una cara que parece un culo, con una raja en medio de la nariz y la piel rosada de bragas de monja, yo no tengo la culpa» es, cuando menos preocupante. 

No hay asomo de madurez ni un triste cambio aparente más allá de algún que otro mal chiste  que trata de resolver ambas cuestiones («Ya no soy un huérfano, soy un soltero») y no hay reacción visceral realmente creíble fuera de los dos o tres momentos en que Marina Mander se acuerda de que un niño es un niño y de que la especialidad de estos bichos son las pataletas: «Mi madre es una capulla. Capulla, puta. Todos los adultos son capullos y putos. Bastardos. Cabrones. Mierdosos. Memos. Tarados. Estúpidos y capullos. Capullos, apestosos, cagones. Ceporros. Ignorantes. Los odio». Al fin algo refrescantemente creíble. 

Resumiendo, que tampoco es plan de escribir una reseña más larga que el propio libro: La primera mentira apela directamente al corazoncito humano para enmascarar las carencias argumentales (toda la novela es más, siempre más de lo mismo) y una absoluta falta de habilidad para la construcción de personajes que, infantiles o no, puedan ir más allá del estereotipo de niño medio-autista-de-alto-coeficiente-intelectual y madre superada por las circunstancias y ganas de mandarlo todo a la mierda a golpe de chupar bolitas de alcanfor.