Dejen que les cuente la película que me llevó a leer este libro. Roberto de Paz escribe esta novela de título tan prometedor y lo publica en 451 editores. Yo me entero de tamaño acontecimiento no sé cómo, supongo que por Facebook y entro en Amazon.es sólo para descubrir que no lo tienen en versión digital aunque sí en papel, a unos 17 euros, pero como llevo unos meses un poco cabroncete con todo este asunto de la negativa de ciertas editoriales a publicar en digital (a precios decentes, se entiende) pues pasa lo que pasa y pasa que no me compro este sino otro. Los de la biblioteca -que deben pensar lo mismo que yo- no me aceptan la desiderata y por eso me tengo que joder. Y la editorial se tiene que joder. Y lo peor es que también se tiene que joder el bueno de Roberto que poca culpa tendrá de la mala gestión de sus promotores. De esto me quejo en Facebook no sé cuándo y poco después Roberto se pone en contacto conmigo y me ofrece un ejemplar. Yo me resisto cortésmente pero termino aceptando porque la verdad es que sí me apetecía bastante leer la novela y nada arriesgar el capital. Me llega poco después vía correo ordinario y lo empiezo casi inmediatamente. La razón de tanto interés está en el texto de la contraportada:
“Una historia sobre la necesidad de cambiar para seguir adelante.
Matías, tras el asesinato de su esposa, decide volar hasta Nueva York para seguir el rastro de su padre, quien se deshizo de él cuando todavía era un niño. Allí cae por la madriguera hasta el país de las maravillas que diseñó su padre, donde los vagabundos dejan las calles para formar parte de una insólita residencia de escritores y los sex shops son la piedra angular de un proyecto utópico que pretende prescindir del dinero.
Matt se acerca a la verdad sobre su familia, pero también ha de enfrentarse a las terribles implicaciones que se derivan de las leyes de la termodinámica, de la crisis energética que se avecina, y al final del camino tendrá que responder a una pregunta clave: ¿salvarías el mundo ahora que lo has perdido todo?”
Claro, a uno, con la que está cayendo, le invitan a leer algo sobre una insólita residencia de escritores en la que los sex shops son la piedra angular de un proyecto utópico que pretenden prescindir del dinero y se pone cachondo no, lo siguiente. Y luego que si Alicia en el País de las Maravillas, que si Nueva York, que si tal y cual y sin poder evitarlo me acuerdo del Chronic City de Lethem que tanto me había gustado. Y ojalá, pero no.
Lo cierto es que esta primera novela de Roberto parte de una premisa fantástica (en el amplio sentido del término) que a diferencia de la mayoría va mejorando según avanza. El problema está en llegar a la recta final sin morirse de aburrimiento. Estoy exagerando, claro; yo muriéndome de aburrimiento sólo leo a Tao Lin y únicamente porque sus libros son más breves que algunas notas al pie de La Broma Infinita. Lo que menos me gustó de “El hombre…” fue, aparte del por momentos excesivo -por innecesario- ejercicio de embellecimiento literario, el puto ir y venir de la calle Segovia a la avenida Valencia o lo de pasar frente al Banco de España y decirlo, como si tuviese maldita importancia conocer la geografía de una ciudad para entender lo pillado que está uno de la muchacha de marras. Y hablando de cerezos en flor: lo del amor es también aquí una cuestión de aguante. Ya sé que no es culpa de nadie y de hecho no me cuesta leerlo siempre que no tenga que hacer paradas para vomitar, pero cuando ocurre como aquí, que el amor toma protagonismo cuando no debía pasar de anécdota, pues me jode, no les voy a engañar, porque yo esperaba encontrarme con las miserias del mundo y sólo me iba encontrando con las del protagonista, al menos durante algo así como la mitad de la novela, que es lo que duran los preliminares. Luego ya sí, pero sólo cuando viene papá a poner las cosas en su sitio.
Papá es un tipo genial (y ahora voy a pasar de puntillas para no joderles la novela más de lo que ya lo hace la contraportada), un revolucionario, un tipo singular, peculiar, un anarquista como la copa de un pino que cree que los pilares de la sociedad estarían mejor triturados (aquello de arrancar de cero) para lo cual no se le ocurre mejor idea que acelerar el proceso de destrucción de la sociedad agotando o quemando (dinamitando, directamente) los recursos naturales amén de otros métodos un tanto expeditivos. Lo que vienen siendo “por las malas” de toda la vida de dios.
Esta última parte se centra más en la cuestión y es gracias a ella que se salva la novela del mismo modo que una comida corriente se puede mejorar con unos buenos postres. Una novela es lo que queda de ella cuando deja de arder y de este novela me quedo, sin dudarlo, con el esbozo de ese Nueva York oculto, marginal, revolucionario y lamentablemente tan poco creíble como necesario. También con el arranque, un sensacional primer capítulo que sirve para marcar la ruta del viaje y que invita a no desesperar en los momentos flojos. Cuando hace una semana hablaba en el post de Juan Mayorga (“Hamelin”) de esa suerte de necesidad de empezar a poner bombas y cortar cabezas estaba pensando no tanto en aquella novela como en esta y me pregunto en qué momento dio Roberto con la solución a ciertos problemas que aquí todos vemos venir y ninguno quiere afrontar. No me hagan caso; estoy bromeando. "El hombre que gritó al tierra es plana" no da respuesta a ninguna pregunta simplemente porque no es el tipo de novela que se dedique a esto, aunque es verdad que sí puede ser un buen reflejo del nivel de desesperación de la sociedad actual que ve en acelerar el fin de los tiempos una buena salida ahora que ha quedado claro que las urnas no sirven absolutamente para nada.