Tal año como el año pasado Nic Pizzolato no era nadie. Entiéndanme, nadie especial. Desde luego no era más especial que cualquier otro guionista americano de tercera. De hecho, quitando haber escrito un par de episodios de The Killing, Pizzolatto era, hasta 2014 en IMDB, directamente invisible. Vamos, que no era.
Entonces, True Detective, HBO y tal. Se desata la locura y por alguna extraña razón la serie alcanza la categoría de mito en apenas ocho semanas que es casi la mitad de lo me llevó alcanzarla a mí.
Y esta es la historia de cómo Pizzolatto pasó de mierdecilla a semidiós.
En tal condición, lo inevitable: ¡Compro, compro! En el pack Pizzolatto (pronto verán los cajones, que llenitos estaban) venía Galveston, una novela, además, mira que afortunada casualidad, premiada con el Barnes & Noble al escritor novato, que entiendo que equivale a ser el talento Fnac de abril.
La más lista de clase: Salamandra, que parece que haya montado un sello (Salamandra Black) nada más que para lanzar esta novela.
Entonces uno (no yo, que estoy por encima de todo esto) se compra Galveston pensando que el talento desperdiciado de True Detective (partiendo de la base de que hay verdadero talento en True Detective) tiene que venir de alguna parte y por qué no de aquí. Y uno lee Galveston con esa ilusión.
Y claro, NO.
Y NO, por esto (siendo esto, el argumento):
Un brazo de hierro de los malotes (así, en abstracto) trata de ser asesinado. Él sospecha de su jefe. Más que sospecharlo, cree a pies juntillas que ha sido su jefe, que se ha cansado de él o que lo acusa injustamente de algo… qué sé yo, cosas de malos. El caso es que este terminator de pueblo, que para más inri acaba de descubrir que tiene los pulmones hechos mierda y que por tal razón se va a morir antes de lo previsto, sale corriendo por patas y echando pestes por su mala fortuna. Claro, entre el puteo y que todo le importa una mierda está la cosa para meterse con él.
«Tenía mi pistola delante de las narices, encajada en la pretina del pantalón de aquel hombre. La saqué de un tirón, la levanté y, a través de la fuente de sangre, disparé al que se hallaba más cerca.
No tuve tiempo de apuntar, y además estaba medio cegado por el chorro arterial, pero le acerté en la garganta y el tipo dio una sacudida, disparó y cayó de espaldas.
Nunca en mi vida había disparado así».
Voy a entrar un poco más en detalle en el argumento. Así me ahorro la reseña.
Por circunstancias que no vienen al caso (tampoco es plan de contarlo todo) acaba huyendo de no sabe bien qué hacía no sabe bien dónde con una criaja de 18 años en el coche. La niña, que está buena de morirte y es un poco puta, se las arregla para enchufarle al, recordemos, asesino frío y despiadado, a su hermanita pequeña, un ser dulce, encantador y temeroso de Dios y del cabrón de su padre o padrastro o tutor, ya no me acuerdo.
El caso que acaban los tres en la playa o en un hotel que está cerca de la playa. Ella lleva un bikini de infarto, él no puede mirar; rompen las olas con sus frágiles cuerpos de fracasados venidos a más. La niña ríe. Otra vez. Qué bien. Buscan trabajo. Lo pasan super, superbién. Él se afeita, se corta el pelo. Se hace un hombre.
Hasta aquí media novela. O casi. Y desde aquí (antes, incluso) un completo desastre.
Porque resulta que, tal como estamos viendo, nuestro aguerrido héroe era en realidad un poco nenaza, con perdón, y no bien le van pasando estas cosas va brotando de su árido corazón la sensibilidad, el amor al prójimo y algo de mierda zen. Pronto llega ese terrible momento en el que descubrimos que esta no es la novela sobre el karma, la justicia, la venganza o, sin más, la violencia, que es un poco lo que veníamos buscando si veníamos de ver True Detective. No, esto va sobre amor y erecciones sin consumación con hija de por medio en un hotel de carretera con agradables vecinos y vistas al mar. También de la pesca del cangrejo, la reinserción laboral de jóvenes prostitutas y algo de indefensión infantil, que son tres temas que nunca pasan de moda.
«Cuando el agua salpicó a Rocky, la tela se le pegó a la piel como un pañuelo de papel húmedo y pude vislumbrar sus pezones y la hendidura del culo. Me saludó con la mano y permaneció allí con su hermana mientras las olas rompían contra ellas, cubriéndolas de destellos, y la niña no paraba de reír entre chillidos, y tras ellas las aguas azules y purpúreas se extendían de tal modo, entre pinceladas de espuma, que resultaba fácil imaginar un tiempo en que todo el planeta era tan sólo océano y cielo».
Y, por descontado, el efecto transformador del amor en los duros de corazón, que también.
«Podría huir, borrarme de aquí.
Pero el consuelo de pasear a Sage y recoger los cangrejos de mis trampas es un pequeño placer que no quiero perderme esta mañana».
Galveston (novela más mortecina que negra) se parece a True Detective lo que un cerdo a un calamar. Avisados quedan. Ya hace falta tener sentido del humor para no lamentar la inversión o el tiempo o lo que sea que se haya perdido.
Si la han leído y les ha gustado, háganselo mirar. Dos veces.