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lunes, 4 de noviembre de 2013

“La habitación oscura” de Isaac Rosa

La novela arranca con la cuestión del folleteo que tanto se publicita: un grupo relativamente numeroso de amigos inventa (les voy a ahorrar los detalles) un cuarto oscuro para usarlo a discreción en lo que plazca, fundamentalmente sexo. Todo vale. Peras con manzanas o manzanas con manzanas o plátanos con papayas; lo que te encuentres, da igual. Bien, pues la primera parte de novela de Rosa va de agotar combinaciones y poco más. Plantea al lector casi todo lo que puede pasar en esa habitación. Casi. Todo. No lo voy a resumir, para eso tienen ustedes la imaginación.

Esto como truco publicitario es ideal para ganar seguidores nostálgicos de algún movimiento de liberación sexual pero la cosa tiende al alargamiento, y no de pene precisamente. Por suerte, aquellos que lleguen al capítulo tres serán recompensados con el cansancio de los protagonistas. 

«En qué momento la comedia dejó de tener gracia. Podríamos discutirlo ahora y cada uno tendría una respuesta, un día en que, al decir su frase del guión, notó que la sonrisa se le cementaba en la cara y le costaba seguir el diálogo hasta el final. Cada uno elegiría un momento, aunque no hay una fecha, un día que podamos señalar como último capítulo: fue algo progresivo, una descomposición lenta, con el paso de las temporadas fue pesando cada vez más el cansancio, y las risas enlatadas perdieron fuerza hasta que un día dejamos de oírlas.»

Un día la gente empieza a buscar otra cosa y el cuarto oscuro deja de ser sólo una folloteca para convertirse en un refugio de silencio. Con esto dará comienzo la razón de ser de una novela, que plantea nuestro particular qué se esperaba de nosotros, qué va a ser de nosotros, con lo que hemos sido, en el contexto social actual, crisis económica en vena, de la generación del mismo Rosa y aproximaciones. De ahí la elección de la voz (nosotros) como truco para involucrar al lector; exactamente el mismo truco que utilizó Bruno Galindo no hace mucho en “El Público” (Lengua de trapo), novela con la que “La habitación oscura” guarda un parecido más que razonable (diría uno que incluso demasiado). También allí era todo describir para, con la descripción, dibujar el nosotros, sujetos de consumo.


«[..] para no perder velocidad, para completar el itinerario señalado, hubo también que conquistar ascensos laborales y ganar oposiciones y aumentar ventas y repartir muchas tarjetas de visita, y salir de noche del trabajo y tomar copas y llevarnos carpetas a casa y aceptar la llave para ir un rato los sábados, y hacer méritos ante los superiores y competir con nuestros iguales y frenar el ascenso de los inferiores, y tomar analgésicos y tranquilizantes y somníferos y anfetaminas y cocaína, y levantarnos rápidamente en caso de caída y no llorar y enviar currículum y mentir en entrevistas de trabajo y empezar de cero una y otra vez para de nuevo ascender, vencer la resistencia de los superiores que nos frenaban y […]»


Y. Los he contado; hay más de dos mil. En serio.

Si el plan era plantar una idea, dejarla crecer sobre un fondo de mamadas y masturbaciones y trabajar sobre ella para demostrarnos lo gilipollas que somos, la solución no tenía necesariamente que pasar por llenar páginas y páginas de la misma información ni de caer continuamente en los mismos tópicos. Somos egoístas, no gilipollas. La novela tiene una prosa machacona y un tufillo pretencioso difícil de perdonar que seguramente acabará siendo la razón de que mucha gente abandone pronto su lectura. 

Aquí un ejemplo de tres momentos diferentes en los que se plantea exactamente lo mismo. Hay muchos más, no les costará dar con ellos: bastará con que abran el libro equis veces al azar. No falla.

«[…] era otra forma de refugiarnos, de llegar aún más al fondo, de acurrucarnos bajo la tierra y desaparecer para después resurgir más fuertes, con un blindaje en la piel que nos duraría el día entero ahí afuera, […]»
«[…] para ella la habitación oscura era todo lo contrario: un escondrijo, una forma de cobardía, de ponerte a salvo unas horas,[..]» 
«[…] La habitación oscura se había convertido en un agujero donde escondernos, un lugar donde estar a salvo unas horas.»

La idea de fondo, aquello con lo que justifica la inclusión del cuarto oscuro, se resume fácilmente en la siguiente frase: «El mundo se desmoronaba mientras nosotros follábamos felices» (frase que se entiende perfectamente así, solita, pero que Rosa, en su afán detallista, se empeña en desarrollar hasta el agotamiento como hace con cada puta cosa que tiene lugar en la novela: «… la gente desgraciada era lanzada por los balcones con todos sus muebles y recuerdos mientras nosotros follábamos felices, los enfermos se morían en los pasillos de los hospitales esperando una prueba diagnóstica mientras nosotros follábamos felices, los padres de familia hacían cola con sus hijos en los comedores sociales mientras nosotros follábamos felices, los banqueros y sus políticos robaban a manos llenas mientras nosotros follábamos felices…»)

El problema, insisto, es que el mensaje, por más cargado de razón que esté, no da para mucho (desde luengo no para tanto) y comete Isaac el mismo error que en su momento cometió Bruno Galindo de incluir una supuesta trama de intriga, supongo que para rebajar un poquito la cosa social, tan cargante a veces, y justificar un libro de casi trescientas páginas que se las hubiese arreglado perfectamente con la mitad o un par de páginas en EPS.

Esa puta manía de meter relleno total para dejarlo todo perdido de obviedades.

«Tenéis demasiado miedo, nos reprochaba Silvia; y mientras vosotros tengáis más miedo que ellos, todo seguirá igual. En el fondo no queréis cambiar nada, vuestra aspiración es que todo vuelva a ser como antes. Aunque uséis grandes palabras y votéis en las asambleas por un cambio de sistema económico, en realidad seguís queriendo lo de siempre: una buena casa, un buen sueldo, un buen coche, unas buenas vacaciones. Protestáis, sí, pero con cuidado de no romper nada.»

viernes, 13 de septiembre de 2013

[Criticar por criticar] Aproximación a la rentrée vía El Cultural 13.09.13

Hoy tocaba reseña, pero después de los chorrocientos comentarios del post anterior me voy a regalar un par de días y este articulillo que irá de criticar por criticar el último suplemento de El Cultural, aprovechando que hoy todo en él es la hostia y sabiendo que no hay mejor novela que la última novela. Tómenlo como los anuncios de un intermedio pero olvídense de marcas blancas y otras mediocridades, aquí sólo hay anunciantes de primera división: Seix Barral, Alfaguara, Plaza & Janes, Anagrama... Bueno es El Cultural para eso.

* * * * * * * * 

Isaac Rosa, por ejemplo, que se lleva las cuatro primeras páginas del suplemento (las mismas que la semana pasada regalaron a Coetzee (la comparación es mía)). La articulista, Nuria Azancot, lo entrevista con motivo de la publicación de su última novela, “La habitación oscura”, un relato que, dice Rosa, tiene mucho que ver con “El vano ayer”, “El país del miedo” y sobre todo, “La mano invisible”. Muy bien, así nos aseguramos que la compre todo el mundo. Dos páginas de entrevista dejan otras dos para que Senabre se deje los huevos en la promoción. La frase final aspira a ser la faja de la segunda edición: “La habitación oscura será con seguridad una de las novelas más destacadas del presente año”. Y por esto no fuera suficiente: ¡la caballería! Aramburu recita entrecolumnadamente: “A veces […] asoma el hacha que rompe el hielo interior y entonces la calidad y fuerza del libro leído me libera del vicio profesional. Llegan la fascinación, el abandono al disfrute, las intensas reflexiones suscitadas por la lectura. Enhorabuena a Isaac Rosa por su gran novela.” Esta va a ser la novela de mes. Sí o sí. No hay escapatoria. Léanla o mueran.

Care Santos reseña “Hijos apócrifos”, la novela de Victor Balcells Matas, (se ve que a Care le gustan jovencitos, ñam, ñam), un viejo conocido de este blog. Según ella “la novela es muy ambiciosa”, que de todos los tópicos es el peor. Termina la reseña (el resumen de la novela, en realidad, porque esto es lo único que realmente hace) del modo más neutro posible: ni pa ti ni pa mí ni pa nadie: “Apunta alto y en ocasiones da de lleno en el blanco. En otras, se hace prolija y redundante en exceso. He aquí una estupenda primera novela. Demasiado buena para no esperar de su autor mucho más.” Que no le gustó, vaya, pero que tampoco se atreve a decirlo.

Laura Fernández apuesta, como es habitual, por los lugares comunes, (por algo es periodista) en este caso ¡la bomba de relojería!, que es una expresión que ya hacía por lo menos dos meses que no escuchaba. La muchacha reseña “Calle Berlín, 109”, la apuesta noir de Susana Vallejo para Plaza & Janés. Vean: "Pero la historia de Susana Vallejo no es un mero ejercicio de voyeurismo literario (y criminal), pues ambiciona la recreación de un momento, el presente, en un lugar, la Barcelona del Ensanche, que es en realidad la verdadera protagonista de la novela, el motor de una historia que funciona como una auténtica bomba de relojería." La crítica establece paralelismos con “La comunidad”, de Alex de la Iglesia, y “La ventana indiscreta” de Hitchcock. Ahí es nada. Si con eso no pican, no picarán con nada.

Sanz Villanueva se las ve y se las desea para recomendar una novela sobre la postguerra: “El arranque de Los ingenuos [Manuel Longares, Galaxia Gutenberg] está concebido con una malicia que supone un reto para  el lector apresurado.” O lo que es lo mismo: que el comienzo es un auténtico coñazo. “Buen número de páginas despiden inconfundible aroma costumbrista. Encontramos una familia menesterosa en una destartalada y gélida portería del centro menestral de Madrid. La España miserable de los años 40, el fanatismo, las privaciones y negocietes turbios de entonces tienen trazas de testimonio documental, aunque algún disparate, excentricidad o exageración, apunta a un tipo de realismo diferente.” ¿Qué tal? ¿Emocionados? Claro. Si con esto no se les ha hecho la boca agua, benditos sean Yo esta me la voy a saltar porque así de entrada parece la novela más bien orientada a los incombustibles fans de Cuéntame. 

Joaquín Marco reseña la última de Vargas Llosa, “El héroe discreto” (Alfaguara), una semana después de que tanto ABC como Babelia le hubiesen dedicado sus portadas. Excusaba hacerlo, Joaquín, pues a estas alturas ya sabemos todos que este es, junto con el de Coetzee y el de Rosa, uno de los tres libros que todo el mundo va a leer. A Coetzee le tocará llevarse los palos, por extranjero y para demostrar que la crítica se limpia el culo con los premios Nobel. Joaquín dedica, atentos, algo más de 700 palabras de un total de 970 a contarnos argumento y estructura, así como detalles de ambos. El resto es una ovación contenida un rato y otro, el final, no: “La nueva novela del incansable premio Nobel no defraudará a sus lectores y a quienes quieran sumárseles. No es exactamente una novela de tesis y está lejos de sus primeras obras. Se trata de una gran broma barroca que intenta demostrar el papel del azar en la vida o las complejidades que puede depararnos el azar.

Bernabé Sarabia reseña el ensayo perdedor (también llamado finalista) del premio Anagrama: “Librerías” de Jordi (o Jorge, nunca sé) Carrión. Dice Sarabia que “el autor utiliza más bien las librerías como un argumento literario que va desenvolviendo la historia”. Se estarán preguntando cuál es la historia y porqué esto no es una novela. No sean malos, ya saben que hace tiempo que hemos fundido las fronteras entre ensayo, novela, relatos y microcosas. Ahora todo es Literatura y ya. Retomando, la historia es esta: “Desde la Librería del Pensativo en 1998 hasta los primeros meses de 2013, Jorge Carrión narra en primera persona sus encuentros con las librerías y va dando cuenta de sus peculiaridades culturales, de sus espacios, de su manera de facilitar la lectura a los clientes y de la propia arquitectura del local.” Es decir, que las librerías se utilizan como argumento literario para hablar de las librerías, lo cual, viendo el percal, es todo un avance. Ya sólo por esto muero por leerlo.

Ignacio Echevarría se va a poner tetas. Qué cosas. El título de su artículo de esta semana hace referencia a lo que dijo Pedro Lemebel cuando le concedieron el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso 2013, dotado con 50.000 dólares: “Me voy a poner tetas”. La cosa de Echevarría hoy va de ensalzar la figura de Lemebel: “En la escena literaria española no hay ni ha habido equivalente alguno a la figura de Lemebel.” No lo hay, dice, ni desde el punto de vista de su orientación y militancia sexual, ni desde su estrategia literaria, ni desde su posicionamiento político. Bueno, nada, todo muy pesado. En definitiva, que editen y lean ustedes a Lemebel y se dejen de tonterías. Yo voy a ver si lo encuentro pirata por ahí.

Y ya no me apetece seguir escribiendo. Me voy a ver una película.


miércoles, 16 de mayo de 2012

Una de arena (Catálogo de buenas lecturas)

En los comentarios de un post anterior me hicieron la siguiente pregunta: "¿Serías capaz de nombrar tres BUENAS novelas de tres escritores españoles menores de cincuenta años?" A quién me lo planteó le di una respuesta que por falta de tiempo quedó a medias, algo que trataré de enmendar en un minuto. Antes de empezar quisiera aclarar no leo tanta narrativa española ni desde hace tanto tiempo como para dar con semejante lotería. En los dos últimos años han sido unos cien [libros] muchos de los cuales parecen haber sido elegidos directamente con el culo y de ahí la media tan baja: Mora, Bonilla, Barba, (Miki) Otero, (Pablo) Muñoz, Sabadú, (Javier) Moreno, (Marc) Pastor, Piña, Albero, Vilas… Bueno, en fin, que me lo he buscado. Tampoco quiero hablar de BUENAS novelas sino de buenas lecturas, esto es, aquello que me siento a leer y leo si esfuerzo o sin cagarme en el escritor cada cinco putos minutos o que simplemente cumple las expectativas que me he creado yo solito. De ahí a que algo sea bueno media, en algunos casos, un abismo. Pero ese es un detalle en el que me niego a entrar.

Tirando de listado, por aquello de certificar que efectivamente, tal como sospechaba, no podía ofrecer tres de tres (de menos de cincuenta tacos, recuerden) me encuentro con que no es así por los pelos. Hay un escritor que lo ha logrado: Antonio Orejudo. De Orejudo me ha gustado todo, lo que menos lo primero (“La nave”) y lo último ("Un momento de descanso"), pero aún así aprueba con nota. Digamos que le da la media. Celso Castro le anda cerca gracias a las geniales "el afinador de habitaciones" y su segunda parte "astillas". (Cuando escribo estas palabras acabo de sacar dos libros más de la biblioteca.) (Cuando escribo estas otras otras los he devuelto sin leer.) El bronce está por ver. Sospecho que no será para Marta Sanz por culpa de que “Animales domésticos” ni fu ni fa aunque con “Black black black”, con todo lo light que es, me reí bastante. A Sanz le pasa lo que a Castro: tengo por leer un tercero que será determinante pero que en su caso, al ser más de lo mismo, supongo que se quedará en simple mención. Me refiero a “Un buen detective no se casa jamás”, recién publicada y que ya tengo metidita en el Kindle para cuando me regale diez o quince días de novela negra. No soy mucho más fan de Marta Sanz de lo que pueda serlo de Alberto Olmos, de quien he disfrutado, con reservas, tres de las cuatro novelas que le he leído ("El estatus", "Trenes hacia Tokio" y "Ejercito Enemigo").  

Viajando al pasado, entre lo mejor de los últimos dos años estaría “Providence” de Juan Francisco Ferré del que me hubiese gustado leer algo más. Lamentablemente su producción anterior está descatalogada y yo ya me he cansado de buscarla. Otra de la novelas que recuerdo con más cariño, por razones que no vienen al caso, fue “Los bosques de Upsala” de Alvaro Colomer, que no sé a qué cojones está esperando para sacar algo más. Nunca le hice reseña y lo merecía; hoy ya es tarde, tendría que volver a leerlo y no estoy por la labor. También quiero incluir aquí a Ernesto Pérez Zúñiga por “El juego del mono” y a Isaac Rosa por la estupenda “El vano ayer”. 

Otros escritores que me parecieron INTERESANTES por diferentes motivos fueron: Pablo Gutiérrez, con la historia de “Nada es crucial” que aun pareciéndome floja, me enganchó (después volvería a intentarlo con “Rosas, restos de alas” pero ya no); Jon Bilbao -un escritor al que siempre digo que volveré y nunca lo hago- por la ya reseñada “Padres, hijos y primates”; Cristina Fallarás por esas novelas tan viscerales, tan cristinafallarás ("Las niñas perdidas", "Últimos días en el puesto del Este") y Javier Calvo (El jardín colgante”). Y puestos a incluir, aunque con la boca pequeña, gracias, seguramente, a que hace demasiado tiempo que los leí: Germán Sierra (“Inténtelo con otras palabras”) o Mercedes Cebrián (por “La nueva taxidermia” y eso a pesar de que la segunda nouvelle de las dos que incluye tiene demasiada pinta de ser un plagio descarado de Residuos de Tom McCarthy). No quiero dejar de mencionar a Victor Balcells Matas, Marina Perezagua, quizá Pilar Adón (a quienes castigo por ser escritores de relatos) y, si me apuran, Fernando San Basilio

Mención especial fuera de concurso para dos de las novelas más divertidas que he leído este año: la segunda (atendiendo al orden de lectura) es "Una comedia canalla" de Iván Repila y tendrá su propia reseña en unos días. La primera la leí hace unos meses. Está escrita por un completo desconocido para todos aquellos que no acostumbren a pasarse por los comentarios de este blog. Su nombre: Quique; el de su novela: "El empujoncito". Se la recomendaría pero está inédita y no serviría de mucho. 

Esto es todo. Seguro que me dejo alguno o estoy siendo injusto con muchos o me he pasado de buenismo con algún otro, pero me he jurado un post corto, que no llegue a las mil palabras y bueno, no sé... por ahí andará. Seguramente la lista fuese muy diferente si hubiese podido elegir entre escritores no españoles que escriban en castellano o nacionales de cualquier edad pero la pregunta que da origen al post no la formulé yo y esto es lo que ha salido, que bastante me parece ya.


lunes, 19 de septiembre de 2011

“La mano invisible” de Isaac Rosa



Esta es una novela que ejerce como tal sólo a ratos. El resto del tiempo se debate entra la crítica social y el reflejo de una realidad nunca agradable siempre que uno no sea imbécil y sienta placer sudando por cuenta ajena. Puesto a catalogar sería, tal como están las cosas en la cosa del trabajar, una tentativa de falso documental de terror. Pues imagínense ustedes la lectura de un algo así de indefinible durante 380 páginas y yo durante todas ellas sin sentir sueño, lo cual tiene un mérito enorme porque soy de obligarme dormir poco y lo acabo pagando siempre con los mismos. La cosa es como un inmenso chiste sin gracia: estos son un carnicero, una tele-operadora, un mecánico, un albañil, una costurera y algunos seres humanos más -que voy a omitir por prudencia y para que tengan algo que rumiar- que trabajan en una nave frente a unos focos y un público entregado a verlos ganarse la vida con el esfuerzo de cada día y cada día más suspicaces con la inescrutable intención de un invisible empresario que tira de eteté para no tener que plantarles cara, hecho este, por cierto, que debería ser interesante como "misterio" pero que lo es a ratos sí a ratos no (no al menos lo suficiente para que lo leamos únicamente por semejante motivo). Que al final ese misterio dé un poco igual es lo que demuestra (por si quedaban dudas) que lo que a Rosa de verdad le importa es lo otro: el relleno. Definir “lo otro” es complicado: es la gente currando y nosotros asistiendo a sus pensamientos que son como el cuento navideño de Dickens con ligeras variaciones: fantasma del pasado, del presente y del futuro que le hacen una revisión a una vida laboral con sólo un punto en común: que la vida es un asco si te toca bailar con la más fea. En hacer esto interesante reside el punto exacto del mérito del escritor por más que a mí, caprichoso por naturaleza, no me baste.

Lo peor ha sido la permanente sensación durante la lectura de que el espíritu de José Saramago se había apoderado del alma de Isaac Rosa, le había cogido las pelotas y obligado a escribir igualito que él para perpetuarse, cual franquicia, más allá de sí mismo. No solamente se replica la intencionalidad de los argumentos del portugués (que tampoco es un problema porque la exclusiva creo que no la tenía) sino también la ejecución (que tampoco). Incluso los personajes, todos sin nombres, importando nada más que su profesión porque este libro va de trabajar y no de tomar copas al acabar el día. Esto tiene de cumplido la parte que tiene que ver con que a Saramago le dieron el Nobel y de crítica la sospecha de que de original no tiene tanto. Otro cantar ya que sea realmente así pero yo les hablo de mis dolores como paciente no de la sintomatología del prospecto. 

Esta novela que es un “sinvivir” se lee, a pesar de ello, sin grandes sufrimientos (alguno sí, porque no siempre es igual de apasionante ver lo mal que tratan al personal, pero a mí me llevó dos días acabarlo y no siempre me ocurre) pero es prescindible y olvidable en igual medida. Yo siento empatía con facilidad pero en esta ocasión no pude. Lo que sí pude, en cambio, fue solidarizarme con ellos pero únicamente porque soy de tradición judeocristiana y me inclino siempre por el desfavorecido aunque no lo merezca. También es verdad que con semejante plantilla Rosa no da a elegir. Ya sabíamos que ser albañil, tele-operadora, mecánico, carnicero, fregona o mecanógrafa no tiene mucho que ver con lo que se entiende por felicidad pero en este caso concreto me han dejado un poco fríos sus pesares por más que haya padecido alguno. Hay documentales que exploran el lado miserable del mundo laboral que sólo duran hora y media y además los puedes escuchar desde el baño leyendo el Babelia, por ejemplo. Esta novela roja de Rosa me ha exigido como lector cierta complicidad, algo que no me ocurrió, por ejemplo, con “El vano ayer” que me supo a Literatura desde la página uno hasta el final finalísimo a pesar de odiar a muerte la novela de dictadura (entendiendo ésta como subgénero literario).