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viernes, 1 de marzo de 2013

“Artefactos” de Carlos Gámez

Odio las reseñas de relatos casi tanto como los propios relatos. O más. Las mías, especialmente. En este odiar infinito también creo que más de la mitad de los cuentistas son un grupo demasiado numeroso de gente a quienes disfruto suponiendo un importante déficit de atención toda vez que demuestran, una y otra vez, una manifiesta incapacidad para desarrollar una trama que vaya más allá de la página treinta y uno. Mi odio por la reseñas no es gratuito, atiende a mis propias limitaciones: nunca sé si debo resumir los argumentos o si acaso es mejor obviarlos y buscar aquello que tienen en común. Quizá simplemente debería evaluar su trascendencia; si su lectura desencadena algo o no aportada absolutamente nada. O qué. 

Pero bueno, bien, aquí estamos una vez más. Artefactos, de Carlos Gámez, es otro puto libro de relatos que gana un premio. Hubo un tiempo (tuvo que haberlo) en que ganar un premio tenía su aquel. Uno le decía a su madre: mamá, me han dado un premio; me van a publicar; ¡hoy escritor, pronto leyenda! Y todo eran besos y abrazos y la esperanza de llevar el apellido a las enciclopedias se ponía enterita en la infeliz criatura. Se valoraba incluso la posibilidad de tener sexo gratis. Entonces uno ahorraba y se marchaba a San Petersburgo, por ejemplo, y habilitaba algún rincón en el que dejarse los muñones en la estilográfica. Hoy ya no es tanto así; sí la alegría, que es la mismita, no la esperanza. El país está lleno de genios prepubescentes que no han llegado a nada en la vida y de imbéciles que a demasiado. 

Artefactos es el resultado de vivir intensamente la profesión y no perder la afición por la cosa impresa. Le pasó a Agustín Fernández Mallo y algo parecido le ocurre a Gámez, también físico, pero al menos a éste no le da por el Spoken Word (que sepamos). En cambio sí por los cuentos, malditos cuentos. Escribió algunos y los presentó a concurso. Y ganó. Qué tío, el Gámez. 

El concurso (en algún momento de esta reseña hablaré de los cuentos, lo juro por Dios) se llama Café Mon y el premio, si no me equivoco, consiste en ser editado por la editorial Sloper llegando así a oídos de cuatrocientas o quinientas personas. Orgasmar no orgasma, el premio, pero es mejor eso que comprarle a Amazon tu propio libro cuatrocientas veces y además incluye la cláusula de que ningún autor ya publicado de Sloper puede presentarse al premio, lo cual descarta la participación de, por lo menos, ciertos poetas por todos conocidos. 

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En breve segundos Lester, mi actual dealer, se incorporará de su asiento.” Así empieza el primero de esos artefactos de Gámez, el llamado Yonki como Burroughs, que es, de todos los artefactos, mi favorito. El relato, un tanto metaliterario (cosas de la putafísica), plantea la voz monologante de un personaje en un momento muy concreto de su vida: el que tarda en desenchufar un cable, para ser exactos, y que, al cambio, viene a ser toda una vida. El cuento, que hace un repaso al presente, pasado y futuro de dos personajes, plantea la narración como un ejercicio en sí mismo. Algo así: 

[…] ni recordaré que analizo las relaciones entre lingüística y neurociencias. Tampoco explicaré que el orden temporal de las secuencias es una ilusión de nuestra mente, ni hablaré de lo que he descubierto después de repasar la técnica del flujo de conciencia y su recuperación en la literatura actual. Mi tesis tras estudiar a autores influenciados por los últimos descubrimientos neurológicos (como David Lodge en Thinks…., o George Saunders a través de sus narradores en primera persona, o Dave Eggers en algunos pasajes de sus libros, o Lolita Bosch en Elisa Kiseljak, o el gran Foster Wallace): que es la mente la que necesita construir esa fantasía de la secuenciación temporal para entender los relatos. (28-29) 

Esta misma (o parecida) referencia a los estudios entre neurología y literatura (igual estoy diciendo una barbaridad, pero es que para mí la educación física siempre fue otra cosa) es una constante en todos los cuentos. En realidad ES La Constante. Quiero decir que si son ustedes mucho de letras igual no pillan todos los chistes de Gámez. En general todo el cuento es un desbarre, pero un desbarre gracioso una vez que se acaba y comprendes que ese ir y venir por la conciencia desarticulada del protagonista desemboca en una construcción lineal, que llega a cabo solito el lector y que el truco del almendruco se ocultaba entre las líneas del propio cuento. Por el camino hay que aguantar que la continuidad es una construcción mental, que el flujo de conciencia (dice el prota que dice Susan Blakmore) no existe (que operaría de modo fragmentario y no como un río continuo de palabras sin signos que la puntúen). Cada uno se justifica como buenamente puede y este cuento sólo se sostiene sobre los pilares teóricos de la paja mental. Será por eso que me ha gustado. 

El resto el más o menos lo mismo con tendencia a lo irregular (el último cuento es muy útil para dormir a las cebras, por ejemplo). Pero no se vayan todavía, aún hay más. Cuatro más. Y todos de la misma cu(e)rda. 

Tres de ellos, los inmediatamente siguientes, se supone que forman parte de un todo, pero es un todo un tanto indefinido. Por utilizar un lenguaje que entienda todo el mundo: tienen que ver unos con otros sólo porque el escritor lo dice, sólo porque la física existe y sólo por Gámez la ejerce. Que ya no está mal. Sin entrar en aburridos resúmenes les diré que todos tienen algo en común: la tecnología. Una lámpara de Ikea o un televisor que nos pone en contacto con nuestros antepasados o un diario que recoge el día a día de un hombre des-enamorado pero incapaz de iniciar otra relación por culpa de la mencionada cosa cuántica, un secreto este que el propio Gámez va revelando progresivamente al protagonista a través de unos más que oportunos correos electrónicos. Supermetaliterario. O un asomarse al futuro de las aplicaciones neurobiológicas y ver cómo esto afectará a las relaciones humanas cuando todo el mundo sabe que menos follar, que nos quiten lo que quieran. Si lo piensan bien parecen esos artículos que German Sierra escribe para Quimera. Supongo que no es del todo casual que uno de esos cuentos -no recuerdo cuál- se lo haya dedicado a él. Por algún lado tenía que hacer agua el amigo Gámez y es que cuando uno mezcla leche, cacao, avellanas y azúcar lo más probable es que salga algo con sabor a Nocilla. No es el caso, no se apuren; simplemente lo parece (unas veces más que otras) y es que, así como el roce hace el cariño, también lo empaña de física cuántica existencial, que es un poco el género con el que me gusta etiquetar estos relatos.