Leer a Landero, al menos al de esta novela, es algo parecido a echarse una de esas siestas fugaces propias de los jubilados en las sobremesas, siestas de sentarse frente al televisor antes de bajar a echar la partida, siestas de cabecear al principio, de caer con todo el equipo después…, de rezar para que un martillo neumático te arranque de ese permanente sopor, esa pesadez, ese embotamiento general de los sentidos.
La historia arranca con Landero queriendo escribir, un buen día, una novela de ficción (hay que andarse con ojo con esto, que ahora Cercas ha (re)inventado la no-novela o, como él la llama, la novela sin ficción y conviene dejar las cosas claras):
«Ayer comencé a escribir mi nueva novela, y aunque al principio las cosas iban bien, e incluso me abandoné a deliciosos raptos de euforia por la facilidad con que despachaba los primeros compases del relato, luego, al apurar la tercera Mahou de la mañana y al leer de un tirón lo que acababa de escribir, y según leía, me fui poniendo cada vez más y más triste, hasta que al llegar al final me sentí profundamente abatido, como nunca en mi ya larga vida de escritor».
Me fui poniendo cada vez más y más triste. Me sentí profundamente abatido. Lo de no saber beber, vaya. La imagen de Landero como un Bukowski ibérico, poniéndose ciego a cervezas a las diez de la mañana me gusta mucho, pero mucho mucho. No lo hacía yo tan gamberro, tan outsider. Pero se ve que sí.
«Y no, yo no quería ser oficinista, ni casarme ni echar barriga sentado ante una mesa, yo quería ser vagabundo y poeta, o marino mercante, o maquinista de tren, cualquier cosa menos oficinista».
Y míralo ahora, qué pena, echando barriga (cervecera, además), detrás de una mesa, frente a una pantalla o una máquina de escribir o, no sé, tal vez un bolígrafo (no sería el primero), peleando por sacar adelante los frutos de su desbordada imaginación. Pero no todo son peros, pues tiene, la tristeza de Landero, una razón de ser, un sentido pleno y justificado ya que la novela que escribe, que se niega a continuar y de la que nos deja un exteeeeenso fragmento, es tal que así de horrible:
«Por las tardes, después de la siesta, salía a dar un largo paseo por la ciudad. Siempre iba limpio, bien afeitado y bien vestido. A veces iba por Cuatro Caminos hasta la plaza de Castilla, otras tiraba hacia la Puerta del Sol, o hacia el Manzanares, o se desplazaba hasta las barriadas del extrarradio, aprovechando su abono gratis de transporte [¿tienen los jubilados ahora abono gratis de transporte? Preguntar a mi madre o en el bar Asturias]».
Lo que quiero decir, y con esto pretendo justificar este desatino, es que es imposible escribir semejante cosa (tendrían que leer el resto para hacerse una idea) y no morir de tristeza o de asco o de algo. O apedreado. O sin amigos. Es imposible escribir esto y no evadirte; imposible no pensar en tu madre en el balcón, por ejemplo, o volver a tu infancia y creer que tu vida, comparada con esa cosa que has escrito, tiene algo de especial o algo que aportar a la literatura.
Pero estoy divagando. ¿En qué estábamos? Ah, sí, reseñando.
Se destaca, en esta obra, el lirismo («La poesía me hizo fuerte y me asignó un lugar en el mundo»), como si esto fuera algo positivo, pero es que además es falso. Puestos a poner etiquetas, podríamos hablar mejor de documental novelado o una novela documental porque a pesar de que sí hay momentos en lo que el poeta que hay Landero muestra su colorido plumaje, también hay otros demasiados en los que recurre al más podre de los estilos, a saber:
«Comíamos casi a diario garbanzos con repollo, tocino y morcilla, gazpacho, migas, y a veces bacalao con arroz, con patatas, con tomate, frijones, sopa de fideos con hormigas, sopa de tomate, sopa sorda de poleo, sopa de trapos, guisos de caza, ancas de rana, pan con aceitunas, pan con tomate, pan con quesadilla de cabra, pan con queso de oveja, queso de oveja con café negro portugués, aceitunas con troncho de col, buche, cachuela, pestorejo, chanfaina, chorizo de oveja modorra, caldereta, peces de la rivera, perrunillas, bolluelas, rosquillas, dulces recios y nutritivos hechos en homo de leña, pepitas tostadas de melón».
Debe suponer Landero que está su lector ávido de conocer, no ya los detalles de su lejana vida privada sino también la de sus familiares, conocidos y vecinos del Club Gastronómico Amigos del Sintrón o el Club de Fotografía “Tengo una foto para ti” o el de la Memoria Histórica A Corto Plazo:
«Muy bien expuestos tras las amplias y luminosas vitrinas acristaladas de los mostradores, había cortes maravillosos de ternera asada, de rosbif, de chuletas de Sajonia, de salami, de sobrasada, de butifarra, de jamón de Parma y de Virginia, de asado de gallo relleno de bogavante, de mortadela, de pavo con melocotones, con pistachos, con arándanos, con bayas de mirto, con trufas, con ciruelas y piñones, con setas, y había todo tipo de salchichas, de Viena, de Frankfurt, de Lyon, de Bolonia, de hígado con hierbas, y todo tipo de pasteles y hojaldres, de carne, de merluza, de berberechos, de langosta, de pulpo, de aguacate con gambas, de sesos de liebre, de mollejas de alondra, de fricasé, de sardinas con salsa de ostras, y una sección sola para los encurtidos, y otra para los quesos, […]»
Y sigue, ojo, pero tampoco es plan de subirlo todo; con uno que se aburra es suficiente. Bromas aparte (o no) esto debe ser lo que Landero entiende por “hacer evolucionar un personaje” o tal vez son trucos para modificar el contexto histórico y demostrar cuánto han mejorado las cosas (el primer corte corresponde a los recuerdos de 1950 y el segundo a los de 1964), para dar sensación de movimiento.
«Por lo demás, todos en mi familia vestían más o menos igual, los hombres chaqueta, chaleco y pantalón oscuros, de pana, de dril o de cutí, camisa clara de rayas, sombrero rígido de fieltro, pelliza en el invierno, y botines de becerro color caoba hechos a medida por los dos o tres maestros zapateros que había en el pueblo por entonces».
Zzzzzz.
Lo que más asco da, y me van a perdonar la agresividad, es que luego tenga uno que aguantar babosadas tipo las del The Huffington Post diciendo que «cualquiera con un mínimo de sensibilidad literaria gozará con esta travesía por la vida del autor» o que «No se sale indemne de su lectura». O a los de El placer de la lectura asegurando que El balcón en invierno es, agárrense, «un excepcional ejercicio de metaliteratura». No, a ver, igual no se sale indemne de los diarios de Ana Frank o de los delirios de Anna Karenina, pero de los recuerdos de Landero se sale más que indemne, se sale pitando y con ganas de hacer cualquier otra cosa.
Y es que tenemos tanto que perdonarle a la poesía…: «Y luego, un día, no sé de qué manera, dejé de creer en Dios y me encontré creyendo en Gustavo Adolfo Bécquer».
Y todo esto sin mencionar a Paco. Que ya, si nos metemos a analizar lo de Paco, la tenemos seguro. ¿Cómo que qué Paco? ¡Este Paco!:
«[…] un día se presentó en Madrid mi primo Paco, al que yo tanto admiraba desde muy niño. Mi primo Paco, el escultor, el pintor, el inventor, el guitarrista, el torero, el zahori, el cazador y el pescador, el electricista, el mecánico, el que todo lo sabía y todo lo podía, el versado en misterios, el que no se cansaba nunca de soñar y vivir».
Paco es media novela sin ficción, medio balcón, ya se adelanto: que si Paco esto que si Paco lo otro o lo de más allá, que si ahora toca la guitarra que si ahora se hace torero. Paco y el déficit de atención o Landero y el déficit de interés o Tusquets y el déficit de rigor o Babelia y el déficit de grado superior o todos y sus déficits. Paco no era nadie, si acaso uno que le llenaba al joven Landero la cabeza de pájaros y alocadas iniciativas flamencas y al que parece ir dirigido este libro que ya podía haberse quedado en correo electrónico.
«Pero ¿cómo vas a dejar ahora la Central, un puesto tan bueno y tan seguro, para dedicarte a la guitarra? En la voz de mi madre había ya sin embargo un tono de rendición ante lo inevitable. Hablaba sin dejar de coser, aunque cosiendo más despacio. Ya sabía yo que ese Paco no tardaría en llenarte la cabeza de pájaros».
‘El balcón en invierno’ no es una travesía (si acaso por el desierto) ni un ejercicio de metaliteratura ni nada que se le parezca. Es Landero en pleno ataque de nostalgia y falta de ideas y falta de ganas y falta de interés y falta, supongo, también, de capital. Ya le puede dar Landero gracias a diosnuestroseñor por contar en este país con críticos en edades próximas a la suya y por lo tanto, queremos suponer y vamos a suponer, con recuerdos similares y similares también ataques de nostalgia de veranos de vendimias y graneros de festivas masturbaciones colectivas y ganas de joder a personal con tanto buenismo y tanta bondad y tanta alabanza de aldea y alpargata y tanto elogio de abuelo y tanta chochez y tanto volver la vista atrás y no ver nada más que siegas, hogazas de pan con tomate, verbenas o el deseo inconfesado de volver a cagar de campo y sodomizar gallinas a escondidas. A ver si deja de ser de una puta vez la nostalgia, la afectada nostalgia de lo propio, una forma de salir del paso para tanto escritor sin imaginación.
«Era una época de libertad, casi de impunidad. Los días eran largos, las noches claras, había mucha gente yendo y viniendo por los caminos y veredas, las cuadrillas de segadores se desplegaban con sus camisas blancas y sus grandes sombreros de paja por los trigales amarillos, y uno podía vivir a su albedrío, subirse a los árboles, bañarse en la alberca, cazar ranas y grillos, perseguir perdigones, correr y correr sin cansarse jamás, incluso bajo el sol implacable de la siesta, el joven corazón invencible enamorado de la vida como quizá no volvería a estarlo ya nunca...»