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miércoles, 27 de junio de 2012

“Los mutilados” de Hermann Ungar

Llego a esta novela gracias a un comentario que leo en un blog de confianza en el que el gestor dice que la ha leído y parece que lo ha dejado medio en estado de shock. Aunque me lo creo visito -bendito google- otros blogs, total para descubrir que parece haberse llegado a un acuerdo general: todos aseguran, con estas u otras palabras, que nos encontramos frente a una novela ejemplar, una pequeña obra maestra de un autor injustamente valorado, despreciado por la crítica, etcétera, etcétera, etcétera y qué penita, además, que se murió tan joven. Se habla tanto y tan bien de ella que dudo por un instante si no será este algún autor español de rabiosa actualidad. Y no. Joven sí, seguro, de hecho, insisto, murió a los treintaypocos pero famoso (o de actualidad) no, ni remotamente.  

El segundo punto en común al que llega la mencionada opinión general (un segundo punto en común menos ambiguo que la aseveración de lo genial de la obra en cuestión) tiene que ver con las referencias artísticas. Cuando se habla de Ungar se habla de Kafka, de Brod, de Musil, de Walser, se dice que si a Mann le flipaba, que si a Zweig también, que si un genio tras otro caían rendidos a sus pies según lo iban descubriendo. Es hoy y lo matan a fajas. A mí este tipo de comparaciones me gustan lo que me gustan, que no es mucho, y si las reproduzco es únicamente para meterme con ellas. Quiero decir que como reclamo publicitario están bien pero al final, kafkas aparte, es un libro frente a un lector y en estos casos cuantas menos promesas, mejor. Thomas Mann ya no acepta reclamaciones. 

En mi opinión “Los mutilados” es una novela brillante, descomunal a pesar de su brevedad. Genial, joder, vale, sí, en el sentido de gran obra, no de referente artístico ni mucho menos, pero genial en la medida que es empezarla y no poder parar, no querer parar, no saber parar. Los hombres del subsuelo tienen un algo especial. Aviso a navegantes: el protagonista no es escritor en ciernes, no sufre una crisis pasajera (bueno, un poco sí), no es un aventurero en busca de un santo grial, ni lleva látigo ni tiene miedo a los monstruos de la noche. Olvídense de vampiros adolescentes, heroicos soldados o detectives con medias de seda. Franz Polzer, el protagonista, es un desecho humano viviendo en un estercolero. Figuradamente, esto. Polzer es un hombre sin vida que trabaja en la banca, no tiene aficiones ni aspiraciones. No sueña, pero no por ello carece de imaginación. Su vida es limpiar sus zapatos, contar sus monedas, las resmas de papel que le quedan, entrar y salir de su habitación sólo para ir al banco o a pasear el domingo y tomarse un café en el bar de la esquina. Es un hombre sin nada que contar y muy poco, así a primera vista, que aportar a la literatura. A este hombre, nuestro Polzer, un día le cambia la vida tras ponerse un sombrero. A partir de ese momento y por buscar un símil cinematográfico, Ungar abre el plano y vemos algo más que ese agujero que es el alma de Polzer. Vemos su entorno: a su casera, una viuda gorda y fea que se lo quiere follar; a su jefe, a sus compañeros de trabajo de quienes recibe constantes burlas, pero sobre todo vemos a Karl Fanta, su amigo de la infancia, casado y padre de un hijo, que vive en una silla de ruedas: ha perdido las dos piernas y poco a poco va perdiendo también los brazos y es de suponer que algún día también la cabeza. Pero este es sólo uno de los muchos Mutilados que pueblan esta novela: el resto son todos aquellos a quienes les falta algo -no necesariamente carne- es decir, todos y cada uno de ellos. 

“Los mutilados” es tremendamente desagradable. La carne es desagradable, la voluptuosidad es desagradable; también lo es el sexo, la religión, las mujeres, los hombres, los niños, las casas, las camas, el rincón tras la mesilla de noche. Todo huele mal, tan mal como las heridas purulentas de Karl Fanta. Todos los personajes son despreciables, monstruosos, son los desechos de la sociedad, son aquellos con los que nadie quiere estar y nuestro hombre, Polzer, vive con ellos, duerme con ellos, come con ellos, trabaja con ellos y los odia a muerte tanto como los teme, pero es un pusilánime, un infeliz sin asomo de personalidad y no puede huir. Es el gilipollas perfecto del que todos se aprovechan, a quien todos exprimen, maltratan, insultan. Violan. 

En definitiva, que es heavy la novela. Tan heavy como buena. Encontrar algo así no pasa todos los días.





NOTA: La versión leída por un servidos es la publicada por Seix Barral en 1989. Casualidades del destino la han reeditado hace nada y al mismo tiempo Siruela, en su calidad habitual, y Backlist (Planeta) que la saca también en digital a un precio demasiado caro en comparación con la edición el papel. Lo de siempre, vaya. La traducción es, en todos los casos, la misma. La culpable: Ana María de la Fuente.