El ocho de septiembre hará dos años que publiqué por primera vez el siguiente post. Hasta hace poco aparecía en la columna de la derecha, esa en la que se relacionan los artículos más visitados del blog. La razón de su desaparición fue (es) sencilla: fue denunciado (por segunda vez) por vulnerar no sé qué derecho de propiedad intelectual. (Intelectual, nada menos, como si la inteligencia pudiese guardar relación con este libro.) La primera vez no dije nada: con la elegancia que me caracteriza edité y eliminé las citas y lo restauré en su fecha original para no molestar a nadie y que nadie se fuese a molestar. Meses más tarde me arrepentí y volví a dejar las citas tal cual estaban. De ahí la nueva denuncia, supongo. De modo que aquí estamos, otra vez, ni indignados ni sorprendidos, editando un post que ya nadie visitaba y a nadie interesaba. En esta ocasión, y por aquello de no pecar otra vez de lo mismo, lo publicaré como novedad. Que no se diga que no pongo de mi parte.
Si alguien, quien sea, se avergüenza de lo que ha escrito (Rubén Abella), editado (Fernando Valls) o publicado (Menoscuarto), puede estar tranquilo: he vuelto a eliminar las citas. Eso sí, por no dejar cojo el post, en esta ocasión las he sustituido por breves resúmenes comentados. No será aquí donde se ponga nuevamente en evidencia a este selecto grupo de profesionales: a tan insigne editorial, a tan insigne editor y a tan brillante escritor.
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Leo este libro por leer algo de la editorial Menoscuarto antes de morir. En mi biblioteca habitual esto era lo más reciente que tenían de ellos. Maldita la hora. Pero seguro que ha sido mala suerte. Seguro que Menoscuarto está repleto de obras magníficas. Estoy convencido de que Fernando Valls, el responsable de este desastre, es un hombre más que capaz de encontrar, entre los escombros de la literatura breve, escritores hechos y derechos que puedan darle al microrrelato un poco más del prestigio que merece. Los ojos de los peces no es un buen ejemplo. De hecho es, de todos los ejemplos posibles, seguramente el peor.
(La cita que ocupaba este espacio y que ha sido eliminada para no herir sensibilidades, contenía un microrrelato completo que hablaba de un hombre que, en el desvarío de la anestesia, cantaba la ubicación de un maletín con un millón de euros en billetes de cien. El cirujano, el anestesista y la enfermera se pusieron fácilmente de acuerdo: al salir de quirófano informarían de la muerte accidental del paciente.
Esto… este microrrelato es perfecto para poner en evidencia el sistema médico medicinal. No salgan de casa sin él.)
La tentación de llenar esto de citas es grande porque así la reseña se escribiría sola. Rubén Abella es perfectamente capaz de descalificarse él solito. Me conformaré con ir dejando caer una por aquí y otra por allá para que se vayan haciendo una imagen mental de lo quiero decir. (NOTA: las citas son de microcuentos completos; aquí no hay trucos, nada de elegir fragmentos para sacar la cosa de contexto o de quicio o de donde crean algunos que sacamos las cosas en este blog.)
Entrando en materia
Los microrrelatos de este recopilatorio son una sucesión de chistes sin gracia y reflexiones más propias de un estudiante de segundo de la ESO con mucho tiempo libre que de un señor de cuarenta y tantos a quien se le suponen mejores cosas que hacer. Que digo yo si no tendrá Abella algo que pintar en casa, algún mueble que barnizar, alguna puerta que lijar, alguna mujer que tomar. El cine también es una buena opción si no tienes mesa de trabajo o atributos físicos destacables. Hay muchísimas cosas que hacer. Muchísimas. Honestamente, no sé quien le ha dicho a este señor que lo suyo es la nanoliteratura. Si ha sido Fernando Valls entonces Fernando Valls merece muerte por lapidación. O dejarlo a secar como un pimiento en un campo minado de aforismos. Y desde luego esterilizarlo. Bromeo, claro. Claro.
Pero hablábamos del libro.
En la portada de Los ojos de los peces aparecen unos pescados. No sé si esto quiere decir algo, seguramente sí, pero a mí personalmente se me escapa el chiste y mira que yo para estas cosas tengo buen oído. De la totalidad del libro esto es lo que más me ha dado que pensar. Imagínense el resto. O, mejor, no se lo imaginen, que ya se lo resumo yo:
En Los ojos de los peces se reflejan, dicen otros reseñistas, grandes cuestiones concentradas en pequeños instantes, como si de un famoso bombón se tratara. Ojear estos ojos de pez, dice Fernando Conde para ABC, es meter los dedos en el enchufe de la buena literatura. Uno esperaba, quizá porque acababa de leer a Lydia Davis, fogonazos de ingenio y humor a raudales y aún sabiendo que era mucho esperar lo que desde luego no esperaba era darse de bruces con la cruda realidad de no encontrarse nada más que — déjenme insistir en este punto— reflexiones de preescolar en relatos protagonizados por personajes que las más de las veces parecen deficientes mentales. [Y sigo poniendo poniendo ejemplo para que mi digan si estoy loco o qué]. Aquí un ejemplo:
A esto hay que añadirle el típico suicida y un señor que pasa a su lado y unas veces lo empuja y otras no y otras qué sé yo, que debe ser la reflexión en torno al egoísmo o el mal humor o la gente que se suicida y la que no lo hace. Un niño que pinta un dibujo en la pared y hasta que se descubre el pastel hay quien ve en el muro a Basquiat redivivo, vendría a ser la reflexión en torno al arte, como si no hubiera ya suficientes. Un señor que afirma que sólo es él mismo en carnaval, sería sobre la identidad. Un hijo que le dice a su padre que todo va bien cuando en realidad vive en la indigencia, supongo trata del orgullo o la vergüenza o, ya puestos, la crisis. Y un demasiado largo etcétera. Estamos en lo de siempre: si vamos a reducir el microrrelato a una chispa ingeniosa unas veces, vergonzante otras, tratemos al menos de hacer menos evidentes nuestras carencias.
(Esta cita, eliminada, también, por amor al prójimo, hablaba de un hombre que trabaja mucho, pero mucho mucho para poder pagar la hipoteca. Es un hombre que, a pesar de no ver a su familia y tener con su pareja una relación casual, se siente orgulloso de poder decir que es dueño del techo bajo el que duerme. El mensaje es claro: mais samba e menos traballar.)
A esto hay que añadirle el típico suicida y un señor que pasa a su lado y unas veces lo empuja y otras no y otras qué sé yo, que debe ser la reflexión en torno al egoísmo o el mal humor o la gente que se suicida y la que no lo hace. Un niño que pinta un dibujo en la pared y hasta que se descubre el pastel hay quien ve en el muro a Basquiat redivivo, vendría a ser la reflexión en torno al arte, como si no hubiera ya suficientes. Un señor que afirma que sólo es él mismo en carnaval, sería sobre la identidad. Un hijo que le dice a su padre que todo va bien cuando en realidad vive en la indigencia, supongo trata del orgullo o la vergüenza o, ya puestos, la crisis. Y un demasiado largo etcétera. Estamos en lo de siempre: si vamos a reducir el microrrelato a una chispa ingeniosa unas veces, vergonzante otras, tratemos al menos de hacer menos evidentes nuestras carencias.
Gracias a que me he leído todo el libro puedo imaginarme perfectamente a Rubén partiéndose de risa con la elección de los nombres (Crisóstomo, Virgilio, Melquiades, Dante, Zenón…) y creyendo que esto es una demostración más de su ingenio, esa cosa que, si nadie pone remedio, se desarrolla como un tumor. El ingenio adopta formas caprichosas; el de Rubén, si acaso no es una ilusión, tiene esta:
Bien por Rubén Abella y bien por Fernando Valls y bien por el editor jefe de Menoscuarto por su nunca-suficientemente-reconocida-labor-editorial porque al fin y al cabo esta literatura no sólo hace grande cualquier otra sino que alimenta la esperanza de que todo lo que uno escribe, aquí o en cuarto de baño, desde el chiste más zafio a la chorrada más infame, será susceptible, antes o después, de ser editado, publicado y lo que es más importante, alabado. Porque del mismo modo que siempre hay un roto para un descosido, parece que siempre hay un microrrelatista apoyando a otro y el que no se consuela es porque no ha escrito un microchiste. No deja de ser gracioso que un género literario como el del microrrelato (y con permiso de la poesía), siendo tan poca cosa, tenga esa capacidad para concentrar semejante desvergüenza y falta de talento. Y es que da la impresión de que para dedicarse a esto hay que ser un poco bastante inútil.
(Otra cita eliminada; otro corazón salvado. Cuando un viejo, buen padre y mejor esposo muere sus hijos descubren que en el fondo del armario guardaba látigos, revistas guarras de hombres copulando y cositas de cuero varias. Microrrelato diseñado para demostrar que, por muchas veces que le cambies el pañal, nunca llegarás a conocer a tu abuelo.)
Bien por Rubén Abella y bien por Fernando Valls y bien por el editor jefe de Menoscuarto por su nunca-suficientemente-reconocida-labor-editorial porque al fin y al cabo esta literatura no sólo hace grande cualquier otra sino que alimenta la esperanza de que todo lo que uno escribe, aquí o en cuarto de baño, desde el chiste más zafio a la chorrada más infame, será susceptible, antes o después, de ser editado, publicado y lo que es más importante, alabado. Porque del mismo modo que siempre hay un roto para un descosido, parece que siempre hay un microrrelatista apoyando a otro y el que no se consuela es porque no ha escrito un microchiste. No deja de ser gracioso que un género literario como el del microrrelato (y con permiso de la poesía), siendo tan poca cosa, tenga esa capacidad para concentrar semejante desvergüenza y falta de talento. Y es que da la impresión de que para dedicarse a esto hay que ser un poco bastante inútil.
(En esta ocasión son tres los micros eliminados. El editor puede volver a sonreír.
El primero nos habla de un hombre que para evitar la rutina decide hacer algo diferente cada día.
Ya está. Es esto. Tiene 21 palabras. Más no se puede decir.
El segundo es un señora que compra la lotería todos los días pero no se lo dice a su marido no vaya a ser que le toque. La lotería, digo, no su marido.
Es un profundo análisis matrimonial que no tiene igual en el panorama literario.
En el tercero una señora cocina. Se nos cuenta, paso a paso, la receta. Cuando está listo sirve la comida en su plato y en el de un marido que no está.
De este no sé qué enseñanza extraer, honestamente, supongo que es un microrrelato comodín: vale para todo. Yo me hice un cocido con él.)