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martes, 22 de enero de 2013

De planetas, planetoides y marcianadas

“Ahora, pasado el tiempo, no espero nada de las novelas que publico, salvo haberme divertido escribiéndolas”.  Care Santos 
Habitaciones cerradas es mi novela más ambiciosa. Para mí, hay un antes y un después de esta historia. Sólo espero que a mis lectores les ocurra lo mismo”.  Care Santos 


Cuando la noche del premio Planeta vi subir a Mara Torres (Madrid, 1974) al escenario y recoger su premio finalista, pensé que iban a vapulearla sin siquiera abrir el libro. Me equivoqué. Algunos la vapulean también después de leer el libro”. Así empieza Santa Care Santos la reseña (publicada el 21 de diciembre en El Cultural) de La vida imaginaria, la novela finalista del premio Planeta de este año. Es una reseña que, no podía ser de otro modo, trata de salvarle el pellejo a la escritora, que a primera vista parece que le hace buena falta. No es difícil suponer que al decir “algunos la vapulean” Care se refiere a la crítica que Ana “Maléfica” Rodríguez Fischer hace del mismo libro (Babelia 17/11/12) y en el que destroza, literalmente, la cosa esa que parece que escribió Mara Torres. 

Y cuando digo destroza, quiero decir destroza. Quiero decir esto: “una novela zafia y sosa, de una complacencia tan elemental como sonrojante”. Y más: “Sin el menor sentido de la oralidad y el coloquialismo […], la confidencia queda drásticamente rebajada a intercambio cansino de banalidades y lugares comunes que en conjunto hacen que esta novela tenga el estilo y el ambiente de peluquería (rancia)”. 

Pero vayamos por partes. 

Si es harto complicado hablar de un premio planeta sin caer en el sadismo no digamos ya de un finalista. Quedar finalista no supone sólo aceptar (sea o no verdad) que escribes peor que tu contrincante sino que además eres menos comercial. Extraña que no haya un volumen considerable de suicidios entre los finalistas del Planeta. Será que se gastan la pasta en psicoanalistas. 

En esta pelea en el barro del mundillo literario tan desigual entre Care y Ana (me van a disculpar el tuteo) lleva todas las de perder la que está más a la derecha y esto así porque una cosa es defender lo indefendible (a pesar de ese algo heroico que tiene el suicidio) y otra pegarle al masoquismo como otros le dan a la botella. Es el caso. 

Cómo salvar una novela. 

Lo primero que hay que hacer para salvar una novela es dar a entender que se la ha leído mucha gente. Muchísima gente. Del tipo que sea, da igual (no vamos a pedir, como hace Senabre, lectores expertos en algo); la única condición es que sean muchos. Que sean legión. Pues bien, según esta crítica “ya hay miles de lectores rendidos a los encantos de la novela”. Miles de lectores. Miles, repito. Rendidos. A los encantos de la novela. Los imagino, a todos, terminada la lectura, orgasmando una y otra vez, una y otra vez, de puro fascinados. Los más románticos lo harán en el silencio de un suspiro, pero serán los menos; en general hay, en estas cosas del querer, una tendencia al grito y al exhibicionismo más propio de las bestias salvajes que de blogueras contenidas. 




jueves, 13 de octubre de 2011

“Niños feroces” de Lorenzo Silva


El argumento viene a ser, grossisimo modo, el siguiente: un profesor regala al protagonista -joven aprendiz de escritor que se lamenta por no tener algo bueno que contar- la historia de Jorge, un chaval que se marcha a hacer voluntariamente las alemanias hitlerianas de la mano de la famosa División Azul. Que el protagonista sea joven e inexperto le permite a Silva regalarse la vista con la imagen perfecta de un escritor en ciernes al que dibuja asquerosamente brillante, inteligente, trabajador, diligente y disciplinado pero sobre todo lo que le va a permitir es llevar a cabo un taller de escritura en segundo plano. Soy consciente de lo raro que ha sonado esto. Pero sigamos: en general todos los personajes de la novela son bastante de mear colonia: listos o valientes o ambas cosas o muchas más. No lo digo como una crítica pues la propia novela huye despavorida de cualquier intento de novelización “tópica” y eso incluye villanos y mujeres fatales. En “Niños feroces” hay un objetivo muy claro: sacar a la luz lo que fue, lo que hizo, lo que significó y en qué quedó aquello que fue la División Azul (y por extensión La Guerra, así en genérico, que es por lo que se habla tanto de los diferentes puntos de vista con que se afronta la misma.) 

Y en ese sentido nada que objetar: Silva lleva a cabo un libro impecable desde el punto de vista documental. La profusión de datos es asombrosa y realmente no se me ocurre un modo mejor ni más claro de explicar lo que ocurrió entonces. Otro cantar será que interese el tema, lo cual dependerá de cada cual, pero por si les ayuda a decidirse les diré que a mí, que de natural detesto lo bélico (salvo honrosas excepciones) y más concretamente todo aquello que tenga que ver con la Guerra Civil Española (no así la Mundial y quizá por ello) me sedujo. Quizá también porque una cosa es saber qué hizo la División Azul - como hecho aislado, como aberración nacional- y otra muy diferente verlo desde el punto de vista que ofrece la inmersión en el contexto histórico europeo, que es a la postre lo que Silva ofrece. 

Básicamente esto es todo pero en retorcido, es decir, el profesor encomendando la tarea al alumno modélico y este creando la ficción de marras sobre unos personajes también ficticios. Ficción sobre ficción sobre ficción en la que a pesar de sus tres niveles resulta imposible perderse. El camino estará plagado de interrupciones por parte de los primeros para ir ofreciendo información adicional o todo aquello que cueste meter en la narración y que tenga que ver con los segundos y los terceros. Es menos complicado de lo que aparenta aunque las primeras quince páginas del libro inviten a la espantada. 

Los peros (siempre ha de haber alguno) se los pongo todos a aquellas partes que me sacaron de la historia principal, que era la que realmente me interesaba. No me refiero a las conversaciones del profesor y el alumno ampliando datos que de otro modo, insertados en la ficción, hubiesen quedado un tanto forzados (a este respecto, nada que objetar) sino a pequeñeces tipo historias de amor innecesarias -es de suponer que no todos los soldados se enamoraron perdidamente de enfermeras y ya podía habernos tocado uno de esos- o lo de reunirse con legionarios con la excusa de explicar al alumno qué es entrar en combate o cómo se vive desde dentro la situación bélica más hostil imaginable -esto incluye la innecesaria parte del videojuego o el visionado de películas y documentales varios aunque no es mala idea como inserto publicitario. Entiendo que el objetivo que persigue Silva es sumergir al lector en la historia utilizando todos los medios de que dispone pero quien mucho abarca poco aprieta y hoy, viéndolo con perspectiva, me doy cuenta de que aquellos momentos, por mucha calidad e interés que individualmente tuviesen (que sí, lo tenían (casi todos, al menos)) fueron exactamente los mismos momentos en los que no me importó dejar la lectura por cualquier otra actividad. Lo mismo en la recta final, aquella que incluye un viaje por Europa o la que se mete de lleno en la Puerta del Sol con unos indignados a quienes cuesta vincular con la historia central. 

En resumen, que quitando algunos pequeños detalles que a mí personalmente no me aportan demasiado y quitando también un ocasional exceso de información (aquella saturación de datos que jamás se nos quedarán en la memoria porque es del todo imposible que así sea) en general la novela me parece una más que acertada aproximación a un acontecimiento hacia el que hasta hoy había sentido escaso o nulo interés. Dicen que los buenos profesores, los realmente buenos, son aquellos capaces de estimular intelectualmente a sus alumnos, los que logran suscitar interés por la materia impartida. Si eso es realmente así (y no hay razón para dudarlo) Silva no sólo puede presumir de ser un buen escritor (técnicamente hablando) sino también un magnífico profesor tal como lo demuestra el hecho de que acabada su lectura me ocurrió lo que tantas veces me ocurre pero nunca con novelas de corte bélico: la necesidad, más que el deseo, de saber más, de entender mejor.