Este post no va a tener maldita la gracia.
El lunes 21 de mayo se publicó en ElMundo.es una noticia de las que acojonan: “Cerca de 2.200.000 niños viven bajo el umbral de la pobreza en España” (enlace). Que más de dos millones de niños vivan bajo el umbral de la pobreza debería ser una razón más que suficiente para que a la clase política se le cayera la cara de vergüenza. Dos millones de niños que no saben si comerán mañana es, en mi humilde opinión, una razón más que suficiente para empezar a poner bombas. Según pasan los días me voy convenciendo de que un sistema que no puede dar de comer a sus hijos (los únicos inocentes) es un sistema de mierda que habría que arrasar sin contemplaciones. Quizá, aprovechando la tranquilidad que da ver a Papá Estado rescatar un banco tras otro, deberíamos ir pensando en volver a atracar bancos a punta de pistola. Acabar con las medias tintas y los paños calientes: ROBAR y esperar a ver quiénes son los primeros hijos de puta que nos llaman ladrones por querer dar de comer a nuestros hijos, identificarlos y ahorcarlos en patíbulos improvisados en plazas y jardines. Fin de la introducción.
“Hamelin” de Juan Mayorga es una pequeña y muy sencilla obra de teatro que empiezo a leer, por casualidad, el mismo día que ElMundo publica esa noticia. "Hamelin" cuenta una historia tan jodida que se come la más o menos arriesgada escenografía o cualquier asomo de planteamiento narrativo revolucionario que pudiera tener, que no lo sé porque no soy experto en la materia, pero que me parece que no es para mucho (aunque confieso que en general me suele gustar bastante eso de eliminar el atrezzo del escenario y dejar al espectador completamente a solas con los actores y lo que estos tengan que decir.)
“Hamelin” habla del forzoso final de la infancia. Cuenta la historia de un juez que detiene a un hombre al que acusa, con pruebas fotográficas, de abusar sexualmente de menores; de llevar niños o adolescentes a un chalet en la sierra y repartírselos con otros hombres que están por allí de visita mira tú qué casualidad. La historia, que parecía tratar el eterno asunto del secuestrador pederasta, da un pequeño giro cuando conocemos al niño sobre el que caerá el peso de la trama y la justicia (y que en el escenario es interpretado por un adulto). Ese niño es uno más de seis hermanos y sus padres son pobres como ratas. Su benefactor, amigo de la familia desde hace muchos años, es la clase de ser humano que te presta dinero cuando lo necesitas: la clase de persona que está ahí cuando no tienes a nadie más. Es tan bueno este hombre, tan bondadoso, que no duda un instante en hacerse cargo del crío, de acompañarlo al colegio, de ir a recogerlo y/o de llevarlo a cenar chocolate con churro a un chalet de la sierra dónde hay otros niños en su misma situación y otros hombres y mucho, muchísimo amor y poquísimo desinterés, ya se pueden imaginar.
“Hamelin” es una patada tras otra: la primera cuando conocernos la labor del pederasta y su catadura moral, propia del hijoputismo; la segunda cuando se nos presenta la complicada situación del objeto de deseo y la tercera cuando es harto evidente que los padres del infeliz están algo más que al corriente de la situación y se confirma lo que cualquiera con dos dedos de frente ya se tenía que haber visto venir: que la confianza es en realidad un pago en especie. Lo de poner el culo de tu hijo para pagar la hipoteca, para que nos entendamos. Pues esa clase de historia es esta.
El caso es que yo no puedo dejar de pensar en los 2.200.000 niños que viven bajo el umbral de la pobreza y en los 19.000 o 25.000 o 40.000 millones de euros que nos vamos a gastar en tapar el agujero de provocaron una banda de bancos ladrones (y no de ladrones de bancos, como antaño) y en los centenares de lobos con piel de cordero y pollas sedientas de agujeros mucho menos protegidos que esos. Se castiga la inocencia; siempre se castiga la inocencia. Qué bonita la justicia, si existiera. Yo ya no sé si echarme a llorar o arrancarme a quemar algo, contenedores, bancos, congresos, senados, lo que sea o rescatar la guillotina, sacarla del fondo del armario, plantarla cual geranio frente al congreso y dejar que vayan pasando de uno en uno los directos responsables. De uno en uno.
"En la alegre ciudad de Lepingville le compré cuatro revistas de historietas, una caja de bombones, un paquete de compresas, dos coca-colas, un juego de manicura, un despertador de viaje con esfera luminosa, un anillo con un topacio auténtico, una requeta de tenis, unos patines con botines incorporados, unos prismáticos, una radio portátil, chicle, un impermeable transparente, unas gafas de sol y algo más de ropa: pantalones cortos, varios vestidos. En el hotel pedimos habitaciones separadas, pero en mitad de la noche vino a la mía sollozando, e hicimos el amor sin prisas. Es que la pobre no tenía ningún otro sitio adonde ir, ¿comprenden?"
"Lolita" de Nabokov