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lunes, 18 de julio de 2011

"El gran cuaderno" de Agota Kristof


En ocasiones yo también me quedo sin palabras, no se crean. Es muy fácil hablar de las novelas que a uno no le gustan, ponerlas a parir, soltar algún chiste por el camino y esperar por otros lectores, espíritus afines, que quieran también defenestrar al pobrecito escritor que tanto y tanto esfuerzo ha puesto en idear, escribir, corregir y publicar. Al mismo tiempo -al menos a mí- me resulta realmente complicado hablar bien de los libros que sí me han gustado sin caer en el elogio desmedido si no es recurriendo al viejo truco de hablar de cualquier otra cosa antes de caer en el topicazo de “novela magistral” o “incuestionable referente” o el largo etcétera de frases hechas de tantos y tantos blogs, revistas y suplementos culturales. 

Sirva este libro de ejemplo: cuando escribí su reseña -no ésta, otra- hace meses ya (tantos como seis), empezaba hablando de cómo la había descubierto: fue gracias a otro blogger -y puede que también escritor- a raíz de un comentario anónimo en alguna gracieta que dijo en su muro del Facebook al que estoy suscrito no sé muy bien porqué. Pues bien, puesto que citaba un nombre -y me exponía con ello a recibir una figurada y monumental paliza caso de no gustarle- se la pasé, en un inusual arrebato de cortesía profesional, para su aprobación sólo para ser invitado cortésmente a dedicarme a otra cosa que no fuera tocarle los cojones: que para no salir bien en la foto prefería no salir. Yo, en mi línea, no le hice ni puto caso y seguí escribiendo. Pero puestos a ser cabrones y no contento con eso metí a otro blogger también escritor (la octava plaga de Egipto fueron los escritores) por el medio –a este ya directamente sin permiso- para poder incluir una parte de su reseña a modo de “yo no hubiera podido decirlo mejor”, cuando en el fondo sabía que no era cierto: yo lo puedo hacer (reseñar) todo lo bien que me de la gana, otra cosa es que me apetezca. ES broma; lo cierto es que al final lo dejé correr. Primero cambié los nombres y pasaron a ser Sr. X y el otro no recuerdo cuál pero una estupidez por el estilo, eso seguro; luego los borré y como no se me ocurría nada inteligente/divertido/subliminalmente-ofensivo opté por dejarlo descansar y revisarlo periódicamente. Hoy la releo y aunque no me disgusta tampoco me entusiasma. Al mismo tiempo es una reseña demasiado payasa incluso para mí, no como esta, mucho más profesional. 

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Eso de arriba ha sido una disculpa, efectivamente. Me anticipo a ustedes para que entiendan porqué en esta reseña no hay chistes, insultos, ni contención alguna en el elogio: simple y llanamente porque esta es una de las novelas que más me ha impresionado de todas las leídas este año y que para que se hagan una idea les diré que actualmente rozan la centena. 

“El gran cuaderno” de Agota Kristof es la primera parte de una trilogía. Se publicó por primera vez en 1986. La autora contaba entonces con 51 años, la edad perfecta para empezar a publicar. Todo lo que escriban ustedes antes de los 50 ya les anticipo que, salvo honrosas excepciones, no les servirá de mucho si lo que pretenden es hacerse respetar. Se publicó por primera vez en nuestro país de la mano de Seix Barral en la edición tan fea que ven anexa a este párrafo. Actualmente se puede encontrar sin hacer grandes esfuerzos en una edición de bolsillo (Ed. Quinteto) que recoge la trilogía completa bajo el apropiado título de “Claus y Lucas”. Claus y Lucas son los nombres de los dos niños protagonistas (aunque creo recordar que esto no se sabe hasta la segunda de las tres novelas) que un día son abandonados por su madre en casa de su abuela, una vieja de armas tomar, analfabeta y extremadamente cruel. La historia va de la relación entre los niños y su abuela. Decir más sería decir demasiado pero para que se hagan una idea les diré que el parecido más que razonable con el cuento de Hansel y Gretel es casual: la historia recogida por los hermanos Grimm es una tierna historia de amor y besos comparada con esta. La novela, escrita en primera persona del plural, economiza el lenguaje al máximo a pesar de la cual (o precisamente por eso) alcanza un virtuosismo tal que no se me ocurre otra calificación que la de “obra maestra”. Lo voy a repetir por si no lo han entendido: Obra Maestra. Por muchas razones. Les voy a dejar una de ellas. El párrafo siguiente tiene lugar durante una de las lecciones diarias de los niños (unos prodigios que ya verán, ya) en el que establecen las normas de redacción de sus ejercicios de lengua; unas normas sobre las que se rige también la escritora en la narración de esta novela: 
Para decidir si algo está «bien» o «mal» tenemos una regla muy sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos. 
Por ejemplo, está prohibido escribir: «la abuela se parece a una bruja». Pero sí está permitido escribir: «la gente llama a la abuela "la Bruja"». 
Está prohibido escribir: «el pueblo es bonito», porque el pueblo puede ser bonito para nosotros y feo para otras personas. 
Del mismo modo, si escribimos: «el ordenanza es bueno», no es verdad, porque el ordenanza puede ser capaz de cometer maldades que nosotros ignoramos. Escribimos, sencillamente: «el ordenanza nos ha dado unas mantas». 
Escribiremos: «comemos muchas nueces», y no: «nos gustan las nueces», porque la palabra «gustar» no es una palabra segura, carece de precisión y de objetividad. «Nos gustan las nueces» y «nos gusta nuestra madre» no puede querer decir lo mismo. La primera fórmula designa un gusto agradable en la boca, y la segunda, un sentimiento. 
Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitar usarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos. 
Es por eso que no puedo decir “me gusta mucho esta novela” sino “esta novela es una puta maravilla”. Para terminar les diré que no he acabado de leer el resto de la trilogía porque un par de voces dignas de la mayor confianza me desaconsejaron hacerlo encarecidamente. Aseguraban que el estilo de las otras dos era radicalmente diferente a este y que lo único que iba a conseguir era disgustarme. A mi estas cosas no hace falta decírmelas dos veces pero les confieso que en más de una ocasión, incluido este mismo instante, he sentido el impulso irrefrenable de leerla y más de una vez, incluida esta, me lo he tenido que tragar. Y en estas estamos.