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martes, 7 de enero de 2014

Reseña abandonada de “Menos joven” de Rubén Martín Giráldez

Terminé este libro al tercer intento. Esto es un mal rollo terrible, no sólo porque conozco a Rubén sino porque viene a demostrar(me) que algo no ha ido bien desde el principio, toda vez que el libro tiene no más de 120 páginas de letra legible (diría incluso bonita si no fuera una cursilería impropia de este blog).

Leo a Rubén Martín con sincero interés. Me siento, abro su libro —me torturo y busco sin éxito la forma de sobrellevar el peso de los injustificables 22 euros invertidos— y me dejo llevar. Cómo no hacerlo; presten atención al comienzo:

BOGDANO SABE QUE SU PADRE ya no es capaz de distinguir entre trabajo y realidad. Es algo que le preocupa.
Lo que está haciendo ahora Bogdano es ensillar su cabeza. Su propia cabeza. Asegura las hebillas, tira de correas de cuero, sube a su frente y pica espuelas en sus mejillas. Corre hacia aquí. Nos rebasa. Vemos entonces que en realidad corría hacia allí. Reparamos también en que eso que al principio habíamos tomado por su cabeza no es más que la cabeza de un caballo común. Las retransmisiones tienen ese problema: todo lo que se dice, por el simple hecho de decirlo, suena y es impostado. Pero el caballo se aleja, así que es necesario que empecemos a movernos, de otro modo no vais a entender nada. Azuzad a vuestras cabalgaduras, manteneos a su paso y atended a mis advertencias durante la persecución. Nadie muere en esta historia, niños, apenas ningún Bogdano ha sido maltratado para hacer posible la diversión de hoy; nadie sufre verdaderamente en esta excursión de Bogdano por la logorrea, por una logorrea que él conoce ya de memoria, que ha recorrido al menos dos o tres veces antes a lo largo de treinta y tantos años de vida y treinta y tantos años de hacer gárgaras con su propia lengua. Independientemente del número de personas que veáis padecer a manos de nuestro concursante en este particular safari para necios, recordad que toda esta barbarie se encuentra más en palabra que en acto.

Hay que estar un poco loco para escribir algo como esto (siendo esto el libro en su totalidad) y mucho para publicarlo. Y hay que tener mucho de algo que no sé qué es para plantearse simplemente buscarlo, no digamos ya comprarlo, no digamos ya leerlo. No digamos ya terminarlo.

“Menos joven” es el falso título de un libro llamado “El peinado de Calígula” que en la ficción es el nombre de un programa de radio dirigido a niños a los que se trata como adultos y que tiene maneras de concurso. De hecho todo el libro es el locutor retransmitiendo la jugada del protagonista, Bogdano en este caso, que, subido a un caballo (a la cabeza de un caballo) debe cazar a sus ídolos, entendiendo como ídolo “un enemigo de culto, alguien que era amigo y ya no lo es, para que me entiendan los más pequeños”. Y hasta aquí la parte fácil.

El mensaje, que se va dejando caer poco a poco entre la siempre incansable y en ocasiones por barroca insoportable verborrea del locutor, viene a ser algo así como el deseo de matar al padre, acabar con los mitos heredados y crear un altar al que subir a quienes deseemos admirar, héroes de ayer-hoy-y-siempre o no. Esta idea es, con diferencia, lo mejor de la novela, y el modo de plantearlo, un programa de radio para niños dirigidos a los adultos en la que el protagonista ha de ir cazando a los ídolos de su infancia, me parece, lo digo en serio, fantástica. La clase de premisa que entusiasma. Pero todos los excesos son malos. Al final (y al principio y en el durante) el autor acaba por agotar al lector con ese estilo retorcido, alambicado y lo que venía siendo una magnífica idea acaba en un sinfín de palabrotas que no favorecen precisamente el avance de la narración. 

En la declaración de intenciones de El peinado de Calígula se alude de manera expresa a nuestro repudio hacia la facilona alegoría de matar al padre y a nuestro deseo de sustituir dicha repugnante alegoría por la más sensata «charla con el padre», pero el carácter obcecado de Bogdano nos obliga a lavarnos las manos ante una eventual extralimitación. No habría nada de respetable en ella, pero tampoco es que haya nada de divertido en lo respetable (la contextualización me está matando). Bogdano es libre de caer en la encerrona en espiral de su rabia y contravenir el contrato con nuestra organización, que a fin de cuentas no compromete a otra cosa que a un chit-chat con tus ídolos: «Querido sir Richard Burton, sir humano, vengo a darle una lección de anatomía de mi melancolía: acaba usted de ganar un premio, pero el problema es que me lo ha ganado a mí, y eso es imperdonable».



[La reseña es abandonada en este punto exacto, ni antes ni después] 


lunes, 29 de octubre de 2012

“Del Enebro” de los Hermanos Grimm

Hay reseñas que están pidiendo a gritos ser escritas. Esta es una de ellas. Y no es por el libro, en este caso, sino por algo mucho más interesante: el prólogo. SU prólogo. Pero empecemos por el final.

Del enebro” de los Hermanos Grimm es un libro editado por la joven editorial Jekyll & Jill de la que ya hablamos en este mismo blog hace bastante tiempo con motivo de la publicación de su primera novela que en su momento, y a pesar de lo poco que leí, me pareció horrible de morirse. Pero no vamos a hurgar en la herida. Hoy he venido aquí a hablar de otro libro.

EL CUENTO

Del enebro” es un cuento de los hermanos Grimm que ha vuelto a traducir esta gente de Jekill & Jill tratando de respetar el salvaje espíritu del original, porque resulta que los hermanos Grimm eran unos auténticos sádicos que las revisiones editoriales han ido dulcificando con el paso del tiempo. Los alemanes eran mucho de compartir cierto tipo de animaladas con los más tiernos infantes. Luego nos extraña que gaseen a los judíos o que no nos quieran prestar cien mil millones de euros.

Les cuento el cuento para que se hagan una idea del asunto: un hombre está casado con una mujer, con la que tiene un hijo. La mujer se muere y el hombre toma otra a la que le da una hija (porque en los cuentos infantiles las mujeres se toman, como los castillos, y las hijas se otorgan como favores). La madrastra del primogénito es un poco hija de puta y le tiene una tirria al chaval que ni se imaginan y por eso le corta la cabeza con la tapa de un baúl y luego le echa la culpa a su propia hija. Tal cual. Después lo guisan y se lo dan de comer a su padre. Luego hay una movida con los huesos del hijo que se convierten en un pájaro con sed de venganza que se hace cargo de la situación y restituye, a golpe de desangrado, el honor de las partes ofendidas. Que el cuento tiene un final feliz, vaya, aunque no para todos.

Esto es el cuento. Super bestia, super corto, super sencillo. Ya sé que el sexo y la violencia no son la mejor herramienta para dormir a los niños pero les aseguro que la puta sopa sí se la comerán.


LA EDICIÓN

El truco para vender un cuento tan cortito sin dar a entender que le estás tomando el pelo al lector es haciendo una edición en condiciones. Esta lo es. Es una edición magnífica. Lo digo completamente en serio. Desde el formato, pasando por el papel y acabando por unas precisosísimas ilustraciones. Un lujo todo él. Lleva incluso, en un par de páginas, un hilo rojo pegado a mano. Esto es un curro de morirte. Casi me da cosa haberlo robado. Sería realmente interesante que una editorial se tomase este tipo de cuentos tan en serio como esta lo hace en esta ocasión. Es decir, que si tienen ustedes que hacer un regalito tipo cuento infantil para adultos este es perfecto. Y esta es toda la pelota que le voy a hacer el dichoso libro.


EL PRÓLOGO

Yo siempre pensé que el prólogo era esa cosa que servía para entender mejor la novela o para, en caso de no haberlo hecho, tener quien te la explicase sin tener que pagar clases particulares. Por eso siempre los dejo para el final y sólo los leo si me siento especialmente imbécil, que es casi nunca. En este caso hice una excepción porque el libro no tiene más que setenta páginas y yo quería tener algo que leer mientras me hacían la pedicura.

El prólogo lo escribe Francisco Ferrer Lerín, que es un señor que dedica su tiempo libre a escribir poesía y observar aves carroñeras, que aunque parezcan la misma actividad no lo son. Un ornitólogo poeta, ahí es nada, que en noviembre de 2011 publica una entrada en su blog llamada “Granizado de sangre” que habla de unos buitres que en 2009 bajaron de los cielos, como la virgen María, a comerse unas vísceras que unos generosos naturalistas franceses les había dejado sobre la nieve en no sé qué monte del prepirineo oscense. Que tanta hambre tenían los buitres leonados que hasta se comían la nieve ensangrentada. Fin de este dato tan poco gratuito.

Pues bien, el prólogo de este señor, Ferrer Lerín, es un ejercicio absurdo de vinculación múltiple que nace, crece y muere en la autopromoción más cutre. Empieza relacionando “Del enebro” con un par de películas de Tim Burton (Sweeney Todd y Sleepy Hollow) y una novela de Jaume Roig (Spill) de 1460 por aquello de la gente comiendo pasteles hechos de carne humana o seres humanos sin cabeza. Esto para que veamos que además de leer clásicos españoles está al tanto de las novedades cinematográficas.

La segunda parte del breve, brevísimo, prólogo lo deja todo muy claro: “Los cruces de influencias –dice- son variados y el orden de aparición de los acontecimientos en el escenario de la literatura universal resulta confuso y sujeto a sospechas. Quizá convenga […] establecer una red de vectores entre tres episodios capitales del cuento y tres textos de quien firma este prólogo, no por afán de protagonismo sino por la posibilidad de datarlos desentrañando al tiempo la etiología de los mismos; maniobra que facilitará conocer el sentido de las influencias si es que estas realmente se han producido”. Es decir: yo les voy a hablar de mi persona y ya ustedes lo casan con el cuento como buenamente puedan. Y luego, con todo el morro, vincula: 1) que el niño fuese rojo como la sangre y blanco como la nieve con el post antes mencionado y 2) otra parte del cuento que tiene que ver con rescatar y enterrar los huesos de la pobre criatura descabezada con un par de poemas suyos, de los que da los nombres y dónde fueron publicados (Comentario 1). Y se queda tan ancho, el tio. Y termina diciendo: “No es posible el plagio entendido de manera convencional; mi conocimiento del cuento Del enebro es de hace unas horas. Sólo cabe que me copiaran los hermanos Grimm, a través del tiempo, en sentido contrario: el plagio inverso.” Pues va a ser eso.

Es una pena que después del rescate de un clásico como este, después del cuidado en la traducción, después del mimo puesto en la edición, es una pena, digo, que venga este señor, este Rodriguez de la Fuente de los versos con pluma, a estropearlo todo con una presencia demasiado evidente cuando lo que pide un prólogo de un prologuista (y si no que se lo digan a Sergi Bellver) es su propia invisibilidad en favor de lo narrado. Ha tenido que de ser duro para Jekill & Jill haber pedido este pequeño favor a un amigo y recibir semejante patada a cambio. Si el rollo está en hablar de uno mismo, el próximo prólogo que me lo pidan a mi, que voy falto de loas.


lunes, 26 de septiembre de 2011

“Un día me esperaba a mí mismo" de Miguel Angel Ortiz Albero (Crónica de un abandono)


Este fue el único libro que abandoné este mes con voluntad de no volver a él jamás. Tenía yo hace un par de meses muchos y muy sinceros deseos de leerlo por tanto y tanto elogio que estaba recibiendo de todos cuantos frentes había por más que no todos fuesen dignos de mí confianza. La editorial se enteró, me lo ofreció y lo rechacé. Entonces era yo bastante capullo y presumía de unos principios de lo más gilipollas que no beneficiaban a nadie y mucho menos a mí. Argumenté no sé qué memez acerca de que prefería no sentirme obligado a escribir una [buena] reseña si al final el libro acababa no gustándome. Ellos, muy amablemente, dijeron que lo respetaban, que vale, gracias y adiós muy buenas. Quiero aclarar que jamás me pidieron nada a cambio. Hace unos días, después de hacerles saber que ya lo tenía entre las manos, me advirtieron: habían estado observándome (qué bien) y no creían que fuese a gustarme. Ya. 

Bien, la novela en cuestión la empecé el día veinte de este mes y tardé exactamente 25 páginas en descubrir que aquello no era para mí y que mejor dejarlo estar antes de hacernos daño alguno de dos. Es que verán: la cosa parece ir de campos minados de amor, amantes, poetastros y tanto concentrado de sentimiento a flor de piel como puedan ustedes imaginar y quepa en un libro de las proporciones de este. Pero al margen de odios viscerales o manías persecutorias hubo un algo determinante que me disgustó especialmente y que era evidente desde la página uno: el "estilo". Tenía su gracia: era una forma de escribir que me recordaba a la que yo estaba dejando de utilizar en este blog desde hacía menos de un mes porque padecía de un abuso desmedido de puntuación. Creía que me daba cierta personalidad hasta que un amigo me llamó la atención sobre el exceso al que me encaminaba y cierta regla consistente en evitar las comas porque cuanto más pulcro es un texto –decía- más se acerca a lo que se quiere decir o al menos no contiene elementos que distraigan de su sentido. Pues bien, la novela de Ortiz está plagadita, párrafo sí párrafo también, de esto: 

“Y a ella le duele, aunque sepa, pues él se lo escribe, que la mayor parte de sus compañeros han muerto y que, al evocar tan horrible y macabro recuerdo, él no sepa, o no pueda, añadir nada más” (Pág.18) 

“Un buen día me llamó, a mí, poeta, y añadió que era un erudito de primer orden, a quien la intervenciones útiles de la humanidad no interesaban en absoluto” (Pág.18) 

“Guillaume, ojo avizor, vio, entre otras muchas cosas, cómo un joven negro montado en bicicleta, vestido maravillosamente de colores que cambiaban desde el azul plateado al rosa de la aurora, recorrió la calle hasta alcanzar el mar y hundirse en él, y cómo, pronto, no se vio de él sino el turbante color de agua que se confundía con las olas”. (Pág.20) 

Debió ser más o menos por aquí (siendo “aquí” la página veinte) cuando tomé realmente conciencia de que esto estaba escrito por un poeta en pleno salto a la narrativa. Y van… Por rigor profesional –ya me conocen- y por aquello de estar seguro de tomar la decisión correcta abrí al azar un par de páginas del centro de la novela sólo para darme de bruces con esto otro: 

“Guillaume, agente de enlace, se había perdido, sin mapa, como casi todos los días, en una ensoñación de luciérnagas sobre los prados.” (Pág.59) 

Yo les juro, por dios, que es, así, todo el tiempo, hasta el final; cada frase, cada párrafo, cada puta página; una sucesión, ininterrumpida, de espasmos faciales: 

“No sólo mías, repite, ahora que, y desde tiempo atrás, su nombre, dice, les resulta tan familiar a todos”. (Pág.xx) 

Puesto que rectificar es de sabios -y yo tengo grandes expectativas para mi futuro- opté por corregirme y ahora trato de no interrumpir mis discursos nada más que con paréntesis (así). Ortiz en cambio parece bastante cómodo con su sistema pues se ha escrito enterito un libro de 125 páginas. Por eso creo que él y yo nunca haremos buenas migas; que lo nuestro está condenado al fracaso. Mi vida está plagada de amores imposibles. 

Soy consciente de estar cometiendo una tropelía inexcusable; que no hay peor cosa que “juzgar” sin un mayor conocimiento de causa y que es una canallada tratar así el primer libro de esta nueva editorial que es Jekyll and Jill (que, por cierto, está preparando una aparentemente interesante -esta vez sí- colección de relatos sobre el Doppelgänger). En mi defensa diré que en ningún momento trato de condenar el conjunto de la novela sino explicar los motivos que me han llevado (a mí, cómo ser humano y lector) a su abandono y que no son otros que un profundo rechazo a la formas y un ligero desinterés hacía el fondo. En cambio sí creo importante destacar que me parece un error imperdonable que nadie haya advertido a este buen señor que su prosa es cansina en demasía; que llegando al final del párrafo no se acuerda uno de cómo había empezado y que no es lo mismo ser poeta que novelista, que el truco no está en poner comas donde había marcas de párrafo. Creer que sí y darle la razón son, en mi humilde opinión, el mismo [condenable] mal.