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miércoles, 23 de agosto de 2017

“Transcrepuscular” de Emilio Bueso

Porque no sé por dónde empezar es por lo que voy a empezar por aquí: yo les cuento muy someramente y con rigor cero el argumento, ustedes precipitan juicios a placer y luego sacamos conclusiones y al troll que llevamos dentro. Atentos.

Esto empieza con uno que roba una baratija y otro que lo persigue. El primero monta una serpiente y el segundo una libélula granate. Te meas. Juegan a la pilla hasta el fin de mundo conocido, cuando el malo se escapa cruzando un abismo insondable —que de todos los abismos son los mejores— y el otro no porque es medio planta de interior y aquello le supera por todos lados. El ladrón se ha llevado una reliquia de valor incalculado que nadie sabe qué es pero que probablemente lo mismo pueda salvar el universo que preparar huevos con chistorra. Le gente, pese a su confesa supina ignorancia, se enfada más que en twitter y prometen lapidaciones y degüellos a tumba abierta por el robo motivo por el cual tres personajes, inocentes como corderitos, salen por patas, por listos y por huevones.  

Ahora —y si voy a entrar en detalle que ya les adelanto que sí— viene la parte en que les cuento aquello que, mientras dibujo las frases en mi cabeza segundos antes de plasmarlas en el papel, me lleva a preguntarme en qué demonios estaba yo pensando mientras leía y no dejaba esta novela y si no será mucho acto de fe tanto acto de fe en según quién.

Asumo la contradicción y sigo. 

Los tres estos, es decir, el soldado Inmaculado, un pedazo de imbécil como no se ha visto en la literatura desde Frodo; la ejecutiva estresada y el mismísimo Gandalf redivivo, una suerte de Virgilio desorientado, recorren los varios círculos de la tierra media siguiendo la vía del tren en busca de la entrada al inframundo al que se han llevado la Piedra Filosofal (mero MacGuffin de esta primera parte) para lo cual tendrán que cruzar minas Tirith, entre otras maravillas de una naturaleza hostiable como pocas. Completan el ka-tet el marionetista loco, también llamado Miyamoto el Cabrón (que ya me dirás tú si no había nombres mejores), josiño el trampero y la novia ninfómana de Conan. Y todos con caracoles en la cabeza, porque en este mundo, en este Círculo Crepuscular del Tren Chuchú, la simbiosis lleva tiempo de moda siendo los moluscos lo más: inteligentes, divertidos, terapéuticos, rejuvenecedores (baba de caracol: un clásico de la cosmética); el complemento perfecto para el hombre del mañana, que unidos a la babosa telégrafo, el milpiés locomotora, la oruga quitanieves o la avispa guardián son como para no salir de la charca en la puta vida. 

O sea, TE MEAS.

La novela es básicamente otra puta novela sobre tres, cuatro o cinco que van en busca de algo que como poco salvará el mundo para lo cual han de cruzarlo (el mundo, digo) de punta a punta viviendo en el durante mil aventuras, saliendo de apuros varios y descubriendo el amor, el valor de amistad y la intemperie.

Puestos a buscarle defectos, la novela adolece por todas partes de consistencia —no siendo las más de la veces una suerte de viaje trasnochado y psicodélico que obliga a aceptar caracol como animal de compañía— además de ese mínimo exigible que sería, más que un correcto worldbuiding que cree saber hacer cualquiera que haya jugado un par de veces al Age of Empires, una correcta construcción de personajes que sean algo más que estereotipos y que directamente no tengan la profundidad de un plato de sopa porque luego llega el clásico momento Comunidad del anillo y no te dan las cuentas, ni las razones de peso para justificar tamaños sentimientos en semejante unión. 

(Ni malditas las ganas, dicho sea de paso, de seguir justificando, por mucha Cuestión de Gusto que sea, un exceso tal de coloquialismo en la prosa que más parece una manera de disimular carencias varias que un estilo macarrónico propio, íntimo y personal).

Con todo (ahora, los besos) la propuesta, en general, es sugerente (en particular ya no tanto, al menos durante una torpe y casi diría juvenil (infantil, incluso, me temo, en más de una ocasión) primera parte frente a una segunda donde a Bueso, toda vez que ya ha presentado personajes y situaciones, se le nota más relajado y centrado en la historia). No soy experto en literatura fantástica española pero así a bote pronto diría que esto se acerca bastante a la idea que personalmente tengo de Propuesta Ambiciosa (todo lo ambiciosa que pueda ser una propuesta como esta, se entiende) (y lo digo como un cumplido desde el momento que la literatura —literatura en general, no exclusivamente la de género, que, como digo, desconozco— que se practica en este país lleva demasiados años anclada en el conformismo, la apatía y la ausencia total de, insisto, ambición). Le habrá salido mejor, le habrá salido peor, le habrá salido para menores de quince (he aquí, en mi opinión, su mayor y peor defecto; que quisiera yo hablar de un Bueso duro de roer y me tengo que joder, morder la lengua y llevar el libro a la estantería de mis hijos), pero ahí está.

(Me he saltado la parte que tiene que ver con la promoción del libro, esa que trata el tema de la varias ediciones más o menos limitadas y las portadas más o menos variadas —con diferencia lo más divertido del asunto— por varias razones pero fundamentalmente por una cuestión de tiempo y espacio y por no abusar de su santa paciencia y…, bueno, mira, porque cada uno hace con su dinero lo que quiere, desde comprarse un iPhone para mandar whatsapps a comprarse un libro numerado y forrado con pan de oro o firmado con sangre y semen del autor).


miércoles, 2 de julio de 2014

“Picnic extraterrestre” de Arkady y Boris Strugatsky

Al tema. 

Permítanme un exceso: “Picnic extraterreste” es cojonuda.

No descubro nada, era público y notorio, al fin y a cabo la historia que se cuenta en la novela sirvió de base para hacer una película que hoy está considerada una obra maestra y no sé cuántos videojuegos y seguro que también alguna pulserita. No se llega a esto así como así. Me refiero a Stalker (ambas adaptaciones bastante libres) ya saben, la película rusa esa tan rara que no hace mucho fue llevada a la literatura por Geoff Dyer con el nombre de “Zona (un libro sobre una película sobre un viaje a un habitación)” y unas aventuras gráficas, o como demonios se llamen, ambientadas en Chernóbil o por ahí.

Libros que generan películas que generan otros libros… no me digan que no es genial. Bueno, pues todo empezó aquí, aunque la contra de “Zona” se haga la tonta y no le reconozca el mérito.

“Picnic Extraterrestre” está situada en Canadá, concretamente en un lugar imaginario llamado Harmont que, al igual que otros cinco lugares del mundo, fue “visitado” por los marcianitos hará cosa de treinta años. Llegaron y se fueron y dejaron todo hecho unos zorros, de ahí el acordonamiento, el control militar y los laboratorios de investigación. Stalker es el nombre que reciben quienes entran en la zona en busca de objetos que, como otros dejan basura cuando van de picnic, dejaron los visitantes durante su estancia en la tierra. Ni que decir tiene que los objetos son, como poco, peculiares (tecnología que no acaba de ser entendida aunque en algunos casos sí utilizada) ni que la zona está lejos de ser un lugar habitable y seguro, especialmente para los Stakers, que han hecho de esto una forma de vida que ven peligrar en el momento en el entran en escena los señores de corbata e iniciativas, que es una plaga que no respeta nada, ni la artesanía de un lento suicido.

«El problema es que no nos damos cuenta de cómo se van los años, pensó. Al diablo con los años; no nos damos cuenta de que todo cambia. Sabemos que todo cambia, nos enseñan desde chicos que todo cambia y vemos cambiar las cosas con nuestros propios ojos, muchas veces; sin embargo somos totalmente incapaces de reconocer el momento en que el cambio se produce, o lo buscamos donde no está. Ahora hay nuevos merodeadores, creados por la cibernética. El antiguo merodeador era un tipo sucio y sombrío, que se arrastraba centímetro a centímetro por la Zona, de panza, con tozudez de mula, juntando su botín. El nuevo merodeador es un pisaverde de corbata fina, un ingeniero que se sienta a dos kilómetros de la Zona con un cigarrillo en la boca y un buen vaso al lado, sin nada que hacer, salvo vigilar unas pocas pantallas. Un caballero a sueldo. Muy lógico. Tan lógico que a nadie se le ocurren las otras posibilidades. Pero hay otras posibilidades: la escuela dominical, por ejemplo.
Y de pronto, desde la nada, surgió una oleada de desesperación que lo tragó por completo. Todo era inútil, sin sentido. Dios mío, pensó, ¡no podremos hacer nada! ¡No tenemos fuerzas para combatir esta plaga! No porque trabajemos mal, ni porque ellos sean más inteligentes, sino porque así es el mundo; y así está el hombre en el mundo. Si nunca hubiéramos tenido una Visitación habría sido otra cosa. Los cerdos siempre encuentran el barro».

“Picnic extraterrestre” significó mi reencuentro con la ciencia ficción tras muchos, muchos, muchos, ¿tantos?, años. (Siempre y cuando no tengamos en cuenta el collage de Vandermeer (ver el desastre en reseñas anteriores)). Feliz reencuentro. Picnic no es una novela que destaque por nada en especial (si acaso esa idea, esa premisa, esa genialidad propia de los argumentos más simples) pero que tiene todos los ingredientes para atrapar y seducir a un lector ávido de historias que sean algo más que refritos de otras pero sobre todo por lo que decía hace medio segundo: es que todo tan sencillo... Es que, si lo piensan, estamos hablando de hombres rebuscando en la basura ajena. Así de fácil y así de apasionante. Si es que no se puede hacer más con menos. En serio. Pasear por Hamond, Canada, como si fuese la cara oscura de la luna, rastrear con tornillos, gelatinarse las piernas.... todas las maravillas imaginables sin salir del pueblo. 

Si gustan, les invito a descubrir y a pasar un buen rato en compañía de esta estupendísima novela. Si quieren, o si pueden porque, verán, “Picnic extraterreste”, que así es como se titulaba la edición de Emecé de 1978, está descatalogada, como también lo está la de Ediciones B de 2001. Todo descatalogado. He buceado en librerías de segunda mano y en bibliotecas. He mirado incluso debajo de las alfombras. Nada. Cero. Se los ha tragado la tierra. Afortunadamente parece que la editorial Gigamesh planea reeditarla, no sé si en breve o no pero en cualquier caso es una noticia que debe ser celebrada como se merece, siendo esto algo todavía por decidir. Claro, existen alternativas, digamos, eh, gratuitamente tramposillas, (no seré yo quien les invite a delinquir), pero está la cuestión de la traducción, que merece una revisión y, ya saben, lo habitual, el encanto del papel y tal y casi mejor esperar. O no, qué coño. Hagan ustedes lo que crean. 

Gigamesh date prisa.