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lunes, 22 de junio de 2015

‘Disforia’ de David Jasso

Nunca se me hubiese ocurrido leer a David Jasso (hasta hace nada un perfecto desconocido para un servidor) si no fuese porque Valdemar a través del sello Insomnia sacó su nombre a la luz. Es la segunda apuesta del sello por un autor español tras la recientemente comentada novela de Emilio Bueso, Extraños Eones. El tercero en concordia (ya saben que no hay dos sin tres) será (es, de hecho) Jesus Cañadas, que también se estrena en esos lares con una novela que leeré cuando papá-estado tenga a bien dejármela en depósito.

Y hasta aquí el banner publicitario de la semana. 

Sobre el autor: busquen en la wikipedia. Ja. No, qué va, yo les cuento, verán qué bien. Jasso, que ronda los cincuenta, es presidente honorífico de Nocte, el frikiuniverso de los terrorígrafos y desde 2009 parece que esté abonado al premio Ignotus. El año que no se lo den o que no lo gane, entrará en barrena.

Fin de la cita.

Ahora, lo que interesa: Disforia.

La cosa son dos ya no muy enamorados y con niña pequeña pasando unos días en su casa de campo en medio de ninguna parte. Sin vecinos, sin ayuda. En esto llega uno y les hace la vida imposible. Dice que los va a matar. A todos. Porque sí. 

Como les decía, no soy experto en Jasso. Lo único que leí (animado, insisto, por esta disforia) de su fecunda producción fue La silla, novela por lo general vivamente recomendada, a pesar de lo cual parece que ya me encuentro en disposición de hablar de su “narrativa” (entendida ésta como un eufemismo de estilo recurrente). En La silla un hombre atado a una silla (claro) las pasaba putísimas en su casa de campo, un lugar alejado de la civilización mientras trataba de salvar la vida de su hijo, un tierno y todavía gateante infante, que amenazaba con morirse de hambre ante la forzada desatención paterna. Pues bien, en Disforia una madre con limitación de movimientos por motivos que no puedo desvelar (voy a tener pasar de puntillas por ciertos asuntos sin no quiero estropearles la lectura), que vive también en una casa alejada de la civilización, trata de mantener con vida a su hija —una tierna y casi gateante infanta—, que amenaza con morirse de algo, no les diré de qué para no privarles del placer de descubrirlo.

No, es verdad, lo admito: pese a lo razonable del parecido no se trata de la misma novela pero… otra cosa, ya, el truco del almendruco. 

Jasso parece disfrutar aislando a la gente, separándola de su pareja y colocando a los niños, siempre en edad de indefensión, en la peor situación imaginable para después mantenerlos con vida (o no). Esto es legítimo, claro, pero si se han leído dos novelas del escritor y ambas tienen tantos puntos en común, inevitablemente se echa de menos un poco de variedad en el discurso del pánico.

Con todo, hay un par de cosas que sí es de ley reconocer. Por un lado el estilo, en esta ocasión más depurado, con una menor querencia a la dispersión y por otro la demostración, ya intuida, de que Jasso es un tipo hábil a la hora de mantener la intriga durante mucho tiempo en escenarios extremadamente pequeños. Me resisto a entrar en detalles pero si se han fijado en la portada sabrán a qué me refiero.

En definitiva, Disforia es una novela de terror de sencillo y un tanto manido argumento que se lee en un suspiro. Hay cosas que no me han gustado, como es la inclusión de un cierto componente, digamos, sobrenatural, que no era en modo alguno necesario. La novela funciona perfectamente sin él y de hecho los momentos en los que estas fuerzas cobran protagonismo son, con diferencia, las más aburridas y lastran la historia y lo que es peor, te sacan de ella. Quiero decir… Funny Games, por tomar un ejemplo de una historia con la que esta novela guarda una “estrecha” relación, da miedo porque el miedo nace del temor a lo desconocido y no hay peor cosa que asistir a la destrucción de todo lo que te importa por un vulgar capricho de tres de la tarde. En el momento en que se trata de explicar demasiado, como ocurre en Disforia, malo. Malo porque uno siente que alguien intenta sin éxito hacernos sentir empatía por el asesino a golpe de contarnos su vida obra y milagros. De verdad, no es necesaria tanta información que, como se demuestra no les diré cómo ni les diré cuándo, al final no tiene realmente mucha razón de ser. 

Si total algunos con un cuchillito y mucha mala hostia ya nos damos por satisfechos. Para qué complicarse la vida.


lunes, 18 de mayo de 2015

‘La silla’ de David Jasso

Esta mañana (siendo esta mañana la mañana en la que escribo esto, no la mañana en la que decido publicarlo) mientras desayunaba y el café hacía su efecto (qué literario, todo, eh) leí el final del libro que hoy nos ocupa. Me refiero a las últimas treinta páginas, más o menos. Siendo fiel a la costumbre un tanto integrista de no leer ni las instrucciones de un armario de Ikea durante el fin de semana, lo último, lo inmediatamente anterior, las primeras ciento setenta páginas las había leído, casi del tirón, el pasado viernes (siendo el pasado viernes… etcétera ectétera).

Sé lo mucho que les interesan estas intimidades, pero en esta ocasión me lo van a tener que perdonar ya que tiene su importancia. El tema es que durante el fin de semana no me pude quitar de la cabeza el dichoso libro. La bicha engancha. La historia que cuenta la novela es la típica historia que tienes que terminar sí o sí, y hacerlo cuanto antes, por lo que La silla es el típico libro que uno, en circunstancias normales, devoraría de una sentada no especialmente larga.

Tenemos, pues, una novela de terror, una historia absorbente y adictiva. La pena es que también tenemos un par de incómodos peros.

Vamos a ello.

El argumento es sencillo. El protagonista, un poco dulce amapola de jardín pese a escribir novelas de terror, es un escritor que quiere sufrir —por aquello de dar cierta credibilidad a la novela que escribe actualmente— lo mismo que sufrirá uno de sus personajes: estar atado a una silla. Atado y amordazado. Le dice a su mujercita querida del alma, a su vez también dulce amapola del mismo jardín («No era una mujer despampanante, más bien lo contrario, tiraba a pequeñita, pero era todo un cielo») que lo ate, por favor, a una silla:

«—Tiene que tener cuatro patas —proseguí—. Has de atarme cada pierna a una de las patas delanteras. Voy a traer una de las sillas del salón.
Comencé a salir del estudio.
—No, no, espera Daniel. ¿Por qué no usas una de las de reserva, de las que están guardadas arriba?
Quedé pensativo. ¿Una de las de reserva? Ah, sí, caí. Cuando las pasadas navidades nos congregamos bastantes personas en la casa, descubrimos que las sillas de las que disponíamos eran insuficientes y algunos tenían que sentarse a la mesa de forma incómoda en banquetas más altas de lo adecuado, o en los grandes sillones que tanto espacio ocupaban. Así que compramos seis sillas plegables, de manera que siempre estuvieran retiradas, pero pudiéramos utilizarlas cuando fuera necesario».

Ese tipo de silla (y ese tipo de narrador, también).

Su mujer diligente, consiente y cumple (pese a no estar en modo alguno de acuerdo con tamaña chorrada porque ella es del tipo de mujer que no disfruta con estos sadismos, que la sacas del misionero y la estás llamando puta).

Tienen un hijo. Daniel adora al cielito lindo de su mujer y a su tierno y todavía gateante querido vástago: «amaba al niño con toda mi alma, era una preciosidad, veía a Irene reflejada en él y hubiera dado mi propia vida por ambos sin dudarlo un solo instante. Cada vez que lo cogía en brazos mi corazón se ensanchaba» porque Daniel es –me duele insistir en este punto— el tipo de hombre que dice preciosidad sin asomo de rubor y cuenta además con un corazón que amenaza con no caberle en el pecho.

A él no le va del todo mal, sus novelas se venden relativamente bien (aquí un guiño al género fantástico: el escritor que vive de su obra) y eso les permite ciertos desahogos: vivir en una linda casita en las afueras de todo, por ejemplo. El típico sitio en el que, si te pasa algo, te puedes dar por jodido si no tienes móvil, coche o un poco de iniciativa. Ya ni te cuento si además estás atado a una silla, amordazado y tu mujer se ha abierto la cabeza por accidente mientras tu hijo gatea peligrosamente cerca del fuego encendido de la cocina.

Ese tipo de premisa.

La novela es una novela de un terror que tiene un punto de tensión muy claro: el niño. Mientras el padre está encadenado a una silla y la madre descansa a pierna sueltísima sobre el frío linóleo, el crío las pasa fenomenalmente putas, algo que pueden ustedes perfectamente imaginar solitos. La indefensión de un niño. ¿Quién no sufriría por algo así? Ese es el drama, no otro. Que el imbécil del protagonista muera de hambre, sed o le caiga un meteorito en la cabeza es algo que nos trae completamente sin cuidado. Sus peripecias para tratar de salvar a su hijo son párrafos que se quieren saltar. 

Esto, que parece el argumento de un episodio de Alfred Hitchcock Presenta, se dilata en exceso demasiadas veces (la anécdota del motorista, la historia de amor paralela) y se recarga de adjetivos y prosa lastimera siempre. Lo que nosotros queremos es que alguien ponga a la pobre criatura a salvo, de ahí que media novela se la pase uno cagándose en todo por tener que aguantar tanto pensamiento, tanta reflexión y tanto recuerdo. El estilo de Jasso, lejos de gustarme, me ha parecido en demasiadas ocasiones forzadamentente literario, (me ha parecido intuir demasiadas veces la búsqueda del sinónimo perfecto) lo que sumado a la manía de pararse a contar chorradas (léanse nuevamente las razones por las que el matrimonio había comprado las sillas plegables y denme la razón) lastra continuamente una narración que probablemente hubiese ganado enteros planteada como un relato largo, aunque esto es algo que se dice mucho y con mucha alegría (demasiada, en mi opinión) no siendo ni remotamente cierto. No es el caso.

En cualquier caso ha sido un interesante descubrimiento. Seguiremos a Jasso, que además se pone medio de moda ahora con la publicación de una novela en Valdemar (Disforia).