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No 12
Cormac
McCarthy
LA CARRETERA
Un Dios ciego y sordo
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Cormac McCarthy / La carretera / Imágenes
Cormac McCarthy / La carretera / El libro del fin del mundo
Cormac McCarthy / La carretera / El libro del fin del mundo
8 de septiembre de 2007
Padre e hijo atraviesan una tierra quemada en busca de unas condiciones mínimas de vida en La carretera, un libro en el que con técnica depurada Cormac McCarthy aborda el vacío al que el hombre dice estar abocado.
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LA CARRETERA
Cormac McCarthy
Traducción de Luis Murillo Fort Mondadori. Barcelona, 2007
212 páginas. 18,90 euros
La pregunta que subyace es ¿por qué vivimos? Y otra más: ¿por qué tratamos de sobrevivir como humanos, no como animales?
Si en su obra maestra (Meridiano de sangre, Mondadori) la amenaza mortal era el Mal, en ésta (no menos grande) la amenaza es el sinsentido del mundo y, al fondo, la figura de un Dios ciego y sordo que se convierte en la representación misma de la Nada, del vacío al que estamos abocados y que al fin se manifiesta como tal. Padre e hijo recorrerán un camino en la búsqueda desesperada de alguien como ellos porque los escasos supervivientes se han convertido en forajidos salvajes y caníbales. Bajo ese espacio de ceniza y luz muerta sólo hay lugar para el recelo, cualquier figura humana es sospechosa, la única preocupación es encontrar comida y sobrevivir, nada más. Se puede matar por una lata de melocotón, se hacen prisioneros para irlos devorando, un bebé no tiene posibilidad de vivir, nadie podría atenderlo y, así, es sólo alimento.
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Lo que subyace permanentemente en el libro es una pregunta tremenda: ¿por qué vivimos? Y otro paso más: ¿por qué tratamos de sobrevivir como humanos, no como animales? Cuando el padre se ve obligado a cometer una acción dañina, aunque se trate de un acto de precaución o de defensa, el chico siempre pregunta: ¿esto lo hacemos porque somos los buenos? Esa esperanza, la de encontrar a alguien como ellos, la de agruparse con "los buenos" a cuyo encuentro se dirigen por pura fe o necesidad de creer en algo, también los mantiene. En realidad, la pregunta que sostiene al libro es un constante qué somos que respira por debajo de la escritura, envuelve la historia, la acompaña sin descanso.
El libro tiene además carácter trágico. Lo es porque retoma las preguntas fundamentales de la existencia y lo es porque, al hacerlo, provoca en el lector moderno algo parecido a la clase de conmoción que procuraba en los antiguos griegos; como en la tragedia clásica, el destino ya ha decidido y sólo le queda al espectador el placer piadoso del estremecimiento por la suerte de los mortales como él. McCarthy cierra su historia de otro modo, como conviene a nuestra mentalidad, pero la catástrofe no es menos cruel de lo que fueron los dioses antiguos respecto al destino de los héroes.
De todo ello es fácil deducir que nos encontramos ante una obra maestra de la que, pese a su dureza, es imposible apartar la vista. Se trata de un efecto hipnótico, como el de la contemplación del mar o el fuego, pero en este caso es un vértigo horrorizado que nos impide apartar los ojos y la imaginación: es la novela del horror vacui. Contada con una gran depuración estilística e imágenes las justas, basada sobre todo en acciones repetitivas de supervivencia que no cansan sino que fascinan, con diálogos cortos y tan apurados como la situación y una voz narradora impersonal y eficientemente descriptiva, no se sale indemne de su lectura. A su término, dan ganas de llorar; no de deprimirse sino de llorar, que también desahoga; pero no todo es muerte y desolación. Éste es un libro valiente, honesto y necesario como pocos y Cormac McCarthy ha vuelto a dar lo mejor de sí mismo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de septiembre de 2007
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