La ópera prima de Jia Zhangke este sábado a las 19:30 en el ciclo de cine Cuerpos capturados, en Ayacucho 483
Hay algunas cosas que el joven Jia Zhangke, en las postrimerías del siglo xx y en el inicio de su filmografía, se abstiene de hacer, con una determinación notable para un debutante:
- Dramatizar
- Enfatizar
- Pictorizar
- Verbalizar
Ni él ni nosotros podríamos saber -a esa altura de los 90, cuando el cine había cumplido su primer siglo y Jia, desde una situación extremadamente periférica, en el interior de la China continental postmaoísta, filmando semi-clandestinamente, mientras parece que nadie lo miraba, se ponía a la vanguardia del cine del nuevo milenio- que en los próximos años Jia iba a terminar por volverse uno de los cineastas esenciales de la época.
Ese rango esencial se vincula tanto con las cosas que ya en Xiao Wu (1997), su primera película, no hizo, como en las que sí: las diversas tradiciones que retomaba para disponerlas de un modo nuevo y original. Su tensión con las historias, con la de China y con la del cine, crecieron en su filmografía en contemporaneidad. ¿Podría saber él que en las siguientes dos décadas iba a registrar esas historias en tiempo real? En Xiao Wu todas sus premisas artísticas y políticas ya estaban dispuestas, pero solo se las podrían identificar retrospectivamente, a medida que se conocieran sus siguientes películas. Un ejercicio posible: volver a verlas todas desde Mountains May Depart (2015) hacia atrás, hasta Xiao Wu, para descubrir que esa ópera prima funciona tanto como arranque así como también se erige en la summa precoz de toda su obra.
Para abarcar a Jia hay que situarlo en su contexto histórico: los 100 años que está cumpliendo el cine, ese período en el que muchos se apuran a decretar su muerte; la por entonces todavía incipiente mutación de la República Popular China desde la era liderada por Mao hacia esa entidad desmesurada y monstruosa en la que parece estar convirtiéndose. La estampita de Mao luce colgada en el espejo del conductor del autobús ya en la primera escena de Xiao Wu. Jia no enfatiza pero esa temprana invocación preside toda su obra. Al final, una manzana entera va a ser derrumbada, mientras dos personajes ocasionales conversan:
- Si los viejos no se apagan lentamente, no saldrá nada nuevo.
- Los viejos van a ser derribados, pero no puedo ver nada nuevo.
Si el siglo xxi va a ser de los chinos, como parece, el cine de Jia se volverá una referencia imprescindible. En cada plano de Xiao Wu, como en los de sus siguientes películas (las igualmente magistrales Platform, Unknown pleasures, The world, Dong, Still life...) Jia filma la China mutante como por casualidad. Pero no es casual sino necesario: no cesa de hacerlo ni en un solo plano. El secreto de su estilo es que parezca una contingencia para irse revelando ante nuestra mirada de forma tenue e inevitable.
A Xiao Wu, el joven carterista que se identifica como un artesano de las manos, hay dos cosas que le resultan difíciles: una es cantar y la otra integrarse al mercado laboral. Jia no lo dramatiza: la historia de Xiao no está enlazada por nexos narrativos fuertes, fluye de manera laxa, renuente a la formación de la tríada aristotélica de planteo, desarrollo y conclusión, sin el arco dramático ostensible al que -a esa altura, 1997- el cine hegemónico nos tenía habituados -y algo aburridos. No hay en cada plano una remisión suspensiva hacia el plano siguiente, según un modelo hitchcokiano. Jia es lo menos hitchcockiano que existe. La tensión que Jia adminstra se da entre la figura humana, Xiao omnipresente, y el espacio circundante, no otro que la China tradicional en demolición, crecientemente invadida por gadgets irrisorios.
Si el personaje de Xiao porta la muy leve ficción de la película, los edificios agrietados y las callejas escarpadas de la vieja China sostienen su potencia documental. Enteramente filmada en escenarios naturales, con luz crepuscular, colores cenicientos y la fragilidad de un 16 mm granulado, involuntariamente bello -un formato también a punto de extinguirse-, con un elenco de actores no profesionales, Jia sabe en qué tradición abreva: el realismo moderno, más precisamente el neorrealismo italiano. Un poco a la zaga del taiwanés Hou Hsiao Hsien, pone en marcha su post-neorrealismo oriental, sin la vocación melodramática de los italianos de medio siglo atrás.
La deriva sin destino aparente de Xiao en tensión con el espacio circundante remite a la versión más moderna del realismo italiano: a Antonioni, como cada uno en su estilo lo hacen Hou y Tsai Ming-liang en Taiwán. Tan distintos como puede ser el interior de China continental a la isla de Taiwán, es muy tentador poner a dialogar a estos tres maestros del cine de extremo oriente del nuevo siglo.
De los tres, Jia es el que no estetiza: su estilo para construir cada plano elude las composiciones calculadas. Hay algo como desprolijo en sus encuadres siempre descentrados, en los que la belleza óptica se resiste a declararse. Cuando aparece lo hace como por default, al descuido. La oscuridad muchas veces borronea los rasgos de los sujetos y, como Jia no enfatiza, la cámara prefiere guardar una distancia prudencial, para que la mirada del espectador se ponga a detectar los signos en tensión recorriendo cada plano. Como buen postneorrealista, el montaje opera mediante planos secuencia que no insuflan ritmo desde el exterior de los procesos registrados.
Si hay tensión, que no se diga. Y la hay. Jia no verbaliza. El clima crepuscular, el deterioro arquitectónico, la distancia de cámara, los encuadres contingentes metaforizan las imposibilidades del "héroe" (imposible no poner comillas): no cantar, no entrar en el mercado laboral, no ser amado, desesperar. La procesión de Xiao va por dentro y la captura creciente de su personaje solo se declara en la última escena, desoladora.
Este sábado a las 19:30 en Ayacucho 483 vemos y pensamos Xiao Wu, la ópera prima de Jia Zhanke.