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martes, 27 de agosto de 2019

Argentina se parece a las películas de Tarantino

La otra.-radio del domingo pasado para escuchar clickeando acá


Siempre hay un momento en las películas de Tarantino en el que las cosas se ponen fuleras y eso es lo que a muchos nos gusta cuando vamos a verlas: ver cómo se las arregla para llegar a ese punto sin que suene a un truco ya gastado y que la liebre salte por donde menos se la espera. En las últimas películas, además de toda la trivia pop a la que apeló en el primer tramo de su obra, Tarantino supo agregar un elemento nuevo que planteó problemas a sus fans de la primera hora. Introdujo huellas de la historia y las desformó de modo problemático, lejos de esas convenciones de las películas "basadas en hechos reales", con una libertad que incomoda tanto a los serios como a los divertidos.

Cuando en medio de la nieve aparece un personaje que porta una carta de Abraham Lincoln, cuando el propio Hitler va al estreno parisino de El orgullo de una nación -una película tan chauvinista y racista como las que se le celebran a Griffitth en el cine norteamericano-, cuando Polansky deja a Sharon Tate en su mansión y por ahí andan rondando unos hippies desbordados, uno se pregunta hasta dónde va a llegar el cineasta para producir una torsión ficcional de la historia conocida. Sabemos que en algún punto esto se va a poner fulero pero no sabemos cuándo ni cómo.

A veces Argentina se parece en su frenética coyuntura a las películas de Tarantino. Por ejemplo, al macrismo no le alcanzó todo su maneje cibersocial para evitar una estruendosa derrota en las urnas hace un par de semanas, por más que tenía sus espaldas cuidadas por los malos más grandotes y dañinos. Pero como Tarantino, Marquitos Peña quiso permitirse producir una selfie de la pareja presidencial en el balcón, con un montón de extras psiquiátricos de fondo en Plaza de Mayo, para reescribir el escenario de la derrota y sustituirlo por una algarabía triunfal. Se comportan como si hubieran ganado y están de salida. Peña y macri hacen continuos inserts para ficcionalizar no ya la historia pasada sino el duro presente. Igual que en Tarantino, esto no significa que las cosas terminen bien. Siempre hay un momento en Argentina en el que las cosas se ponen fuleras.

El intento de entrampar a Alberto F. para que él se haga cargo del ajuste al que el macrismo y el FMI nos condujeron está a la vista de todos. Supongo que los Fernández aprendieron alguna lección de cómo terminó un intento similar con Dilma en Brasil. Si nosotros lo vemos, seguro que Cristina, que mostró ser una lectora atenta de los procesos de los gobiernos populares de esta región, ya lo vio. La propuesta que le hizo a Alberto para conformar una fórmula en la que él fuera el candidato a presidente y ella a vice parece haberla decidido después de analizar el callejón sin salida en el que se metió el PT en el país que terminó gobernando el payaso asesino de Bolsonaro. 

Alberto tampoco parece ningún tonto, sabe con quiénes se las tiene que ver y también tiene presente quiénes acudimos a votarlo. Alberto debe saber perfectamente que llega con nuestros votos y no tiene margen para pegar la voltereta que pegó Dilma, por la cual el PT minó su base social y terminó como sabemos. Su alianza política con Cristina constituye la novedad que pegó un cimbronazo estratégico no solo en el país sino en la región, un giro dramático de a esos que a Tarantino le gustan. Muchos quedaron estupefactos por la iniciativa que dejó a macri en el estado de brote en el que hoy se halla. Hasta el FMI se da cuenta de que con este hombre no queda mucho por hacer. Hasta Durán Barba recalcula. 

Parece que el macrismo tambaleante y el establishment que siempre sobrevive están tratando de reacomodarse ante estas nuevas relaciones de fuerza cuyo poder emana de las urnas. Quieren todavía reescribir el final de la película. Estamos en el medio de una de Tarantino, cuando las cosas aún no se pusieron del todo fuleras, pero sabemos que en algún momento va a pasar.

En el programa del domingo de La otra.-radio hablamos... ¿de cine o de política?

Escúchenlo acá. Participaron además dos integrantes del grupo editor de la revista de cine Pulsión: Agustín Lostra y Pablo Ceccarelli. Pero eso merece un post aparte.

domingo, 25 de agosto de 2019

Sharon Tate no se salva (Apuntes sobre la última de Tarantino)

Érase una vez en Hollywood


En este texto no se respeta el pedido de Quentin Tarantino de no difundir momentos decisivos de la narración de su nueva película, Érase una vez en Holllywood. Los que no la hayan visto todavía pueden postergar su lectura.

Desde Death proof fue imponiéndose el consenso crítico de que Tarantino realiza a través de sus películas un ajuste de cuentas con lo real, por el que las víctimas ven compensadas en la pantalla las ofensas que sufren en la vida. Ahí un grupo de chicas bravas devolvían en la ficción toda la violencia que la sociedad machista había descargado sobre ellas. Bajo el curioso axioma de que "el cine es más grande que la vida", un sinsentido solo sostenible por el irracionalismo cinéfilo, se postuló que en la oscuridad cerrada de la sala cinematográfica podría repararse lo que en el mundo está desarreglado. Y se dedujo de ahí que se trataba de una película feminista. El malentendido se agravó cuando Tarantino emprendió su "giro histórico". En Bastardos sin gloria se permitía reescribir un final alternativo y supuestamente más justo para el régimen nazi, con Hitler y toda la jerarquía nazi ardiendo en París, en medio de las llamas propagadas por el superinflamable nitrato de plata en una sala de cine. Se dijo entonces que Tarantino "ajusticiaba" en el cine los agravios sufridos por las víctimas de aquel régimen genocida. Con la misma lógica que se le atribuyó a Death proof un presunto feminismo, Bastardos... sería una película antinazi. 


La idea es de una puerilidad desoladora: como si una broma cinematográfica donde los malos reciben el merecido que en el mundo real no sufren tuviera el efecto de restituir un orden perdido, una compensación ilusoria que le otorga a la ficción la capacidad de conciliar los conflictos irresueltos. La gracia estaría en vengarnos en un plano imaginario por todo lo que soportamos en la realidad. Esta consolación vengadora permitiría que en los hechos los malos del mundo sigan ganando, pero que nosotros nos sintamos compensados con el bajo costo -ya no tan bajo en Argentina- de una entrada de cine. Si este fuera todo el plan de Tarantino, se trataría de uno de los cineastas más estúpidos de la historia.

Me temo que con el estreno de Erase una vez en Hollywood esta tesis afirme su dominio irrestricto. Leo la mayoría de las reseñas que merece la película y me da la impresión de que esta lectura ya alcanzó jerarquía canónica. Tarantino toma un episodio muy recordado, la masacre que el Clan Manson perpetró en 1969 en la casa de la actriz Sharon Tate, por entonces esposa de Roman Polansky. Es un dato que se supone que todo espectador que vaya a ver la película conoce. Tarantino integra este episodio real en una trama ficticia que le permite reescribir el final trágico mediante un desvío ligero y divertido, de un violencia hiperbólica que es firma de autor. Uno espera determinada masacre y la película le ofrece otra. Uno sale feliz porque la linda Sharon se salvó de la muerte.


Lo cierto es que el final de Érase una vez en Hollywood es lo más lejano de un happy ending que pueda concebirse. El artificio ficcional que permite desviar y aniquilar a los hippies satánicos solo funciona bajo la condición de que uno conozca el auténtico final de la historia. Entonces el plano picado por el que vemos que el personaje de Di Caprio entra al final a la mansión donde lo espera Sharon Tate está muy lejos de tranquilizarnos. El deux ex machina es ostensible y el fuera de campo no nos cobija en una fantasía feliz, sino que nos expulsa otra vez hacia el mundo terrible. La complejidad que opera el recurso de la reescritura ficcional de la historia queda muy lejos de toda lectura conciliadora.

¿Puede pensar la ficción? Tarantino es un creador de formas. Siempre buscó nuevas formas que piensan la naturaleza de la ficción y el poder que ella ejerce sobre lo real. Acá, por ejemplo, prescinde de la progresión desde diálogos ingeniosos hacia estallidos de violencia, ese recurso que dominó como nadie. Para que su obra se redujera a lo que la mayoría de los críticos cree encontrar en él, tendría que haber ido operando una restauración neoclásica con florcitas y música melosa a la manera de un avejentado Clint Eastwood. Pero a medida que Tarantino se va acercando a la conclusión de su filmografía -esta es su novena película y hace tiempo anunció que la décima será la última- su diseño narrativo fue implosionando, cada vez más lejos del culto del clasicismo que las lecturas conservadoras le atribuyen. El desequilibrio, el desvío, el desplazamiento y la sustitución evidente -esperás esto pero no te lo lo doy, decido no dártelo, no vas a salir del cine tranquilo ni conciliado con la vida- son los procedimientos que en sus últimas películas, muy especialmente en Los ocho más odiados y en esta, lo llevan a minar toda noción de justicia clásica.


Hay varias secuencias memorables en esta película de estructura irregular, por momentos errática, pero especialmente hay una de una potencia sobrecogedora. El personaje de Di Caprio se somete a un rol degradante en su decadencia artística. En una serie dirigida por un chapucero tiene que encarnar a un villano caracterizado de un modo que le resulta humillante. El personaje de la ficción dentro de la ficción toma de rehén a una nena encarnada por una pequeña actriz de 8 años que en una escena anterior, en un alto de la filmación, mantuvo con él un diálogo en el que ella reveló una inteligencia y una sensibilidad superiores. A diferencia de otras escenas en las que vimos a Di Caprio encuadrado en formatos y texturas que indican la materialidad de los objetos fílmicos en los que está confinado, acá el punto de vista que adopta la cámara de Tarantino es directo. Los efectos de iluminación, los desplazamientos de la cámara, las distancias focales generan una coreografía de una belleza subyugante y gozosa. Tarantino no imita acá la retórica de las viejas series de televisión ni del cine de género al que supuestamente tributa. Lo que hace es crear una puesta propia en la que despliega todo su dominio de recursos cinematográficos suntuosos. Nada de clase "B" ni de "géneros bajos". Ni serie ni spaghetti: Tarantino puro. Durante la secuencia, el actor que encarna Di Caprio olvida varias veces sus líneas de diálogo, interrumpe el plano de la ficción y reclama a la apuntadora que le recuerde las palabras que tiene que decir. Cada tránsito súbito entre la ficción y la ficción dentro de la ficción produce un sobresalto que deja al descubierto las varias capas narrativas. En su camarín lo vemos desesperado por no poder hacer el papel que se le encarga. La escena es narrada mediante una sucesión de jump cuts, a la manera de Godard. Cuando retoma la filmación, Di Caprio logra una performance conmovedora y la nena actriz le declara que es la mejor actuación que jamás vio. Esta larga secuencia es el corazón mismo de una película que ensaya los mil modos posibles de indicar referencias intertextuales. 

1969, el incidente Manson, es el punto de incisión de la(s) historia(s) del cine según Tarantino. 


Lo que acá se logra es la proeza de exhibir el artificio y a la vez conseguir que siga obrando el hechizo de la ficción. La verdad de la ficción: todo lo contrario a esos índicadores a los que recurren los cineastas que no creen en lo que hacen y ponen ese cartel, "basada en hechos reales".

Sharon Tate no se salva: fue asesinada por el Clan Manson, nos dice al final Erase una vez en Hollywood. Lo que acabás de ver es un cuento y no te mostré la escena que esperabas sino que te distraje con otra divertidamente brutal, te identificaste con un femicida y un pusilánime adorables. Pero, ojo, que el mundo que te espera sigue siendo atroz.

domingo, 8 de enero de 2017

Apagando las llamas con gasolina


Miro estos ojos tan verdes
podría mirarlos fijamente por mil años más
son más fríos que la luna
y es así desde hace tanto
estuve apagando las llamas
con gasolina.

Miro estos ojos tan rojos
rojos como el brillo de la jungla en llamas
los que se sientan cerca de mí
cierren las persianas y cambien su mente
es así desde hace ya tanto tiempo.

Mira estas lágrimas tan tristes
un corazón sin edad ni arreglo
las lágrimas ya nunca secarán
una sentencia que no se puede cambiar.

Miro estos ojos tan verdes
podría mirarlos fijamente por mil años más
son más fríos que la luna
y es así desde hace ya tanto tiempo
estuve apagando las llamas
con gasolina
has estado ya desde hace tanto
bueno, ha pasado ya tanto, tanto tiempo.





Hoy hace 70 años nacía David Bowie.

"Cat people", la canción de Bowie que se escucha al comienzo del quinto acto de Bastardos sin gloria, fue compuesta originalmente para otra película: Cat People, de Paul Schrader (1982).

viernes, 6 de enero de 2017

¿Tarantino?







¿Qué es el cine? Nada. 
¿Qué quiere el cine? Todo. 
¿Qué es capaz de hacer el cine? Algo.

Jean-Luc Godard, Histoire(s) du cinema

Mañana empezamos un taller de verano llamado "Los cines posibles" para ayudarnos a pensar qué puede ser el cine. Algo.

Empezamos con Bastardos sin gloria, de Quentin Tarantino, a la que hace poco incluí en una lista entre las mejores películas de lo que va del siglo xxi.

Leyendo todo lo que escribí de Tarantino en el blog (acá está todo junto, desde lo último hasta lo primero que escribí) veo que Tarantino cambió o yo cambié o ambos cambiamos.

"Surgido en la época en la que las tradiciones cinematográficas se impusieron como el asunto obsesivo del cine -el cine sobre el cine, las sagas, los reboots, las secuelas, las precuelas, los guiños, la tribalización de públicos en torno a la celebración acrítica y el consumo indiscriminado de géneros- Tarantino estuvo a punto de constituirse en emblema de esa actitud. Pero en sus últimas películas se puso en desaveniencia con ese destino que amenazaba neutralizar su potencia". Esto lo escribí hace poco.


Según esta versión, cambió Tarantino. Sin embargo, si reviso lo que escribí en diferentes momentos sobre Pulp Fiction, ahí el que cambió, y de una forma brutal, soy yo.

Es decir: no soy fiable.

martes, 15 de marzo de 2016

Ni olvido ni perdón

Más sobre Los ocho más odiados, de Quentin Tarantino


por Oscar Cuervo

Primera parte del análisis de The Hateful Eight, acá.

Segunda parte, en el programa radial Patologías Culturales, acá.

Tercera parte:

a José Miccio, Nicolás Prividera y Roger Koza

En medio del desierto nevado de Wyoming, debajo de un crucifijo cubierto de nieve, el Mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson), un oficial negro que combatió en la Guerra de Secesión por las fuerzas abolicionistas del norte, espera una diligencia que se acerca mientras una terrible tormenta la viene persiguiendo. Marquis se quedó sin su caballo y lleva una pila de cadáveres por los que piensa cobrar su recompensa. Después de la guerra se dedicó a ser un caza-recompensas. En la diligencia que se acerca viene John Ruth (Kurt Russell), otro caza-recompensas, junto a su presa viva, Daisy Domergue, (Jennifer Jason Leigh), por la que espera cobrar 10.000 dólares cuando llegue a su destino, Red Rock. Cuando la diligencia llega adonde espera Warren, él le pide al chofer que lo deje subir. Pero tendrá que negociarlo con Ruth, que apunta al negro con su rifle: no quiere que un desconocido le arruine la oportunidad de llegar con su presa viva. Los tratos se hacen buscando argumentos convincentes pero con el dedo en el gatillo. La guerra terminó, la esclavitud fue abolida, pero reina una paz armada en la que cada cabeza, viva o muerta, está tasada en dólares.


Así arranca Los ochos más odiados, la última película de Tarantino. Dividida en seis bloques de duración disímil, el primer capítulo se llama "Última diligencia hacia Red Rock". El título anuncia una meta a la que ninguno de sus personajes llegará. El desvío, el diferimiento, la desproporción y la interferencia son rasgos que dan forma la película. Los ocho más odiados (el título original, The Hateful Eight, dice simplemente "Los ocho odiosos") podría parecer un western pero no lo es, así como sus personajes se acreditan como algo que podrían no ser, mediante documentos que continuamente presentan ante la mirada desconfiada de cada ocasional competidor -al fin y al cabo, se trata de negocios. La pantalla ancha y la ficción (el fingir que son lo que no son) dentro de la ficción histórica son formatos de los que Tarantino se vale para hacer una película que se piensa, que piensa el cine americano y el lugar en cuya tradición ocupa con malestar su propio autor. La provisoriedad de los vínculos que los odiosos pactan, las continuas negociaciones que los reformulan, el relevo entre negociación y violencia, la violencia como modo de resolver una negociación definen el pulso de la película.


"Si hay nieve, no es un western", dictamina Ennio Morricone, el autor de la música. Morricone la había compuesto para The Thing (1982) pero John Carpenter usó apenas unos tramos. Tarantino siempre quiso que el maestro italiano de los soundtracks musicalizara alguna de sus películas. El músico desempolvó una vieja partitura para esta película, que guarda una vaga similitud argumental con aquella para la cual estaba hecha. La crítica enfatizó el parentesco entre The Thing y The Hateful Eight pero, como sucede siempre con las referencias que Tarantino implanta, las diferencias son tanto más importantes que los parecidos. En las dos películas hay paisajes nevados, en las dos un grupo de personas que no se quieren se ven obligadas a compartir un espacio cerrado. En las dos están Kurt Russell y Morricone. Ahí terminan las similitudes. Carpenter es uno de los últimos clásicos y Tarantino hace esta película para proclamar que el clasicismo no es posible. No se trata de una opción estética: es un problema político: el ya citado malestar de Tarantino con el clasicismo norteamericano. Tiene razón Morricone: no es un western, pero no porque haya nieve. Él mismo había compuesto la música de un spaghetti western de Sergio Corbucci de 1968, El gran silencio, con nieve, caza-recompensas y un refugio en medio de la tormenta, otro posible precursor de The Hateful... La insistencia de Tarantino de rodar en soporte fílmico con un lente de 65 mm para que se proyecte en formato Ultra Panavision 70, que hace casi 50 años que no se usaba, instaló en el público y la crítica la expectativa de un despliegue visual con grandes planos abiertos de los cielos de Wyoming, pero de eso habrá muy poco. Tarantino se desvía. Partes de los dos primeros capítulos -los más breves- transcurrirán en el interior de la diligencia, con fugaces incursiones en la inmensidad nevada. En el segundo capítulo se sube otro personaje al carro, que se acredita como el designado sheriff de Red Rock y también quiere guardarse de la tormenta. Pero el tramo mayor de la película, el decisivo, ocurrirá en interiores.


Llega el momento de hablar de la tormenta: ella podría dar lugar a un gran espectáculo de esos que el cine americano actual se esmera en diseñar. No es el caso. La tormenta es acá una amenaza que se cierne sobre los protagonistas, de ella huyen. Los obliga a juntarse primero en la diligencia, a pesar del estorbo que representan unos para otros. En el tercer capítulo, cuando la tormenta llega, se tendrán que refugiar en la posada de Minnie. Hay apenas una secuencia, cuando dos personajes trazan con estacas y soga un camino entre la posada y la letrina, en la que la tormenta aparece dominando el plano. La secuencia marca un eje espacial del conflicto, entre el exterior y el interior. A pesar de este lugar descentrado que ocupa en la trama, la tormenta es el pivote secreto de la película. Perdón: no a pesar, sino naturalmente. Dije antes que desvío, diferimiento, desproporción e interferencia son los principios rectores de la película. Es natural que la tormenta funcione como una especie de centro desplazado en esta construcción diferida. Es huella de una voluntad autoral que plantea la imposibilidad de conciliar en la ficción lo que en el mundo está desavenido. Nadie llegará a Red Rock pese a todas las acreditaciones que muestren (como sheriff, como verdugo, como amigo de Lincoln, etcétera). El clasicismo es una meta imposible.


El tempestuoso Tarantino destituye todo intento de ese orden que tardíamente quieren restaurar tipos como Eastwood o Spielberg en el cine norteamericano en su relación con la historia -la carta apócrifa de Lincoln que lleva Marquis como escudo protector ante los blancos armados incluye una toque sentimentalista típicamente spielberguiano que el desbordado final desactiva. La tormenta es la voluntad ficcional que impide llegar a destino, junta a los que se odian en un espacio cerrado, hace temblar la puerta de la posada, muta el western en grand guignol, el cine en teatro, desquicia la línea temporal del relato, lo detiene, lo bifurca, lo hace retroceder y vuelta a avanzar, desenmascara las imposturas de la ficción dentro de la ficción y desarticula esa comunidad imposible. Si al principio la tormenta juntó en la diligencia a una especie de comunidad fordiana disfuncional, al cabo el conjunto se autodestruye. Con deliberación, como si toda su filmografía previa lo trajera hasta acá, Tarantino destruye toda épica y consuma una comedia negra anti-fordiana.



Desde Inglorious Basterds, pasando por Django Unchained, hasta The Hateful Eight, Tarantino adjetiva sus títulos con negaciones. En los tres casos hay algo que desde el nombre mismo se niega, como si Tarantino dijera: no, no, no. Son tres películas en las que toma elementos históricos como materia para amasar una ficción que los desfigura. La deformidad que el cineasta les impone a los acontecimientos históricos generó una serie de discusiones acerca de los usos de la historia en la ficción. El cine piensa. No se trata de que un director manifieste su opinión sobre las cosas que pasan o pasaron afuera de la sala, en el mundo. El cine no está separado del mundo, no es un refugio contra el mundo, ni el espectador es ese muñequito programado para guardarse en el lugar oscuro, olvidarse de sí y temblar de goce o de miedo cuando la pantalla pulse determinadas cuerdas. La tendencia dominante del cine industrial hace lo posible para reducirlo a esto. Pero Tarantino es un analizador: las reacciones de la industria, de la crítica y de su propio público dan cuenta de un estado de cosas de la tradición en y contra la cual él quiere colocarse. ¡Cómo? ¿Ahora es político? ¿Hace falsos westerns? ¿Anti-westerns? ¿Comedias sobre tragedias? ¿Pantalla ancha y soporte fílmico como simple capricho para encerrar a 8, 9 o más personajes en una cabaña? ¿Tensa infinitamente la cuerda durante una hora y media antes del primer disparo, para luego arruinar tanta contención con profusos vómitos de sangre, cabezas voladas y brazos amputados? ¿Pura egomanía para agotar la paciencia del público ansioso, que se levanta antes del primer disparo, el que venía a ver "una de Tarantino"? El nombre del juego es paciencia.


Tarantino no convierte a la tormenta en espectáculo y hasta desdeña la inmensidad el cielo, la montaña nevada y la energía cinética de la diligencia que haría lucir el Ultra Panavisión. En cambio, se encierra en un interior organizado e iluminado como ¿un teatro? pero escorzado como solo el cine. Esta interferencia no renuncia al espectáculo. Lo que desconcierta es que Tarantino se mantenga fiel a una tradición: el estallido, diferido, eso sí, de la violencia en el gran espectáculo de masas y, a pesar de eso, se niegue al imperativo ético de resolver en la pantalla lo que en el mundo sigue desquiciado. El asunto no es cuánta violencia se muestra sino cómo. Ese cómo no puede terminar de comprenderse si no se piensa el continuo problema de la (des)proporción que esa violencia trata infructuosamente de resolver, la línea delgada que separa a la justicia de la vendetta en un sistema en el que cada vida vale tantos dólares, como lo plantea el (falso) funcionario judicial Oswaldo Mobray (Tim Roth). El desmadre en la violencia no es el regodeo evitable de un film que podría haberse rematado mejor, sino la impugnación de una armonía que Tarantino no quiere en el cine, como no la querría Fassbinder con otro estilo.



No estoy queriendo legitimar así un procedimiento cinematográfico: en todo caso, no creo que sea función de la crítica legitimar nada ni encontrar argumentos que hagan aceptable a una obra, ni tampoco sumirse en el atajo pueril o, peor, cualunquista, del gusto (¡cómo me gusta Tarantino! ¡me encanta Spielberg!, etcétera). Lo que me interesa es comprender la obra y no erigirme en fiscal o consumidor suyo.



Si Tarantino es un analizador es porque en lo que se dice sobre sus películas se deja ver cómo se piensa el crítico, qué rol se adjudica y desde qué fundamento se para. El dilema binario entre el disfrute estético particular o el juicio ético universal como posibilidades de una conversación con la obra es falso por insuficiente. Comprender las posibilidades que una obra pone en juego en el tratamiento de la violencia no lleva a homologar cualquier violencia en términos de cantidades: no es lo mismo Dirty Harry que Taxi Driver, y el motivo de la diferencia no es constatar que un director asuma una ética correcta o cercana a la del espectador o el crítico. No son lo mismo porque el sostén de las respectivas obras producen con el espectador vínculos distintos. Ahí hay política y no en el dato extrínseco de las preferencias del cineasta, el crítico o el espectador.


Desvío, postergación, desproporción e interferencia responden a una voluntad de desarreglo formal. Esa es su política de autor: el vínculo que la película establece con el ojo proyector en el momento de la proyección. Doble proyección de la que hablé antes, que en The Eight... es orquestada en la magistral secuencia en la que el general confederado Sandy (Bruce Dern) imagina el revulsivo relato que Marquis Warren hace de la muerte de su hijo, con la chupada de pija negra más política de la historia del cine. El primerísimo primer plano de los ojos de Smithers durante el largo, divertido y ultrajante cuento (¿inventado?) se alterna con, ahora sí, grandes planos generales en los que el viejo imagina la vejación del hijo por el negro. Mientras Warren relata con fruición, le pregunta al viejo: "¿lo estás viendo?". La tensión acumulada a lo largo de hora y media estalla y ya nada la detendrá.


¿Ajusticia Tarantino en esta secuencia la historia del esclavismo norteamericano, así como algunas interpretaciones le adjudican haber intentado ajustar cuentas con el nazismo en Inglorious...? Una ficción no puede torcer, corregir ni reparar un daño hecho en la historia. Semejante ilusión es sostenida por quienes mistifican la experiencia cinematográfica con afirmaciones como "el cine es más grande que la vida", como si una ficción pudiera hacer justicia histórica. Hay que desconocer el problema de la justicia tanto como el de la ficción cinematográfica para postular algo así. Si hay un ajuste de cuentas no es con nazis de opereta o con esclavistas odiosos, sino el que hace Tarantino con su propio lugar en el cine norteamericano, con el orgullo de la nación: un ajusticiamiento del cine consigo mismo.



Surgido en la época en la que las tradiciones cinematográficas se impusieron como el asunto obsesivo del cine -el cine sobre el cine, las sagas, los reboots, las secuelas, las precuelas, los guiños, la tribalización de públicos en torno a la celebración acrítica y el consumo indiscriminado de géneros- Tarantino estuvo a punto de constituirse en emblema de esa actitud. Pero en sus últimas películas se puso en desaveniencia con ese destino que amenazaba neutralizar su potencia.


El motivo por el cual el último período de Tarantino resulta estimulante para el pensamiento no es solo -aunque también lo es- su destreza dramatúrgica, lo que esta palabra signifique aplicada al cine: arquitectura narrativa, ritmo, movimiento, oralidad, organización de tiempo, espacio e información, tensión, música, tonalidad, prodigiosa marcación de actores y todo lo que quieran agregar. Homero Alsina Thevenet usó la expresión "dramaturgo cinematográfico" para referirse a Ingmar Bergman y probablemente se escandalizaría al verla aplicada a Tarantino. Por suerte, las palabras no tienen dueño. Tarantino tiene un talento excepcional para todo eso, pero ya lo tenía en sus dos primeras películas. Procedimientos similares no dieron idénticos resultados en el tramo siguiente de su obra, cuando se puso a jugar con ese vintage típico del posmodernismo noventista. En Inglorious Basterds, Unchained Django y The Hateful Eight, el cine de Tarantino no solo cita el cine previo, incluso el propio; tampoco se limita a celebrar el placer del cine que se repliega sobre sí mismo, fuera del mundo. Lo que sus últimas películas logran es que sus formas y modos no solo sientan sino que además piensen. Daisy Domergue, la mujer diabólica que cuelga en el final de The Hateful Eight, ella también odiosa, cuya muerte es observada con morbo por sus victimarios. La alusión a la imagen del Cristo nevado del principio significa una evidente inversión de signos. En una oscilación entre esos dos pobres cristos se ublica el cine de Tarantino.

miércoles, 27 de enero de 2016

Ultima estación Tarantino

Rumbo a Los ocho más odiados


El estreno de The Hateful Eight, la más reciente película de Quentin Tarantino, reavivó las controversias generadas a partir de que su filmografía dio un giro político no previsto por su desarrollo previo. A esta altura podemos dar por hecho que existe un “segundo Tarantino” a partir de Bastardos sin gloria, la película en la que el click de ruptura con su obra anterior es la aparición de referencias políticas e históricas que no habían jugado rol alguno en su filmografía, más allá de su continua y ya aceptada remisión a la cultura pop. 

En el caso de Bastardos…, los materiales históricos que usa son el nazismo, la segunda guerra mundial, el plan de exterminio de los judíos, la invasión de Alemania a París, y también dos figuras históricas concretas, Hitler y Goebbels, como personajes que no son protagonistas principales de la película pero alrededor de cuyo “ajusticiamiento” se organiza un fastuoso final de ribetes wagnerianos. Tarantino no hace desde entonces cine histórico, entendido esto como un género entre otros posibles; mucho menos busca una legitimación de su prestigio autoral a través del recurso a “temas importantes”, a la manera de Spielberg cuando quiere ser tomado en serio y diluir su contribución decisiva en la infantilización del business hollywoodense a partir de los 70. En cambio, Tarantino utiliza esos materiales históricos para tramar con ellos un plus ficcional desencadenado de todo rigor historiográfico, desmesura que pone en vilo la noción de espectáculo imperante en la industria del entretenimiento al que su cine podría haberse amoldado. De esta forma resetea su imagen autoral, forjada a partir de su filmografía anterior, a la vez que interpela a su propio espectador, acomodado en su función de consumidor de la cultura pop. La naturaleza política de este giro debe buscarse en el proceso de transferencia que ocurre durante la proyección; proyección entendida en sentido técnico, pero también en sentido psicoanalítico; transferencia que es una de las funciones implícitas de todo dispositivo cinematográfico.

La segunda película de este giro político es Django desencadenado. El título es elocuente acerca de la operación ficcional que Tarantino lleva a cabo, aunque la crítica no le prestó demasiada atención al múltiple sentido que enuncia. En la película, la referencia histórica a partir de la cual la ficción se desencadena es el esclavismo norteamericano del siglo XIX que llevó a la guerra de secesión, la emancipación de los negros y el racismo persistente que esa guerra no resolvió. Hay un evidente anacronismo en el discurso emancipatorio que el protagonista asume. Por eso, la película violenta su propio contexto historiográfico para irrumpir en la dura actualidad sobre la que la ficción se propone operar. La operación es compleja, porque Tarantino se vale de un personaje preexistente, Django, no una persona histórica real sino un héroe del spaghetti western, un metagénero europeo de los años 60 que se apropió de la iconografía del género por excelencia de la cultura norteamericana para ensayar sobre él, justo en el momento de su declinación en Hollywood, un juego de reinvención formal que rompió con las funciones históricas que el western americano tuvo en su contexto originario. Tarantino desencadena a Django de su función metagenérica (el spaghetti) y lo transforma en un esclavo negro liberado por un cazador de recompensas alemán. Django se desencadena de su estado de esclavitud y lleva a cabo un ajuste de cuentas con sus antiguos opresores. A la vez, la ficción se desencadena de sus referencias históricas: ese ajuste de cuentas es enteramente anacrónico porque sólo es posible en el plano de la ficción. Su función referencial se reduce a un mínimo, al ser puesta al servicio de una intervención desafiante de Tarantino contra el racismo persistente y larvado de su audiencia potencial. Desencadena de esta forma el tema del esclavismo del tono habitual con que Hollywood lo trata, en el que los negros son objetos padecientes de un sadismo que luce pasteurizado, filtrada una violencia corporal que el mainstream no es capaz de digerir. Por último, Tarantino se desencadena a sí mismo de su rol de mero reciclador posmoderno de géneros bajos y demodés, la pulp fiction con que se hizo célebre.


Ficción, historia y espectáculo: estas son las coordenadas del giro político que dio Tarantino en el tramo más reciente de su obra, algo cuyo alcance no ha sido comprendido por sus fans de la primera hora, así como tampoco por una parte de la crítica cinematográfica, que parece trabada en la enumeración de las referencias reconocibles de decenas de películas, autores y géneros citados: spaghetti western, blaxploitation, wu xia, Corbucci, Leone, Kurosawa, Rush Meyer, el Mandingo de Richard Fleischer, y a partir de The Hateful Eight se podrían agregar el Carpenter de The thing, De Palma, Ford, Hitchcock, Friedklin, etc. Enumeración en la que la recepción se limita a un acotado juego de trivias de las varias subculturas pop de las que Tarantino es un erudito ecléctico. La trivia es la forma elemental de la intertextualidad que signa la época actual de la industria de la distracción, el reciclaje permanente de materiales de consumo cultural obsolescente. El espectador iniciado en las mil variantes de los subgéneros deviene en dócil participante de un juego de resultado ya previsto: el consumo indiscriminado y febril de toda vieja mercancía reciclada como novedad. Tonto juego de guiños para el consumidor cuya destreza consiste en haber perdido un número suficiente de tardes frente al Cine de Superacción si la edad se lo permitió; si no, en descargar montones de películas y acumularlas en su archivo cinéfilo; o, en su defecto, hacer un curso acelerado a través de Wikipedia y Youtube o, más pretenciosamente, ir a buscar en los blogs correctos: formas de consumo irónico que desplazan la necesidad y el placer de pensar cada obra en su singularidad.

Es cierto que la irrupción del propio Tarantino en los 90 contribuyó a imponer este modo de lectura de sus películas en particular y del cine en general. Es innegable que los diálogos de los personajes de sus primeras películas indicaron un modelo interpretativo emulable. Detrás del comienzo fulgurante de Reservoir dogs y Pulp Fiction, de una originalidad y una potencia estética arrolladoras, vino una plaga de langostas en forma de películas, spots publicitarios, afiches, canciones, revistas, estudios culturales, programas de radio y de tv que hicieron de la trivia uno de los rasgos típicos de la distracción contemporánea. Al mismo Tarantino la divulgación de este gesto le sirvió como estrategia de marketing para imponer su propia marca: se volvió "el mago de la trivia", así como en otra época Hitchcock fue "el mago del suspense". En un momento, la potencia con que Tarantino irrumpió en los 90 pareció diluirse en el magma vintage, con el tramo más inocuo y previsible de su filmografía, conformado por Jackie Brown, Kill Bill y Death Proof.

Pero resulta que Tarantino devino no solo una marca sino también un autor cinematográfico. Rutinariamente se entiende que un autor es alguien que repite ciertos gestos estílisticos y temáticos, “obsesiones” que facilitan la tarea interpretativa de la crítica y en un nivel masivo, constituyen un argumento de venta de tickets a un público que ya sabe lo que va a comprar (de hecho, surgieron espectadores y comentadores tarantinescos). El éxito comercial de Tarantino sentó las bases de un posible ocaso artístico que lo conduciría a la irrelevancia. En el cine norteamericano hay cada vez menos autores, algunos de los que quedan tienden a desdibujarse para seguir en carrera (suele pasarle a Scorsese, Burton o Van Sant en sus momentos flojos), o a recluirse en los márgenes para mantener su libertad (Lynch, De Palma), o volverse fantasmas errantes de una gloria perdida demasiado prematuramente (Coppola, Carpenter). La inmensa mayoría de las películas que hoy se estrenan exhiben un look impersonal diseñado por equipos de técnicos en función de demandas industriales. De pocos directores norteamericanos actuales puede decirse que viendo apenas una o dos secuencias es posible reconocer su mirada personal y no un método de producción en serie. De Tarantino puede decirse que es un autor porque su mirada está sellada en cada plano de su cine. Pero un autor cinematográfico no es solo esa marca personal. Hay algo más difícil de lograr: una pulsión interna de la obra a resignificarse, una expansión de su capacidad de producir sentidos y un trabajo con las formas en el que el autor pone en tensión sus propios límites y los del cine mismo. Autores de ese tipo son, por poner ejemplos diferentes, Hitchcock, Godard o Fassbinder. En sus primeras películas no quedó sentada una esencia autoral permanente, sino que necesitaron toda su filmografía para trabajar su capacidad de reinvención hasta llegar a ser lo que son. 

A partir de su sexta película y en las dos siguientes, Tarantino dio una vuelta de tuerca en la que fue capaz de pensar su autoría y cuestionar el límite que le imponía ajustarse al lugar que le habían asignado. Su giro histórico, el que da lugar al “segundo Tarantino” del que hablé al principio, es la transfiguración de sus procedimientos previos al servicio de una autoconciencia política. No digo que empieza a tratar temas “importantes” y a someterlos a sus procedimientos preformados, sino que exige a su obra una capacidad para pensarse a sí misma y en su relación con el espectador.

En esa exigencia Tarantino desnaturaliza su talento y su sapiencia pop y se historiza, es decir, se distancia del punto de inicio en el que apareció y fue aceptado y pone en entredicho los dispositivos que posibilitan tal tipo de consumo cultural, tal clase de películas y tal especie de espectadores. Ese giro no le hace renunciar a su vocación espectacular, ni a su talento de escritor de diálogos y de director de actores -muchos de esos actores hicieron los papeles de su vida en esas películas-, ni a su excepcional destreza para estirar el tempo dramático, ni a su prodigiosa imaginación para poner escenas extensas e intensas y resolverlas con gracia.

El giro que hizo no lo llevó a renegar de ese habilidad para convertir cada una de sus películas en un gran espectáculo. A lo que en sus tres últimas películas se arriesgó es a forzar los límites de la noción común de espectáculo cinematográfico, a trabajar esa noción por dentro, para exigirse nuevas posibilidades. El riesgo es descolocarse: desorientar a sus espectadores, pedirles más de lo que creen que pueden, fastidiarlos con desplazamientos que requieren una mirada compleja y reflexiva que no suprime el placer sino lo diversifica y además lo interroga.


Al final de Bastardos… la cámara se coloca en un punto de vista en el que la mirada del espectador se alínea con la subjetiva de un personaje al que le dibujan una cruz esvástica en la frente. La poscición- espectador va a ser retomada con nuevas modulaciones en Django… y en The Hateful Eight. En todos los casos se trata de una experiencia placentera de la representación de la violencia en la pantalla, de la consumación de diversas especies de venganza que esa violencia satisface, de la ficción como mecanismo de permiso para desencadenar la violencia con que se goza, de la violencia formal que es requerida para que el cine actualice esa violencia. 

En esta reinvención, Tarantino retorna a las cuestiones constantes del cine norteamericano: la venganza violenta o la justicia, el límite incierto que las separa y el goce que proporciona ver cómo esta violencia se consuma ante nuestros ojos pueden encontrarse en una enorme cantidad de películas, autores o simples directores norteamericanos de diversa época y calaña. No de qué tratan sus películas sino cómo lo hacen es lo que diferencia a Tarantino de Clint Eastwood, de John Ford, de Martin Scorsese o de Michael Winner, por poner solo unos ejemplos bien disímiles. Tarantino llegó a asumir un vínculo belicoso con (contra) esa tradición. Para ser un autor norteamericano tuvo que salirse de su territorio y nutrirse con películas y directores de distintas procedencias: Italia, la nouvelle vague, Hong Kong, Fassbinder, Japón exceden en su heterogeneirdad la cinefilia pulp a la que se lo reduce. Su cosmopolitismo, característico de la era global, le dio la posibilidad de negar y mantener en una unidad más compleja su americanismo.

Violencia y espectáculo, venganza y goce: la forma en que él articula estos pares desconcierta a espectadores y a críticos, para los que sería más tranquilizador, menos inquietante, que Tarantino eliminara las tensiones que desestabilizan su cine. Demasiado articulado, excesivamente verbal para reducirlo a puro entretenimiento, demasiado violento y placentero para tomarlo en serio, su obra se mueve hacia lugares incómodos. Como toda obra que valga la pena, desafía al espectador tanto como al crítico a que sospechen de su manual de instrucciones.

Es sobre estas premisas que propongo pensar su más reciente película, The Hateful Eight, en mi próxima nota.

[continuará]

lunes, 10 de noviembre de 2014

Pulp fiction: la fiesta del monstruo

La otra.-radio para escuchar clickeando acá


Pulp Fiction atraviesa espléndida dos décadas. Y hace extrañar aquella insolencia brotada en el seno del mainstream norteamericano. ¿Sería posible hoy la irrupción de un talento así? La oferta del cine yanqui actual está hinchada por la imagen anabólica que impuso Avatar, pero cuando pretenden hacer un cine adulto, con referencias políticas, apenas si les sale el familiarismo demócrata y aguachento de Boyhood.

Tarantino en 1994 entregó una obra de solidez rotunda, que soporta revisitaciones y trasciende modas. Quizás esto sea posible porque su política de autor no se expuso como un dechado de buenas intenciones, ni pretendió una sospechosa restauración de los géneros clásicos. En cambio, llevó a cabo una reintegratio gozosa y cruel de la gran tradición norteamericana, un magnífico desquicio de la forma pulp. La lectura que lo decodificó rápidamente como un parodista posmoderno (un error en el que también yo incurrí) impidió ver que debajo de la superficie lustrosa se agazapaba un feroz ajuste de cuentas con esa tradición.


Este ajuste de cuentas no iría a tener el aplomo clasicista ni el presunto candor de un Clint Eastwood. Todos admiramos ese aplomo pero su programa político es inviable para la contemporaneidad. ¿Desde dónde se podría sostener una inocencia perdida y un retorno a la antigua nobleza, si no desde la enrarecida abstracción de Jersey boys? ¿Acaso es posible encontrar nobleza en el sinuoso escamoteo de la historia con el que Eastwood atraviesa décadas de cultura pop? Su evocaciónde una cultura popular pre-beatle es el amable ensueño de quien no puede o no quiere hacerse cargo del destino histórico de una comunidad idealizada hasta la falsificación. Esa cultura pop que Eastwood lee desde el limbo de los Four Seasons es cualquier cosa menos inocente. Tarantino ya en 1994 practica el pop con esa crueldad franca que imposibilita las fugas idílicas que intenta el tardío Eastwood.



El pop todavía es posible si renuncia a la máscara del candor. No se puede cantar la elegía de una inocencia que nunca fue. Un rescate del pop desde el presente no permite el atajo de la nostalgia, sino  que da lugar a la fiesta perversa del Jack Rabbitt Slim's ("el sueño de los admiradores de Elvis", "un museo de cera con pulso"), que visitan Vincent Vega y la esposa de Marsellus Wallace (Travolta y Uma Thurman) para pasar una noche magnífica, de un brillo maníaco que solo puede conducir al desastre, con un tumulto de bellezas que acuden al baño a empolvarse la nariz para estirar ese brillo un rato más.



Ahí están todos : Marilyn Monroe, James Dean, Ed Sulllivan, Buddy Holly, Douglas Sirk, Chuck Berry, Scarface, Ricky Nelson, Jake Lamotta, Martin y Lewis, The Texas Chainsaw Massacre, Peggy Sue, Kiss Me Deadly y el propio Travolta (en un contexto en el que también Harvey Keitel y Christopher Walken sobrellevan su propia carga icónica). Con el plus de haber forjado incluso un nuevo ícono para este Hall of Fame: la hermosa y agónica Uma Thurman, que en pocos minutos pasa de ser una rutilante heroína a una zombie desastrada por la heroína. Y la prevalencia de Samuel L. Jackson, cuya negritud transita una conversión que le permitirá leer de tres maneras diferentes un pasaje bíblico del profeta Ezequiel sobre el Dios vengador, cuya matriz teológica se impone como uno de los tópicos recurrentes del cine americano, al que Tarantino no cesará de volver. Como volverá Samuel Jackson a instalar en el centro de su cine la negritud a la que el mainstream sigue siendo refractario. 



La ley de la ferocidad que emerge de la Norteamérica tras la década neoconservadora se inviste en Pulp Fiction del enérgico glamour que despide el twist de Travolta y Thurman. Si 20 años después esta película sigue tomando el pulso de nuestra contemporaneidad, es porque Tarantino logró una lectura sintomática de la vitalidad que aún circula por la cultura yanqui. Esos síntomas pueden aflorar en el desquicio de la forma que Pulp Fiction practica, no como mero ejercicio de estilo, sino como una mordaz operación político-cultural.

Pulp Fiction es el retorno de lo reprimido, la fiesta del monstruo, una hazaña que no se podría haber logrado mediante la veneración del pasado. No habría Tarantino sin una copiosa memoria de la industria cultural, pero tampoco con su mera consagración.

En la emisión de anoche de La otra en FM La Tribu, además de conversar sobre Pulp Fiction, hablamos también de ese otro gran clásico de la modernidad neoyorquina que es Taxi Driver (ampliaremos). Ambas películas se están exhibiendo en copias digitales en salas argentinas. Hicimos un anticipo del ciclo de Herzog que comienza este sábado (ver acá). Escuchamos la música de Eliott Smith, Ciruelo, Daniel Melingo, Charly García y Levare. Y hablamos de la interna de FPV y la candidatura de Daniel Scioli. El programa se puede escuchar acá.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Tarantino desencadenado

Django sin cadenas


El Tarantino político de sus últimas dos películas es un cineasta consumado, capaz de sostener sus rasgos de autor más personales, en un medio en el que casi todos los directores tienden a borrar sus huellas y a parecerse a cualquier otro. Y da otra vuelta de tuerca: ya no se limita a celebrar los productos obsolescentes de la cultura pop, gesto que él mismo puso de moda a principios de los 90 y que hoy se volvió un síntoma de alienación contemporánea. Ahora Tarantino pone en la mira las prácticas sociales que hacen posibles tal tipo de consumo cultural, tal clase de películas y tal especie de espectadores. Tarantino se mete con el espectador mainstream, con su morbo, su adicción a la violencia y su medianía despótica, su atención fluctuante y su afasia, su embotamiento sensorial, sus prejuicios raciales y su chauvinismo. El director no denigra a su espectador ni lo complace, sino que hace algo más interesante: le exige un poco más. 

Las referencias de rigor a los géneros cinematográficos, las citas de películas y los homenajes a cineastas subvalorados están, pero son una trampa caza-bobos. Porque en el fondo Django sin cadenas tiene poco y nada que ver con el western, con el spaghetti y con el blaxploitation, que apenas funcionan como texturas de las que el autor se vale, como lienzos sobre los que dibuja sus propios trazos, inconfundibles con los de Leone, Corbucci, Fleischer, e incluso con sus contemporáneos Johnnie To o John Woo. Lo mismo pasa con el tópico de la venganza: es un ideologema con el que Tarantino lleva a cabo una operación más compleja, la de desencubrir la posición del espectador que goza con la representación de la violencia. La distancia que separa a Tarantino de los vengadores anónimos y de los Dirty Harry, incluso de la versión más estilizada de Clint Eastwood en Unforgiven, es tan grande que exige a los críticos aguzar sus conceptos. Subsumir sus películas en la clase genérica del cine de le venganza (prácticamente todo el cine de Hollywood) es perder de vista su singularidad. 

El estúpido juego de guiños para el público "iniciado", cuya iniciación consiste en haber perdido demasiadas tardes frente al Cine de Superacción, en descargar un montón de películas y verlas de manera atolondrada, o apenas en hacer un curso acelerado de cultura pop a través de Wikipedia o de los blogs correctos, parece desplazar hacia el olvido la necesidad de pensar cada obra (y cada producto industrial, si uno tiene tiempo y ganas) en su inquietante singularidad, en lugar de despedazarla en una multiplicidad de referencias reconocidas.

En Bastardos sin gloria y en Django sin cadenas Tarantino introduce la historia en su dispositivo: no simplemente los mil y un relatos producidos por la industria cultural, sino la historia de su país y de su época; y la historia del cine también, pero siempre que se tome la precaución de ubicarla en un marco histórico extracinematográfico. De manera que ya no es suficiente constatar las referencias intertextuales, que todavía abundan, por supuesto, pero que son apenas el punto de partida del desciframiento que nos propone. Ahora también es preciso preguntarse por las relaciones no lineales entre ficción e historia. No sirve suponer que en Bastardos sin gloria Tarantino reescribe el final del nazismo en clave de una fantasía super-vengadora que va más allá de la derrota militar de los alemanes, o que en Django sin cadenas el fin de la esclavitud en los EEUU se consagra con una figura resarcitoria que pone al Otro (el nigger) en el lugar del héroe vengador, para devolverle al opresor cada agravio cometido contra el oprimido. Si Bastardos.. y Django... se valen de la historia es porque a la vez renuncian a representarla. No habrán existido esclavos como Django (Jamie Fox), que al ser liberados rápidamente aprendieran a leer, se volvieran expertos tiradores o usaran  elegantes anteojos de sol (es sorprendente que un crítico prestigioso como Jonathan Rosenbaum sea capaz de un literalismo tan elemental). Esa lectura en clave realista en Tarantino es impertinente e imposible. Las citas cinéfilas y las referencias icónicas no están para ser reconocidas en el juego banal de la trivia de los eruditos de la cultura baja (ni alta, ni de ninguna otra especie de erudición), sino que tienen la propiedad de poner en suspenso toda pretensión realista y de hacer aparecer la función constitutiva de la mirada en la experiencia cinematográfica. No existe el cine sin la mirada. Y la mirada nunca es solo una esencia arquetípica intemporal, sino una mirada situada históricamente.

El último Tarantino, el de Bastardos sin gloria y Django sin cadenas, se volvió político no porque trate temas históricos, sino porque politiza el acto de mirar, justo aquel en el que descubre a su propio espectador. Y la venganza y la violencia aparecen ahora mediadas por una mirada a la que Tarantino filma: como la de la jerarquía nazi que, en el cine en el que va a arder, se regocija puerilmente en la representación de la violencia chauvinista en la pantalla. Como se regocijan tantos espectadores norteamericanos y de otros países, el público que Tarantino comparte con  los mamotretos fascistas como Zero Dark Thirty (después de todo, él sólo hace una película cada dos o tres años y su público sigue todas las semanas moldeando su mirada por lo que le ofrece la industria de la distracción). Como el gran final de Bastardos... transcurre en una sala de cine, sería poco preciso reducirlo a la historia de la venganza de las víctimas judías contra los nazis: hace falta reparar en la locación en la que todo sucede.

En Django sin cadenas la relación entre spaghetti, blaxploitation e historia de la esclavitud en los Estados Unidos no se presta tampoco a lecturas lineales. La mera inversión del esquema "good guy / bad guy” (esclavo negro oprimido / villano blanco opresor) se ve impedida por la presencia de un tercero en discordia (1), el dentista King Schultz, un cazador de recompensas alemán con móviles humanistas, o sea: un elemento altamente improbable en el escenario de cualquier western, clásico o spaghetti. Más bien una incrustación propiamente tarantinesca en la superficie del género y una transpoción del Coronel Hans Landa que el mismo actor, Christoph Waltz, encarnaba en Bastardos sin gloria. El extraordinario Christoph Waltz pasa a ser así el elemento emblemático del giro político de Tarantino: portador de la palabra en todas sus inflexiones, como exhortación, como negociación, como pacto de lealtad, como maniobra distractiva y en los innumerables matices de la ironía. Pero en Django... el King Schultz de Waltz es todavía algo más: el que no puede mirar cómo se destroza a un hombre: 

- Su amigo no soporta ver como los perros matan a un hombre, ¿usted sí?- le pregunta el aboninable terrateniente Calvin Candie (Leonardo DiCaprio) a Django.

- Es que yo ya estoy acostumbrado a los norteamericanos y él no- responde Django. 

Candie es un esclavista despiadado, de una codicia solo superada por el sadismo con que goza del espectáculo de dos negros luchando cuerpo a cuerpo hasta matarse. Hay una sexualidad tortuosa en el personaje de Di Caprio, de un homoerotismo apenas tapado, que se excita ante la carne negra lacerada de sus mandingos. Ese personaje es el portador de las conductas del espectador de cine al que Tarantino pone en cuestión. Es notable que los climax de violencia que arrebatan de goce a Candie sean sustraídos a la cámara, en una apuesta al fuera de campo que el cine americano actual parece querer abolir.  Pensar que el director pone en escena la enésima versión del ojo por ojo es haber visto otra película.

Por si no quedó claro todavía: Django sin cadenas es una obra maestra, el fruto de un dramaturgo desencadenado, una fiesta de la palabra como portadora del drama, un derroche de la imagen significante y un reto al espectador.

(1) Hay un cuarto en discordia y en disonancia también, el repulsivo Stephen que encarna Samuel Jackson, que tanto inquietó a la corrección política norteamericana, del que hablaremos en otra oportunidad).

(continúa en La otra 28, ojo, en papel...)

miércoles, 6 de febrero de 2013

Es tiempo de verano y la vida es fácil. Los peces saltan y el algodón está alto. Tu papá es rico y tu mamá es guapa. Así que, bebé, callate. No llores más.

Noche de blues 678. Un programa para bajar clickando acá


Una de estas mańanas
Vas a levantarse cantando
entonces vas a extender tus alas
y vas a tomar el cielo
pero hasta esta mańana
no hay nada que pueda hacerte dańo
con papi y mami junto a tí.



En la medianoche del domingo pasado entrevistamos a Celina Murga, la directora de la excelente película Escuela Normal, filmada en la primera escuela normal del país, en la ciudad de Paraná. Celina nos contó que ahora está en Concepción del Uruguay, filmando su cuarto largo, La tercera orilla, que tiene producción ejecutiva de Martin Scorsese.Escuela Normalsigue proyectándose en el Malba hasta el 2 de marzo.

En el programa hicimos también una primera aproximación a Django sin cadenas, la extraordinaria película de Quentin Tarantino que seguiremos analizando acá en las próximas horas.

Y también nos dedicamos un rato a reflexionar sobre la polémica 678 que explotó la semana pasada en este mismo blog.

Volvió de sus vacaciones Maxi Diomedi, quien nos contó su paso por la comunidad de los menonitas (que nada tiene que ver con los menemitas), en la provincia de La Pampa.

Y dedicamos una segunda noche a la música de blues, sus torsiones y distorsiones. Los temas:

- Cat Power, "After it all".
- Manal, "Blues de la amenaza nocturna".
- Sonny Boy Williamson II, "Don't start me talking".
- Devendra Banhart, "See saw".
- Wings, "Hi hi hi".
- Billie Holiday, "Summertime".
- Chet Baker, "Summertime".
- Miles Davis, "Prayer (Oh Doctor Jesus)".
- Pappo, "El brujo y el tiempo".

Para descargar el audio del programa completo, clickar aqué.

(Habrá más blues el domingo que viene: nos quedó afuera Chuck Berry, Albert King, Herbie Hancock, Led Zeppelin y Tom Waits, entre otros).