Mostrando entradas con la etiqueta Claudio Caldini. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Claudio Caldini. Mostrar todas las entradas

viernes, 18 de mayo de 2012

Marfici 2012: Hachazos


por Martín Farina

Esta película tiene un tiempo considerable de vida, y bastante bien se ha escrito ya sobre ella. Para mí al verla hubo como un simulacro que impulsó algunas ideas al respecto.

Son estas: el cine no es una forma más de expresión artística. Es el continuo recuerdo de un origen. Es un no más subsidiarios. Es menor, deudor y un atentado literario. De sus dos expresiones hegemónicas, la ficción y el documental, sucede hoy el camino del desencuentro con alteración voluntaria, y películas, como hachazos, foguean la paradoja: el cineasta que piensa el cine a partir de un cine que piensa al cineasta. Y los cineastas son muchos. Hoy somos todos.

El proceso de confección de la obra y el pensamiento de su motivo hacen brotar, simultáneamente, el documento que se erige como objeto por y para el cine. El medio y el fin son aquí la misma cosa. Porque existe el montaje, ya no hay un momento anterior.

Claudio Caldini y Andrés Di Tella están hoy en el mismo (y único) lugar. Hace tiempo que se instaló esta preocupación en el cineasta: ¿cuál es la evidencia que persigue una prueba? El motivo central de la muestra es un acto de sinceridad, defensor de la autenticidad del momento vivido. Una verdadera subjetividad parece ser una justificación o una calma, una prueba de vida.

Di Tella utiliza el método de la reconstrucción. El cine es el método de la reconstrucción. Es el montaje, es eso y poco más. La vida de Claudio Caldini vista a través del cine permite hoy volver a pensar su obra cinematográfica. Una obra que no casualmente nadie conoce y difícilmente conocerá. Este no es el límite. El límite de esta obra no pone los márgenes de la observación de Di Tella, y la reconstrucción se lleva a cabo en diferentes planos, opuestos y simultáneos. Caldini está vivo, su cine está ausente. Los que vivieron con él, olvidados, muertos, asesinados y presos. Di Tella, consagrado y vigente, acepta los límites del control y los excede haciendo evidente su aceptación. La película es un testimonio de esa búsqueda, y resulta entonces una reconstrucción de un origen. El de Caldini, el de Di Tella y el del cine. El de cualquiera que quiera una verdad. 

Hay un placer en el hacer del cine que se traduce en momentos autorreferenciales, del cine por el cine mismo. Como decir que hay un placer en el hombre por nacer siempre erguido, aunque ni sepamos cómo, y hayamos olvidado el camino que nos trajo hasta este lugar.

¿No es el cine un arte libre? Creo que busca en el origen el ser de su existencia.

jueves, 11 de agosto de 2011

Hachazos


por Oscar Cuervo

Hachazos tal vez sea un nombre engañoso para hacerse una idea de la cualidad del proyecto en el que Andrés Di Tella se cruza -se intersecta- con su colega (es una manera de decirlo) Claudio Caldini. Colegas, puesto que, hablando mal y pronto, ambos son cineastas. Aunque Caldini haya persistido en su fidelidad hacia un formato, el celuloide de 8 mm, que determina la entidad de su cine. No es concebible el cine de Caldini en otro soporte -y en esta oración, la palabra "cine" sólo se vincula por una cierta analogía con el resto del cine. Caldini respeta la base material específica del cinematógrafo: el celuloide impreso, la luz que lo atraviesa, la imagen proyectada sobre una superficie. Más allá de eso, el dispositivo cinematográfico que pone en marcha se aparta varios pasos de las formas en las que habitualmente el cine circula y es consumido. Caldini promueve una especie de paradoja: mientras habitualmente se entiende por "película" una sucesión de imágenes concluida de una vez y para siempre, destinada a ser reproducida de manera idéntica através de tiempos y espacios, el acontecimiento que empieza cuando Caldini pone la cámara en marcha continúa hasta la proyección. La presencia corporal del cineasta, su vínculo con la cámara, su trato con la película impresa, continúan hasta el momento en el que la película adopta una forma efímera e irrepetible, por obra del operador-autor. El cineasta como camarógrafo y también como proyectorista. En sentido estricto, Caldini respeta al pie de la letra la incidencia de los dos factores fundantes del cine: registro y alucinación. Lo que él aporta como propio es la temporalidad singular de cada proyección, el caracter abierto y mutante de cada "película".

Di Tella es otra cosa. El nombre de cineasta no se le aplica en el mismo sentido. Mientras Caldini hizo todo en 8 mm, e hizo del 8 mm la condición material y formal de su cine, Di Tella es videasta de origen, un autor que se ha movido con cierto desprendimiento respecto de los formatos de sus obras: del vhs al digital, es un porcentaje relativamente bajo de su obra el que ha sido rodado en celuloide. Sus obras se proyectan, pero también se han emitido por televisión, una cualidad anfibia que con Caldini sería imposible. Además, la presencia de Di Tella en sus películas es muy distinta a la de Caldini en las suyas. Ambos ponen el cuerpo, pero de muy diversas maneras. Di Tella puede hablar de la televisión o de la conquista del desierto, pero siempre está esbozando capítulos de su autobiografía. Y hay que tomar "grafía" en sentido propio, dado que sus películas están muy escritas. Su prosa, dicha, es un elemento crucial de su obra, con una presencia de la palabra que en Caldini no existe. Y algo más: la historia que Di Tella escribe sobre su propia vida, de película en película, siempre contiene una referencia a la historia política argentina. Las relaciones que Di Tella entabla con sus asuntos es siempre de perplejidad: la historia que siempre busca contar lo descoloca; lo que termina filmando es la imposibilidad de reducir su objeto a una figura concluida. Es seguramente ahí donde Caldini y Di Tella se intersectan: Andrés encuentra en Claudio una ocasión magnífica para hablar de cierto corte brutal en la historia argentina, un hachazo. El hachazo de la dictadura. Caldini ha sido un cineasta secreto de los años 70 y secretamente ha sido atravesado por el corte brutal que la experiencia sufre con la dictadura. Hay una huella muda de esos hachazos en la obra de Caldini; y ese es el tipo de asuntos que apasionan a Di Tella, que siempre filma experiencias truncas y cada vez se propone restituir por medio de su cine la experiencia vulnerada por esos cortes brutales (el exterminio de los pueblos aborígenes, la bancarrota de la empresa paterna, el silencio que rodea el enigma de su madre). Acá es ese corte en la continuidad de la obra de Caldini y de toda una generación de artistas de vanguardia.

Empecé diciendo que Hachazos es un nombre engañoso para hacerse una idea del proyecto en el que Di Tella se cruza con Caldini (película, libro, performances que se están presentando por estos días en Buenos Aires). Me refería a la contundencia brutal del hacha, al golpe seco que fractura el celuloide: porque en el cine de Caldini no parece haber nada parecido a ese golpe, a ese efecto cortante. Por el contrario, su cine parece hecho de una materia sutil y escurridiza: humo, destello, fantasma, nada aferrable. Pero a medida que fui escribiendo las ideas que me suscita el cruce entre ambos cineastas, advertí la huella del hachazo al que se alude. La huella de un golpe brutal, un hueco.

Hachazos se estrena HOY jueves 11 en el cine Gaumont (13:00 – 16:30 – 19:50hs) + Arte Cinema (16.20 - 22hs) + MALBA (domingos 18hs).


Dice Andrés Di Tella en la introducción del libro Hachazos:

"Un hombre lleva toda su obra, que es toda su vida, dentro de una vieja valijita de cuero comprada en la India, en un tren que va de Moreno a General Rodríguez. Son los originales de sus películas, todas en Súper 8, un formato obsoleto, en vías de extinción, que no permite copias. Esa valija es como el manuscrito de su autobiografía. Se trata de Claudio Caldini, cuidador de una quinta de los suburbios, cineasta secreto.

"Caldini hace cine solo, sin dinero, sin nadie. Ata la cámara a una soga y la revolea por encima de su cabeza, pinta o perfora el celuloide, monta la cámara encima de una bicicleta, filma sombras, crea animaciones con la luz que entra por una ventana, amplía las posibilidades del cine hasta hacer lo imposible. En las extrañas imágenes que viene filmando hace ya cuatro décadas se cifra su autobiografía. Un experimento cinematográfico que es a la vez un experimento de vida.

"Hablar de Caldini es también hablar de mi propia relación con el cine. La primera vez que estuve en una filmación, o algo parecido, fue cuando todavía estaba en la escuela. Se trataba de una performance en la que la artista Marta Minujín, amiga de mi madre, se enterraba viva. Yo tiraba la tierra, Caldini filmaba en Súper 8. Por esa época, en la Argentina se enterraban cuerpos anónimos todos los días. No lo volví a ver durante muchos años. Encontrarlo, después de tanto tiempo, fue volver a encontrar una parte perdida de mi propia vida.

"El hombre del tren duerme, tal vez sueña. Por sus sueños, puso todo en riesgo. Experimentó hasta las últimas consecuencias la ruptura de los setenta.Sobrevivió la dictadura militar encerrado en un jardín. Escapó a la India detrás de una utopía y perdió casi todo, hasta la razón. Fue expulsado de un ashram e internado en un manicomio. De regreso a Buenos Aires, quedó en la calle. Durante una década, tuvo 36 domicilios provisorios y abandonó el cine. En los últimos años, recaló como cuidador de una quinta del conurbano bonaerense. Allí vive, humildemente. Entre las plantas y el silencio, en el trabajo manual, en la contemplación, volvió a pensar en el cine. Una vez más, armado con una cámara prestada y tres rollitos de película virgen, vuelve al ruedo."

martes, 23 de septiembre de 2008

El experimento de la Península San Pedro

Por Andrés Di Tella

Una mañana, hace 27 años, en la Península San Pedro, en un rincón de la Patagonia argentina, Claudio Caldini ató una cámara super ocho con cuerdas y empezó a revolearla, como si se tratara de boleadoras, a ver qué pasaba. Pronto alcanzó la velocidad suficiente para sostenerse "en órbita", siempre rodando.
- La primera sorpresa después del revelado, cuenta Caldini, fue el el efecto estroboscópico percibido en algunas secciones: cuando la cámara se acerca al suelo, la dirección del movimiento parece invertirse. Es como cuando uno observa las ruedas de un auto que en determinado momento dan la impresión de estar girando al revés. También fue inesperada la aparición de gotas de lluvia sobre la lente, que permanecen estáticas mientras el paisaje continúa pasando detrás, o el rayo de luz que penetra a través del visor reflex atravesando las zonas oscuras. El montaje consistió en eliminar el metraje durante el cual la cámara alcanza su velocidad obligada.

En la reunión de ayer, le pregunté a Caldini por qué hizo lo que hizo. ¿Quería perder el control? ¿Era para entregar el encuadre al azar? Si entendí bien --aunque es muy probable que no haya entendido-- algo de eso había. Estaba buscando formas de la percepción que escaparan el alcance del ojo humano y que tampoco hubieran estado previstas por los fabricantes de la cámara. De alguna manera, había al mismo tiempo una búsqueda coreográfica. Caldini nos recordó que durante un tiempo estudió danza y que había hecho experimentos sobre el movimiento de la cámara en el espacio, usando la cámara como una extensión de los brazos en el baile, deslizándose por un tobogán, dando vueltas sobre sí mismo.

Me imaginé a Caldini haciendo sus experimentos, girando como un derviche en una plaza de San Telmo, tirándose del tobogán ante la mirada atónita de los niños... pero, apenas me lo imaginé, pensé que en realidad los niños no se habrían sorprendido demasiado, ya que el cineasta era como uno de ellos. Como en una inversión de la famosa frase sobre Picasso --"¡un niño podría haber hecho eso!"-- se me ocurre que sólo Caldini es capaz de filmar con la seriedad de un niño que juega. Caldini, por su parte, que no presume de ninguna originalidad y que está siempre atento a las filiaciones, comparó lo que hacía con el expresionismo abstracto o con el action painting, donde el gesto o el proceso no es menos importante que el resultado.

El resultado del experimento de la Península San Pedro, compaginado con un tema "minimalista" de Steve Reich inspirado en el gamelán balinés, se proyectó por primera vez, con el título de Gamelán, en las Jornadas de Cine No Profesional de Villa Gesel, en abril de 1981. "Lo inscribí precipitadamente en la muestra competitiva", recuerda Caldini. "Un centenar de personas presentes seguramente recordarán la avalancha de burla desatada por la proyección. ¡Me querían cagar a piñas!" La coreógrafa Ana Kamien, que estaba allí, fue la única que objetó el rechazo de la mayoría: "el arte debe ser revulsivo," dijo. Caldini aclara que la palabra reemplazaba a otras, de pronunciación peligrosa durante la dictadura militar.

Lo interesante del caso es que Caldini se había propuesto el experimento como una respuesta a un film que Narcisa Hirsch había rodado unos años antes, el ahora legendario Come Out que se proyectó hace un par de semanas en la jornada de cine experimental del MALBA. Caldini explica la lógica de su razonamiento aquí. "Es que el cine experimental es como teoría del cine en acción", dice. "Es la teoría hecha con la propia materia." Guillermo Ueno aportó una frase de Goethe, que era más o menos asi: "Hay un empirismo delicado, identificado tan íntimamente con el objeto que se convierte por ello en auténtica teoría". Después, recordé otra expresión del mismo Goethe: "Cada objeto nuevo, bien contemplado, crea en nosotros un nuevo órgano de percepción".

Y es lo que sucede con Gamelán. Durante los 12 minutos de proyección, doce minutos de pura hipnosis, se empieza a percibir ese extraño fenómeno de percepción del que hablaba Caldini: en determinado momento, ya no se sabe en qué dirección está girando la cámara. Es decir, uno duda de la evidencia y empieza a interrogar las imágenes de otro modo. A la vez, uno olvida rápidamente el hecho de que se trata de una cámara que gira, y contra todo pronóstico empieza a identificar no sólo manchas, luces y sombras, sino árboles, cielo, montañas, un paisaje... Y de alguna manera, esas imágenes casi abstractas te remiten a cualquier experiencia de movimiento en el espacio, de estar viendo desfilar un paisaje a toda velocidad desde la ventanilla de un tren, por ejemplo. O, incluso, la de estar nuevamente en la bicicleta de Heliografía...

sábado, 13 de septiembre de 2008

El aleph

Oskar Fischinger
Por Andrés Di Tella
Ayer me colé en un grupito de confabulados –conjurados, diría Borges-- que se reúne cada quince días con Claudio Caldini, en una habitación a oscuras, para contemplar tesoros extraídos de su cofre de rarezas y deliberar sobre los secretos de la imagen en movimiento. Caldini proyectó algunas películas y nos contó la vida de un oscuro cineasta avant-garde alemán, Oskar Fischinger, precursor de la abstracción en el cine y pionero de los primeros experimentos con el color, con títulos intimidantes como Estudio No. 6 y Composición en azul, entre los años 20 y 30.
También por esos años, realizó un documental extraordinario, Caminando desde Munich a Berlín, filmado cuadro a cuadro, como si fuera una animación. Paradójicamente, Fischinger consigue un efecto “fotográfico” sorprendente, alternando un desfile vertiginoso de escenas y paisajes rurales con momentos más pausados, donde nos deja observar por unos segundos los rostros de las personas que el cineasta se fue cruzando por el camino, como si se tratara de clásicos retratos fotográficos, como de Sander, pero con el extrañamiento de la palpitación producida por el cuadro a cuadro.

No sé por qué, me evocó uno de esos extraños libros de viaje de Sebald, como Los Anillos de Saturno, que parecen combinar sin esfuerzo documento y poesía. De hecho, se trata de un viaje al que Fischinger se largó para huir de sus acreedores en Munich, caminando las 350 millas hasta Berlin con lo puesto y su cámara a cuestas. También vimos un home movie de esa época, hecho con técnica parecida, autorretratos informales de Fischinger con su mujer y su hermano. Sonrisas cómplices, la diversión del experimento y la vida mezclados en un mismo acto, y la emoción que trasmite un momento de felicidad condenado a desaparecer.

En 1936 abandonó la Alemania nazi, donde él y sus amigos empezaban a ser acusados de practicar un “arte degenerado”, y recaló en Hollywood, donde entre otras cosas llegó a diseñar el primer episodio de Fantasía de Walt Disney, aunque después renunció por desavenencias con el estudio y quitó su nombre de los créditos. Una de sus películas más “conocidas”, según Caldini, fue un corto llamado An Optical Poem, producida por la MGM y presentada en los títulos como “un experimento científico”. Me hizo sonreír ver rugir al león de la Metro antes de una película experimental. Y Fischinger, que además era músico y pintor y que soñó con "hacer música con las imágenes", también tenía algo de personaje de Roberto Arlt, entre científico loco y timador. Llegó a inventar un artefacto para filmar animaciones con cera, que era una especie de cruza entre una cámara de cine y una fiambrera. Se lo vendió a otro cineasta, que nunca pudo utilizarla porque las luces de cine derretían la cera.

Mientras veía los materiales únicos que presentaba Caldini y oía sus comentarios, a la vez sencillos y profundos, resultado de una larga y meditada convivencia con esas imágenes, pensé que Caldini era como uno de aquellos viejos sabios de la tribu, que llevaba en la memoria algo así como una biblioteca entera, o mejor, el Archivo General de una nación olvidada. ¿Quién, sino él, sería capaz de recordar, setenta años después, en Buenos Aires, a Oskar Fischinger? De alguna manera, intuí, Caldini hablaba de Fischinger como si estuviera hablando de sí mismo. Los problemas filosóficos que se planteaba el alemán en relación con el uso de la música en sus películas parecían problemas prácticos que Caldini se planteaba como propios. Caldini hacía las veces de medium y, allí en la oscuridad, iluminado apenas por la luz del proyector, inducía en nosotros un estado de trance, para que Fischinger siguiera existiendo y hablándonos. Pensé también en esa frase: “En Africa, cada vez que muere un viejo, es como si se incendiara una biblioteca”. Y caí en la cuenta del enorme privilegio que representaba estar ahí sentado, en esa habitación oscura de un departamento de Palermo, como si fuera el sótano de la calle Garay donde Julio Argentino Daneri le reveló a Jorge Luis Borges la existencia del Aleph.