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martes, 13 de octubre de 2020

Lo propio del plan es que falle

 Tercer álbum de laotra21

 

Cristian Bonomo: percusión en 1 y 13.
Lautaro Grimberg: Guitarra en 6, 8 y 12. Batería en 6.
Todos lo demás: Oscar Cuervo
Producción: Regime Spektro
Grabado entre agosto, septiembre y octubre de 2020.
Pinturas: C.zely

Postdata: Este es el cierre de la primera trilogía de laotra21: 

Acá en Bandcamp

Estas piezas sonoras las fui construyendo en medio de la pandemia que asola el planeta, más que una contingencia epidemiológica un default civilizatorio. Estos tres álbums los hice con una oreja puesta en el cine del siglo xx, el gran educador de mi sensibilidad. Cada vez más me cuesta hacer reseñas de películas. Desplazándome del lugar de crítico al que la inercia de la producción de discursos tendió a inclinarme sin haberlo logrado nunca del todo, preferí pensar en este tiempo la música desde el cine y el cine desde la música. Empecé jugando, sin saber adónde me llevaba el juego y todavía no lo sé muy bien. Pero en el juego se me presentaron ocasiones para decidir cuestiones acerca de la organización temporal y de los espacios sonoros. Emotional landscapes, diría Björk, en un state of emergency. Del juego quedaron obras cuyo valor no me interesa ponderar. En cambio, me hizo feliz que este juego me abriera las puertas de la creación cinematográfica de Perrone, Farina y González. Ya lo dije: para mí, entrar en sus mundos es el sueño del pibe, un territorio soñado en el que por mucho tiempo fui solo un espectador. Les agradezco a mis amigos artistas que me hayan abierto la puerta para ir a jugar. Esto solo ya es mucha producción para un año recesivo. No estaba en mis planes, mis planes eran otros. Pero lo propio del plan es que falle.


En estos 14 temas, tanto como en los 13 anteriores (A la música no le importa nadaEn algún momento debe haberse producido un error) se cruzan de manera más o menos velada casi todos mis auténticos maestros: Bresson, Godard, Favio, Sokurov, Fassbinder, Bela Tarr, Tsai, Apichatpong más los ya nombrados. El tema 1, el último en grabarse es mi despedida a Gabo Ferro y mi gratitud por su mirada y su escucha sobre el arte de Leonardo Favio. Favio y Gabo: entre uno y el otro, una época se ha ido. Hay ciclos que se cumplen, empieza otra época. 

Cuando retome este proyecto de laotra21, si eso sucede, trataré de encontrar otra vuelta que aún no me imagino. El que tenga la paciencia suficiente para escuchar estos divagues puede encontrar en ellos una declaración de principios, que solo se expresa cuando el camino recorrido va quedando atrás. Como el búho que despliega sus alas al atardecer.

jueves, 14 de abril de 2011

Bafici 13/11

Béla Tarr: leves decepciones

por oac

O no tan leves.

En principio, tratándose de Béla Tarr, no hay decepciones leves, por varios motivos. Primero: porque nada en este director es leve. Aún sus máximas virtudes llevan el signo del exceso. Excesiva es esa obra maestra llamada Sátántangó (1194), 7 horas 40 de desborde cinematográfico, una de las piezas más influyentes del cine contemporáneo. Excesiva e igualmente estimulante fue su siguiente película, Werckmeister Harmonies (2000). Desde entonces las cosas no han ido tan bien para el cine de Béla. En segundo lugar, entonces, la decepción es grande por tratarse de uno de los autores de los que más cabía esperar diez años atrás. Da la impresión de que algo se agotó en él y que se resignó a hacer "películas de Béla Tarr". Lo cierto es que sus mejores películas plantean evidentes exigencias al espectador, pero había en ellas una complejidad narrativa, una riqueza novelística que se fue perdiendo. En esta, The Turin Horse, se muestra capaz de crear poderosas imágenes, pero ya no existe el andamiaje capaz de sostenerlas.

Se trata, nada menos, que del caballo del que se abrazó Federico Nietzsche en el momento de su colapso mental. Una voz en off, con la pantalla todavía negra, cuenta el episodio, dice los años de locura que a partir de ahí le esperaban al filósofo; y agrega: del caballo nada se sabe. Y ahí empieza un majestuoso plano del caballo avanzando por un páramo ventoso. Desgraciadamente ese largo plano secuencia, inolvidable, es el mejor de la película. Será imposible sostener esa tensión a lo largo de las dos horas y medias restantes. Queda claro que Tarr ve el futuro con mucho pesimismo, pero como materia fílmica estos presagios funestos no rinden.

Béla Tarr declaró a la prensa en Berlín que esta película cerraba un circulo. No está claro si es su despedida del cine o solo la conciencia de que esta etapa de su obra está agotada.

La que en verdad me decepcionó levemente es Nostalgia de la luz, de Patricio Guzmán. Pero eso lo dejo para más tarde.

viernes, 2 de mayo de 2008

Caminatas

Por Oscar A. Cuervo

Sátántangó de Bela Tarr es un filme descomunal y esto no sólo por los obvios motivos de su descomunal extensión (siete horas y media). Sátántangó es un monstruo bifronte, una de cuyas caras mira al pasado, con su rabioso clasicismo (quizá se trate del último film narrativo bueno); mientras que la otra apunta al cine del porvenir, con su modernismo feroz (en 1994 anticipa no sólo el nacimiento de la visión van Santiana en Gerry, sino la exasperante deriva de Raya Martin en Autohystoria).

Bela Tarr y László Krasznahorkai –el autor de la fuente literaria- exponen sin pudor una estructura narrativa que remite a una mutación de la novela del siglo XX (Faulkner, Joyce, Lezama Lima; hasta es posible encontrar –como me sugiere Carmen- al Roberto Arlt de Los siete locos en esa pandilla desquiciada de rengos, borrachines, prostitutas y lectores de la Biblia que siguen el Plan diseñado por el mesiánico Irimías, una rencarnación de Erdosain; quizá Krasznahorkai haya leído a Arlt; quizás ambos remitan a una fuente original: ¿Dostoievski?).

Como en otra novelas del siglo XX, el relato fundamental se lee mediante indicios diseminados por la fragmentación de los puntos de vista y la superposición de capas narrativas. Hacen falta realmente siete horas para ir deshilvanando la trama. Un contrapunto de diversas voces comenta el relato, arriesga interpretaciones, las ironiza y las deja en suspenso. El Doctor –máscara inolvidable del fassbinderiano Peter Berling- es el observador que espía a sus vecinos y anota en cuadernos, llenos de palabras y de croquis; escribe borracho y acierta al diagnosticar la irremediable desesperación de sus prójimos, a pesar de que él mismo no es capaz de tenerse en pie. La película abre y cierra con el punto de vista de este testigo privilegiado que, lo que no ve, lo inventa. Al final, el Doctor clausura la ventana por la que ha estado espiando y así nos deja en la oscuridad durante los últimos minutos, como si Tarr fuera consciente de estar clausurando también toda una época del cine.

Pero hay otros narradores que también dejan constancia de lo que observan: Irimías le dicta a su ladero los pormenores del Plan que incluyen descripciones impiadosas de los otros personajes, mechadas con disquisiciones metafísicas dignas del Astrólogo arltiano. Después esas notas serán tipeadas y traducidas por un par de burócratas que suavizan las descripciones más crueles de Irimías. Como si fueran editores contratados para podar la proliferación desmesurada de escenas de una película demasiado larga, eliminan las reflexiones filosóficas, políticas y teológicas de Irimías y también aligeran la adjetivación. La escena, muy graciosa, nos sugiere lo que habría quedado de Sátántangó de haber caído en manos de burócratas del cine. También está el relato del loco Kelemen, que en medio del tango satánico repite obsesivamente unas frases a las que nadie toma en serio, a pesar de que él ve realmente lo que va a suceder.


Y hay, por supuesto, otro narrador, secreto, capaz de meterse en los últimos pensamientos de la niña antes de morir, reconciliada con ese mundo atroz; capaz también de enhebrar el relato de la multitud de sueños del grupo en la casona vacía, sueños en los que los personajes abandonan el árido realismo del film para entregarse a los prodigios del género fantástico.

Todas estas ideas son tremendamente literarias y lo extraordinario es que funcionan a las mil maravillas en el dispositivo cinematográfico de Tarr. Porque esta base literaria no luciría tan brillante si no fuera por la suntuosa puesta de cámara, por la belleza arrebatadora de una luz plateada que transfigura el feo andurrial en el que los personajes se arrastran; y por el majestuoso, lento y seguro ritmo en el que se desenvuelve cada acto. La teatralidad de algunas escenas, la presencia imponente del elenco, nunca hacen ruido en el sistema fílmico de Sátántangó. Teatro, novela, música, fotografía, steadycam, zooms, travellings circulares, grúas, monólogos, profecías, desvaríos, silencios, dictados y rezos, danzas, ruinas, gatos, lechuzas, cerdos, ovejas y pantalla en negro: todos los recursos se integran en una summa artística que parece compendiar el repertorio completo del arte occidental.


Pero esto es sólo el ojo que mira hacia atrás, porque Sátántangó también es el filme de la década del 90 que anticipa el cine del nuevo milenio. Un cine que desanda el camino de Griffith para volver a explorar senderos que fueron abandonados prematuramente cuando se impuso el código narrativo industrial. El cine como experiencia más que como relato, como obstinación de seguir caminando, de seguir y seguir un paso absorto, como los extraviados de Gerry, de seguir y seguir caminando, como repite el delirio del loco Kelemen. Estas caminatas-extravíos hoy continuadas por el áspero andar de Autohystoria.

domingo, 13 de abril de 2008

BAFICI: Bela Tarr


The man from London, Bela Tarr, Hungría, Francia, 2007

Algo, una mole blanca emerge de la bruma con parsimonia y es seguida por la cámara, que al final, trepa hacia arriba descubriendo que se trata de un barco. Todo irá apareciendo de modo poco común. De ese modo se descubre la nuca del hombre de rostro crispado que desde el mirador del puerto donde trabaja ha presenciado todo: el crimen y el intento de robo de una valija que antes habìa sido recibida por otro hombre que muere. La valija se hundió en el agua. El hombre que tiene por oficio mirar, custodiar, la rescata.

El espectador no sabe qué ha pasado. No ve la valija hasta que él la abre y caen las gotas lentamente, descubriendo su contenido en libras esterlinas que serán secadas en la estufa del mirador.

Nadie más ha visto esta escena, ni podrá descubrirla nunca.
Nadie antes ha filmado un hecho policial de esta manera: algo se inaugura. George Simenon tampoco ha escrito una novela policial convencional. El robo es lo de menos, lo de más... es el modo de filmar de Bela Tarr.

Es funcional la lentitud para que puedan invadirnos los pensamientos. Ante un hombre que no es un delincuente pero se atreve a delinquir. Que no descuida su partida de ajedrez, ni siquiera ese día en el bar en el que una mujer toca el acordeón, mientras la policía teje sus hipótesis.