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jueves, 27 de abril de 2017

¿Y ahora, Moreira?

BAFICI: Sobre No intenso agora de Joao Moreira Salles



"Más importante que la crónica de los sucesos 
es la significación actual de los mismos".
Roberto Carri

¿A qué intensidad, a qué "ahora" se refiere el título de la película?

Joao Moreira Salles, el director de culto de la familia Salles (el del mainstream es Walter Salles), nos deslumbró hace exactamente 10 años con Santiago, un documental que puede ubicarse sin dudar entre lo mejor del cine del nuevo siglo. Fue también el productor de Eduardo Coutinho, del que incluso se encargó de terminar su película póstuma, Ultimas conversas, cuando Coutinho ya había sido asesinado. Había varios motivos para esperar con ansiedad su nueva película, No intenso agora.

El intenso ahora al que se refiere el título no es ahora, 2017, ni es aquí, Brasil, sino 1968, París, Checoslovaquia, Pekín y, un poco también, Brasil. La pregunta que recorre la película es cómo sobrevivir a un acontecimiento pleno, cómo sostenerse en la vida después de haber sido henchido por la intensidad del instante. Un instante que se experiencia desligado del curso histórico, como un pico singular, sin tradición ni proyecto. La respuesta que la película no deja de subrayar (y en eso su sentido está clausurado) es que solo cabe optar por alguna variedad de la declinación, la melancolía, el fade out o incluso el suicidio. Una filosofía de la historia que deviene canto elegíaco. Como la intensidad del 68 tuvo dimensiones políticas, cabe preguntarse por la orientación política del "ahora" desde el cual la elegía se canta. ¿Y ahora, qué?


Hurgando en sus archivos familiares, Moreira encontró filmaciones de su madre en un viaje a la China maoísta del 68. Lo que a él intriga de esas imágenes es el gesto alegre de la madre, una alegría que con el paso del tiempo, nos asegura Moreira, ella perdió. Moreira Salles habla desde hoy y desde el off, y eso significa en primer lugar que evidentemente su madre ya no está y él no puede desentrañar el motivo de su alegría ni su fugacidad, pero al vincularla con otros acontecimientos del año 68 el narrador elige colocar la sonrisa pretérita de su madre en el plano de la política y no, como también podría postularse, en el de una felicidad íntima. 

Las dos series heterogéneas que componen la obra están en abierta tensión: un conjunto de archivos fílmicos de interés extraordinario (independientemente de la subjetividad del autor) y una intencionalidad de la voz del narrador por extraer de las imágenes una verdad, si no oculta, al menos desplazada. Si la mayoría de los acontecimientos registrados en el 68 exhalan alegría, el tono confesional del narrador busca en algún rincón del plano el germen inadvertido de la desdicha. 

La voz de Moreira nos habla con una tonalidad emotiva abiertamente melancólica. Desde el comienzo nos anuncia el principio epistemológico desde el que va a interpretar las huellas de sus archivos: quiere leer esas imágenes (no solo las de su madre, sino, como veremos, muchas otras) a contrapelo de las intenciones de quienes la registraron: se propone encontrar las huellas involuntarias de esos registros. No lo que se quiso filmar, sino lo que se filmó sin querer: lo que queda en los bordes, la distancia desde la que se filma, lo que se omite, la ostentación de la firma de quién filma o su anonimato, la reserva del observador respecto de los hechos observados o el entusiasmo que el acontecimiento impone al que registra, el proceso por el que ciertos indicios ingresan lateralmente y ganan el centro del cuadro o, a la inversa, su paulatino desenfoque. La clave interpretativa que Moreira maneja es la de una captura en dos direcciones: el camarógrafo captura el acontecimiento pero a la vez es capturado por él. Toda filmación encontrada es signo de una mirada, pero de una mirada que no ve del todo, que desplaza hacia los bordes y hacia afuera algo tanto o más decisivo que lo que ocupa el centro del cuadro. En el inicio está el modelo ejemplar de este procedimiemto: en las calles de Río en los años 60 una nena camina sus primeros pasos, con la niñera cuidándola. Moreira nos dice que ahí se puede ver algo que la filmación casera no se proponía mostrar. Cuando la nena avanza, la niñera retrocede, lo que nos revela las diferencias de clase en el Brasil de aquellos años. Quizá ninguna otra acotación del narrador vaya más allá de esa revelación inicial.

Moreira conjetura (noveliza) que la alegría de su madre en el 68 en China se debe a que allí donde ella, la turista, iba a buscar la China tradicional, encontró la intensidad de una vida nueva, la emergencia de un mundo naciente (precisamente en el Oriente). Por aquel entonces, la familia Moreira (Joao era muy chico) se mueve entre París, China y, fugazmente, Brasil. ¿Qué hacían los Moreira Salles de un lado para el otro del globo en un año tan intenso? La película se muestra reticente al respecto y lo que sabemos lo sabemos por fuera de ella. Los Moreira Salles son una familia de la más alta burguesía brasileña, dueños de una de las fortunas más grandes de su país. Esta condición económica quedaba expuesta pero también interrogada en la notable Santiago. No sucede lo mismo en No intenso agora. O Moreira supone que el espectador de No intenso agora vio Santiago o simplemente el cineasta abandonó ese problema. La notoria diferencia entre ambas películas es que en Santiago la voz actual del realizador cuestiona su propia mirada -su propia ceguera- anterior, mientras que ahora él interroga materiales ajenos (y algo más significativo, que sabemos por fuera de la película: que Moreira encargó adquirir, es decir: compró, a un buscador de archivos).

En la alegría que muestran los jóvenes protagonistas del mayo francés, en su proceso de irresistible dominio de la escena callejera y también televisiva, el Moreira de hoy destaca, ex post facto, una revuelta sin programa, es decir, sin futuro, puro vértigo presente, arrogante y despreocupado. El slogan de mayo: "debajo del empedrado, la playa"; es una consigna célebre de esas semanas, que intenta resumir el espíritu libertario y expansivo, destructivo y utópico de la rebelión estudiantil. Los jóvenes levantaban los adoquines de las calles para tirárselos a la policía, pero también por voluntad deconstructiva. Abajo del empedrado está la playa, lo que les aseguraba una vida inmediata en estado de gracia. Después Moreira descubrirá una versión menos idealista: quizás la consigna fue acuñada en un brainstorming por dos creativos publicitarios que quisieron sobreimprimir una promesa de dicha en un gesto apenas revoltoso. 


¿Y si le aplicamos a Moreira su propio método, para notar lo que desplaza, lo que desenfoca y omite, sus huellas involuntarias?

1968 fue también un año intenso de la revolución cultural maoísta que motivó la alegría enigmática de su madre. Pero también en Praga Moreira va a señalar un movimiento de signo inverso: el aplastamiento de la primavera checoeslovaca por la invasión de los tanques soviéticos. Los registros incorporados son valiosísimos y también le aplica el método de descubrir la mirada del que los filmó: si estaba en la calle, si lo filmó escondido desde la ventana de un departamento, si filmó la pantalla de televisión, si filma con miedo, con tristeza o con rabia. París, Praga y, ocasionalmente, con notoria descontextualización, Brasil, tendrán sus muertos, sus funerales y el significado político que asumieron en cada uno de esos casos los duelos colectivos. Después de la euforia y de las ceremonias fúnebres vendrá la resaca, la decepción, los suicidios y, en el caso de la madre, un lento desvanecerse que el narrador refiere sin profundizar.

La minuciosa elaboración del material de archivo que hace Moreira y su agudeza para leer las huellas involuntarias en las imágenes son el principal valor de la película. Moreira trata con delicadeza el tono melancólico y lo hace con mucha eficacia. 

Sin embargo, no puedo dejar de señalar mi decepción, no por la alegría pretérita y su inevitable fatiga, sino por la clausura de esa experiencia hacia el presente. El ahora personal desde el cual se entona la elegía por la juventud perdida, la tácita alusión al nefasto resultado de la revolución china, son totalmente unidireccionales: se cuenta y se remarca una y otra vez el fracaso, la decepción, el impulso suicida. 

Hay premisas políticas semidesarrolladas en No intenso agora que exigen ser pensadas más allá de la fascinación que produce su calidez tonal. Hay una tenaz premeditación por seleccionar entre lo pasado solo lo que satisface la idea de la fatalidad del fracaso y la derrota. ¿Esta fatalidad está impuesta por la historia o es una inclinación personal del autor el acentuar un trayecto que va desde la jovialidad hacia los suicidios? ¿Por qué el 68 brasileño queda tan acotado en relación al francés, el chino y al checoeslovaco? ¿Qué pasó en Brasil después y hasta ahora? Ya no hay más intensidad? Esta pregunta es significativa porque el narrador es brasileño. ¿No está pasando nada mientras se rememora aquella intensidad? La intriga que genera la alegría materna y su posterior ocaso es un subtexto que queda deliberadamente en la indeterminación, entre lo personal y lo político. Eso forma parte de la trama secreta de la película que va más allá de la elección temática del 68 y sus derrotas políticas y existenciales. ¿Qué relación hay entre mayo francés, chino y checoeslovaco con el Brasil 2017? Creo que lo más opaco de esta película bonita es el ¿intenso? presente que se omite.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Mayo


(Conversación con José Miccio el 12 de mayo pasado en La otra.- radio)

Oscar Cuervo: Ustedes saben que nosotros somos un país europeo. Somos franceses que hablamos en español. Y además todos recordamos mayo del 68 con una sonrisa. Esto en realidad lo decía la semana pasada Alan Pauls en Radar, a propósito de los 40 años de aquella rebelión estudiantil. “¿Con qué otra puta época del Siglo de lo Real -se pregunta Alan- podemos decir lo que decimos de mayo del '68: que tenemos con ella una relación de alegría?”. Era una nota bastante interesante, no tanto porque uno se sintiera inmediatamente dispuesto a adherir, sino porque revelaba una posición de cierto sector de la cultura porteña. Por ejemplo, en un momento hablaba de “dos categorías vaguísimas, derecha e izquierda, que ya ni siquiera necesitamos saber qué son para que no nos interesen”. Una sensación de que despúés de “la alegría que nos produjo a todos mayo del 68” hay ciertas cosas que se habían caído, por ejemplo, esta distinción mediocre de derecha e izquierda. Inmediatamente este artículo provocó la reacción de un amigo nuestro, de Mar del Plata, colaborador de la revista La otra, también de nuestro blog, el marplatense José Miccio.

Willy Villalobos: ¿Se molestó?

OC: Se molestó por pensar sobre la nota y por escribir. Y escribió un artículo bastante largo e interesante, que inmediatamente subimos al blog, “Diez notas sobre el Mayo francés de Alan Pauls”. Así que hoy quisimos conversar con él. José, ¿estás ahí?

José Miccio: Sí, aquí estoy.

OA: Vos viste que tu nota generó algún debate en el blog.

JM: Sí, fue algo escrito un poco en caliente, y siempre es bueno ponerlo en discusión.

Corina Setton: ¿Y qué fue lo que te calentó?

JM: Me molestó un tono que yo identifico con muchos intelectuales argentinos y no solamente los del presente, sino que tiene larga data, yo lo llevaría hasta el siglo XIX, la generación del 80. Cuando el liberalismo argentino toma las riendas del estado, construye la nación, lo que significa básicamente liberar mano de obra y ganar tierra para la agro-exportación, construye allí todo un aparato teórico, por ejemplo esto que comentabas vos sobre la “europea Buenos Aires”, una tradición que es operante todavía. Tradición que en su forma ya catastrófica, porque ni siquiera se puede tomar en serio, dice Vargas Llosa en el texto que posteaste sobre “Borges y los piqueteros”.

OC: Sí, él retoma aquello de “Civilización o Barbarie” que lo personifica en la Argentina de Borges y la de los piqueteros.

JM: Sí, y lo más interesante del artículo es que dice que Borges trabajaba en una biblioteca que se llamaba Miguel Cané, lo que da bien la serie, ¿no? De Cané a Borges y de Borges a Vargas Llosa tenemos toda una línea directa.

OC: La cuestión es que a mí me pareció que tu nota estaba muy intencionalmente colocada en un contexto de cierto rebrote de estas tensiones políticas que atraviesan la historia argentina.

JM: Justamente en un momento donde con argumentos mejores o peores hay una re-politización de los discursos, Alan Pauls sale con un texto donde lo primero que hace es desechar categorías históricas como las de izquierda y derecha, como si fueran parte de una taxonomía superada. Me gustaría saber superada por qué o por qué razones, pero no dedica argumentos para eso, es más que nada una invectiva. Me parece significativo que venga de un tipo al que yo, por otra parte, respeto mucho y admiro. Por ejemplo, él tiene un ensayo sobre la literatura de Manuel Puig que es brillante, pero, claro, nunca había hablado de política. Yo intenté dispersar por el texto algunos comentarios elogiosos sobre su carrera intelectual como para que no sonara todo demasiado violento.


OA: Pero viste que enerva mucho hoy en día decir... sobre todo “derecha”, porque “izquierda" es una palabra que todavía se admite ser dicha con desprecio, “esos señores de la izquierda...”. Yo te digo, porque me meto un poco masoquistamente en las discusiones de algunos blogs, como Pan Rayado, de Tomás Abraham, en La lectora provisoria ya no, porque creo que ya no hay ninguna discusión para dar con Quintín. Decís por ejemplo “la derecha” y te saltan encima con “¡pero vos qué sos, sos un setentista, sos un retrógrado, mediocre...”. Se enojan muchísimo.

JM: Sí, pero a la vez esos discursos necesitan una especie de monigote de izquierda, postulan una especie de tipo ideal del izquierdista “progre” al cual castigar con un desprecio bastante pronunciado como el que Pauls escupe en su pequeño ensayo. Porque no les gusta la derecha pero necesitan un personaje de izquierda como para que su discurso superado sea efectivo, ¿no?

WV: ¿A vos por qué se te ocurre que irrita de esa manera?

OC: A mí me parece que es una derecha que no quiere que la llamen por su propio nombre. Tienen una cierta idealización de su propia posición, se sienten después de no sé qué, como que ya aquello otro pasó y ellos están un paso más adelante. Y me parece que el resurgimiento de estos conflictos que estuvieron siempre en la Argentina a ellos los enoja un poco, porque se soñaban... no sé si se compraron el verso del primer mundo del menemismo o del fin de la historia de Fukuyama. Y cuando se dan cuenta de que estamos más o menos en la misma, ahí se enojan. A todos nos sorprende un poco también esta repolitización de la sociedad argentina, todos pensábamos que ya la política había pasado, y que ahora sólo era cuestión de mercado, de gestión, como un triunfo del liberalismo, ese que proclamaba Fukuyama, a fines de los años 80: “bueno, la Historia ya se terminó, ahora todo lo que queda es el mercado”. Pero ni a Pauls, ni a Quintín ni a Tomás Abraham les gusta definirse como defensores de un liberalismo clásico. Hoy en el programa de Grondona había un corresponsal de The Economist, un tipo joven que hacía un análisis de la actualidad argentina. Y el tipo decía que la línea de su publicación era fiel a los lineamientos del liberalismo del siglo XIX de John Stuart Mill. Lo que pasa es que estos se venden como “lo nuevo”, cuando en realidad piensan con categorías que son pre-marxistas.

JM: Pero si vos le preguntás a Pauls, él va a tener un discurso claramente anti Fukuyama, Pauls no es un seguidor de los ideólogos del liberalismo, sino de cierta crítica que surge por los años 50 en Europa, que se asume como superadora del marxismo, a partir de aquello que el marxismo nos impedía pensar: Pauls es deleuziano, es foucaultiano. Desde ese punto de vista su lugar de enunciación es más complejo, más difícil de capturar también, porque tiene un prestigio académico que lo hace más firme y menos atacable.

OC: Un lugar de prestigio, no sé si de firmeza filosófica.

JM: Exacto, pero que es dominante en el pensamiento político desde hace unos años, acá en la Argentina no tiene más que veintipico de años, porque es con la democracia que se instala, un pensamiento post-marxista. Y muy legítimo, en algún sentido: Foucault es un pensador extraordinario, ha hecho un trabajo intelectual que a mí me apabulla, me fascina leerlo. Pero a la vez ese discurso ha logrado una posición académica que se ha convertido en algo hegemónico.

OC: Una cosa que yo no tengo para nada clara y que trataba de preguntarte en el blog: esta vuelta a un liberalismo clásico, ¿a vos te parece que está en los propios Foucault y Deleuze?


JM: Yo no creo, no. Vos comentaste que esos libros eran hijos de una crisis de la modernidad, ¿no? Y yo también pienso que es así. No me parece legítimo decir que son neo-liberales. Creo que inauguraron un piso discursivo en el cual muchas reivindicaciones legítimas encontraron lugar, sobre todo reivindicaciones de minorías. Y creo que esas reivindicaciones entraron en un conflicto radical y ya a esta altura inamigable con la militancia tradicional de izquierda. Pero yo leo a Marx hoy, o leo a Sartre, y son dos personajes todavía fuera de la dominante, no solo en los ámbitos académicos, sino también en la divulgación. Y a mí todavía me interpelan. Por eso me llama la atención que nos hayamos desecho de categorías que me parecen todavía pertinentes, sin ponernos a pensar por qué nos hemos desecho de ellas.

OC: Sí, de todas maneras, la realidad nos insiste, ¿no?

CS: Igual, como vos también le dijiste el otro día a Tomás Abraham: “tantos años de leer a Foucault nos llevaron a...”. Porque no por leer muchos años a Foucault eso significa que se lo encarne.

OC: Bueno, claro, eso también se puede aplicar a tantos que se piensan marxistas y que no han hecho buen uso de esas lecturas, o a los que leen a Nietzsche o tantos otros... Leer mucho a un autor no es garantía de nada. A mí lo que más me impacta de estos lectores de Foucault o de Deleuze es que, puestos a opinar políticamente, sean tan parecidos a cualquier gorila vernáculo. Cuesta mucho diferenciarlos. Y uso intencionadamente la palabra “gorila”, que es una palabra interdicta, porque te pone inmediatamente en el campo de D'elía y de la patota. Pero me parece que es así, porque no encontré una palabra mejor todavía.

JM: A mí el otro motivo de enojo, o de cosquilleo que me produjo la lectura del artículo de Pauls es esa constante salida respecto de todo aquello que él describe. Es tan trascendente Pauls respecto de todo lo que dice que uno se pregunta desde dónde habla. Determina categorías de las que no forma parte, juega con las atribuciones del discurso, habla en primera persona irónicamente cuando tienen que hablar otros, o retoma una primera persona muy acotada, que sería la de la elite intelectual a la que pertenece, cuando tiene que hacer otras cosas. Pero su compromiso con el mayo francés, que me parece muy evidente en el texto, se reduce finalmente a esta cuestión de la alegría. Parece que para Pauls el mayo francés es algo sencillo, porque le permite politizar su discurso, cosa que no hace nunca, sin tener que mancharse con nada. Mayo es básicamente una fiesta, un período de recreo, un carnaval.

OC: Ningún conflicto que nos implique a nosotros en este momento.

JM: Ni en este momento ni en nuestra relación con la historia. Un pasado que no te permite tomar partido por ninguna posición que te genere algún conflicto. Me parece que es solamente una confesión de amor. Mayo me dio la alegría, unos cuantos pensadores que me sirvieron...

OC: ...y algunas películas.

lunes, 5 de mayo de 2008

Diez notas sobre el Mayo francés de Alan Pauls

Por José Miccio
I

“Porque ¿con qué otra puta época del Siglo de lo Real podemos decir lo que decimos del ’68: que tenemos con ella una relación de alegría?”. Con esta pregunta concluye Alan Pauls su contribución de cuatro columnas al cuadragésimo aniversario del Mayo francés. “La relación cero y la alegría” es su título; el suplemento Radar del último domingo su lugar de publicación. Se trata, aquella, de una pregunta elegante, como elegantes son siempre los textos de Pauls, incluso (sobre todo) esos, curiosísimos, que dice como presentación de las películas que Primer Plano proyecta en I-sat y que más que dichos parecen leídos, tan exquisita es su sintaxis, tan precisos sus juegos retóricos. Allí están, en la cita, esas mayúsculas lacanianas para referir un siglo entero y esas cursivas finales de espíritu carnavalizador. Y sobre todo está allí la huella léxica de la historia que Pauls celebra: la palabra puta como signo de un compromiso máximo, político y existencial, con el tema del que habla. A decir verdad, es esa palabra, que carece de una tipografía que le otorgue relieve, la que, sin embargo, está marcada. Porque Pauls no gusta de esas rupturas estilísticas tan evidentes (y por lo tanto tan poco elegantes); en otras palabras: Pauls no escribe puta sino cuando escribir puta es, digámoslo así, necesario. En ese sentido hay en su texto algo subrayado; y eso, claro, no atañe a la educada estética que Pauls practica con tan buenos resultados y que ha legado a nuestros ensayos y a nuestras conversaciones ese adjetivo que lleva consigo el máximo de los elogios: sutil. Por esta razón, ese final no termina el texto sin devolverlo a su comienzo y a sus zonas intermedias, nunca de manera sencilla, nunca por una calle de dirección única. Y está bien que así sea; porque Pauls es, como sus modelos intelectuales, un hombre del texto: nunca un écrivant; siempre un écrivain.

II

¿Y cómo empieza Pauls su ensayo? Así, con una clasificación de las reacciones que Mayo del ’68 ha provocado:

“1) ‘Mayo del ’68 es responsable de todos los males que vivimos hoy: falta de autoridad, relativismo absoluto, crisis de valores’;
2) ‘Mayo del ’68 es responsable de todas las conquistas de las que puede jactarse el presente: pluralismo, derechos de las minorías, laicismo, antiautoritarismo’;
3) ‘Mayo del ’68 tuvo cosas geniales y cosas estúpidas’”.

Pauls volverá a hacer uso de sus irónicas prosopopeyas cuando presente al personaje sobre el que arreciarán sus broncas: el cliente de la Historia. Por ahora se contenta con establecer un escenario: el de los cuarenta años que han pasado desde Mayo. Lo hace, dice, grosso modo. Entonces tenemos tres reacciones y sus respectivos tipos ideológicos: el ofendido, el celebrante y el mesurado. ¿En cuál se inscribe Pauls? En la segunda, arriesgamos. Pero no. Estamos frente a un fenómeno conocido: el del humano que clasifica humanos y se mantiene, sin embargo, fuera de todas sus categorías. Se trata de un escándalo lógico: o bien la clasificación no sirve o bien quien la realiza no es humano. Pero no hay por qué llevar las cosas a este lugar: Pauls no escribe un tratado sino un ensayo que habrá de publicarse en un periódico; su interés no es lógico sino ideológico; su medida no es la adecuación sino la persuasión. En ese sentido, lo que dice es otra cosa: dice su bronca sin por ello ser el ofendido; su alegría sin por ello ser el celebrante; su razón sin por ello ser el mesurado.

III

El problema está justamente en esto último, es decir, en su razón (en su trama argumentativa, quiero decir). Sus tres reacciones típicas son deliberadamente arbitrarias y su objetivo es, creo, provocar irritación. Son como tres cubeteras donde caben todos los que dicen algo sobre Mayo menos él. ¿Cómo va a entrar Pauls en alguna si esos útiles domésticos enfrían y sacan todo lo que producen de igual forma? ¿Cómo, si él es irreducible (Pauls escribiría irreductible, seguramente) a un modelo y es, sobre todo, caliente? Porque hay que decirlo, el habitual (y a mi juicio valioso) distanciamiento de Pauls respecto de los temas de sus ensayos no tiene lugar aquí. Quiero decir: a Pauls le importa mucho Mayo, tanto como para terminar su texto con una descarga emocional depositada en la palabra puta. Entonces, como Pauls es trascendente respecto de sus clasificaciones, puede juzgar sin demasiados inconvenientes. Lo peor es la mesura, así que a quien forma parte de la última categoría lo salpica de adjetivos que alternan ascos intelectuales y políticos: mediocre, conformista, ignorante, reaccionario. ¿Qué sucede con las dos primeras categorías? ¿Hay que tomar partido? Ya sabemos que Pauls no hace eso. Tal vez alguien mediocre e ignorante piense que vale la pena el esfuerzo de ajustarse, pero Pauls sabe muy bien que ambas son muy semejantes; es más, podríamos decir, foucaultianamente, que su oposición es meramente doxológica ya que las dos hunden su positividad en la misma episteme; los tipos ideológicos uno y dos son, entonces, reliquias de un mismo nivel arqueológico: el del presente. Así describe Pauls las dos primeras reacciones: “… son desoladoras porque son apenas una representación vaguísima de dos categorías vaguísimas, derecha e izquierda, que ya ni siquiera necesitamos decir qué son para que no nos interesen”. Y, por si fuera poco, “…parecen diseñadas para impactar mentes extraordinariamente básicas”.

IV


Pero no hay que equivocarse; no todo es lo mismo. Las reacciones uno y dos son superiores a la tres: “…al menos postulan alguna relación de tensión – por retrógrada que sea - con la Historia de la que forman parte”. Llegamos entonces a la presentación del personaje más deplorable de este drama pequeño pequeño: el ya mencionado cliente de la Historia. A él pertenece la tercera reacción, la que sopesa, mide, compara. Pauls escribe en primera persona del plural, pero, sabemos, nada tiene que ver él con su tipo ideal: “Decimos que Mayo del ’68 tuvo cosas geniales y cosas estúpidas con el mismo tono con que, enfrentados con el escándalo de un producto que no fue lo que esperábamos, un servicio que no nos sació o un espectáculo que dejó que desear, debatimos en silencio si estamos en condiciones de exigir que nos devuelvan el dinero”. En esto – creo – Pauls tiene razón. Y también – y sobre todo - en la caracterización que hace de la memoria del amnésico, esa persona “…para quien el único sentido que tiene la Historia es probarle si hizo bien o no en invertir en determinado acontecimiento”.

V

Pero las metáforas económicas que usa Pauls tienen sus trampas. Y estas se hacen evidentes en un paréntesis muy desafortunado. Inmediatamente después de exponer que el cliente de la Historia piensa en Mayo como en una insatisfactoria mercancía y debate entonces si está en condiciones de reclamar su dinero, Pauls escribe: “(Lo sofisticado es que aquí no se trata de dinero. Aquí el capitalismo no necesita dinero para funcionar. Aquí el único capital es hablar cuando Mayo del ’68 ya ‘está muerto’)”. En otras palabras, Pauls dice aquí lo que Mayo nos dejó decir, sin rubor, tantas veces: dice capitalismo como si este se tratase ante todo de una moral y no de una relación social de producción; bajo la misma sombrilla podría haber dicho revolución social como si esta se tratase solo de unos versos nuevos o de una ropa extraña y no de una confrontación de clases. Es esta una idea diseñada por una mente extraordinariamente básica, y no importa cuán (justamente) prestigioso sea su nombre. Se trata del - a esta altura - viejísimo truco de la completa reducción de las relaciones sociales a estados del espíritu. Un poco de Marcuse acá; otro poco de Deleuze allá y tenemos todo: tranquilidad de conciencia y discurso crítico, esto es, un elegante pensamiento burgués.

VI

Es probable que esto no suene elegante, pero no está de más recordarlo: el capitalismo es un modo de producción y un modo de relación social; el dinero puede ser su religión y la banalidad el estado dominante de la vida espiritual de quienes viven en su trama histórica (es decir, todos nosotros) pero su crítica es también (y a mi juicio necesariamente) no solo una crítica del espíritu burgués sino también una crítica de la propiedad burguesa. De eso Pauls no dice nada. Más fácil es, parece, hablar pestes de los mediocres y los ignorantes, esos que no tienen, como él, la arenilla dorada. Y aún más fácil es dictaminar una vez más el fin de polaridad izquierda-derecha, esas categorías sometidas al pensamiento binario (como explotador-explotado, como lucha de clases) y “que ya no nos interesan” (y el plural aquí es inclusivo, no irónico; es el de los que saben sobreponerse a las tramas que dominan a los otros pobres hombres, los a-lumnos, es decir, los sin luz; es el plural del plano de Música nocturna que muestra a los amigos de Filipelli, entre los que se encuentra, cómo no, el mismo Pauls). Todo esto es más bien un mal chiste. Como el del atribulado macho que le habla así a su pene: “pensar que nacimos juntos y te moriste primero”. No más izquierda y derecha: esa antigualla nació con el capitalismo pero murió antes. A nosotros nos queda la impotencia; a Pauls, la gracia aristocrática.


Pero tuvimos una fiesta. Pauls escribe muchas veces, y con mayúscula, la palabra Historia, pero Mayo es para él (y no solo para él) un relato mítico como el que solo una revuelta inocente - es decir, sin muertos y sin poder - puede regalar. La pos-izquierda puede celebrar hoy el empuje estudiantil de aquellos años y cuestionar el conformismo proletario o la manipulación de los sindicatos. La conclusión es la misma: los trabajadores son conservadores o sumisos o directamente imbéciles. Esta frase la dice uno de los jóvenes de Los amantes regulares: “Tendremos que hacer la revolución para los obreros sin los obreros”. Y el asunto no se terminó allí. Como a Negri - es solo un ejemplo - no le gusta hablar de imperialismo (esa cosa que suena a Lenin, ¡aj!) prefiere hablar de Imperio. ¿No es ese el libro que fue saludado como el manifiesto y la teoría de las nuevas luchas? ¿No es la multitud el nuevo sujeto histórico? ¿Y no es de Mayo de donde toma impulso un proyecto como este? Lo cierto es que algo hemos aprendido: podemos no decir nada diciendo todas y cada una de las palabras más rimbombantes de la filosofía politica. ¿O no es así, Foucault? ¿O no es así, Deleuze? ¿O no es esa una (la peor) de las contribuciones de Microfísica del poder y Capitalismo y esquizofrenia a la historia del pensamiento político? También esta es una herencia de Mayo.

VII

Hay, según entiendo, otra cosa en la que Pauls tiene razón: la del cliente es una reacción fácil, poco dramática. En sus palabras: “No es sólo un juicio que usufructúa las prerrogativas del post facto; es un juicio que confunde la mera posteridad con una superioridad moral, histórica, política”. Después de este diagnóstico escuchamos esa fantasmal (¿o fantasmática?) voz cobarde contra la que Pauls escribe. Dice esa voz: “Tengo derecho a juzgar lo que sucedió por el solo hecho de haber llegado tarde. Soy superior a lo que juzgo; lo que juzgo tiene conmigo ciertas obligaciones; es decir, lo que juzgo tiene que satisfacerme”. Hasta aquí, de acuerdo. Digamos que llegar tarde es un accidente; derivar de ese accidente una ventaja es, tal vez, un absurdo. Lo que sigue, en relación con el tiempo del que piensa y el tiempo de lo pensado, es más dudoso. Si hay que ser impuntual, parece decir Pauls, hay que llegar temprano. Como Godard, el profeta. ¿Tiene el que llega antes lo que el que llega tarde no tiene, es decir, una voz autorizada? Para Pauls parece que sí. ¿Por qué? Bueno…porque sí.

VIII


La chinoise es de 1967. Y de esa película extrae Pauls uno de los tres emblemas de la época que hoy atesora: el plano “…en el que Anne Wiaszemsky come un bol de arroz con una pantalla de lámpara invertida en la cabeza junto a un surtidor de nafta que dice ‘Napalm/Extra’”. Curiosamente, de todo lo que Godard tiene para decir sobre esos estudiantes revolucionarios atendidos por mucamas Pauls no rescata nada. Sí reencuentra el encanto de la foto en que Cohn-Bendit (entonces Danny El Rojo, hoy Danny el Verde) se burla de un policía en la puerta de La Sorbona. ¿Qué pensaría de esa foto el Godard de La chinoise? Pauls se refiere a esa mueca como a un desafío. Piensa, seguramente, en Bajtín y su estudio sobre el carnaval, es decir, sobre el contexto cultural en que Rabelais escribió Gargantúa y Pantagruel. ¿En la Francia de 1968 ese gesto era visto por todos los participantes de Mayo como una insubordinación o también se lo veía como una forma de rebeldía propia de un niño burgués? ¿Es la mueca de Cohn-Bendit el lugar donde confluyen los críticos del PCF? ¿O es en ese plano de Godard? Los emblemas de Pauls, me apresuro a decir, no tienen por qué guardar entre sí estrictas relaciones de coherencia.

IX

“Bajo los adoquines, la playa”. Este slogan es el tercer emblema que Pauls recupera de aquellos tiempos (porque Mayo no es un mes, por supuesto). Tiene su encanto, quién lo duda. Y el suficiente hermetismo como para habilitar posiciones diversas. ¿Se trata de una recuperación de la naturaleza? ¿De un llamado a mirar las cosas con ojos de historiador? ¿De la confesión del carácter vacacional de los movimientos estudiantiles? ¿De una reivindicación de la vida preindustrial? A Pauls no parece importarle nada de esto porque su interés por el slogan es más bien poético. El problema es que lo mismo se puede decir de otras, muchas, frases de su autoría. De esta especie de epíteto épico, por ejemplo: Mayo es “esa segunda Revolución francesa”. ¿Se trata de una tesis? ¿O es un verso? Como sea, la relación que establece entre ambos tiempos es históricamente insostenible. Si Pauls piensa en 1789 olvida, por ejemplo, la revolución jacobina, y si piensa en bloque el periodo que va de 1789 a, digamos, 1830 (o 1815, no importa ahora), olvida la revolución de 1848 y la experiencia, breve y radical, de la Comuna. Algo en común tiene los tres emblemas de Pauls: son más estéticos que políticos.

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La mención a estos emblemas aparece dentro de un extenso paréntesis. La frase que está fuera de él es esta: “El hormigueo irrefrenable que nos despierta hoy cualquier emblema de la época (…) no miente”. Las primeras palabras (“el hormigueo irrefrenable”) preparan el escenario para que otra palabra – puta - pueda ser bien leída. La superioridad epistemológica de la pasión (es eso lo que no miente) que Pauls sostiene aquí tal vez explique algunas de las extrañas afirmaciones de su ensayo; tal vez su tradición intelectual explique otras; su lugar social, algunas más y su buena prosa las restantes. Pauls eligió para esta efeméride el terreno de la invectiva. ¿Tiene, además de su ingenio, alguna idea para ofrecer? No muchas esta vez. Pero tiene, sí, condenas y condenas para repartir. Una vez hecho eso, todos somos culpables, Mayo es inocente y Pauls el único juez. ¿Qué le dejó el ’68 además de los mencionados souvenirs? Poca cosa, finalmente: la seguridad de no ser de izquierda ni de derecha, la higiene política propia del becado, la estetización del capitalismo y el vértigo estilístico de escribir puta en un texto elegante.