Mostrando entradas con la etiqueta Arlt. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Arlt. Mostrar todas las entradas

sábado, 31 de mayo de 2014

Teatro de operaciones

El domingo a la medianoche María Pía López en La otra.-radio. FM La Tribu. 88,7. Online



Personajes
por María Pía López *

El falso Astrólogo: Arlt le atribuye ese oficio por la fascinada desconfianza que cultivaba hacia los saberes esotéricos, convencido de que no eran más que artimañas de vivillos. Por eso crea este personaje, que no sabe nada y ni siquiera roza, en su discurso, una comprensión sobre las conjunciones de los astros. Orador equívoco, mereció una bofetada por sus erráticas vagancias por las ideologías. Revolucionario por momentos; por otros, hombre de un orden jerárquico y oscuro. De Lenin a Mussolini, de Mussolini a Lenin. El sueño del poder se convierte en pesadilla de la confusión. Manager de locos porque no puede ser conductor de multitudes. Una revolución a la escala de un jardín de una quinta o del teatro de marionetas de un altillo. ¿Se tomó en solfa lo que el gran poeta nacional, el enfático Leopoldo, afirmaba en serio? Porque si la verba del escritor no desdeñaba conversión ni oscilación ninguna y podía parecer un comediante -allí con sus hipérboles y sus ademanes teatrales-, su sino fue el de un hombre trágico y su estación final el suicidio.

¿Y si usamos el Astrólogo como Aleph desviado, astillado, medio trucho, caleidoscopio que va dando en cada sacudón distintos retratos? Tendríamos ahí un Lugones, los muchachos de La Nueva República, un Ramón Doll, el mismo Arlt, algunos comunistas, falsificadores y anarquistas de camisa de seda, pero también y hacia adelante una actriz convertida en primera dama, un general presidente, personajes de Marechal atravesando la ciudad envueltos en kimonos, el Instituto Di Tella, unas instalaciones y obras de Jacoby, la revista La Rosa Blindada, una fantasmagórica y más que trágica guerrilla en Salta, miles de células insurgentes, el Galimberti que mezclaba parejas dosis de aventura y compromiso, empresarios que coquetearon con las izquierdas para luego denunciarlas ante los grupos de tareas, publicaciones culturales y fanzines, la redacción de Cerdos y Peces, las asambleas barriales en el dosmildos, el peronismo entero en su infinitud territorial, Tartabul de Viñas, un grupo que se llamó 501 porque preferían viajar quinientos un kilómetros antes que ir a votar pero no se animaban al simple desconocimiento de la obligación cívica, los colectivos de adolescentes que se reúnen con objetivos imprecisos o minúsculos, tenaces camadas de alfabetizadores de pobres, los equilibristas callejeros, poetas que declaman en cualquier parte porque creen que la poesía redime algo del horror del mundo, militantes estudiantiles que nombran sus agrupaciones como la Mariano Moreno o la John William Cooke o la Macedonio Fernández coqueteando con el halo tibiamente subversivo y bien cool que tiene el travestismo en la actualidad, los salones en los que una cantidad de gente, poca o mucha, se junta a deliberar sobre algo que llaman política, o sea todo aquello que se multiplica, se difuma, y al hacerlo se encuentra con que las palabras ya no son tan fácilmente clasificables, los contornos son problemáticos y cuando se habla se asume un riesgo, el de arrepentirse, en un instante, porque lo que se dice no es lo que se piensa o debería pensarse; el de recibir la bofetada correctiva de los abogados de la hora. El Astrólogo es el Aleph en el que todo se vuelve comedia sn dejar de ser tragedia.

* (Fragmento del libro Teatro de operaciones, de María Pía López: este domingo a la medianoche viene María Pía a La otra.-radio, FM La Tribu, 88,7, online).

martes, 15 de abril de 2014

La luna roja

Foto: Mary Kobrak

Súbitamente, sobre el tanque de cemento de un rascacielos apareció la luna roja. Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba rápidamente. La ciudad, también enrojecida, creció despacio desde el fondo de las tinieblas, hasta fijar la balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la comba descendente del cielo.

Los planos perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones escarlatas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre. Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas abultadas de gula carnicera.

No se percibía ningún sonido, como si por efectos de la luz bermeja la gente se hubiera vuelto sorda.

Las sombras caían inmensas, pesadas, cortadas tangencialmente por guillotinas monstruosas, sobre los seres humanos en marcha, tan numerosos que hombro con hombro y pecho con pecho colmaban las calles de principio a fin.

Los hierros y las cornisas proyectaban a distinta altura rayas negras paralelas a la profundidad de la atmósfera bermeja. Los altos vitriales refulgían como láminas de hielo tras de las que se desemparva un incendio.

A la claridad terrible y silenciosa era difícil discernir los rostros femeninos de los masculinos. Todos aparecían igualados y ensombrecidos por la angustia del esfuerzo que realizaban, con los maxilares apretados y los párpados entrecerrados. Muchos se humedecían los labios con la lengua, pues los afiebraba la sed. Otros con gestos de sonámbulos pegaban la boca al frío cilindro de los buzones, o al rectangular respiradero de los transformadores de las canalizaciones eléctricas, y el sudor corría en gotas gruesas por todas las frentes.

De la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una sangrienta y pastosa emanación de matadero.

La multitud en realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos, arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros, muchos adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de hombro en hombro, hacía más profundos y sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles.

En las calles laterales los niños permanecían quietos en sus umbrales.

Del tumulto de las bestias, engrosado por los caballos, se había desprendido el elefante, que con trote suave corría hacia la playa, escoltado por dos potros. Estos, con las crines al viento y los belfos vueltos hacia las apantalladas orejas del paquidermo, parecían cuchichearle un secreto.

En cambio, los hipopótamos a la cabeza de la vanguardia, buceaban fatigosamente en el aire, recogiéndolo con los golpes en vacío de sus hocicos acorazados. Un tigre restregando el flanco contra los muros avanzaba de mala gana.

El silencio de la multitud llegó a hacerse insoportable. Un hombre trepó a un balcón y poniéndose las manos ante la boca a modo de altoparlante, aulló congestionado:

—Amigos, ¡qué pasa, amigos! Yo no sé hablar, es cierto, no sé hablar, pero pongámonos de acuerdo.

Desfilaban sin mirarle, y entonces el hombre secándose el sudor de la frente con el velludo dorso del brazo se confundió en la muchedumbre.

Inconscientemente todos se llevaron un dedo a los labios, una mano a la oreja. No podían ya quedar dudas.

En una distancia empalizada de fuego y tinieblas, más movediza que un océano de petróleo encendido, giró lentamente sobre su eje la metálica estructura de una grúa.

Oblicuamente un inmenso cañón negro colocó su cónico perfil entre cielo y tierra, escupió fuego retrocediendo sobre su cureña, y un silbido largo, cruzó la atmósfera con un cilindro de acero.

Bajo la luna roja, bloqueada de rascacielos bermejos, la multitud estalló en un grito de espanto: [COMPLETO ACÁ]