Mostrando entradas con la etiqueta Livings. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Livings. Mostrar todas las entradas

viernes, 12 de febrero de 2010

El nacimiento de una negación

(descartes de la modernidad)
(viene del capítulo anterior)


por oac

La modernidad empezó en un living.

Es una opción narrativa, discutible como cualquier otra, pero si hay que poner una escena para empezar, yo prefiero el living de René Descartes.

Podría haber sido otra escena: cuando Copérnico termina de escribir el libro donde propone la hipótesis heliocéntrica, que iba a ser el comienzo del final de miles de años de creer que la Tierra está inmóvil en el centro del universo. Pero creo que, justamente, el libro de Copérnico se trata de eso: del comienzo del final de la pre-modernidad y no de la modernidad misma.

Podría haber sido -la escena del comienzo de la modernidad- el descubrimiento de América, cuando el andaluz Rodrigo de Triana dice tierra. Comienzo demasiado apegado al cine de género, para mi gusto.

En el living de Descartes, él es un poco como Rodrigo de Triana y como Colón a la vez. No dice tierra, dice pienso. La escena carece de la épica requerida por los amantes del espectáculo, pero ese hombre envuelto en una bata, sentado en un sillón, mirando el fuego, descubre algo más que América. Descubre la negatividad, descubre la modernidad y la falla de la modernidad: todo a una vez. Los modernos tardíos tratan de separar modernidad y postmodernidad, reivindican el Sujeto en sentido fuerte, el ideal de la emancipación, la Autonomía del hombre (y de la mujer), la idea del Progreso, como banderas a seguir levantando contra la postmodernidad. Promueven la ilusión de que la modernidad es un programa incompleto por haber sido abandonado. Pero la modernidad nació póstuma: nació fallida, no hay otra modernidad que esta modernidad fallida cuyos resultados tenemos ante los ojos. No hay una modernidad íntegra a la que se haya abandonado y a la que podamos volver, abandonando el abandono.

Descartes vio todo esto sentado en su sillón, junto al fuego del hogar, en su living burgués.

Tenía 45 años y consideraba haber llegado a una etapa de su vida en la que su espíritu se había liberado de todo tipo de preocupaciones, ya no agitado por pasión alguna y habiéndose procurado un reposo asegurado por una placentera soledad. Estaba tranquilo el hombre, estaba hecho. La escena de la vida burguesa es muy precisa: una vez que se aseguró un buen pasar, el tipo se puede sentar en su sillón a pensar:



"Ya me percaté hace algunos años de cuántas opiniones falsas admití como verdaderas en la primera edad de mi vida y de cuán dudosas eran las que después construí sobre aquéllas, de modo que era preciso destruirlas de raíz para comenzar de nuevo desde los cimientos si quería establecer alguna vez un sistema firme y permanente; con todo, parecía ser esto un trabajo inmenso, y esperaba yo una edad que fuese tan madura que no hubiese de sucederle ninguna más adecuada para comprender esa tarea. Pero ya lo he postergado tanto tiempo que sería ciertamente culpable si consumo en deliberaciones el tiempo que me resta para intentarlo. Por tanto, habiéndome desembarazado oportunamente de toda clase de preocupaciones, me he procurado un reposo tranquilo en apartada soledad, con el fin de dedicarme en libertad a la destrucción sistemática de mis opiniones".

El burgués de vida ya aplacada, entonces, tratando de alcanzar la autonomía de su pensamiento. Sentado en un confortable sillón. Lo que Descartes quiere es llegar a la verdad por sí mismo, sin esperar el permiso de ninguna autoridad. Ha sido educado en un colegio jesuita y las apelaciones a la autoridad de los doctos están a la orden del día. Descartes también ha estado siguiendo con preocupación el proceso que la Inquisición de la Iglesia Católica le hace a Galileo, por sostener de un modo tan eficaz las teorías heliocéntricas que la iglesia siente -justamente- como una amenaza contra su autoridad. Descartes es un hombre que valora enormemente la prudencia y recomienda no ser nunca precipitado, ni en juicios ni en acciones. Por eso, quizá, el mejor lugar para pensar es su living, en situación confortable. Pero con toda su prudencia, su propósito es terriblemente ambicioso: lograr su propia autonomía de pensamiento, lo que de algún modo lo va a completar como hombre, ya que le permitirá darse su propia verdad.

Por eso se propone el método de la duda: no dudar por la duda misma, sino para llegar a encontrar lo indudable, es decir: lo que resista aun a las dudas más obstinadas. Obstínándose en dudar, como acto voluntario, lo que Descartes se propone es encontrar el límite de esa obstinación: lo que no se pueda poner en duda de ningún modo. Así se irá a dar su verdad. Porque la verdad, piensa, es algo que yo me tengo que dar a mí mismo.

¿Y qué es lo que no se puede poner en duda de ninguna manera? La duda tiene que ser violenta, hiperbólica, hay que empujar las cosas más allá de la sensatez burguesa, más allá de las tranquilas costumbres y de los plácidos consensos. En eso, Descartes es osado, desprecia lo sensato y lo consensual como si fueran falsos. Pero la duda tiene un tope ante el que no se puede seguir empujando: lo imposible. Mientras haya posibilidad de dudar, entonces dudemos. Hasta que la duda se nos haga imposible.

¿Los ojos pueden engañarme? ¿Las sensaciones corporales pueden ser engañosas? Descartes es contemporáneo de Galileo, de manera que sabe que es posible que los sentidos me engañen, puesto que durante siglos he creído que la Tierra no se mueve y ahora parece que la Tierra se mueve. Si la Tierra se mueve, ¿cómo es posible que mi cuerpo no lo sienta? Y Descartes, en un sentido, es más moderno aún que Galileo porque, antes que entregarse con entusiasmo a la defensa del heliocentrismo como hace Galileo, prefiere usar la hipótesis del movimiento de la Tierra como un síntoma de otra cosa: los sentidos, las sensaciones corporales, pueden engañarme. Entonces los sentidos son incapaces de darme la verdad que necesito: si hay una verdad en los sentidos, no son ellos los que la pueden validar por sí mismos, seré yo el que la examine hasta que ya no pueda ponerla en duda.

Los sentidos pueden engañarme sobre el color o el tamaño de la luna, que a veces me parece más grande y otras veces más chica, a veces me parece anaranjada y más tarde azulada. Puedo pensar que quizá la luna no haya cambiado: que son los sentidos los que me llevan a equivocarme.

Pero, digamos: estoy acá, cavilando, sentado junto al fuego, soy un tipo hecho y derecho, ya no tengo apremios económicos, estoy en mi sillón. ¿No es esto evidente? ¿O lo puedo a poner en duda?

Claro que lo puedo poner en duda: supongamos que estoy soñando. Sueño que estoy sentado junto al fuego y en cambio estoy durmiendo. Sueño que tengo 45 años y que estoy en una posición acomodada. Pero ¿si es un sueño? ¿si ya no tengo 45 años? ¿si en realidad no tuviera una vida desahogada? ¿y si estuviera durmiendo en la calle, si fuera un mendigo en la calle soñando que es un burgués o un viejo arruinado que sueña que es un filósofo? Descartes lo piensa. Por supuesto que no cree estar soñando, cree estar despierto. Pero, piensa: muchas otras veces soñaba y en el sueño creí estar despierto. A veces sueño que tengo 16 años y que estoy en el colegio, a veces estoy con amigos de los que me siento increíblemente cerca y ellos ya están muertos, hace mucho. A veces me despierto y descubro que mi amigo hace rato que ha desaparecido, a pesar de que hasta hace unos instantes estaba disfrutando de su compañía.

A veces es al revés: se muere alguien a quien amo con desesperación, mi vida tranquila de burgués reposado tambalea, lloro inconsolablemente. Y entonces me despierto y compruebo con alivio que se trataba de una pesadilla. Pero yo estaba tan convencido de la muerte del ser querido que, aún varios minutos después de haberme despertado, sigo llorando. Voy corriendo a constatar que el que creía muerto vive aún. Entonces: ¿por qué no pensar que ahora estoy soñando? Ahora, que estoy escribiendo frente a la pantalla de mi computadora un post sobre Descartes, ¿no podría ser esto un sueño? Descartes piensa: no tengo un método infalible para distinguir el sueño de la vigilia; si lo tuviera, entonces nunca podría confundirme al respecto, pero desgraciadamente (Descartes lo lamenta porque está buscando certezas) no soy capaz de distinguir sueño de vigilia más allá de toda duda. Aunque creo ahora estar despierto, a lo mejor estoy soñando y más tarde lo voy a saber.

Estoy solo, en esta habitación hay una sola persona: yo. Hace unas horas había dos más: éramos tres; pero primero se fue uno y quedamos dos, después se fue el otro y quedé yo. En el fuego hay cuatro leños ardiendo, uno a punto de consumirse, voy a agregar otro. ¿Y si estoy soñando? Si estoy soñando, cosa que es perfectamente posible, hay algo en mi percepción que parece quedar en pie: si hay cuatro leños y echo al fuego uno más, ahora hay cinco; si uno de ellos termina de consumirse, habrá cuatro: tres menos dos es igual a uno; cuatro más uno cinco, menos uno cuatro. Las verdades matemáticas son más firmes que las impresiones sensibles, porque me pasó muchas veces que creía ver una cosa de una determinada manera y después darme cuenta de que los sentidos me habían engañado. O de creer que estaba pasando por un determinado trance de mi vida y después descubrir que sólo estaba soñando. Pero nunca me pasó y, por lo que creo, nunca me va a pasar, que, si hago la operación 4 + 1 = 5, después descubra que estoy equivocado. 4 + 1 = 5. Fuera de toda duda, lo piense por donde lo piense, estoy convencido de que ahí no hay error posible. Los leños pueden ser reales o soñados, las personas que hace un rato estaban aquí y se fueron pueden haber muerto hace años o no existido nunca, pero tres menos uno es dos y dos menos uno es uno. Puede que lo esté soñando, que yo no esté en esta habitación, pero, aún si fuera un sueño, el uno, el dos, el tres son en cierta forma más verdaderos que la habitación, que el fuego, que el sillón y que las personas que se acaban de ir.

Descartes pone a las matemáticas en un rango superior en esto de encontrar una verdad que él pueda darse a sí mismo: las verdades matemáticas son algo que yo puedo darme a mí mismo: son evidentes, tres menos uno es dos, no hay duda. (En eso, Descartes también es fiel a un clima de época, e incluso a una antigua tradición: la que postula que el número, el cálculo y la medición son más ciertos que lo incalculable).

Pero hay duda.

Piensa Descartes: ¿de dónde saco yo esta energía en mis certezas matemáticas? La saco de la evidencia de que no me siento capaz de dudar de que tres menos uno es dos. Me resulta evidente. Además, desde que tengo uso de razón ha sido así, y, a diferencia de los sueños y de las ilusiones ópticas, las matemáticas nunca se me han mostrado engañosas. Simplemente, no puedo dudar de ellas. Pero, ¿y si mi mente está mal hecha? ¿si está, digamos, fallada de origen? Si yo fuera un ser mal formado, o mal terminado, con una constante inclinación a engañarse respecto de las cosas que me parecen evidentes, entonces podría seguir toda la vida pensando que tres menos uno es dos y en realidad, eso que me parece más claro que el agua clara, podría incluso ser falso. Sensatamente, no creo que mi mente esté así fallada, no creo que yo sea un ser constitutivamente obligado a equivocarse. Pero yo no estoy buscando lo sensato, estoy buscando lo verdadero: es decir: lo indudable. Y ahora que lo pienso me doy cuenta de que es posible -aunque parezca un poco loco pensarlo así, no es imposible- que mi pensamiento sufra de una disfunción constitutiva. Innata, diría Descartes.

No tengo que demostrar que yo he sido mal hecho, no tengo que demostrar que me vaya a equivocar siempre, me basta con pensar que eso sea al menos posible. Suficiente. Lo pienso otra vez: yo, sinceramente no creo que mi mente falle sistemáticamente, que falle por su constitución defectuosa, no me doy cuenta en absoluto de que ahora, cuando pienso 3 - 1 = 2, esté equivocándome. Pero junto con eso, atención, junto con eso, de lo que sí me doy cuenta es de que es posible que me equivoque siempre sin darme cuenta nunca. Me doy cuenta de que quizá nunca me dé cuenta de mi equivocación.



Esta torsión del pensamiento de Descartes, que le hace temblar el piso con mayor fuerza que las hipótesis cosmológicas revolucionarias que en ese momento se estaban discutiendo, esa torsión del darme cuenta de que es posible estar fatal y sistemáticamente equivocado sin darme cuenta, de que es posible estar profundamente convencido de algo que no puedo poner en duda, y que sin embargo sí puedo poner en duda que mi capacidad de dudar sea suficiente, este momento es el instante que funda la modernidad. Todo se ha venido abajo. Hay que empezar de nuevo. Esa voluntad fundacional es liberarse de todo o mejor aún: perderlo todo, pero con la promesa de volver a empezar.

La modernidad es crítica, ya se sabe: es una relación tensa con la tradición. Pero si nos quedamos sólo con eso, no hemos pensado hasta el fondo la experiencia de pensamiento por la que atraviesa Descartes. Porque dudando así no me he liberado tan sólo de la tradición. Lo que me pasa es algo más tremendo: he entrado en el torbellino de mi propio ser que ya no puedo detener: mi subjetividad (diríamos hoy esa palabra que aún no aparece en Descartes) está afectada, me gustaría más decir: está infectada por la sospecha en mi mismo. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Y no sólo lo sólido, el pensamiento también se desvanece o se pierde por alguna fisura. El yo que Descartes está a punto de alumbrar está fisurado: ha nacido, sí, fallado. Si queremos introducir un término hegeliano (Hegel es alguien que camina sobre las huellas de Descartes, para ir más allá), ese yo es negatividad pura, su acto más propio es negar, y aún: negarse. Pero ¿cómo? Dudando he sido capaz de negar el mundo, de abrir una brecha entre el mundo y yo, de dejarlo en suspenso. (Es tan fiera mi negatividad que he cortado los puentes con el mundo: sospecho que el mundo tal vez no sea como se me aparece; incluso dudo de que el mundo sea. Pero esta negatividad puede que no sea tan nefasta después de todo, siempre que me haga posible poner en suspenso al mundo, es decir: ponerlo en cuestión. Sin esta negatividad, el mundo ya estaría enteramente hecho y su ser sería positividad plena, una especie de horrenda pesadilla positivista; ni Hegel ni Marx serían posibles. Pero dejemos eso para más adelante).

Descartes se angustia, tiene de pronto una angustia mortal. Dice:

"He sido arrojado a tan grandes dudas por la meditación de ayer que desde ahora ya no estará en mí poder olvidarlas; ni sé de qué modo han de solucionarse; por el contrario, como si hubiera caído en aguas muy profundas, estoy tan turbado que no puedo ni poner pie en lo más hondo ni nadar en la superficie. Me esforzaré, sin embargo, en adentrarme de nuevo por el mismo camino que ayer, es decir, en apartar todo aquello que ofrece algo de duda, por pequeña que sea, de igual modo que si fuera falso; y continuaré así hasta que conozca algo cierto, o al menos, si no otra cosa, sepa de un modo seguro que no hay nada cierto. Arquímedes no pedía más que un punto que fuese firme e inmóvil, para mover toda la tierra de su sitio; por lo tanto, he de esperar grandes resultados si encuentro algo que sea cierto.

"Supongo, por tanto, que todo lo que veo es falso; y que nunca ha existido nada de lo que la engañosa memoria me representa; no tengo ningún sentido absolutamente: el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar son quimeras. ¿Qué es entonces lo cierto? Quizá solamente que no hay nada seguro"
.

Así empieza su Segunda Meditación Metafísica (el libro Meditaciones Metafísicas está dividido en seis meditaciones). Es interesante repasar los títulos de las tres primeras meditaciones. La primera: "DE LAS COSAS QUE SE PUEDEN PONER EN DUDA". El resultado está a la vista: "¿Qué es entonces lo cierto? Quizá solamente que no hay nada seguro". La segunda meditación ya dice algo más: "SOBRE LA NATURALEZA DEL ESPÍRITU HUMANO Y DEL HECHO DE QUE ES MÁS COGNOSCIBLE QUE EL CUERPO". No digamos nada todavía, veamos el título de la tercera meditación: "DE DIOS; QUE EXISTE". Si podemos recorrer esta secuencia, si podemos comprender la lógica que las une: de la duda generalizada a la afirmación de un espíritu más fácil de conocer que el cuerpo y de ahí a Dios, que existe; si podemos darle una mirada al fuera de campo que sostiene a esta secuencia, quizá empecemos a comprender por qué este magnífico plan de la modernidad nació fallido. Por qué la modernidad ya era postmodernidad.

Hay algo que Descartes va a descubrir como se descubre la carta robada que estaba ahí a la vista y que sin embargo no veíamos: si yo puedo poner en duda todo, si yo puedo poner en duda lo que veo, si puedo dudar si yo estoy durmiendo o despierto, si puedo poner en duda si yo estoy pensando bien o defectuosamente, o incluso dudar acerca de la posibilidad de que mi propia naturaleza me empuje inevitablemente al error, si yo me pregunto todas estas cosas y las quiero saber desesperadamente, si me asalta la angustia y me siento como si hubiera sido arrojado en aguas profundas sin ser capaz de tocar fondo ni de salir a la superficie, si yo dudo, si me pregunto, si temo, ¿no es que acaso por todo esto y aún en las peor de las alternativas que yo, por eso mismo, soy algo? ¿no soy acaso algo?

Yo soy. ¿Quién soy? ¿René Descartes? Eso no, todavía no. ¿El que está sentado junto al fuego? No aún. ¿El que ya tiene un buen pasar? Puede que sea un sueño (como los sueños de los burgueses de las películas de Buñuel, que siempre se despiertan cuando su cena está a punto de frustrarse). Pero aún soñando, aún con un pensamiento innatamente mal formado, incluso si fuera verdad que soy el que creía ser, en cualquier caso no puedo dudar de que yo soy. Y eso lo sé muy bien porque estoy dudando y estoy buscando una verdad, soy yo el que la estoy buscando y soy yo el que la acabo de encontrar: esa verdad soy yo.

Yo soy.

"He sido arrojado a tan grandes dudas por la meditación de ayer, que desde ahora ya no estará en mí poder olvidarlas". Creo que en las facultades de filosofía nunca nadie se detiene lo suficiente en esta frase, cuyo valor de pensamiento es al menos tan fuerte como el Cogito, ergo sum que como sentencia filosófica va a gozar de una celebridad mayor. Porque toda la fuerza del Pienso: soy, Dudo: soy, Me interrogo: soy radica en esta primera frase: lo que mueve a este burgués sentado en su living junto al fuego es el miedo, el miedo al que ha sido arrojado, la angustia de saber que desde ahora ya no estará en su poder el olvidarse de estas sospechas.

Así es como toco yo mi propio ser. Quizá Descartes podría haber escrito: "Temo no poder olvidar, ergo: soy"; o "No está en mí poder olvidar estas dudas a las que he sido arrojado, ergo: soy". En ese caso, la historia de la filosofía moderna habría sido quizá un poco distinta. Descartes, al decir "Pienso, ergo soy" le imprimió a esa historia una cierta dirección. Y en seguida se preguntó: pero qué soy. Y en seguida se respondió: soy el que piensa, soy la cosa que piensa. Y se aferró con desesperación a esta frase. ¿La pensó él mismo? ¿la pensó el sólo? ¿o la pensó otro por él? ¿Podría haberla pensado distinto?

Es por eso que la modernidad ya había nacido fallida.

domingo, 18 de mayo de 2008

Abbey Road

Por Candelaria Naveyra

Los auriculares enormes están ahí, colocados sobre su cabeza, otra vez. Ella nunca ha visto otros como esos antes. Él le dijo que al ser más grandes producen mejor calidad de sonido. El equipo de música también es distinto, plateado, más grande, con muchos botones, varias palancas y un visor donde una agujita de plástico baila con las canciones. Los parlantes separados y ubicados en lugares estratégicos del living. El tocadiscos, brillante y negro, con tapa transparente y la púa protegida en una cajita especial.

Desde que él le contó acerca de esos discos, el rojo y el azul, y ella los miró, y los fue apoyando uno a uno sobre la bandeja, y empezaron a girar, ella no dejó de sentir su atracción y deseó escucharlos una y otra vez. Giran giran giran giran giran.

Ella se aprende el final de los versos, reconoce pocas palabras, ya que no sabe el idioma. Por eso reproduce las vocales y encuentra las rimas. Él le traduce algunas partes – se cansa un poco de sus preguntas –, las que considera más importantes. Las otras no porque no tienen sentido. ¡Decilo igual! Ella se queda con lo que le suena a propio. “Sitting on a cornflake”, “Semolina pilchard” y luego “Gu gu gu yub, gu gu gu yub” o algo así.

Se queda horas tirada sobre una alfombra que el tiempo ha cambiado de color y los auriculares le cantan. Se va al interior de esa foto donde mucha gente se agolpa detrás de una reja algo oxidada. Hay de todo: señoras mayores con anteojos, hombres maduros, pero sobre todo, jóvenes. Chicas con suéteres ajustados y minifaldas y cabellos largos y sueltos. Adolescentes sonrientes y niños, varios niños. También están ellos. El primero, más cerca de la reja, se agarra a ella como queriendo elevarse para ver más arriba y más lejos. Mira hacia el otro lado, por detrás de la cámara, a un costado. El segundo enfrenta al fotógrafo y le sostiene la mirada. El tercero, un poco más adelante pero disimulado entre la gente, de traje claro. Y el último, de bigote, agachado junto a un niño, casi no se ve. Uno lo advierte solamente porque lo busca. Porque uno sabe que son cuatro. No sabe por qué, pero desea lo imposible: haber estado allí. Tiene la rara sensación de que seguramente ese día fue lindo.

¿Qué tienen de especiales? Según lo que se ve ahí, “1968, St. Pancras Churchyard” dice al pie (tiene casi veinte años la foto, ella hace la cuenta), nada. Según lo que escucha desde hace pocos días, mucho. No puede parar de hacer volver la pata del tocadiscos para que empiece todo otra vez.

Las letras de las canciones están en los envoltorios individuales de los discos, rojos en el rojo, azules en el azul. Ella las sigue de a ratos, descubriendo algo que le interesa pero se pierde y finalmente no importa. Compara las tapas. En una se ve a los integrantes del grupo en un balcón de un edificio que posee infinitos balcones iguales hacia arriba. En color sepia, todos vestidos igual, muy sonrientes, miran hacia abajo. En la otra, la misma foto pero diferente. En colores, los cuatro están bastante cambiados: usan otros trajes, las sonrisas no son tan felices, juegan a reproducir la fotografía más vieja. Han pasado casi diez años entre una y otra.

El disco rojo le gusta, le resulta alegre y sus pies zapatean involuntariamente siguiendo el ritmo cuando lo escucha. El azul la fascina. No sabe qué tiene, solo cierra los ojos allí tirada y canturrea tímidamente las partes que ha logrado memorizar. En general nadie la molesta.


Mamá viene a buscarla para cenar. Hace calor y ellos tienen ganas de ir a acostarse y estar solos. Es tarde. A regañadientes deja los auriculares, apaga el equipo y se promete volver en cuanto pueda.

Han pasado - ¿cuánto? – cuatro horas como mínimo desde la cena. No se escucha ningún ruido, por lo tanto deben haberse dormido ya. Mamá y él están en la habitación. Tienen la puerta cerrada. Seguro que ya ha pasado la medianoche. No debe hacer ni un sonido que los alerte. No pueden darse cuenta. Es mejor cuando uno sabe que está totalmente solo.

Que él le haya dado permiso para usar el equipo (que es difícil de manejar para los chicos, que es muy caro, que hay que cuidarlo mucho, que hay que cubrir la púa cuando no se usa, que los discos no deben rayarse, que hay que envolverlos bien, que se guardan parados uno al lado del otro, no acostados, que están ordenados de una manera especial, que…) casi le perdona estar siempre ahí, en el medio, tener que vivir en su casa porque en verano el departamento se alquila para que mamá pueda ahorrar, aguantar a sus hijos varones que la cargan y le rompen las muñecas, estar en esa casa que a ella no le gusta porque está lejos de la casa de su amiga, de la playa, de su prima, de su abuela, de su calle y su vereda en la que sí se puede patinar.

Según dice él, gran parte de las canciones de esos cuatro fueron escritas por dos, pero más que nada, por uno de ellos, el de lentes. Más que el equipo de música son los rostros y las canciones los que borraron todo eso que la puso de mal humor y callada al principio del verano. Son cosas que no puede decir porque no sabe cómo. Pero de repente siente que el mundo es suyo otra vez.
Pasada la medianoche, entonces, no importa que ellos estén juntos y ella sola. ¡Mejor! Baja de la cama; descalza y en puntas de pie llega hasta la puerta. ¡Por fin! Ya no aguantaba más la espera a oscuras en la húmeda habitación sin terminar. Debe ser cuidadosa porque Daisy puede ladrar si escucha algo extraño. Lo más difícil es abrir la puerta. Chilla siempre; pero esta vez la ha estudiado y sabe cómo hacer. Baja el picaporte con suavidad. Ahora hay que levantar un poco la puerta para que no arrastre y empujar despacio hacia delante. Con unos centímetros alcanza para pasar. Ahí está. Solo unos metros más por el pasillo y ya está en el living.

Daisy no escuchó nada. Todo está en silencio.

¿Cuál era la palanquita de ON-OFF? La de la izquierda. La otra es la que sirve para elegir si escuchás radio o discos. Pero tuvo la prudencia de dejarla donde la necesita. Ahora debe levantar la tapa del tocadiscos. Eso sí que es peligroso, no se ve nada y los pequeños ruidos se agrandan en la quietud de la casa. Le parece que es igual que en el cine: cuando uno quiere desenvolver un caramelo sin molestar es cuando más bochinche mete. Bien. El disco. Las pequeñas luces del equipo iluminan mal el estante. Saca algunos, los da vuelta para ver mejor y al fin lo encuentra. El azul. ¿El primero o el segundo? Los escuchará en orden. ¿De qué lado está? No está segura pero cree que ahí dice lado uno. No va a cerrar la tapa para no tener que abrirla de nuevo. Antes de apoyar la púa sobre el disco, palpa la cara del equipo buscando: hay que conectar primero los auriculares. Si no, estará perdida.

Ya está. Ahora, la púa. Qué bien. Cornetas, trompetas y fanfarrias comienzan… la primera canción no es como las que ha escuchado en la radio o como las de los casetes que le compró su mamá. Sabe que habla de frutillas. Hace mucho, en la casa del pueblo, su abuela tenía plantas de frutillas y peras y mandarinas y limones. ¡Cómo le gustaba ese patio! Tenía una hamaca y un gato y en verano una pileta de plástico.

Acostada boca arriba, los brazos bajo la nuca, las piernas dobladas, de a ratos una sobre la otra. Hay que acordarse de no cantar en voz alta. Por más que venga la canción más linda. Solo hay que seguirla mentalmente. ¿Cuál es la que más le gusta? Van pasando y no puede decidirse.
Terminó el primer lado y tiene que darlo vuelta. Con cautela lo hace y vuelve a acomodarse. Se ha cansado de mirar el techo oscuro, de intentar descubrir los objetos parcialmente conocidos a su alrededor. Por eso cierra los ojos. Mañana van a ir a la playa porque es domingo y mamá no trabaja. Lástima que también vayan él y sus hijos. Los párpados le pesan y pierde la concentración.

Mamá la levanta con dificultad. Ha apagado el equipo y le ha sacado los auriculares.

- Hija, vamos, es hora de levantarse. ¿Qué hacías acá tirada? Andá a lavarte la cara y los dientes, que desayunamos y nos vamos a pasar el día a la playa. ¡Vamos, vamos!

Él está ahí nomás. Prepara el nesquik frío y busca algo en la heladera. Cuando ella pasa, él le sonríe. Es bastante simpático.

sábado, 5 de abril de 2008

¿Qué es el peronismo? III

Seguimos con el asedio a esta identidad política tan esquiva y tan gravitante aún en la sociedad argentina. Hasta ahora, en esta serie hemos presentado a algunos autores que expusieron la perplejidad, la irritación, el miedo y la tristeza con que cierta intelectualidad porteña recibió la irrupción de las "hordas" peronistas en 1945 (acá y acá).

Pero hubo un militante y pensador de izquierda llamado Aurelio Narvaja que, desde su publicación FRENTE OBRERO, vio otra cosa, más difícil de ver en ese momento y por lo visto aún hoy. Así presentaba Jorge Abelardo Ramos a Aurelio Narvaja:



"Al producirse el 17 de Octubre, cuando aún las masas que habían protagonizado los sucesos no sabían exactamente cómo llamarse a si mismas, en el periódico "Frente Obrero", Narvaja interpretó sobre caliente los acontecimientos e inventó una palabra que sería luego bastante conocida: peronismo. Sin comprometerse con el Coronel Perón, marcó a fuego a sus adversarios de la izquierda y la derecha, abrazados y petrificados en la "Unión Democrática".

"Nadie explicó el origen y significación del peronismo, en el mismo momento, más lucida y rigurosamente que Narvaja. Asoció a la izquierda socialista la palabra nacional por vez primera. La clientela pequeño burguesa del gran puerto, aunque han pasado dos generaciones, aún no se ha repuesto de la consternación."

Y esto es lo que escribió el propio Narvaja en las jornadas inaugurales del peronismo, en su revista FRENTE OBRERO:


“Los acontecimientos de los días 17 y 18 de este mes han dejado perplejos y confundidos a los stalinistas, socialistas y en general a toda la pequeña burguesía que se hallaba bajo el influjo ideológico de la oligarquía y del imperialismo... La misma masa popular que antes gritaba ¡Viva Yrigoyen!, grita ahora ¡Viva Perón!. Así como en el pasado se intentó explicar el éxito del yrigoyenismo aludiendo a la demagogia que atraía a la chusma, a las turbas pagadas, a la canalla de los bajos fondos, etc., así tratan, ahora, la gran prensa burguesa y sus aliados menores, los periódicos socialistas y stalinistas, de explicar los acontecimientos del 17 y 18 en iguales o parecidos términos. Con una variante: comparan la huelga a favor de Perón con las movilizaciones populares de Hitler y Mussolini. Identificar el nacionalismo de un país semicolonial con el de un país imperialista es una verdadera ‘proeza’ teórica que no merece siquiera ser tratada seriamente...

"La verdad es que Perón, al igual que antes Yrigoyen, da una expresion débil, inestable y en el fondo traicionera, pero expresión al fin, a los intereses nacionales del pueblo argentino. Al gritar ¡Viva Perón!, el proletariado expresa su repudio a los partidos pseudo-obreros cuyos principales esfuerzos en los últimos años estuvieron orientados en el sentido de empujar al país a la carnicería imperialista".

"Perón se les aparece, entre otras cosas, como el representante de una fuerza que resistió larga y obstinadamente esos intentos y como el patriota que procura defender al pueblo argentino de sus explotadores imperialistas. Ve que los más abiertos y declarados enemigos del coronel lo constituye la cáfila de explotadores que querían enriquecerse vendiéndole al imperialismo angloyanqui, junto con la carne de sus novillos, la sangre del pueblo argentino...

"Aquellos que desconocen el sentido y la importancia de las tareas nacionales en nuestra revolución están incapacitados para comprender estos acontecimientos: en general, están incapacitados para comprender nada. Los que se engañaron tomando la movilización de estudiantes, burgueses y damas perfumadas (la Marcha por la Democracia y la Libertad del 19 de setiembre) por los preludios de la ‘revolución’, juzgan a la huelga general de l7 y 18 de octubre como una especie de aberración que echa al suelo todas sus teorías. La aberración estaría, en todo caso, en que individuos que se denominan a sí mismos marxistas, se pongan del lado del imperialismo en sus escaramuzas con algunos sectores de nuestra burguesía semicolonial... Por primera vez, en muchos años, la clase obrera ha salido a la calle y ha influido de manera importante en el curso político del país... Las grandes masas explotadas se están poniendo de nuevo en movimiento”.

AURELIO NARVAJA

miércoles, 2 de abril de 2008

Oído


Anastasi:

respondo a tu planteo, que decía así: "El odio se puede procurar aplacar o se puede avivar. A vos el odio no te parece ni bien ni mal, de modo que si en un momento dado decidís avivarlo, tendrás tus motivos para hacerlo. Si es así, te pregunto cuáles son."

Mi respuesta: el odio de clase (que no es todo el odio que existe en el mundo, pero es al que ahora nos estamos refiriendo) es uno de los elementos del conflicto. Hay también intereses de cada clase, valores de cada clase, expresiones culturales de cada clase. Es decir: no se agota todo en el odio, ni creo que el odio sea una vía privilegiada para vincularse con los conflictos de clase.
Pero de lo que acá estamos hablando es de una constatación: hay odio. Yo en principio no procuro aplacarlo ni avivarlo, porque no tengo la pretensión de manejarlo, y aunque la tuviera, no creo que podría. Lo que procuro es no moralizarlo de manera apresurada, diciendo: "no odiemos, eso está mal", antes de haber comprendido qué realidad está abriéndose paso a través suyo.

Al odio, cuando aparece hay que oirlo, registrarlo. Ya reconocer las manifestaciones de odio es toda una cuestión: porque muchas veces vivimos en una atmósfera de odio difuso que el cuerpo siente en las miradas, en los tonos de voz, en las palabras dichas a medias: quizá ese odio difuso sea más destructivo que el odio declarado, porque te va minando de a poco y sin que te des cuenta, como un boxeador que te pega constantemente pequeños golpes en el hígado. El otro odio, el desbocado, es tan evidente que te puede permitir encararlo, no necesariamente con un odio simétrico, quizá con el pensamiento.

¿Nunca te pasó que de repente ves cómo el odio irrumpe (en otro hacia vos o en vos hacia otro) como un relámpago, y lo sentís como una liberación, como algo que sospechabas y por fin ves cara a cara?

Algo de esto está sucediendo en estos días: este conflicto de las retenciones se desenvolvió en un clima de odios muy intensos y en todas las direcciones. Yo volví a sorprendereme al sentirlos en el cuerpo. No me quejo: por algo debajo de La otra dice: "un blog de amor y odio". Pero si vos hacés un paseo por los blogs que no tienen la palabra "odio" en su pórtico, igual podés percibir tanto o más odio que en La otra. Y no es una cuestión de blogs solamente: en la tv, en la radio, en la calle...

Creo que el odio más nocivo es el que se ejerce soterradamente, el odio denegado. Acá en La Otra yo no pretendo avivar los odios, y tampoco aplacarlos. Pretendo lo que estamos haciendo: pensarlos, no sólo cuando alguien lo expresa desaforadamente, como cuando D'elía le dice a Fernando Peña: "Odio a la puta oligarquía, te odio, Peña, odio tu plata, odio tu casa. Odio tu historia, odio a la gente como vos, que defiende un país injusto. Odio a la puta oligarquía, los odio con toda la fuerza de mi corazón". Esa irrupción es para mí fascinante. Y me parce que es fascinante para muchos otros. Si desde hace días se pone en el centro de los debates, es por lo general para reprobarlo: "ay, qué personaje impresentable, qué patotero, cómo se le ocurre, estos no aprenden más...". Yo creo que lo que se condena no es que D'elía sienta el odio que dice, sino que lo diga de esa manera abierta. Demonizar al portador del mensaje es hacerse el boludo acerca de lo que se dice.

Pero fijate que Peña, desde su lugar de comunicador que maneja los resortes del lenguaje radial, que administra sus tiempos, empieza el reportaje diciendo: "Tenemos una nota de color -¿de qué color?, dice un asistente suyo, y él sigue-, de color negro, porque está Luis D'elía del otro lado de la línea. Hola, Luis, cómo te va, contame qué hiciste, por qué le pegaste a la gente...". Y después viene la réplica.

Lo de Peña es, indudablemente, odio. Odio ingenioso (que no es lo mismo que inteligente). También hipócrita. Al día siguiente el diario de Lanata le cede a Peña su contratapa para que le escriba una carta abierta a la presidenta. Ahí Peña se hace el boludo: señora presidenta, qué colaboradores tiene usted, mire lo que me dijo, qué hago, tengo miedo, ¿corro peligro?, ¿podré salir a la calle?, ¿me tengo que ir del país?

Peña se hace el tonto, no se hace cargo de su racismo, Lanata se hace el tonto y le da una página a Peña: a Lanata, con un diario tambaleante, le conviene establecerse en el nicho de los medios de oposición, no le importa averiguar cómo fue, no le parece necesario promover un debate, sino un culebrón del artista sensible asustado por el patotero, que le traerá más réditos comerciales que si se pone a pensar. O quizá Lanata lo hace por odio, por simple odio a los negros odiosos.

No vi tampoco que algún lector u otro columnista del diario saliera a buscar el matiz, que reparara en el detalle de la ofensa racista con la que Peña inicia la conversación: entonces los que se hacen los tontos, los que fomentan la propagación del disimulo del racismo de la clase media porteña, de la complicidad de los empresarios editoriales y de los "artistas" con marketing transgresor, todos ellos, son no uno ni dos, sino cientos o miles.

Como el asunto viene mezclado con las retenciones, con la instalación del (falso) dilema: "o estás con el campo o estás con el gobierno", como el cualunquismo imperante hace que sea de buen tono estar contra el gobierno, como D'elía es bruto y Peña es delicado...

¿Qué hacemos con esto?

OSCAR ALBERTO CUERVO

Soja



Por Raúl A. Montenegro

Qué duro es sentirse minoría en un país de falsas mayorías. Qué duro es ver que el gobierno nacional y los ruralistas luchan entre sí cuando son cómplices necesarios del país sojero. Qué duro es ver cacerolas relucientes y llenas de soja RR en el asfalto civilizado de Buenos Aires. Qué duro es ver las cacerolas renegridas y sin tierra de los campesinos de Santiago del Estero. Qué duro es ver a los estudiantes de universidades argentinas con sus carteles de apoyo a los ruralistas en huelga, como si Monsanto y el Che Guevara pudieran darse la mano. Qué duro es recordar que esas cacerolas relucientes, esos estudiantes movilizados y esas familias temerosas del desabastecimiento no salieron a la calle cuando los terratenientes de este siglo XXI expulsaron a familias y pueblos enteros para plantar su soja maldita.

Qué duro es ver la furia ruralista al amparo de reyes sojeros como el Grupo Grobocopatel. Qué duro es ver el rostro reseco de Doña Juana expulsada, de doña Juana sin tierra, de doña Juana con sus muertos bajo la soja. Qué duro es ver que se cortan las rutas para que China y Europa no dejen de tener soja fresca, y para que Monsanto no deje de vender sus semillas y sus agroquímicos. Qué duro es comprobar, con los dientes apretados, y con el corazón desierto y sin bosques, que nadie habló en nombre de los indígenas expulsados de sus territorios, de sus plantas medicinales, de su cultura y de su tiempo para que la soja y el glifosato sean los nuevos algarrobos y los nuevos duendes del monte. Qué duro es ver con las manos y tocar con los ojos que nadie habló en nombre de los campesinos echados a topadora limpia, a bastonazos y a decisiones judiciales sin justicia para que ingresen el endosulfán, las promotoras de Basf y las palas mecánicas con aire acondicionado. Qué duro es saber que nadie habló en nombre del suelo destruido por la soja y por el cóctel de plaguicidas.

Qué duro es comprobar que muchos productores, gobiernos y ciudadanos no saben que los suelos solo son fabricados por los bosques y ambientes nativos, y nunca por los cultivos industriales. Qué duro es saber que para fabricar 2,5 centímetros de suelo en ambientes templados hacen falta de 700 a 1200 años, y que la soja los romperá en mucho menos tiempo. Qué duro es recordar que el 80% de los bosques nativos ya fue destrozado, y que funcionarios y productores no ven o no quieren ver que la única forma de tener un país más sustentable es conservar al mismo tiempo superficies equivalentes de ambientes naturales y de cultivos diversificados.

Qué duro es observar cómo se extingue el campesino que convivía con el monte, y cómo lo reemplaza una gran empresa agrícola que empieza irónicamente sus actividades destruyendo ese monte. Qué duro es ver que el monocultivo de la soja refleja el monocultivo de cerebros, la ineptitud de los funcionarios públicos y el silencio de la gente buena. Qué duro es saber que miles de argentinos están expuestos a las bajas dosis de plaguicidas, y que miles de personas enferman y mueren para que China y Europa puedan alimentar su ganado con soja. Qué duro es saber que las bajas dosis de glifosato, endosulfán, 2,4 D y otros plaguicidas pueden alterar el sistema hormonal de bebés, niños, adolescentes y adultos, y que no sabemos cuántos de ellos enfermaron y murieron por culpa de las bajas dosis porque el estado no hace estudios epidemiológicos.

Qué duro es saber que los bosques y ambientes nativos se desmoronan, que las cuencas hídricas donde se fabrica el agua son invadidas por cultivos, y que Argentina está exportando su genocidio sojero a la Amazonia Boliviana. Qué duro es comprobar que las cacerolas relucientes son más fáciles de sacar que las topadoras y el monocultivo. Qué duro es comprobar que en nombre de las exportaciones se violan todos los días, impunemente, los derechos de generaciones de argentinos que todavía no nacieron. Qué duro es ver las imágenes por televisión, los piquetes y las cacerolas mientras las almas sin tierra de los campesinos y los indígenas no tienen imágenes, ni piquetes, ni cacerolas que los defiendan.

Qué duro es comprobar que estas reflexiones escritas a medianoche sólo circularán en la casi clandestinidad mientras Monsanto gira sus divisas a Estados Unidos, mientras las topadoras desmontan miles de hectáreas en nuestro Chaco semiárido para que rápidamente tengamos 19 millones de hectáreas plantadas con soja, y mientras miles de niños argentinos duermen sin saber que su sangre tiene plaguicidas, y que su país alguna vez tuvo bosques que fabricaban suelo y conservaban agua. Muy cerca de ellos las cacerolas abolladas vuelven a la cocina.

Dr. Raul A. Montenegro, Biologo Presidente de FUNAM Premio Nobel Alternativo 2004 (RLA-Estocolmo, Suecia). Profesor Titular de Biologia Evolutiva, Universidad Nacional de Cordoba (Argentina) Responder a: montenegro@funam.org.ar FUNAM Fundación para la defensa del ambiente Environment Defense Foundation. Casilla de Correo 83 Correo Central, (5000) Córdoba, Argentina. Tel: +54-351-4690282 (Funam) Tel: +54-3543-422236 (home) Fax: +54-3543-422236 Email: funam@funam.org.ar Web: www.funam.org.ar FUNAM es una ONG fundada en 1982. Tiene status consultivo en ECOSOC y CSD (Naciones Unidas, Nueva York). FUNAM es Premio Global 500 de Naciones Unidas (1987). Miembro de RENACE.

martes, 19 de febrero de 2008

Living rooms: Bresson/Fassbinder



Bresson y Fassbinder comparten una visión similar de los efectos de la circulación del dinero sobre el espíritu humano. Lo volví a recordar el sábado pasado al ver La ley del más fuerte; inmediatamente pensé en L'argent (siendo por otra parte dos films tan disímiles). Y también me acordé de otra de Bresson, Une femme douce (una que se vio muy poco por aquí, en la que debutaba Dominique Sanda). Y caí en la cuenta de que Bresson y Fassbinder también coinciden en mostrarnos el living burgués como campo de batalla. En ambos casos se trata de burgueses pequeños-pequeños, pero lo pequeño no quita lo burgués. Y además, todo burgués es pequeño.
 
En La ley del más fuerte, la pareja de Franz y Eugen preparan el escenario de su desprecio mutuo: "despreciad al prójimo como a ti mismo". Los trámites de la decoración del living son la batalla por el gusto: kistch proletario versus kistch burgués. Uno contra el otro denuncian los límites de sus mundos. Lo mismo las batallas por el tocadiscos: si escuchamos a Mozart o esa canción tan dulzona de Georges Moustaki. Y los buenos modales al comer... en ese living no hay manera de que el amor prevalezca.
Es el centro autófago del infierno burgués. Franz, con toda su desvalida ternura, no tiene ninguna chance: le entregó su alma al loto.

En Une femme douce están el tocadiscos y la tv. El personaje de Dominique Sanda se casa para huir del infierno paterno y se mete en guatepeor: Bresson no necesita cargar las tintas, le basta con mostrar ese living, la tele, el tocadiscos. El living no simboliza "otra" cosa: es el living, es decir: la burguesía.
Más de una vez al decir esto, algunos amigos me han objetado: "no, no son burgueses, están aburguesados, o en todo caso, quieren serlo". Como si la burguesía fuera una condición sustancial. Pienso que no: querer ser burgués es serlo. La burguesía no está dada por la posesión efectiva de bienes materiales. Es el burgués el poseído. No se trata de una clase poderosa, sino de la clase de los poseídos. No hace falta tener dinero, basta con desearlo. Por eso Franz en La ley del mas fuerte y Sanda en Une femme douce están perdidos. Creen que si entran en transacción con el sistema del dinero van a zafar. Quieren que los amen, pobres.