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Este es mi homenaje sentimental al cine "de romanos", que por los pelos alcancé a ver en salas enormes y añejas, en sesiones con intermedio, cigarrito y ambigú. Al cine de interminable tele de tarde, o interminable tarde de tele, que tanto da, en casa con sofá y mantita. Al cine de aventuras, de milagros, de buenos sentimientos; al cine violento, voluptuoso y piadoso a la vez.
Nunca había dedicado a nadie una entrada, pero esta quiero dedicarla a mis alumnas y alumnos de cuando servidora de ustedes era profesora de lengua vasca, porque los torturaba sin piedad con Quo Vadis y Los Diez Mandamientos, en primorosas traducciones que grababa de EITB. Espero que algún día me perdonen.
Mucho antes de Wyler
Todo comenzó cuando Lewis Wallace, un militar de vida verdaderamente agitada, publicó en 1880 la novela Ben-Hur: a tale of the Christ.
Casi veinte años después llegó a conocer una adaptación teatral que tuvo bastante éxito: se programó y reprogramó varias veces, gracias a la osadía de subir caballos y cuadrigas al escenario [sí, señoras y señores, se dice y se escribe cuadrigas, no *cuádrigas].
En 1907, cuando Wallace llevaba ya dos años muerto, hicieron una primera peli. Duraba quince minutos, se limitaba casi a la carrera de cuadrigas y tiene el honor de haber provocado uno de los primeros litigios que se conocen sobre propiedad intelectual, ya que se rodó sin permiso de los herederos de Wallace, estos lo denunciaron y la sentencia les dio la razón.
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No podía faltar tampoco en esta versión la famosa carrera de cuadrigas, en la que trabajó como assistant director un William Wyler de veinte añitos y, como figurantes entre el público del circo, John Barrymore, Lionel Barrymore, Joan Crawford, Marion Davies, Douglas Fairbanks, John Gilbert, Dorothy Gish, Lillian Gish, Samuel Goldwyn, Harold Lloyd y Mary Pickford.
El peliculón
Y llegamos ya a la madre de todos los péplum, a su apoteosis y canto del cisne, si olvidamos por un momento, que ya es olvidar, el Espartaco de Kubrick, película muy apreciada por servidora de ustedes, pero tan impecable, tan impecable, que carece del encanto kitsch de sus predecesoras.
Llegamos, pues, al clásico de tres horas y media que me sé de memoria, porque cada vez que lo pillo en la tele no me resisto y lo veo. Os juro que recito los diálogos al unísono con Charlton Heston y en varios idiomas, además.
Me quiero detener un momento a homenajear a William Wyler, el director, un tipo tremendamente prolífico, que tocó casi todos los palos y los tocó bien. Además, me acabo de enterar de que nació en Mulhouse, Alsacia, ciudad encantadora que hoy pertenece a Francia y en 1902, cuando Wyler nació, a Alemania. Aprovecho para recomendaros que visitéis Alsacia entera y especialmente, en Mulhouse, la Ciudad del Automóvil, un alucinante museo de coches muy para todos los públicos. Servidora de ustedes no es lo que se dice una loca del motor y, sin embargo, se lo pasó en grande.
Volviendo a la peli, si el éxito popular de un film se mide por la cantidad de leyendas urbanas que genera, a Ben-Hur seguro que le corresponde el dudoso honor de figurar en el palmarés, pues mira que ha dado pie a dimes, diretes y chascarrillos tontos para relleno de un tipo de programa presuntamente cinematográfico que personalmente detesto.
Como Internet es un caldo de cultivo perfecto para estas chorradicas, seguro que, si queréis, las encontraréis fácilmente en la red. Solo os cuento una; bueno, no, venga, dos; las dos relacionadas con las dichosas cuadrigas: que el especialista al que en el film vemos caer al suelo y ser arrastrado y pisoteado por los caballos, murió allí mismo y que durante la carrera se ve un Ferrari rojo. En fin.
La escenita de marras
Lo de Gore Vidal es otra cosa, porque yo al señor Vidal le tengo respeto y me lo creo.
Recapitulemos. El novelista Lewis Wallace había escrito Ben-Hur anegado de amor a Cristo y como exaltación de su fe católica. El también escritor y guionista Gore Vidal no era ni es, a sus casi noventa años, lo que se viene entendiendo por un cristiano ferviente y, al parecer, colaboró muy a su pesar en el guion de Ben-Hur. Tan a su pesar que, al final, no pudo evitar un conflicto gordo con la productora y por eso en los títulos de crédito suele aparecer solo Karl Turnberg como guionista oficial.
Vidal siempre ha sostenido que, en la escena del rencuentro del protagonista Judá (Charlton Heston) con su amigo de la infancia Messala (Stephen Boyd), a Boyd le pidieron que actuara como si estuviera loquito de amor por Heston, sin que este se enterara, claro.
Tanto Heston como Wyler han negado siempre que esto fuera cierto. Vidal, en cambio, lo sostiene y así lo declaró en ese precioso documental que es El celuloide oculto (The Celluloid Closet, 1995).
Repesco la escena para que Vidal lo explique directamente, que lo explica muy bien, y para que ustedes juzguen. A mí, desde luego, siempre me ha parecido que Boyd se lo come con los ojitos y nunca me ha extrañado, porque Heston sería como actor un leñazo, como persona un fascistilla y todo lo que queráis, pero estaba buenorro.
Tachán, tachán
Para acabar, os dejo con la banda sonora, una de las grandes bazas de Ben-Hur, la musicota romanticona, emocionante y épica del gran Miklos Rozsa.
Y envuelta en este fragor de trompetas y timbales se despide vuestra amiga
Noemí Pastor
Ben-Hur (USA, 1939)
Dirección: William Wyler.
Intérpretes: Charlton Heston (Judah Ben-Hur), Jack Hawkins (Quintus Arrius), Haya Harareet (Esther), Stephen Boyd (Messala), Hugh Griffith (Sheik Ilderim), Martha Scott (Miriam), Cathy O'Donnell (Tirzah), Sam Jaffe (Simonides), Finlae Currie (Balthasar), Frank Thing (Pontius Pilate), Terence Longdon (Drusus), George Relph (Tiberius), André Morell (Sextus).
Guión: Karl Tunberg, basado en la novela de Lew Wallace.
Producción: Sam Zimbalist.
Fotografía: Robert Surtees.
Música: Miklós Rózsa.
Montaje: John D. Dunning y Ralph E. Winters.
Dirección de producción: Edward Woehler.
Dirección artística: Edward C. Carfagno y William A. Horning.
Decorados: Hugh Hunt.
Vestuario: Elizabeth Haffenden.