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viernes, 21 de septiembre de 2018

Cara de ángel


“No suelo dar consejos a los actores. Están aquí para hacer su trabajo” (Otto Preminger).

Esta frase puede dar una idea equivocada de la manera en que Preminger dirigía sus películas. La realidad es que manejaba con mano de hierro a los actores que trabajaban bajo sus órdenes y que su mal genio durante los rodajes era legendario.

Preminger nació en 1905 en lo que entonces era una parte del Imperio Austro-húngaro y hoy es una zona de Ucrania. Desde muy joven tuvo el deseo de ser actor y a ello se dedicó desde los dieciséis años, aunque para contentar a su padre, fiscal general del Imperio Austro-húngaro, también se licenció en Derecho.

Trabajó con Max Reinhardt, el legendario director austriaco que introdujo el expresionismo en el cine y el teatro; un expresionismo que llegaría a convertirse en impronta del cine germano e influiría también en el cine negro norteamericano.

Aunque a Preminger le apasionaba actuar, pronto empezó a quedarse calvo lo que limitó el tipo de papeles que podía interpretar; ello hizo que se volcará en la dirección teatral y también en la cinematográfica, con un éxito que justifico que, en 1935, Darryl F. Zanuck le llamara a Los Ángeles para trabajar en la Twentieth Century-Fox.

La relación de Zanuck y Preminger fue turbulenta y determinó en gran medida los vaivenes que sufrió la carrera estadounidense de Preminger, hasta que en 1944 logró hacerse con la dirección de Laura, cuyo éxito inmediato colocó al austriaco entre los directores más importantes del momento. En Laura sobresalía ya la capacidad de Preminger para combinar cine negro y melodrama, lo mismo que logró en Cara de ángel (1952)

Si en Laura regaló al género uno de sus personajes femeninos más simbólicos y atrayentes, el de la mujer soñada, en Cara de ángel, con Diane Tremayne, le dio el de la mujer temida, la mujer-mantis que devora al hombre objeto de sus anhelos.
Una de las características fundamentales del género negro es, precisamente, la figura de la “femme fatale”, el personaje femenino cuyos deseos o acciones desencadenan la acción que muchas veces concluye con la destrucción del hombre u hombres que han sido atraídos por el magnetismo de esa mujer. En Cara de ángel, esas motivaciones, que tienen un contenido enfermizo, se imponen claramente a la inercia del hombre objeto del deseo femenino.

Efectivamente, en ningún ejemplo mejor que en Cara de ángel es mayor esa perdición masculina, en cuanto a que el hombre objeto de las maquinaciones femeninas no participa en ellas y solo es culpable de pasividad. Precisamente, esa es una de las características más originales de esta película: el papel activo de la mujer frente al pasivo del protagonista masculino.

Así, el protagonista de la historia, Frank Jessup (Robert Mitchum), aunque se siente inicialmente atraído por la belleza y el estatus económico de Diane, pronto se da cuenta del peligro que entraña la joven tras su rostro angelical; por ello, en un momento de la película, Jessup le dice a Diane: “Todavía no he conseguido saber lo que hay realmente detrás de tu bonita cara, pero lo que sin duda he aprendido es a no ser un inocente comparsa. Es algo que acaba haciendo daño”.
Sin embargo, a pesar de ser consciente del peligro, Jessup es incapaz de escapar de la órbita de Diane y se convierte, precisamente, en ese inocente comparsa que no deseaba ser.

Frank Jessup, un antiguo piloto de carreras cuya vocación fue truncada por la guerra, aparece al inicio de la película como un modesto conductor de ambulancias que solo sueña con montar su propio taller mecánico y que, atrapado en las redes de Diane, acabará trabajando como chofer de la familia Tremayne.

Diane Tremayne odia a su madrasta (muy bien interpretada por Barbara O´Neill), porque es su rival en el amor paterno (Diane sufre un evidente complejo de Edipo) y porque es la dueña de la fortuna sin la que ella y su padre un escritor sin ganas de trabajar, estarían arruinados (y en el papel de padre, un perfecto, como siempre, Herbert Marshall).
Frank conoce el odio de la joven hacia su madrastra y los planes que Diane teje contra ella, pero no hace nada al respecto. Es un hombre sin verdadera voluntad, que no llegará a caer en la trampa del enfermizo amor de Diane pero tampoco será capaz de romper los lazos con ella, por mucho que sepa que debe temerla (“¿qué hombre está seguro con una mujer como tú?”, le dirá); cuando lo intenté realmente, sentenciará el destino de los dos.

Como contraposición al peligroso desequilibrio de Diane y a la estulticia de Frank, en la película hay otro personaje femenino muy atractivo (interpretado por Mona Freeman): el de Mary Wilton, la novia de Frank, una joven con mucho más carácter e inteligencia que él. Ella sabe que Jessup no la merece y no vacila en tomar las decisiones adecuadas al respecto. Es otro de esos interesantes personajes femeninos característicos de las películas de Preminger.

Preminger, que decía "En cada película colaboro con el guionista de 10 a 12 horas diarias”, contó para adaptar el relato original, de Chester Erskine, en que se basó Cara de ángel, con la colaboración del grandísimo guionista Ben Hecht, que no apareció acreditado en los títulos (el guion lo firmaron Frank Nugent y Oscar Millard) debido al boicot al que en aquellos años le sometió Gran Bretaña para castigar su apoyo al movimiento sionista en lo que era el Mandato británico de Palestina.

Y también contó con la omnipresente música de Dimitri Tiomkin y la magnífica fotografía en blanco y negro de Harry Stradling en la que la herencia expresionista germana de Preminger está perfectamente matizada por el realismo norteamericano (la casa oscura y sombría en contraste con el exterior luminoso propio de Beverly Hills, por ejemplo).

Con todos estos elementos, Preminger construye un sólido, sobrio y sombrío relato sobre la turbiedad de las relaciones entre cuatro personas: padre, madrastra, hija y chofer, donde los personajes fuertes son las dos mujeres, que se imponen a la debilidad de carácter de los dos hombres.
En esta historia no hay cabida para la pasión, y mucho menos para un amor que no sea una manifestación enfermiza de poder. Precisamente, la frialdad del relato es su máxima cualidad y la que le aleja del melodrama hasta llevarlo al puro género negro. Unos años antes, con similar argumento y con la actriz fetiche de Preminger, la hermosa Gene Tierney, el director John M. Stahl solo habría logrado un vistoso, aunque exitoso,  melodrama: Que el cielo la juzgue.

En Cara de ángel destaca también la parte del metraje dedicado al procedimiento judicial, un terreno en el que Preminger, quizá por sus estudios legales, se siente evidentemente cómodo y en la que se advierten ya algunas de las características que convertirán otra película del director, Anatomía de un asesinato (1959) en una de las mejores películas judiciales que se han rodado. En este caso, el juicio y todas las escenas en las que aparece el cínico abogado defensor de Diane, interpretado por Leon Ames, contienen una sutil crítica del sistema judicial norteamericano.

Cara de ángel fue la primera de las cuatro películas que Jean Simmons rodó para la RKO Pictures, la compañía de Howard Hughes. Simmons, una juvenil estrella británica, había llegado a Estados Unidos acompañando a su novio, y pronto marido, el también actor británico Stewart Granger. En Estados Unidos, Hughes se hizo con el contrato de Simmons y convirtió a la actriz en objeto de deseo. Al parecer, Jean Simmons no se avino a las intenciones del magnate y Hughes le zancadilleó impidiéndole que protagonizase Vacaciones en Roma, de William Wyler, la película que convertiría en estrella a Audrey Hepburn.
Jean Simmons, sea por la persecución de Hughes (ella siempre negó el acoso del millonario) o por su propia personalidad, no llegó nunca a ser una estrella rutilante al modo de otras de Hollywood, pero si fue una gran actriz, como supo demostrar en todas las películas en las que actuó, destacando Horizontes de grandeza, esta vez sí con William Wyler (1958), El fuego y la palabra (1960), de Richard Brooks (su segundo marido) o Espartaco (1960), de Stanley Kubrick.

Como mera curiosidad, comentar que, en Cara de ángel, Jean Simmons utilizó una peluca, al igual que había hecho Barbara Stanwyck al encarnar a otra de las pérfidas más peligrosas del cine negro, la Phyllis Dietrichson de Perdición. Se ve que a las malas les sienta bien la peluca.

De Mitchum poco se puede decir, más allá de lo que demostraron sus más de cincuenta años de carrera. Su gran baza fue dejar que los personajes que interpretaba llenaran su inexpresividad. Adicto, camorrista y mujeriego en la vida real, en el cine supo construir personajes inolvidables… Como predicador psicópata, soldado Allison, sheriff degradado o ex detective perseguido y alcanzado por su pasado… es uno de los grandes del cine.

Y, además, Mitchum fue uno de los pocos que hizo frente al déspota Preminger. En las primeras escenas de Cara de ángel, Mitchum tenía que abofetear a Jean Simmons. Preminger ordenó repetir varias veces la escena y, antes las quejas doloridas de Simmons, el director le dijo que quería verla llorar de dolor. Entonces, Mitchum le dio un terrible bofetón a Preminger mientras le preguntaba: “¿Así está bien?”. Preminger intentó que Hughes despidiera a Mitchum, pero no lo consiguió porque en aquellos momentos Mitchum era un valor seguro en las taquillas.

Otto Preminger fue un hombre de personalidad muy compleja y contradictoria. Según los que le conocieron, era encantador en la vida social y un tirano en su faceta profesional (son palabras de Kirk Douglas que, en su autobiografía, completa la descripción diciendo que profesionalmente “actuaba como el sádico comandante nazi que interpretaba en Stalag 17”). En sus películas se atrevió a afrontar temas socialmente rechazados en su época (la drogadicción, el racismo…). Cuando le pareció oportuno se enfrentó a los poderosos (sus peleas con Zanuck, el vulnerar “la lista negra de Hollywood” al incluir a Dalton Trumbo en los créditos de Éxodo…), y también fue el primer director que dio tratamiento de estrellas a actores negros en su película Carmen Jones (por ella, la actriz Dorohy Dandridge fue la primera actriz negra nominada al Óscar como actriz principal)…

Otto Preminger tuvo un triste final: se arruinó para financiar la que fue su última película, El factor humano (1979), que resultó un gran fracaso. Murió de un ataque al corazón en 1986, después de haber pasado sus últimos años enfermos de alzheimer.

Los amantes del género negro le recordaremos siempre por dos películas inolvidables: LauraCara de ángel, la del final impactante en las colinas de Beverly Hills.


Yolanda Noir


viernes, 1 de septiembre de 2017

El beso de la muerte

“A veces los malos principios tienen buenos finales” (Nettie Bianco).

Con lo que empieza y termina “El beso de la muerte”, de Henry Hathaway, es con las mismas hermosas imágenes nocturnas de Nueva York.  Con ellas, Hathaway, dota a esta película, una de las grandes del género negro norteamericano, de una simbólica estructura continua: principio y fin se unen, sin solución de continuidad, en una historia de enorme fuerza narrativa.

Su argumento se centra, aparentemente, en los esfuerzos de un hombre por redimirse de su pasado como delincuente. Pero, si arañamos un poco más allá de la superficie, podemos encontrarnos con que esta película contiene, además,  un fuerte mensaje simbólico.

La trama, basada en una novela del abogado y escritor Eleazar Lipsky,  es la siguiente: Nick Bianco, un atracador de poca monta, es detenido en el curso del robo a una joyería.  A pesar de los esfuerzos del fiscal encargado del caso, se niega a delatar a sus cómplices y es condenado a veinte años de cárcel. Tres años más tarde, al enterarse de que su mujer se ha suicidado y sus hijas están en un orfanato, Bianco consiente en la delación para poder salir de la cárcel y hacerse cargo de ellas. Ello le acarreará graves consecuencias…

 
Para entender el posible mensaje subliminal de la película, hay que señalar que en Estados Unidos se estrenó el 27 de agosto de 1947. Es decir, en el mismo año en que las diferencias entre Estados Unidos y la Unión Soviética, su inverosímil aliada durante la Segunda Guerra Mundial, eran ya irreconciliables.

Dentro de la ruptura abierta entre los dos grandes bloques mundiales, en marzo de 1947 el presidente Truman lanzó su programa para la contención del comunismo en Grecia y, poco después, se aprobó el Programa de lealtad de empleados federales, con el fin de descubrir posibles espías de la Unión Soviética.

En esta atmosfera de tensión anticomunista, el Comité de Actividades Antiamericanas, que había sido creado en 1934 para perseguir la propaganda nazi en Estados Unidos, y en 1945 se había convertido en una  comisión permanente de la Cámara de Representes,  se volcó en un objetivo fundamental: la persecución del comunismo en Estados Unidos.

Muchos ciudadanos estadounidenses fueron llamados a declarar ante el Comité; la mayoría funcionarios gubernamentales, aunque los casos que más fama alcanzaron han sido los relacionados con la industria cinematográfica. Especialmente famosos se hicieron los llamados  “Diez de Hollywood” (nueve guionistas y un director), que se negaron a declarar ante el Comité, basándose en la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana, y fueron por ello encarcelados.

La táctica del  Comité fue favorecer la  exculpación de aquellos que delataran a presuntos comunistas  (y es justo reconocer que, dentro del ambiente de paranoia colectiva que se creó, también se descubrieron casos reales de espionaje, como el de Alger Hiss, que había ocupado un importante cargo del Departamento de Estado mientras espiaba para los soviéticos).




Este era el “espíritu de la época”, el clima social, en el que se desarrolla “El beso de la muerte” y que nos permite entender mejor el mensaje que lleva encubierto esta película, que se evidencia, por ejemplo en el siguiente dialogo:


Nick Bianco (Víctor Mature): Ahora soy un chivato.

Fiscal D´Angelo (Brian Donlevy: ¿Y eso te mortifica?

Nick Bianco: No…

Nick Bianco asume inicialmente, sin vacilar, veinte años de cárcel con tal de no convertirse en un delator. Más tarde sacrifica ese código de honor por un interés supremo: el bien de su familia. ¿No era acaso ese el mensaje del Comité de Actividades Antiamericanas? Que la delación era un comportamiento asumible, incluso honorable, cuando estaba en juego un interés superior: la seguridad de la patria.
¿Había visto la película el director Edward Dmytryk, inicialmente uno de los “Diez de Hollywood”, cuando, tras seis meses de cárcel, consintió en delatar a 26 compañeros? Se pueden hacer toda clase de suposiciones… Lo único cierto es que “El beso de la muerte” simboliza magníficamente el clima moral de su época:

Nick Bianco (Víctor Mature): Ya veo; sus procedimientos son tan sucios como los míos.

Fiscal D´Angelo  (Brian Donlevy): Pero con una diferencia: atacamos a la gentuza, no a las personas decentes.

Nick Bianco: Tiene razón…

Cuando rodó “El beso de la muerte” para la Fox, Hathaway, director polivalente que hizo grandes películas de diversos géneros, ya había dirigido varias cintas de género negro, entre las que destaca  “La casa de la calle 92” (1945), porque en ella Hathaway rueda en la calle y con un marcado carácter documental.

En “El beso de la muerte”, Hathaway también rodó en escenarios reales: el edificio Chrysler donde transcurre el atraco inicial, el palacio de justicia y la cárcel de Sing Sing, las salas de fiesta y restaurantes…

 
Por ese salir a la calle y por su afán de realismo  (y, en el caso de “La casa de la calle 92”, por utilizar a actores no profesionales) a veces se encuadra a estas películas en un llamado “Neorrealismo norteamericano” que, realmente, no existió ni siquiera en el género negro, el más proclive a la crítica social. El verdadero Neorrealismo nació del enfrentamiento con una realidad que estaba muy lejos de ser la estadounidense: la pérdida de la guerra, el hundimiento económico y las heridas del fascismo.

En el cine norteamericano, a diferencia del Neorrealismo, siempre primó el afán evasivo, aunque en algunas películas se pueda rastrear algún rasgo neorrealista, como en “La jungla de asfalto”, de John Huston (y es muy significativo el modo tan diferente en que Huston,  miembro activo del Comité de la Primera Enmienda, opuesto al Comité de Actividades Antiamericanas, trata el tema de la delación  en su película, sólo tres años posterior a “El beso de la muerte”).

En Hathaway, al que seguramente impresionaría el estreno en 1945 de “Roma, ciudad abierta”, lo que verdaderamente prima es un realismo muy bien construido, apoyado, entre otros elementos, en el juego de luz: brillantes y diurnas para las escenas de familia, claroscuros para las escenas de tensión (las siniestras sombras que se acercan a la puerta de la casa de Bianco…)

 


La realidad es que en el  “El beso de la muerte”, Hathaway saca las cámaras a la calle, pero sin crítica social a la manera del Neorrealismo. Es verdad que, inicialmente, se dice  que Bianco delinque porque, tras su pasado de delincuente juvenil, ya no se le ofrece la oportunidad de un trabajo honrado. Pero, tras convertirse en un delator, lo encontramos inmerso en una muy feliz y desahogada vida familiar, disfrutando de una estupenda vivienda suburbana, difícilmente compatible con el que nos dicen que es su trabajo de simple obrero en una fábrica de ladrillos: todo un canto al “american way of life”. Entre la vida de las tiernas hijas de Bianco y la del conmovedor Bruno de “Ladrón de bicicletas” media todo un abismo económico, histórico, conceptual…

Sí existe una crítica implícita a la incapacidad de la Justicia, encarnada por el fiscal D´Angelo, para proteger a Bianco y a su familia de sus antiguos compañeros del hampa. Pero esta crítica queda diluida en el final feliz, que desentona bastante y choca contra el clima de fatalismo que sobrevuela toda la historia. Final amable que, probablemente, fue impuesto por la censura (la aplicación del famoso Código Hays), con la que Hathaway tuvo que luchar duramente a lo largo del rodaje de la película (el suicidio de la primera mujer de Nick sólo se acepta, porque era imprescindible para el desarrollo de la historia, a cambio de su brevísima mención y de que la mujer sea alcohólica, única excusa, junto con la enajenación mental, que se consentía para cometer el horrible pecado del suicidio).

Lo cierto es que hay que reconocerle a Hathaway el mérito de lograr que en su película, por encima de cualquier mensaje ideológico, llegue a primar la forma de contar la historia, llena de fuerza y tensión, con momentos excelentes como el de la bajada en el ascensor tras el atraco o las escenas finales de Bianco preparando su estrategia final contra el psicópata Udo.

En cuanto al reparto, sólo puede decirse que es irreprochable, porque aunque del protagonista, Víctor Mature, siempre dijeron que era muy mal actor, la realidad es que, bien dirigido, podía actuar muy dignamente.  En su famosa frase: "Yo no soy actor, tengo 64 películas que lo demuestran", hay, además de inteligente ironía, una evidente falsa modestia.

En verdad,  Mature realizó algunas interpretaciones sobresalientes que, generalmente, quedan oscurecidas por el protagonismo que siempre tomaba su físico en la pantalla… El Doc Holliday de “Pasión de los fuertes” (1946, John Ford) o el Horemheb de “Sinuhé el egipcio” (Michael Curtiz, 1954) lo colocan por encima de muchos otros que no tuvieron que cargar con su mala fama como mal intérprete. En “El beso de la muerte” encarna con gran verismo el dilema moral, la angustia y la tensión en que se desenvuelve Nick Bianco.

Pero en el caso concreto de “El beso de la muerte”, Mature tuvo la mala suerte de que su buena actuación quedará oscurecida por la de los otros dos personajes principales de la historia: Richard Widmark y Brian Donlevy.

 

Richard Widmark, en el papel del psicópata Tommy Udo, consiguió con su actuación, que fue también su estreno en el cine, el Globo de Oro y la única candidatura de su carrera a un Óscar (como mejor actor secundario). No es, ni mucho menos, el mejor Widmark (el que trabajó con Ford o con Stanley Kramer) pero sí fue un brillante comienzo de carrera cinematográfica.

Como Udo, Widmark creó un personaje  que se convertiría en símbolo del asesino sádico. De su psicópata beberán, posteriormente, otros muchos personajes similares (por ejemplo el Scorpio de “Harry el sucio”). Como suele pasar con estos personajes emblemáticos, Widmark acabaría harto de él: “¡Esa maldita risa mía!", dijo el actor en 1961 (año en el que trabajó en las magníficas “Dos cabalgan juntos”, de Ford,  y “Vencedores o vencidos”, de Kramer). "Durante los dos años siguientes a la película, no me permitieron ni sonreír. El personaje era una bestia ridícula".

Pero lo cierto es que nadie que haya visto la película olvidará su risa, ni su imagen lanzando escaleras abajo a una anciana atada en una silla de ruedas…  o las siniestras implicaciones de lo que Udo le dice a Bianco: “Nos divertiremos juntos… ¿Tienes mujer y dos hijas? Ellas también se divertirán…”

Pero la mejor interpretación en esta película es la de Brian Donlevy, como fiscal D´Angelo. Donlevy, uno de esos grandísimos secundarios que dio el Hollywood de la época dorada,  realiza una brillante actuación como fiscal paternalista que provoca una emoción ambigua en el espectador, que incluso llega a sentir rechazo por el chantaje moral que utiliza con Bianco.

Y recordar también a Coleen Gray en uno de sus habituales papeles secundarios de amable comparsa femenina de los protagonistas masculinos  (“Río rojo”, de Howard Hawks, “Atraco perfecto”, de Kubrick…)cuya voz en off complementa una narración claramente dividida en secciones separadas  por fundidos en negro.

La película fue candidata al Óscar de 1948 a la mejor historia original. No lo logró, pero si obtuvo el premio del Festival Internacional de Cine de Locarno al mejor guion original, obra de los grandes guionistas Ben Hecht ("Encadenados", "Luna Nueva")  y el especialista en diálogos Charles Lederer  ("Luna nueva", "La novia era él"), complementado por algunas escenas adicionales de Philip Dunne.

Gran película, hermosa, perturbadora y ambivalente en su reflejo de una época contradictoria.

Yolanda Noir