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viernes, 22 de febrero de 2019

La ley del silencio


(Cada luchador tiene una pelea que lo hace o lo rompe, Elia Kazan)

 
Elia Kazan (1909-2003) es uno de los directores cinematográficos más influyentes en la historia del cine. De una manera directa, a través de sus propias películas, y de otra, incluso más determinante, a través de la labor del Actors Studio, la asociación que (junto con Cheryl Crawford y Robert Lewis) fundó en 1947 y en la que se han formado grandes actores y directores que han consolidado unas formas de interpretar y dirigir basadas en “el Método” (derivado del sistema del dramaturgo ruso Konstantín Stanislavski, que propugnaba que el intérprete ha de dejar que la personalidad del personaje sustituya a la suya propia).


Los actores directamente formados en el Actors son innumerables (Paul Newman, Al Pacino, Marilyn Monroe, Jane Fonda, James Dean, Dustin Hoffman, Marlon Brando, Eva Marie Saint, Robert De Niro, Jack Nicholson, Steve McQueen…) y la influencia de la institución sobre la actual manera de entender la interpretación, incuestionable.

Sin embargo, cuando en el 1999, el nonagenario y achacoso Elia Kazan, arropado por Robert de Niro y Martin Scorsese (admirador declarado de Kazan como fundador del cine moderno en Estados Unidos) subió al escenario del Dorothy Chandler Pavilion a recoger el Óscar honorifico que reconocía toda su trayectoria profesional (ya tenía dos como director), la mitad de los asistentes al acto no aplaudió al anciano director. Mientras, en la calle, se enfrentaban grupos de manifestantes a favor y en contra de Kazan.
Elia Kazan y Martin Scorsese
La polémica se había gestado medio siglo antes, cuando, en 1952, Kazan testificó ante el Comité de Investigación de Actividades Antiamericanas. Inicialmente, se negó a dar nombres y se limitó a reconocer que había sido militante comunista de 1934 a 1936, pero después identificó como comunistas a ocho miembros del extinto Group Theatre (la asociación que entre 1931-1941 llevó a cabo los postulados teatrales más innovadores y en la que Kazan había destacado como director). Más tarde, denunciaría también a Lee Strasberg, el director artístico del Actors Studio.

Kazan nunca mostró arrepentimiento por su delación, nunca se excusó (como, por ejemplo, hizo el actor Sterling Hayden). Sí explicó su actitud como la de alguien que estaba profundamente agradecido a las posibilidades que las libertades de Estados Unidos le habían ofrecido (griego, nacido en Estambul, había emigrado a Estados Unidos con su familia, huyendo de la miseria). En Estados Unidos pudo estudiar arte dramático en Yale, convertirse, primero, en un aclamado director de teatro y, a partir de 1944 (cuando dirigió Un árbol crece en Brooklyn), en un gran director de cine. Dos de sus más sobresalientes películas, La ley del silencio (1954) y América, América (1963) pueden entenderse, precisamente, como nacidas de esa necesidad de explicarse, que no de excusarse.

La ley del silencio, nació de la colaboración de Kazan con el gran guionista y escritor Budd Schulberg (1914-2009). El director y el guionista tenían origines muy diferentes: Schulberg se había criado en Hollywood, como hijo de uno de esos judíos talentosos y ambiciosos que crearon la industria cinematográfica norteamericana (Memorias de un príncipe de Hollywood es el título que Schulberg dio al apasionante libro en el que relata sus primeras décadas de vida, como espectador, primero en Nueva York y después en Hollywood, del desarrollo del cine como el primer arte convertido en industria).

Sin embargo, el príncipe y el emigrante pobre tenían algo fundamental en común: ambos fueron unos delatores.

Schulberg había sido comunista y uno de los fundadores del sindicado de guionistas de Hollywood pero, horrorizado por las noticias de las matanzas de Stalin, abandonó el partido. En 1941 ya se había puesto en contra a gran parte de los jerarcas de Hollywood con su novela ¿Por qué corre Sammy? Quizás para congraciarse con ellos y poder volver al mundo en que se había criado, en 1951 fue uno de los testigos amistosos que declararon ante el Comité de Actividades Antiamericanas.

Se puede decir, eligiendo una frase que él mismo usa en sus memorias sobre algo que nada tiene que ver con “la caza de brujas” (en su libro no toca ese asunto, puesto que cierra sus recuerdos mucho antes de que eso ocurriera), que “el valor subjetivo capituló ante una cobardía realista”.
Un sonriente Schulberg declarando ante el Comité
A uno de los que Schulberg denunció fue a su viejo amigo Ring Lardner junior, quien había entrado en el partido comunista precisamente por influencia de Schulberg. Ring Lardner fue uno de “los diez de Hollywood” que, acogidos a la Quinta Enmienda, se negaron a declarar y fueron condenados a un año de cárcel, mil dólares de multa y a la expulsión de Hollywood.

Lardner junión relató aquellas vicisitudes en sus memorias, tituladas Me odiaría cada mañana -porque eso, precisamente, es lo que dijo al negarse a declarar: "Podría contestar, pero si lo hiciera me odiaría cada mañana"-. Sobre la traición de Schulberg escribió: "Aunque no trabajaba entonces en HollywoodBudd sintió la urgente necesidad de exculparse, y por ello recurrió al procedimiento de acudir a la comisión, bendecir sus desvelos, perorar un rato sobre la amenaza comunista tanto en casa como en el resto del globo y dar unos cuantos nombres de cosecha propia. Lo mismo hizo Elia…".

Esas eran las historias que pesaban sobre Kazan y Schulberg cuando colaboraron, en 1954, para realizar una película On the Waterfront (La ley del silencio, en España) que convirtieron en una apología de la delación y, por extensión, en una justificación de la traición de ambos a sus compañeros y amigos.

Budd Schulberg creó el guion partiendo de artículos de prensa sobre corrupción en los muelles, aunque, significativamente, en su versión los sindicatos portuarios, que estaban dominados realmente por comunistas, aparecen controlados por grupos mafiosos. 

La película estuvo nominada a 12 categorías de los Óscar y logró ocho: a la mejor película, al mejor director (Kazan) , al mejor actor (Brando), a la mejor actriz de reparto (Eva Marie Saint), al mejor guion original (Budd Schulberg), al mejor montaje (Gene Milford), a la mejor dirección artística (Richard Day) y a la mejor fotografía (Boris Kaufman).
Marlon Brando como pensativo Terry Malloy
Como protagonista de la película, Kazan tuvo el acierto de, frente a la idea inicial de que fuera Frank Sinatra, elegir a Marlon Brando, uno de los discípulos del Actors Studio con el que ya había triunfado, primero en Broadway y luego en Hollywood, con Un tranvía llamado deseo y (A Streetcar Named Desire, 1951) y, en 1952, con ¡Viva Zapata! (en la que ya se mostraba inequívocamente en contra de los procesos revolucionarios, viciados por la corrupción de sus líderes).

Si hace tiempo, al comentar El beso de la muerte (1947), de Henry Hathaway, la  explicábamos como un alegato en favor de la delación que debía de ser entendido en el contexto histórico y social de la llamada “guerra fría”,  La Ley del silencio significa un gran salto cualitativo en ese mismo alegato, entendible también por ese contexto (lucha en el interior del país contra el comunismo a través del Comité de actividades antinorteamericanas y en el exterior a través de la guerra de Corea) y por las circunstancias comentadas de su director, Elia Kazan, y su guionista, Budd Schulberg.

El argumento se centra en el personaje de Terry Malloy, un boxeador fracasado, que es utilizado por el gánster Johnny Friendly (Lee J. Cobb) como cebo para asesinar a un estibador rebelde a su autoridad (con esas escenas impactantes se inicia la película) y también para obtener información del grupo de estibadores conjurados con el padre Barry (Karl Malden) contra los mafiosos. Terry encontrará, finalmente, la redención gracias al amor de Eddie Doy (Eva Marie Saint) y de las enseñanzas del padre Barry, aunque para ello deba delatar a la organización mafiosa de la que también forma parte su hermano Charley y destruir a este.

La película significó el triunfo absoluto de Marlon Brando, que bajo las órdenes de Kazan supo sacar todos los registros interpretativos necesarios para caracterizar al desconcertado, tierno y a su manera, muy desvalido Terry Malloy; un personaje al que Schulberg dotó de dos grandes pasiones propias: la de la cría de palomas, que el guionista practicó en su juventud (incluso llamó al personaje de Eva Marie Saint con el nombre de su primera paloma) y el boxeo, pasión esta que acompañaría a Schulberg toda su vida.
Marlon Brando y Rod Steiger en la escena del taxi
Brando, sin embargo, no guardaba buen recuerdo de la película (lo cuenta Luis Gasca en una biografía del actor). Así, por ejemplo, de la escena quizás más conmovedora, esa en la que Terry, en un taxi, reprocha a su hermano que le hubiera utilizado en peleas amañadas para ganar dinero a costa de hacerle perder los combates (“Podría haber tenido clase. Podría haber sido un triunfador. ¡Podría haber sido alguien en vez de un vago, que es lo que soy!”), dijo:

Tuvimos que rodar la escena siete veces, y a mí no me gustaba la forma en que estaba escrita. Yo estaba harto de la película. Rodábamos en Nueva Jersey en pleno invierno, ¡qué frío, Dios! Además yo tenía otros problemas en aquel momento. Problemas con las mujeres. También esta esa escena. Déjame pensar… La rodamos siete veces porque Rod Steiger no podía parar de llorar. Es uno de esos actores a los que les encanta llorar. La repetimos una y otra vez. La primera vez que vi La ley del silencio, en la sala de proyección de Elia Kazan, pensé que era tan terrible que me fui sin decirle nada”.

Marlon Brando y Eva Marie Saint
El resto de los actores realizaron también grandes interpretaciones: Eva Marie Saint, que siempre recordó lo amable que había sido con ella Brando y que, en este, su primer papel cinematográfico, fue recompensada con el Óscar a la mejor actriz de reparto; Lee J. Cobb, en uno de esos papeles secundarios de malvado que tan bien interpretó a lo largo de su carrera; Rod Steiger, como Charley Malloy, y, por supuesto, Karl Malden, como padre Barry. Aunque ninguno lo obtuvo, los tres fueron candidatos al Óscar al mejor actor de reparto.

Tanto Saint como Steiger habían sido alumnos del Actors Studio. Y Cobb y Malden también habían estado vinculados a Kazan como actores de teatro.

Pelea entre Johnny Friendly (Lee J. Cobb) y Terry Malloy (Marlon Brando)
Sobre Lee J. Cobb señalar que en 1953, un año antes de participar en esta película, también fue llamado a declarar ante el Comité, ante el cual delató a una veintena de compañeros.

El personaje que interpreta Malden, el padre Barry, es el encargado de apuntalar ideológicamente la delación, incluso comparando con Jesucristo a quienes en la película delatan a los mafiosos, puesto que considera que emprenden sus particulares viacrucis para lograr salvar a sus congéneres del mal.

Especialmente significativa es la conversación entre uno de esos futuros mártires con el padre Barry:

Dugan: Aquí, en el muelle, todos somos s. y m.

Padre Barry: ¿S. y m.? ¿Qué es eso?

Dugan: Sordos y mudos. Aunque nos estuviesen matando, no podríamos chivarnos…

Padre Barry: …en este país nos queda siempre un recurso: defendernos, señalar a los desaprensivos. Justificar la lucha de lo justo contra lo injusto. Lo que para ellos significa delación es para vosotros libertad…
Karl Malden como Padre Barry
Karl Malden ya se había llevado ese Óscar por su trabajo en 1951 en Un tranvía llamado deseo, también con Marlon Brando y bajo la dirección de Kazan, con el que seguiría interpretando algunos de sus mejores papeles.

Muchos años después, Malden, que era miembro de La Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, y que había sido su presidente entre 1989-1992, fue el principal valedor de Kazan para que se le concediera ese Óscar honorífico del que hablábamos inicialmente.

Ante las críticas que recibió por su defensa de Kazan, el actor contestó tajantemente "Siempre he admirado su trabajo, no su ideología política".

Aunque Malden hacía trampa, puesto que lo reprochable no es la ideología sino la traición, lo cierto es que su pragmatismo puede ser la actitud más acertada en los casos en que debamos enfrentarnos a creadores geniales en su arte pero moralmente reprobables en sus actitudes personales: admirar su obra y condenar sus conducta.

Admiremos, pues, La ley del silencio.


Yolanda Noir

viernes, 23 de febrero de 2018

Yo creo en ti


Las causas perdidas son las únicas por las que vale la pena luchar.

Esta frase, pronunciada por James Stewart en Caballero sin espada (1939), de Frank Capra, bien podría ser el resumen de Yo creo en ti (Call Northside 777),  de 1948, película dirigida por Henry Hathaway.


Precisamente, Stewart interpreta en ella a un periodista que lucha por una causa perdida, la de Frank Wiecek, un hombre que lleva once años en prisión, tras haber sido condenado a 99 años de cárcel por haber asesinado, en 1932, en Chicago, a un policía en un despacho de licor clandestino durante la  época de la ley seca. Fueron unos años muy violentos, especialmente en Chicago, con constantes asesinatos de agentes de la ley, a los que la Policía respondía con métodos igualmente expeditivos.

James Stewart, en el papel del periodista Jim McNeal, recibe la orden del redactor jefe de su periódico, el Chicago Times, de investigar quién ha encargado la publicación de un anuncio ofreciendo una recompensa de 5.000 dólares a cualquiera que pueda ofrecer alguna pista sobre el verdadero asesino.

La postura inicial de McNeal es la de limitarse a buscar el lado sentimental de la noticia: ¿quién ha puesto el anuncio y por qué? Y encuentra a una madre desesperada que lleva años trabajando de fregona y ahorrando cada centavo, privándose incluso de comer, para intentar ayudar al hijo al que cree inocente.

A pesar de conmoverse ante la lucha y la fe de la pobre mujer, McNeal se mantiene firme en su consideración de que Frank Wiecek sólo está recibiendo lo que se merece. Pero, impulsado por su jefe, tendrá que continuar la investigación y, entonces,  las nuevas pruebas que hallará le harán cambiar paulatinamente de opinión.
Ese es uno de los grandes logros de la película:  la forma en que muestra el cambio gradual en la  actitud del periodista,  desde la fría indiferencia profesional a la total implicación en una causa que cree justa. En ese camino, su conciencia profesional se verá azuzada por los obstáculos que, desde diferentes frentes, le irán poniendo.

Era un papel perfecto para James Stewart y el actor consiguió aprovecharlo al máximo. Para cuando hizo esta película, Stewart ya era una figura que había triunfado en películas como Vive como quieras (1938) y Caballero sin espada (1939), ambas de Frank Capra, El bazar de las sorpresas (1940), de Ernst Lubitsch, e Historias de Filadelfia (1940), de George Cukor, por la que consiguió el Óscar al mejor actor.

Tras el parón de la guerra (en la que participó como piloto de bombardero, a pesar de las presiones que recibió para quedarse en la retaguardia) se había reincorporado al cine con el maravilloso papel de ¡Qué bello es vivir!; sin embargo, después de esa película ya no había logrado ningún gran éxito. Por ello buscaba papeles a su medida, y eso encontró en dos películas que se estrenarían en 1948: Yo creo en ti, en Henry Hathaway y La soga, de Alfred Hitchcock.
Del colérico y tiránico Henry Hathaway, que se atenía al código de que “Para ser un buen director hay que ser un hijo de puta. Yo soy un hijo de puta y lo sé", se suele decir que era un gran artesano especializado en cine de aventuras  y western. En realidad, fue un gran “contador” de historias que se guiaba por dos principios fundamentales: que el espectador participase de la historia y que sus personajes actuarán guiados por un código ético, aunque fuera peculiar (como por ejemplo el alguacil Cogburn, magnífico John Wayne, de  Valor de ley).

Pero además del cine de aventuras y del Oeste, Hathaway también fue un importe director de cine Noir, en el que destacó por el carácter realista, cercano al documental, que dio a sus películas. Esta característica ya estaba presente  en La casa de la calle 92 (1945) y en El beso de la muerte (1947), comentada aquí anteriormente, y es también una de las cualidades  fundamentales de Yo creo en ti.

Ese afán documentalista se evidencia sobre todo en el principio de la película, cuando una voz en off nos explica que la historia se basa en hechos reales (cambiando el nombre de los personajes implicados) y que, en la medida de lo posible, se ha rodado también en los escenarios reales. Esa misma voz pasa luego a relatar los sucesos que dieron lugar al asesinato del policía Bundy y la posterior detención de Frank Wiecek, como uno de los dos culpables. A partir de ahí, el narrador callará hasta casi el final de la película.
Sobre esa pretensión de realismo en el cine negro de Hathaway, Carlos F. Heredero y Antonio Santamaría, en su obra El cine negro. Maduración y crisis de la escritura clásica, señalan:

“Esta especie de documentalismo sobre los métodos policiales tiene sus orígenes en la confluencia de varios factores que operan en una dirección convergente. En primer lugar, la herencia documental que deja impresa sobre el cine y sobre la sociedad americana los noticiarios de guerra de la etapa anterior. Después, la necesidad de rodar en escenarios naturales como respuesta frente a las limitaciones económicas para la construcción de decorados derivadas de la inmediata posguerra y, finalmente, en un papel menos relevante de los que se ha dado a entender en ocasiones, el eco sordo y muy atenuado que llega hasta Hollywood del primer neorrealismo italiano a través de títulos como Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945) o Paisà (1946)”.

Sea como sea, lo cierto es que el deseo de veracidad y el gusto por rodar en exteriores fue una constante en la obra de Henry Hathaway.

En el caso concreto de Yo creo en ti, el anhelo realista está muy bien afianzado por la magnífica fotografía en blanco y negro de Joseph MacDonald y por su utilización del juego de luces y sombras, con mayor incidencia del claroscuro  en escenas como las de la prisión o en la dramática entrevista de McNeal con Wanda, la testigo perjura; es decir, en los momentos de mayor tensión de la historia.

MacDonald fue uno de los grandes directores de fotografía del Hollywood dorado y muchos de los más importantes realizadores del momento lograron grandes películas con su colaboración: John Ford en Pasión de los fuertes (1946); Elia Kazan en ¡Viva Zapata! (1952) o Pánico en las calles (1950); varias de Edward Dmytryk, como Lanza rota (1954) o El baile de los malditos (1958) por la que MacDonald  fue nominado al Óscar, etc. Con Henry Hathaway  volvería a trabajar en Niágara (1953).

Dentro de ese deseo constante de veracidad que impera en Yo creo en ti, es especialmente interesante el momento en que Wiecek se somete al detector de mentiras, porque quien realiza la prueba es, en un curioso cameo, el inventor real del aparato: Leonarde Keeler, miembro del Departamento de Policía de Berkeley (California). Keeler, actúa, además, con sorprendente naturalidad; por ello, y por lo bien que transmite  Richard Conte la angustia de su personaje en semejante trance, son especialmente destacables estas escenas.
Y también es interesante la visión, prácticamente documentalista, del funcionamiento de un periódico en los años cuarenta, del barrio polaco de Chicago, del mundo carcelario…


Otro gran mérito de esta película es el de las estupendas interpretaciones de los actores que acompañan a James Stewart: Richard Conte, Lee J. Cobb, Kasia Orzazewski y Helen Walker.

Richard Conte interpreta muy bien a Frank Wiecek, el joven delincuente en libertad provisional al que su pasado le convierte en  víctima propiciatoria de un delito que no ha cometido. Conte fue actor habitual en el cine negro hasta la decadencia del género en los años sesenta; aun así, Conte siguió en activo, con desigual suerte, hasta que al final de su carrera logró uno de sus mayores éxitos interpretando a Don Barzini en El padrino (1972).
Lee J. Cobb también hace una  buena actuación  como redactor jefe que impulsa la investigación de McNeal. Cobb fue uno de esos grandísimos secundarios de lujo de la época dorada de Hollywood que mejoraban cualquier película en la que participaban. Desde su debut en el cine en 1934 hasta su prematura muerte en 1976, intervino en innumerables películas (con  James Stewart y Henry Hathaway volvería a trabajar en 1962  el La conquista del Oeste. Llegó a ser nominado en dos ocasiones al Óscar al mejor actor de reparto; una de ellas por su trabajo en la Ley del silencio, en el mismo año, 1953, en que compareció ante la comisión del senador Joseph McCarthy, donde delató a numerosos compañeros (al contrario que James Stewart, republicano y patriota convencido, que despreció la petición de  John Edgar Hoover, director del FBI, de denunciar a compañeros de profesión sospechosos de simpatías comunistas).
Y es de justicia reconocer el gran trabajo de la actriz de origen polaco, el mismo que el de la mujer que interpreta en la película,  Kasia Orzazewski,  la conmovedora Tillie Wiecek, la madre dispuesta a pasar su vida trabajando duramente para demostrar la inocencia de su hijo. En el primer encuentro entre la mujer, de rodillas fregando, y el periodista, la pobre madre ya demuestra toda su dignidad y coraje, que ganan por completo el corazón del espectador, al responder a la pregunta de McNeal sobre el origen de la recompensa que ofrece: “Yo trabajo. Friego suelos. En 11 años no he falté ni un solo día al trabajo. Lo gané hasta el último penique”. Es esa feroz determinación de una madre la que da título a la versión española (el título original, Call Northside 777, obedece al número telefónico que aparece en el anuncio en el que la mujer ofrece la recompensa a cambio de una pista para la absolución de su hijo).
Y Helen Walker como la esposa solicita de Jim McNeal, a cuyo sensato consejo recurre el periodista en sus peores momentos de duda, como pone de manifiesto la ingeniosa conversación de doble sentido que mantiene el matrimonio ante un puzle:
Jim McNeal: Quizás podamos solucionarlo juntos.
Sra. McNeal: ¿Qué pasa? ¿No encajan las piezas?
Jim McNeal: Sí, pero forman un tema equivocado.
Sra. McNeal: Las piezas no pueden hacerlo. Quizá tengan un enfoque equivocado.
Jim McNeal: Es difícil captar la imagen.

Betty Garde como la testigo perjura Wanda Skutnik, y otro conocidísimo y genial secundario, John McIntire, en un breve pero eficaz papel de fiscal interesado en que la investigación de McNeal no prospere, completan el perfecto reparto.

Yo creo en ti es una buena película y parece justo recuperarla, tanto por sus propios méritos como porque hace no mucho comentábamos una película, El gran carnaval, de Billy Wilder, dedicada a los aspectos más negativos de la prensa. Yo creo en ti equilibra la balanza, al reflejar la otra cara del periodismo: el que lucha por esclarecer los hechos turbios y controlar a los poderes públicos en bien de los ciudadanos. Y si bien Jim McNeal inicialmente, cuando todavía considera culpable a  Frank Wiecek, muestra un cierto cinismo, plasmado en la frase  que dirige a Frank  en la cárcel, “El público lo que quiere es emoción… Déjelo en mis manos”, lo que media entre él y el Charles Tatum, el periodista sin escrúpulos de El gran carnaval, interpretado por Kirk Douglas, es el abismo que separa a un hombre en busca de la verdad y la justicia y otro dispuesto falsear ambas  por lograr una noticia.
En definitiva, Yo creo en ti merece ser rescatada del olvido porque tiene una buena historia muy bien contada, a pesar de algunas concesiones finales al efectismo, y muy bien interpretada. Y porque, aunque no sea su mejor película, es un buen homenaje al que, además de ser uno de los mejores actores que el cine nos ha dado, fue, en la pantalla y en la vida real, un hombre íntegro: James Stewart.


Yolanda Noir