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viernes, 15 de junio de 2018

Handia: el gigante cervantino


La primera parte del metraje de Handia no consiguió atraparme. Pasaban los minutos y solo veía acontecimientos inconexos y diálogos insustanciales. Tonta de mí.

Luego, sin embargo, me fue inundando la línea de las imágenes, las palabras escasas, plurilingües y escogidas, y, para cuando acabó, ya estaba prendada de la épica triste del relato.

Por cierto, en mi sesión,  en el cine, la gente aplaudió al final. Hacía años que no presenciaba yo una chaparrada de aplausos espontáneos antes de los títulos de crédito. No lo presenciaba  desde el estreno de Death Proof, de Tarantino, allá por 2007. ¿A vosotras y a vosotros os pasa a menudo? A mí no, pero quizás sea porque soy asidua a las sesiones entre semana y a deshoras, ergo con poco público.

La historia del gigante de Alzo se me quedó pegada a la cabeza durante las horas e incluso durante los días posteriores y no hice sino reparar en los muchos aciertos de la película.

Una cosa que en la narrativa funciona siempre muy bien, por ejemplo, es un narrador segundón; esto es, no el propio protagonista, sino un secundario de lujo, alguien que siempre estaba allí, que lo vio todo, que intervino en los acontecimientos, que los provocó incluso. Un Sancho Panza, podríamos decir, a fin de cuentas, alguien sin cuyo contrapunto la historia quedaría coja y no habría avanzado. En el caso de Handia el sancho es Martín, el hermano mayor (de edad, no de estatura; perdón por el chiste fácil y malo) del gigante.


                                             -¿Por qué no entiende lo que le digo? ¿Es retrasado?
                                   -No. Es vasco.

Este sancho es, a a la vez, Cervantes, el autor, el hacedor, el creador del mito. Al igual que el propio Miguel de Cervantes Saavedra, Martín tiene un brazo impedido por una herida de guerra. Pero recordemos que este sancho no se llama Miguel, sino Martín. Miguel se llama su hermano, el gigante: Miguel Joaquín Eleizegui Arteaga.

En este baile de nombres veo también algo muy cervantino, pues al genio de Alcalá de Henares le gustaba someter a sus personajes a este juego de diferentes denominaciones e identidades abiertas y múltiples. Esto lo hizo Cervantes en las Novelas Ejemplares, en las que casi todas y todos los protagonistas tienen más de un nombre, y también en el Quijote, cuyo héroe se llamaba Alonso Quijano, pero también don Quijote de La Mancha o El Caballero de la Triste Figura.

Así, el bueno de Miguel Joaquín tiene también otros nombres más épicos o comerciales y en el mundo del espectáculo se le conoce como el gigante de Alzo, el gigante guipuzcoano, el gigante de Bilbao, el coloso español  e incluso the spanish colossus; aunque él quería llamarse sencillamente handia.

Hay más toques cervantinos en la peli. Está también esa fusión, esa confusión entre Sancho y Quijote, que se produce entre los hermanos Martín y Joaquín. De jóvenes, cuando vivían juntos en el caserío de Alzo, la gente los fundía, los confundía. Luego se lanzaron al mundo cada cual con su función, con su papel. Más tarde los papeles se reinvirtieron y la gente volvió a fundirlos, a confundirlos, otra vez. Me explico a continuación.

Cuando Martín y Joaquín eran unos muchachos, se llevaban poca edad y siempre estaban juntos. La gente de Alzo y alrededores no sabía quién era quién.

Luego los separó la guerra y, más tarde, tras su reencuentro, cuando deciden aventurarse en el mundo del espectáculo, se definen sus papeles: Martín siempre quiere ir más allá, visitar otros escenarios, conquistar otros territorios, otros mercados, viajar hasta América, ganar más dinero; Joaquín, en cambio, nunca habría querido salir de Alzo, odia ser exhibido, cree que la gente se ríe de él, detesta esa vida que se pasea ante sus ojos y que él solo ve por un agujerito, el del ventanuco del carromato que lo transporta de pueblo en pueblo, el de la manta con la que lo cubren cuando debe pisar la calle, para que la gente no lo vea y quiera luego pagar por verlo.

Años después, cuando llega la decadencia y la ruina, Martín se rinde, abandona sus sueños de aventura americana y desea regresar a Alzo. Entonces, como digo, se invierten los papeles y es Joaquín el que ruega vehementemente a su hermano para que sigan con el espectáculo, que lo mejoren, para seguir atrayendo a la gente y sus monedas.

En ese momento, en el momento del regreso a la pobreza, cuando el público, la gente, les da la espalda y de nuevo se tienen solamente el uno al otro, entonces vuelven a fundirse en el abrazo del cartel de la película y a confundirse ambos en el imaginario popular, en los rumores que circulan por esos pueblos de dios y difunden la leyenda de un gigante vasco con un brazo impedido por una herida de guerra.

Handia me hizo pensar en bastantes más cosas. Por ejemplo, en la realidad, la invención y la memoria, en la historia que no es solo lo que sucede, sino también, o quizás sobre todo, lo que recordamos que sucede, lo que creemos que sucede o lo que relatamos que sucede. Los recuerdos, las creencias y los relatos a menudo no encajan entre sí y, al tiempo, suceden cosas ante nuestras propias narices que somos incapaces de ver.

Y hablando de ver, también me hizo pensar Handia en ese agujerito del que hablaba antes, a través del cual el grandullón Joaquín contemplaba la vida, el mismo agujerito por el que la gente, en las barracas del espectáculo, lo contemplaba a él; el mismo agujero estrecho y limitador por el que nos asomamos todos a la vida.

Podría hablar más de todas esas cosas en las que me hizo pensar Handia, pero me quedo al final con la historia triste de un verdadero friki, de un solitario monstruito de feria que nunca quiso abandonar su aldea y, sin embargo, recorrió millas. Fue a Bilbao, fue a Madrid y conoció a la reina. Fue a Lisboa, a Burdeos, a París, a Londres. En Stonehenge contempló unas piedras colosales y, durante el viaje en barco, avistó la cola de una ballena que era también más grande que él.

viernes, 30 de enero de 2015

La isla mínima

Hablemos de una de las películas del año. Puede que no sea la mejor, pero es una de las mejores películas del cine español dentro del género negro.


Título: La isla mínima
Año: 2014
Duración: 105 minutos
País: España
Director: Alberto Rodríguez
Guión: Alberto Rodríguez, Rafael Cobos
Música: Julio de la Rosa
Fotografía: Alex Catalán 

Reparto:
Raúl Arévalo, Javier Gutiérrez, Nerea Barros, Antonio de la Torre, Jesús Castro, Mercedes León, Manolo Solo, Jesús Carroza, Cecilia Villanueva, Salvador Reina, Juan Carlos Villanueva

Sinopsis
España, a comienzos de los años 80. Dos policías, ideológicamente opuestos, son enviados desde Madrid a un remoto pueblo del sur, situado en las marismas del Guadalquivir, para investigar la desaparición de dos chicas adolescentes. En una comunidad anclada en el pasado, tendrán que enfrentarse a un feroz asesino.


El director Alberto Rodríguez vuelve a su tierra, Sevilla, con La isla mínima algo que también hiciera en 2012 con la policíaca Grupo 7 y también vuelve al pasado: de los años 90 de Grupo 7 a los 80 de La isla mínima.

Impresionantes y bellos paisajes aéreos que disfrutamos durante los títulos iniciales mostrándonos primero la belleza de las marismas sevillanas para luego entrar de lleno en el horror de dos asesinatos que los protagonistas, dos policías, deben investigar.


Una pareja de policías de personalidades completamente diferentes a los que realmente no acabamos de conocer del todo. A pesar de esto logran llevar a cabo una buena investigación conjunta. Están interpretados por Javier Gutiérrez (Águila roja, 2010; Un franco, 14 pesetas; 2006) y Raúl Arévalo (Los amamantes pasajeros 2013; La vida inesperada, 2014). Ambos están magníficos. Ninguna de las dos interpretaciones cae en los estereotipos típicos de policías sino que están contenidos y en parte, atormentados.

Entre los secundarios, tres personajes destacables. Los padres de las niñas asesinadas, un hombre extraño y reticente de mal carácter (Antonio de la Torre) y una madre temerosa y rota por el dolor (Nerea Barros). Y por último el chico guapo del pueblo que enamora a todas las jovencitas al que interpreta Jesús Castro (El niño, 2014).


Estupendas ambientación y fotografía y una buena banda sonora complementan la trama que nos va envolviendo poco a poco entre los diferentes personajes que viven en un lugar que parece aislado del mundo real pero en el que suceden las mismas miserias que en cualquier otro lugar.

La isla mínima obtuvo los premios a la mejor interpretación masculina (Javier Gutierrez) y a la mejor fotografía en El Festival de Cine de San Sebastián 2014. Ha logrado 10 Premios Goya (17 nominaciones): Mejor película, director (Alberto Rodríguez), actor principal (Javier Gutiérrez), actriz revelación (Nerea Barros), guión original, música original, fotografía, dirección artística, diseño de vestuario y montaje.


Al margen de premios, La isla mínima es una película que merece la pena, especialmente para aquellas personas a las que les gusten las investigaciones policíacas con una buena traba y unas secuencias que sorprenden. El cine español cada vez es mejor y hay que disfrutarlo.