La primera parte del
metraje de Handia no consiguió
atraparme. Pasaban los minutos y solo veía acontecimientos inconexos y diálogos
insustanciales. Tonta de mí.
Luego, sin embargo,
me fue inundando la línea de las imágenes, las palabras escasas, plurilingües y
escogidas, y, para cuando acabó, ya estaba prendada de la épica triste del
relato.
Por cierto, en mi
sesión, en el cine, la gente aplaudió al
final. Hacía años que no presenciaba yo una chaparrada de aplausos espontáneos
antes de los títulos de crédito. No lo presenciaba desde el estreno de Death Proof, de Tarantino, allá por 2007. ¿A vosotras y a
vosotros os pasa a menudo? A mí no, pero quizás sea porque soy asidua a las
sesiones entre semana y a deshoras, ergo con poco público.
La historia del
gigante de Alzo se me quedó pegada a la cabeza durante las horas e incluso
durante los días posteriores y no hice sino reparar en los muchos aciertos de
la película.
Una cosa que en la
narrativa funciona siempre muy bien, por ejemplo, es un narrador segundón; esto
es, no el propio protagonista, sino un secundario
de lujo, alguien que siempre estaba allí, que lo vio todo, que intervino
en los acontecimientos, que los provocó incluso. Un Sancho Panza, podríamos
decir, a fin de cuentas, alguien sin cuyo contrapunto la historia quedaría coja
y no habría avanzado. En el caso de Handia
el sancho es Martín, el hermano mayor (de edad, no de estatura; perdón por el
chiste fácil y malo) del gigante.
-¿Por
qué no entiende lo que le digo? ¿Es retrasado?
-No.
Es vasco.
Este sancho es, a a
la vez, Cervantes, el autor, el hacedor, el creador del mito. Al igual que el
propio Miguel de Cervantes Saavedra, Martín tiene un brazo impedido por una
herida de guerra. Pero recordemos que este sancho no se llama Miguel, sino
Martín. Miguel se llama su hermano, el gigante: Miguel Joaquín Eleizegui
Arteaga.
En este baile de
nombres veo también algo muy cervantino, pues al genio de Alcalá de Henares le
gustaba someter a sus personajes a este juego de diferentes denominaciones e
identidades abiertas y múltiples. Esto lo hizo Cervantes en las Novelas Ejemplares, en las que casi todas y
todos los protagonistas tienen más de un nombre, y también en el Quijote, cuyo
héroe se llamaba Alonso Quijano, pero también don Quijote de La Mancha o El
Caballero de la Triste Figura.
Así, el bueno de
Miguel Joaquín tiene también otros nombres más épicos o comerciales y en el
mundo del espectáculo se le conoce como el gigante de Alzo, el gigante
guipuzcoano, el gigante de Bilbao, el coloso español e incluso the
spanish colossus; aunque él quería llamarse sencillamente handia.
Hay más toques
cervantinos en la peli. Está también esa fusión, esa confusión entre Sancho y
Quijote, que se produce entre los hermanos Martín y Joaquín. De jóvenes, cuando
vivían juntos en el caserío de Alzo, la gente los fundía, los confundía. Luego
se lanzaron al mundo cada cual con su función, con su papel. Más tarde los
papeles se reinvirtieron y la gente volvió a fundirlos, a confundirlos, otra
vez. Me explico a continuación.
Cuando Martín y
Joaquín eran unos muchachos, se llevaban poca edad y siempre estaban juntos. La
gente de Alzo y alrededores no sabía quién era quién.
Luego los separó la
guerra y, más tarde, tras su reencuentro, cuando deciden aventurarse en el
mundo del espectáculo, se definen sus papeles: Martín siempre quiere ir más
allá, visitar otros escenarios, conquistar otros territorios, otros mercados,
viajar hasta América, ganar más dinero; Joaquín, en cambio, nunca habría
querido salir de Alzo, odia ser exhibido, cree que la gente se ríe de él,
detesta esa vida que se pasea ante sus ojos y que él solo ve por un agujerito,
el del ventanuco del carromato que lo transporta de pueblo en pueblo, el de la
manta con la que lo cubren cuando debe pisar la calle, para que la gente no lo
vea y quiera luego pagar por verlo.
Años después, cuando
llega la decadencia y la ruina, Martín se rinde, abandona sus sueños de
aventura americana y desea regresar a Alzo. Entonces, como digo, se invierten
los papeles y es Joaquín el que ruega vehementemente a su hermano para que
sigan con el espectáculo, que lo mejoren, para seguir atrayendo a la gente y
sus monedas.
En ese momento, en
el momento del regreso a la pobreza, cuando el público, la gente, les da la
espalda y de nuevo se tienen solamente el uno al otro, entonces vuelven a
fundirse en el abrazo del cartel de la película y a confundirse ambos en el
imaginario popular, en los rumores que circulan por esos pueblos de dios y
difunden la leyenda de un gigante vasco con un brazo impedido por una herida de
guerra.
Handia me hizo pensar en bastantes más cosas.
Por ejemplo, en la realidad, la invención y la memoria, en la historia que no
es solo lo que sucede, sino también, o quizás sobre todo, lo que recordamos que
sucede, lo que creemos que sucede o lo que relatamos que sucede. Los recuerdos,
las creencias y los relatos a menudo no encajan entre sí y, al tiempo, suceden
cosas ante nuestras propias narices que somos incapaces de ver.
Y hablando de ver,
también me hizo pensar Handia en ese
agujerito del que hablaba antes, a través del cual el grandullón Joaquín
contemplaba la vida, el mismo agujerito por el que la gente, en las barracas
del espectáculo, lo contemplaba a él; el mismo agujero estrecho y limitador por
el que nos asomamos todos a la vida.
Podría hablar más de
todas esas cosas en las que me hizo pensar Handia,
pero me quedo al final con la historia triste de un verdadero friki, de un
solitario monstruito de feria que nunca quiso abandonar su aldea y, sin
embargo, recorrió millas. Fue a Bilbao, fue a Madrid y conoció a la reina. Fue
a Lisboa, a Burdeos, a París, a Londres. En Stonehenge contempló unas piedras
colosales y, durante el viaje en barco, avistó la cola de una ballena que era
también más grande que él.