“No esperes el día en que pares
de sufrir, porque cuando llegues sabrás que estás muerto”
Esta frase del dramaturgo Tennessee
Williams (1911-1983) resume en buena medida la filosofía de vida que
impregna toda su obra. Traumatizado por su vida familiar, homosexual en una
época en que era difícil serlo, alcohólico, inestable mentalmente… no es de
extrañar que todos sus personajes sufran grandes conflictos existenciales y que
esa intensidad dramática de su teatro, muchas veces con tintes autobiográficos,
favoreciese su frecuente adaptación al cine, generalmente con mucho éxito, como
demuestran ejemplos como el de Un
tranvía llamado Deseo -que le ganó el Pulitzer- dirigida por Elia
Kazan (1952), La gata sobre el tejado de zinc, de Richard
Brooks (1958) o El zoo de cristal, de Paul
Newman (1987)…
En 1959 el director Joseph
L. Mankiewicz, dirigió la adaptación de una de las obras más complejas
de Tennessee
Williams: De repente, el último verano. Como era habitual en las
adaptaciones al cine de sus obras, el dramaturgo fue también el guionista de la
película, con la colaboración de otro importante escritor, Gore Vidal.
Mankiewicz, Williams,
Vidal…
y tres grandes actores, Katharine Hepburn, Elizabeth
Taylor
y Montgomery
Clift,
consiguieron una película muy original, extraña, densa, a veces turbia y, casi
siempre, angustiosa.
La película se desarrolla en
1938, en Nueva Orleans, con constantes referencias al verano de 1937. Desarrolla
temas muy complejos y perturbadores, algunos expresamente prohibidos de
mencionar en su época: la homosexualidad y el incesto (o cuando menos, una
especie de complejo de Yocasta); las relaciones de poder y
de amor-odio dentro de las familias; la locura y sus métodos de tratamiento en
aquel momento; el poder del dinero, bien para comprar voluntades (como las de
la madre y el hermano de Catherine o la del director del
hospital) o sexo; el turismo sexual…
Muchos asuntos…, y la mayoría muy
escabrosos para su época. Por ello, para sortear la censura, los guionistas
utilizaron una sibilina sutileza que hace que sea necesaria la plena atención
del espectador para que llegue a comprender totalmente todas las pasiones y
pulsiones que recorren la historia.
En cuanto a la censura, hay que
comentar que en España, donde se rodó el flashback final, se eliminaron
diálogos referentes a la homosexualidad y a la prostitución masculina y también
la velada referencia a España que hacía el personaje de Taylor al comentar que no
entendía el español –pero es comprensible que las autoridades del momento se
horrorizaran ante la idea de que se pudiera considerar que España era un lugar
donde se podían producir semejantes hechos-.
Aunque la película rozaba los
límites de lo que era aceptable en el Hollywood de la época, el guion de Williams
y Vidal, en constante lucha con los censores,
fue tan habilidoso en sortearlos que pudo ser estrenada sin grandes
mutilaciones y su éxito de taquilla y crítica abrió el camino a un tipo de cine
más complejo del que hasta entonces había sido habitual en Estados Unidos.
Toda la historia gira en torno a
la figura de Sebastian, el joven diletante (pseudopoeta y pseudofilosofo) en
cuya órbita giran la vida de su madre, hasta rozar lo escabroso, y más tarde la
de su prima. La figura de Sebastian es omnipresente durante
toda la película, pero incluso cuando, a través de los recuerdos de su prima Catherine,
se recreen escenas en las que aparece, nunca llegaremos a conocerlo físicamente;
ese es un gran acierto de Mankiewicz: hurtarnos el rostro de
Sebastian
para que permanezca como una sombra que sólo cobra realidad para el espectador
a través de las versiones contrapuestas que de él dan su madre y su prima.
La madre, en largos y potentes
monólogos, a veces desgarradores y otras irreales, nos presenta a Sebastian
como un ser superior, de una sensibilidad portentosa; la prima como un
depredador sexual y un manipulador.
Sin embargo, ambas coinciden,
aunque sea involuntariamente, en mostrar a Sebastian como alguien para quien
los seres vivos se dividen entre los que devoran y aquellos que son devorados. Para
Sebastian
la naturaleza entera, incluidas las personas, se circunscribe a un juego, con
tintes eróticos, de muerte en el que unos ganan y otros pierden (describe muy
bien su mentalidad el recuerdo de Violet, su madre, de una jornada en
la playa con Sebastian fascinado por el espectáculo de las tortuguitas
recién nacidas siendo devoradas en su intento de llegar al mar…).
Pero el último verano, ese en que
Sebastian,
por primera vez, viaja por Europa con su prima en lugar de con su madre, el
joven murió y su prima enloqueció…
Y la madre de Sebastian
encerró a Catherine en un manicomio privado, porque Violet Venable defendía
que su hijo había muerto un ataque al corazón y temía desesperadamente que la
versión que Catherine pudiera dar de esa muerte enturbiará el recuerdo, absolutamente
magnificado por ella, de su hijo.
Y tanto miedo tiene la madre de Sebastian,
que pretende que el Dr. Cukrowicz, un joven neurocirujano que realiza una novedosa
técnica quirúrgica a enfermos mentales en el hospital estatal psiquiátrico, opere
a su sobrina para erradicar sus recuerdos. Y, con ese fin, ofrece una
millonaria donación al hospital, sumido en las más precarias condiciones.
Ya hemos dicho que esta obra de Tennessee
Williams tiene mucho de autobiográfica en cuanto a que trata temas que
atormentaron al dramaturgo: su homosexualidad y el miedo a la locura… y también
las consecuencias de la lobotomía, esa siniestra operación que sobrevuela
durante todo el drama como una amenaza sobre Catherine Holly,
y que, en la cruda realidad, con el consentimiento paterno, destruyó a Rose,
la amada hermana de Tennessee.
Ahora puede parecernos increíble,
pero lo cierto es que durante unos años, a partir de 1935, cuando fue inventada
por el neurocirujano portugués Antonio Egas Moniz –premiado con el
Nobel de medicina- la técnica fue acogida con entusiasmo para tratar
enfermedades mentales graves (y en ocasiones, no tan graves). Especial difusión
tuvo en Estados Unidos, gracias a un neurólogo, Walter Freeman, que
depuró el procedimiento (introducía un punzón por encima del globo ocular y con
un martillo golpeaba hasta traspasar el cráneo) y se hizo famoso recorriendo el
país, en su lobotomóvil como llamó a su coche, realizando intervenciones en
serie.
Una de las pacientes-víctimas de Freeman
fue Rosemary
Kennedy, la hermana mayor del que sería presidente, que sufría una leve
deficiencia mental. Guapa y aficionada a las fiestas, su padre temió que pudiera
propiciar algún escándalo que pusiera en peligro la carrera política de su
hermano. La intervención, a los 23 años, la dejó totalmente discapacitada.
Más suerte que Rosemary
tuvo la escritora neozelandesa Janet Frame (1925-2004), candidata
al Nobel, que relataba en sus memorias, Un ángel en mi mesa, como, mal
diagnosticada de esquizofrenia, se salvó de sufrir una lobotomía porque quién
había de realizársela tuvo la ocasión de leer, el día anterior al previsto para
la operación, alguno de sus poemas…
Se calcula que en la década de
los cuarenta de siglo XX se realizaron 40.000 lobotomías en EEUU y unas 17.000
en Reino Unido. En las décadas siguientes, se evidenció que mucho de los
pacientes habían quedado reducidos a un estado semi vegetal. Por ello, a mediados de los cincuenta la
lobotomía cayó en desuso y actualmente está prohibida.
En este contexto, hay que
entender como la amenaza de “esta pequeña operación” –como la califica la madre
de Catherine
cuando intenta justificar el que haya aceptado, a cambio de una importante
suma, que se realice la operación a su hija- pudo convertirse en una
estremecedora herramienta de control social o familiar de los individuos
incómodos.
El personaje de Violet permite que una Katharine
Hepburn,
espléndida como siempre, demuestre lo gran actriz que era. Sin embargo, a veces
se tiene la impresión de que “actúa” (en sus memorias Yo misma. Historias de mi vida,
ella mantenía que el mejor actor era aquel al que no se notaba actuar), bien
sea porque sus diálogos son, a veces, excesivamente grandilocuentes o por una
cierta desgana de la actriz.
Seguramente, influyó en Hepburn
su falta de sintonía con Mankiewicz. El director comentó lo
mucho que complicaron el rodaje las actitudes de Montgomery Clift,
alcoholizado y drogadicto, y de Katharine Hepbun, que pretendía
dirigirse ella misma, aunque la oposición frontal del director lo impidió. La actriz
nunca consideró esta película como una de sus favoritas; además, recordaba con
tristeza el rodaje por el deterioro que ya presentaba Montgomery Clift.
Para Elizabeth Taylor
la película fue una buena ocasión de mostrar sus indudables capacidades
dramáticas. Aunque a veces sus diálogos también pecan de excesiva teatralidad,
supo dar veracidad al miedo que su personaje siente a la locura y su triste desvalimiento
ante el despiadado egoísmo de su familia.
Decían que Mankiewicz estaba enamorado
de Liz
Taylor…
No sabemos si es cierto, pero sí que favoreció el que en esta película luciera sus
dotes dramáticas, especialmente en la escena final, muy onírica, en la que,
gracias a la intervención del Dr. Cukrowicz, afronta la verdad de
la muerte de Sebastian y puede así escapar de la locura; locura, sin
embargo, a la que sus palabras condenan a su tía.
La película puede entenderse como
un duelo interpretativo entre estas dos grandes estrellas femeninas, cada una
mostrando en densos monólogos las verdades contrapuestas e irreconciliables de
los personajes que interpretan. En realidad, las dos lo hacen muy bien; las dos
estuvieron nominadas al Óscar por ella (también la dirección
artística) y Liz consiguió, además, un Globo de Oro y un Donatello.
En cuanto al personaje del Dr. Cukrowicz, a pesar de que Montgomery
Clift
estaba ya hundido en el abismo de autodestrucción que le llevaría ocho años
después a la muerte, consiguió realizar un gran papel como el íntegro doctor
que intenta encontrar la verdad que salve a Catherine, aunque ello vaya
en detrimento de su carrera.
Esta era la tercera película que
interpretaban juntos Montgomery Clift y Elizabeth
Taylor,
que a partir de la primera, Un lugar en el sol (1951), se
convirtieron en grandes amigos. Durante
el rodaje de la segunda, El árbol de la vida, el actor, al
salir de casa de Liz, estrelló su coche contra un poste. Aunque Liz
Taylor consiguió salvarle la vida (se estaba asfixiando con sus propios
dientes), su cara quedó desfigurada y sus problemas mentales y de adicciones
aumentaron hasta arruinar su carrera y su vida. Después de De repente, el último verano
hizo todavía otras cinco y consiguió una gran interpretación en ¿Vencedores
o vencidos? (1961), de Stanley Kramer, pero ya era incapaz
de recordar su papel y, precisamente, fue tan veraz en esta película porque
interpretaba a un pobre hombre con la mente tan perdida como él mismo la tenía.
De De repente, el último verano
se ha dicho que es “muy teatral” y que es mucho más de Tennessee Williams que de
Mankiewicz.
Lo cierto es que el director era gran admirador del dramaturgo y, aunque no participó
en el guion como solía hacer en sus películas, respetó al máximo el de William
y Vidal.
En realidad, Mankiewicz, adaptase o no textos teatrales, siempre tuvo un
gran respeto por el sustrato literario de sus películas y eso es lo que les da
ese cierto carácter “teatral” que algunos comentan.
Realmente, la película que
comentamos sí que tiene el sello de Mankiewicz: en el control que impuso
a sus difíciles actores, en su habilidad en el montaje de las escenas (las que
transcurren en las salas comunes del manicomio son impactantes
y muestran ese refinado terror gótico con el que el director había estrenado su
carrera en Dragonwyck); en la magnificencia de sus decorados -en este
caso, de los manicomios, de la mansión Venable y, especialmente, del lujurioso
jardín tropical (con repulsiva planta carnívora incluida) creado por Sebastian
como símbolo de su particular cosmogonía bajo el imperio del Ángel
de la muerte-; en la
utilización, recurso típico en él, del esclarecedor flashback…
Además, Mankiewicz estaba muy
interesado en los aspectos psiquiátricos (había realizado estudios en esta rama
de la medicina) y pudo comprender lo que pretendían transmitir los dos
escritores y expresarlo tan bien como lo hizo en el onírico flashback final.
Pocos años después de esta
película, el director, de la mano también de Liz Taylor, como la
hermosísima Cleopatra, caería en el peor bache de su carrera como director,
del que apenas logaría recuperarse. Pero durante toda su carrera dejó un puñado
de películas memorables, entre las que se cuenta, aunque no sea la mejor, De repente, el último verano… extraña, turbia, opresiva, a veces abrumadora… y muy
interesante de ver.
Yolanda Noir