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domingo, 29 de noviembre de 2015

El Black Friday es verdaderamente negro.

Cierto pudor me va a impedir desarrollar lo que siento con la holgura que desearía. Es complicado hablar de una experiencia personal, de una sensación que muchos pueden malinterpretar pero algo en mi fuero más interno me obliga a hacerlo. He estado al tanto de cómo los medios de comunicación hacían campaña de la recogida de comida en las grandes superficies comerciales de cara a las festividades que se nos vienen encima. De manera inesperada se me complicó el fin de semana entre compromisos familiares y laborales y sabía que tendría que pasar la noche del sábado y probablemente la del domingo sin salir de casa, tecleando sin parar y luchando para que no se me cerraran los párpados del agotamiento. Rehuyo como de la peste de todo lo que se asemeje a una gran superficie comercial o a unos grandes almacenes; compro mi sustento en mercados y en tiendas de barrio donde al menos puedo hablar con alguien que me reconozca al verme. Angustiado por la falta de cafeína que necesitaría al día siguiente y alentado por el reclamo de la recogida de alimentos me dispuse, a eso de las ocho de la tarde el viernes, a ir a buscar café y contribuir con la causa tan publicitada. Al llegar, todo eran luces de colores, algarabía, canciones de Navidad, jolgorio y pantallas LCD publicitando los increíbles descuentos de artículos sobre los que se lanzaba la gente tarjeta de crédito en mano. Mi misión era fácil: buscar alimentos no perecederos y un paquete de café para mí. Por poco dinero llené tres bolsas de todo artículo que viniera bien empaquetado, con fecha de caducidad a largo plazo y debidamente sólido para soportar un traslado. Al llegar el momento de pagar le pregunté a la cajera dónde se encontraban los voluntarios y me dijo que no lo sabía. Pagué y los busqué por el exterior del supermercado hasta dar con ellos. Un chico y una chica jóvenes y una señora mayor acogieron las bolsas casi con un abrazo musitando un "gracias" apenas audible. La vista se me fue al carro del que se encargaba cada uno de ellos, dos estaban vacíos y uno contenía cuatro paquetes de espaguetis colocados en una esquina. Se cruzaron nuestras miradas y el desaliento y la imagen descorazonadora de la escasez de género me dejaron mudos. La mujer mayor se dio cuenta de que llevaba un paquete de café en una mano y me ofreció esperar para darme una bolsa de las que le había entregado mientras llenaba con mis artículos su carro. Le dije que no. Salí de allí intentando hacerme hueco entre la gente que colmaba la zona de la perfumería mientras oía discusiones entre clientes y dependientas que no se ponían de acuerdo sobre la cuantía del descuento que ofrecía la empresa sobre perfumes de más de cien euros.

En estos momentos estoy trabajando a contrarreloj, bebiendo el café que me despierta y me abstrae del cansancio, solo, sin azúcar, negro y amargo. Sabe igual que el funesto Black Friday que viví ayer.