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martes, 6 de noviembre de 2012

"La deuda de Eva", de Alicia Giménez Bartlett: una interesante reflexión sobre la dictadura de la belleza


    Buceando el otro día en la página oficial de Alicia Giménez Bartlett descubrí que, además de novelas, también ha escrito ensayos y como ando con el Trabajo Fin de Máster, vi que los dos que aparecían podían servirme, así que los busqué en la biblioteca y los encontré. El primero de ellos es este, que devoré en un día (¡vaya inicio de mes de noviembre que llevo! A ver si mantengo mi furia lectora) y que me resultó bastante interesante.
    Giménez Bartlett reflexiona en él sobre el rechazo a la fealdad y el deber de belleza impuesto o autoimpuesto principalmente a las mujeres a lo largo de los siglos. Basa su estudio en diferentes libros publicados al respecto, mucha observación, conversaciones y entrevistas y mucho sentido común. Por eso, a las ideas que a todos se nos han ocurrido alguna vez sobre el tema, la autora suma un respaldo teórico, psicológico, sociológico e histórico que las sustenta, refuta o completa.
    La obra se divide en tres grandes bloques: tras un prólogo (lleno de humor) en el que la autora explica el porqué de este ensayo, Giménez Bartlett realiza un didáctico viaje histórico en el que analiza cómo han ido cambiando los cánones estéticos a lo largo de los siglos, poniendo de relieve la volubilidad de los preceptos y la subjetividad en la percepción de la belleza. Este recorrido le sirve a la autora para reflexionar sobre cómo contribuyen el arte y la literatura a crear y asentar los nuevos cánones de belleza y para estudiar la influencia de la fotografía o el cine (que, a diferencia de la pintura, la escultura o la literatura reflejan una mujer real, no recreada... al menos, en teoría) en la evolución de dichos preceptos.
    En segundo lugar, da un repaso a algunas mujeres consideradas como feas (aunque, como siempre, sin unanimidad) pero que consiguieron triunfar en sus respectivas profesiones, a pesar o, a veces, a causa (precisamente) de su fealdad. Científicas, literatas, políticas y reinas, deportistas, cantantes, actrices... desfilan por las páginas de este libro mostrando que no siempre la fealdad es sinónimo de fracaso, aunque en algunos casos sí lo sea.
    Tras este exhaustivo repaso, que incluye un puñado de fotos ilustrativas, Giménez Bartlett finaliza su ensayo incluyendo la opinión de algunos hombres cuya profesión o dedicación está relacionada con juzgar a las mujeres por sus cualidades físicas y estéticas: un fotógrafo, un médico cirujano, un diseñador, un director de cine... Todos ellos corroboran la subjetividad del ojo que mira a la hora de valorar la belleza, negando, incluso, la mayoría de ellos (en realidad, solo uno dice lo contrario) que existan mujeres feas. En este sentido, me quedo con una de las frases del director de cine Bigas Luna: "Es fea aquella que se cree fea a sí misma". No solo la subjetividad sino la autoestima, la autorreferencia, la imagen que proyectamos es fundamental a la hora de mostrar o captar la hermosura.
    La autora hace hincapié a lo largo de todo el ensayo de esa obligación de ser bellas que pesa sobre las mujeres, obligación que no es exclusiva de nuestro tiempo. Aunque, viendo la cantidad de productos y sistemas de corregir o, al menos, enmascarar la fealdad que tenemos a nuestra disposición hoy en día (desde cremas hasta cirugía), quizá se podría concluir que hoy es fea la que quiere serlo. 
    Giménez Bartlett se pregunta por qué, si sobre nosotras pesa esta losa, no hemos hecho que la belleza y el cuidado personal sea también cualidad fundamental en los hombres, reflexionando sobre cómo, por ejemplo, la escritoras no se detienen a describir la apariencia física de los personajes masculinos que protagonizan sus obras, algo que sí hacen (y a veces con profusión) los escritores. En cualquier caso, no pasa por alto que las tendencias están cambiando y que hoy la hermosura (y la juventud) es un valor en sí, obligatorio en muchas profesiones tanto para hombres como para mujeres.
    Al hablar sobre el deber de belleza de la mujer, la autora baraja un concepto que a mí me ha parecido fundamental: la libertad. La dictadura de la belleza convierte, en muchos casos, a la mujer en mero objeto, en réplica de sí misma (no hay más que ver cómo se homogeneizan las caras de quienes pasan por el quirófano por motivos estéticos o, como ya comenté una vez, cómo se uniformiza a las mujeres en los programas de cambio de imagen). Por eso, debe haber un mínimo de libertad de elección, un margen para elegir, para que el deber de hermosura no se convierta en esclavitud.
    En general, he disfrutado leyendo (y aprendiendo) de este ensayo sobre algo aparentemente tan frívolo como la belleza pero que acaba teniendo muchas connotaciones sociales, psicológicas, laborales... Aunque he de confesar que, en algunos casos, si hubiera tenido delante a la autora (¡ya quisiera yo!) hubiera discutido algunas de sus afirmaciones. Y, otras veces, hubiera comentado con ella, con gran pesar, cómo algunos de los supuestos que ella da por hechos en 2002 (cuando publicó el libro) han sido vergonzosamente superados diez años después. Por ejemplo, en un momento dado, asevera "Nunca la condición femenina fue más respetada en los países ricos que en la actualidad. Jamás la mujer había llegado tan alto. El futuro no parece tener fronteras para los planes femeninos de desarrollo profesional. ¡Al fin libres de la dictadura de la belleza! No se imagina uno la descripción de una empresaria con grandes responsabilidades económicas incluyendo labios de rubí o dientes de perlas. A nadie se le ocurriría denostar a una ministra porque tiene mala figura o pies demasiado grandes". ¡Ay, Alicia! ¡Qué pena tener que llevarte la contraria! ¡Qué desilusión recordar el incidente de Leire Pajín y su biquini y los comentarios que esas fotos suscitaron! ¡Cómo se la juzgó por su imagen y sus cinco kilos de más! Eso, por no hablar de justo el caso contrario: cómo se criticó a Trinidad Jiménez por aparecer "demasiado guapa y sexy" en los carteles de la campaña electoral para Alcaldía de Madrid. Qué tristeza me da que Alicia no tenga razón. ¿Será que involucionamos?
   Nos seguimos leyendo.

Ficha técnica:



Título: La deuda de Eva. Del pecado de ser feas y el deber de ser hermosas  
Autor: Alicia Giménez Bartlett 
Editorial: Lumen    Género: ensayo    Páginas: 185  
Publicación  1/1/2002    ISBN: 84-264-8000-4

jueves, 25 de octubre de 2012

"Utopía", de Tomas Moro: dibujando el Estado perfecto

  Hoy rescato de la web Anika entre Libros la reseña de un libro clásico, sorprendente y todavía útil (al menos, en algunos aspectos). Y, desde luego, un buen puñado de temas relacionados con la organización social y la convivencia humana sobre los que reflexionar.

  UTOPIA (Sobre un Estado perfecto o sea la isla de Utopía)
(De optimo statu rei publicae deque nova insula Utopía, 1516)

Tomas Moro

Editorial Planeta
Colección BackList Clásicos

© Edición y traducción, Joaquim Mallafrè Gavaldà, 2011
© Planeta, 2011
1ª Edición, Marzo 2011

Género y tags: novela, utopía, renacimiento, estado ideal, organización social, política, economía, literatura clásica, literatura inglesa

ISBN: 9788408101062

224 Páginas


Argumento:

  ¿Puede existir un lugar idílico, donde todos sus habitantes sean felices y mantenga una organización social, política y económica perfecta? ¿Qué haría falta para que ello ocurriese? Estas dos preguntas se responden a lo largo de Utopía, una descripción minuciosa y detallada del sistema organizativo de la isla del mismo nombre, donde no existe la propiedad privada y nadie está desprotegido.

Opinión:

   Utopía no es un sueño, ni una quimera, ni un imposible. Utopía es la búsqueda de una organización social, económica y política que garantice la felicidad a todos los integrantes de una sociedad. Fue Moro el que inventó el término, precisamente, en esta novela, aunque a lo largo de los siglos se ha cargado de un sinfín de significados. Con esta obra, Moro también instauró la estructura de un tipo de novela que bebe de las fuentes clásicas (Platón principalmente, pero no sólo; Moro era un humanista que hacía honor a tal calificativo) y que daría lugar a una larga tradición literaria que también iría evolucionando: con el paso del tiempo, a la pura descripción social se le unió el viaje hacia el lugar descrito; o se degradó la condición de felices de sus habitantes en las llamadas contrautopías o distopías, entre las que se cuentan obras tan famosas como 1984 o Un mundo feliz.
     Utopía  se divide en dos libros diferentes. En el primero, Moro traza una contextualización ideológica, política y sociológica sobre su tiempo en la que no faltan numerosas críticas tanto a la política de la época (incipiente colonialismo, absolutismo, conquista de América…), a la religión (es el tiempo de la Reforma luterana), a la organización social, la justicia… En definitiva, a todo aquello con lo que Moro no estaba de acuerdo en su realidad histórica y que atacó a través de la ficción. En este primer libro se nos presentará a Rafael Hitlodeo, viajante portugués que conoce la isla de Utopía y que será el encargado de describirla con todo lujo de detalles en el segundo libro. También la forma literaria varía: el Libro I está escrito en forma de conversaciones (al más puro estilo del diálogo platónico, aunque en este caso no se trata de un maestro y sus alumnos) mientras que el Libro II es una narración novelada. Como curiosidad histórica cabe señalar que la obra originalmente publicada sólo contenía el segundo de los libros. El primero se añadió con posterioridad.
     Moro describe, a través de la narración de Hitlodeo, una sociedad totalmente diferente a la occidental, donde es posible otro sistema de organización y producción y que, además, da como resultado la felicidad de todos los habitantes. El orden y el dirigismo más absoluto parecen ser las claves para conseguirlo. Un dirigismo que dicta desde el modo de vestir (incluso el número de prendas que posee cada uno) hasta la distribución de las horas del día, el aprovechamiento del tiempo de ocio y hasta el número de miembros por familia.
     Curiosamente, tal dirigismo no necesita más que de un pequeño puñado de leyes básicas. Tanto es así, que se suprimieron los abogados, cada utopiense acude al juez cuando lo necesita y se defiende a sí mismo.
     La base de la economía en Utopía es la agricultura. Todos los habitantes se dedican a ella (menos los más capacitados para el estudio, que son exonerados de las labores físicas) y la aprenden desde niños. Además, pueden instruirse en uno o varios oficios más. Cada familia está especializada en un oficio hasta el punto de que si uno de los niños de una familia quiere aprender un oficio diferente, será cambiado de núcleo familiar. Si un ciudadano es capaz de desempeñar con éxito varios oficios, podrá elegir como profesión el que más le guste, siempre y cuando la colectividad no necesite otra cosa.
     En Utopía no hay propiedad privada, todo es de todos. No hay pobres, no hay ricos. Los enfermos están perfectamente atendidos en los hospitales (incluso está permitida la eutanasia), hay guarderías para los niños menores de cinco años y protección para las personas discapacitadas. La comida es colectiva, en grandes comedores, en los que se lee mientras se toma el alimento. Acabada la comida, se celebran gratificantes tertulias.
     Todos los ciudadanos son iguales en Utopía. No hay clases sociales, no hay diferencias de sexos (aunque, hombre de su época, Moro no puede por menos que señalar que la naturaleza de la mujer es más débil e, incluso, defiende que el hombre pueda castigar a la mujer en caso de adulterio), no hay dinero, ni falta que les hace. Cada familia lleva al mercado su producción y toma lo que necesita. No hay trueque ni intercambio. Cada uno consume según sus necesidades.
     Las relaciones prematrimoniales están prohibidas (el castigo puede ser el celibato perpetuo) pero el divorcio está permitido. Las calles están perfectamente trazadas y cada casa tiene su propio jardín/huerta.
     Todo está regido, organizado, normativizado en Utopía. No hay lugar para la libertad, causante de todo mal social y principio del libertinaje. Hay un príncipe, elegido por los representantes de las familias, vitalicio, pero no gobierna. Lo hace un senado, claramente descrito por Moro.
Éstos son algunos de los rasgos que caracterizan la organización de la isla, una organización siempre sorprendente, unas veces para bien y otras… no tanto.
    Más allá del relato literario, Utopía abre el camino a la reflexión política, social y económica. El dirigismo y el aislamiento recuerdan peligrosamente a los regímenes totalitarios y de hecho hay muchos aspectos del sistema utópico que hacen chirriar los dientes a una occidentalita del siglo XXI como yo. Sin embargo, también recoge algunas propuestas que podrían contribuir a mejorar un mundo, el actual, en el que el dinero parece valer más que las personas. Muchos son los movimientos políticos o sociales que, a lo largo de los años, han tomado ideas del género utópico. Su puesta en práctica no ha tenido, hasta el momento, réplicas para esa eterna pregunta del comienzo: ¿es posible la felicidad social sistemática? Quién sabe si el futuro nos regalará la respuesta.

   He dejado los enlaces de otros libros citados porque me parecía que podían completar la información y aquí está el enlace a la publicación original en Anika entre Libros. 
    Nos seguimos leyendo

jueves, 20 de septiembre de 2012

"Las desterradas hijas de Eva", de Consuelo G. del Cid: la descripción del horror más absoluto


   Hay libros que no gusta leer. No porque estén mal escritos, porque no tengan estructura, porque los personajes no estén bien construidos o porque la historia no te atraiga lo más mínimo. No. Hay libros que no gusta leer porque es inconcebible que lo que te están contando sea verdad. Porque hacen que te cuestiones la naturaleza del ser humano, la raíz de la maldad, la falta de empatía, el fundamentalismo de algunas ideologías, la verdad absoluta de la que se creen poseedores algunas personas que, en mi opinión, no es solo que estén equivocadas, es que son ellas las que no deberían existir.
   Hay libros que te conmueven y hay libros que hacen que se te revuelva el estómago, que llores de rabia e impotencia, que se te encojan las entrañas al pensar en lo que debieron de pasar sus protagonistas y al reflexionar sobre cómo es posible que un ser humano le haga eso a otra persona, a otro igual.
   Todo eso es lo que sentí este verano cuando leí Las desterradas hijas de Eva, de Consuelo García del Cid Guerra. Un testimonio real sobre lo que ocurrió en algunas instituciones que supuestamente servían para proteger a las mujeres durante el Franquismo y la Transición. Pero nada más lejos de la verdad. El relato de los sucesos, las palabras de las víctimas y la reflexión sobre lo que ocurrió son escalofriantes, inconcebibles. Y lo que es más, al peso de lo que les hicieron, las mujeres que pasaron por estas torturas han tenido que sumar no solo unas consecuencias psicológicas terribles, sino también el silencio, la ocultación, el que nadie conozca lo que les ocurrió. Mucho menos, que alguien lo haya llevado a los tribunales. Ahora salen a la luz pública. Espero que se haga justicia.
    Enlazo no sólo la reseña que he hecho para Anika sobre el libro, sino también la página de la autora y algunas otras webs de interés sobre el tema. A ver si por fin sale de las tinieblas de la ocultación.

  •     Reseña: Auspiciados por el Patronato de Protección a la Mujer franquista, existían toda una serie de instituciones que poco o nada tenían que ver con lo que proclamaban: proteger a la mujer. Consuelo García del Cid publica ahora el resultado de sus investigaciones sobre lo que ocurrió en centros como el Preventorio de Guadarrama, la Maternidad de Peña Grande o el Reformatorio de San Fernando. Lugares en los que se encerraba a niñas y jóvenes cuyo único delito había sido quedarse embarazadas (en muchas ocasiones como fruto de una violación, incluso de sus padres o hermanos) o ser demasiado rebeldes para un régimen que subyugaba a la mujer e impedía toda libertad y capacidad de decisión para ella. (seguir leyendo)
    Nos seguimos leyendo.


lunes, 3 de septiembre de 2012

Patitos feos y cisnes

He tomado la imagen de aquí
    Los feos (lo sean mucho o poco) no suelen ser protagonistas de películas ni series de televisión. Si son chicas, ni siquiera pueden presentar informativos o conducir programas televisivos. Si son ministras, alcaldesas, presidentas de comunidad, presidentas de bancos o cualquier otro cargo público, su fealdad será argumento para denostar su actuación. ¿Por ser feas son peores profesionales? No veo razón, pero ¿quién no ha oído algún comentario, o lo que es peor, no ha leído algún artículo o columna de opinión, criticando a un personaje público femenino por su aspecto físico? No creo que a estas alturas de la evolución humana tuvieran que seguir ocurriendo cosas como estas, pero lo cierto es que parece que el mayor acceso de la mujer a la vida pública no ha hecho sino multiplicar este tipo de actitudes.
    En la literatura, el cine o las series, el feo suele ser el hazmerreír, el bufón, el blanco de todas las crueldades, la figura del donaire del teatro del Siglo de Oro. Son presa fácil. Hasta cuando son protagonistas, suelen ser motivo de mofa. Y si lo son, al final, tendrán que reconvertirse, moldearse, cambiar hasta ser medianamente soportables, como en el caso de todas las Bettys y Beas habidas por haber. Es lo mismo que ocurre con esos programas de transformación personal. Desde aquel Patito feo que presentó Ana Obregón a todos los inventados por los estadounidenses, se busca convertir el cuento en realidad y sacar a la fuerza al cisne que se supone que todos llevamos dentro. ¿No sería mejor enseñarnos a querernos como patitos feos, enseñar a la sociedad a querer y respetar a los patitos feos?
    Todo esto viene a dos programas que actualmente se emiten en Divinity. Por un lado, Tu estilo a juicio, un programa de cambio de imagen en el que transforman a mujeres (últimamente también he visto a algún hombre) cuya imagen llama la atención (para mal, claro) en fantásticos ejemplares humanos. Muchas veces no son feas, solo les faltan dientes, se han descuidado, sufren algún tipo de depresión o, simplemente, tienen una visión de la moda y de sí mismas ciertamente estrambóticas. El programa demuestra que con un poco de cuidado (y bastante dinero) no hay patito feo que valga. Pero también pone de relieve la cantidad de gente acomplejada que existe, que la falta de confianza en uno mismo, la autoestima por los suelos, el miedo a hacerse mayor, la tendencia a esconderse detrás de un peinado o un estilo de vestir llamativo son más frecuentes de lo que nos gusta admitir. La transformación física es siempre sorprendente. Quisiera pensar que también las ayudan a cambiar su interior, a quererse tal y como son, como sí parece que ocurre. Espero que no sea solo una pose para aumentar la audiencia del programa. Pero, en el fondo, a veces creo que lo único que hacen es extirpar la personalidad propia de la transformada. Uniformizan a las participantes, al final, todas se parecen entre sí, todas se parecen a la media, todas se parecen a lo que los estilistas creen que es tener una buena imagen. En ella no caben piercings ni tintes de colores ni faldas demasiado cortas. La sociedad marca lo que es estilo y lo que no... y a ello nos debemos ceñir si queremos encajar. El uniforme social del estilo es, en el fondo, nuestro mejor parapeto, la llave maestra que nos abre todas las puertas. Aunque por dentro tengamos alma de punk.
La Betty colombiana
La Bea española


    Al segundo programa, ya me he referido un poquito más arriba: la saga de series sobre Bettys las feas que muy distintos países adaptaron hace unos años. El Patito Feo siempre fue mi cuento favorito y, a la vista está, me interesa mucho el tema del tratamiento de la fealdad en el cine, la literatura y la televisión, así que en su momento (1999) vi la serie original, la colombiana (Yo soy Betty, la fea), también vi algunos episodios de la española (Yo soy Bea) y la norteamericana (Ugly Betty) al completo. La colombiana tenía sus gracias, aunque creo que era la más cruel, quizá por ser la primera. También, la menos realista (¿de verdad a alguien le parecía guapo el galán??). La española me pareció un batiburrillo sin sentido, repetitivo, alargado hasta la saciedad. Y la americana... pues deja de ser un culebrón para convertirse en una serie. Para mí, es la mejor (si no la has visto y tienes interés, quizá no deberías seguir leyendo porque voy a hablar sobre el final). No sólo por la estética, los personajes o las tramas, sino por la propia evolución de la protagonista. Las dos bettys/beas anteriores son inteligentes y feas, sí, pero están tan enamoradas de sus jefes que no ven más allá de sus gafotas (¿por qué para convertirlas en feas se les pone gafas y ya está? Hay gente que está mucho más guapa con gafas y hay gafas divinas hoy en día). Pero la Betty americana, en el fondo, lucha por encontrar su hueco en el mundo. Tiene sus amores, sí, claro, como todas... pero lo que busca es un propia identidad, su formación como profesional y su independencia. En ningún momento de la serie manifiesta amor por su jefe (salvo en los dos episodios finales, que a mí me pareció un poco traído por los pelos) y acaba eligiéndose a sí misma por delante de cualquier novio. Para muchos, este es el gran fallo de la serie, la razón por la que no tuvo tanto éxito como la original. Sin embargo, para mí, es el gran acierto, la decisión que marca la diferencia. Ugly Betty se estrena hoy en Divinity y veré cuantos episodios pueda, porque, aunque es verdad que hubo tramas un poco peregrinas (lo relacionado con el padre de Betty sí es un poco digno del mejor culebrón), en general, me parece una serie muy divertida y muy bien hecha. Una relectura de El patito feo en el que, al final, obviamente, la fea se hace guapa... pero en la que hay más, mucho más: hay valentía, hay independencia, hay profesionalidad, hay seguridad en sí misma, hay una mujer fuerte que no se esconde detrás de ningún hombre y que descubre que la felicidad solo depende de uno mismo.
La Betty americana
   Nos seguimos leyendo.

miércoles, 22 de agosto de 2012

"Entra en mi vida", de Clara Sánchez: una maravillosa proyección literaria sobre los niños robados

     
    De Clara Sánchez me gustan muchas cosas. Me gusta ella, como ya expliqué aquí. Me gusta su capacidad para crear personajes que son, al mismo tiempo, personas normales y seres excepcionales; personajes que se convierten en amigos a medida que avanzamos en su historia. Personajes que, tiempo después de haber cerrado el libro, continúan contigo. Personajes sencillos pero profundos, héroes y villanos del siglo XXI, que corren las mismas aventuras y desventuras con las que a muchos nos toca lidiar hoy en día. Personajes que, dentro de su singularidad, encarnan valores o defectos universales. Personajes, en definitiva, de los que se puede aprender.
    De Clara Sánchez me gusta también su maravillosa manera de entreverar ficción y realidad, como si no existieran fronteras entre una y otra. Las historias que salen de su pluma son producto de su imaginación pero podrían haber ocurrido perfectamente. Quizá hayan ocurrido. Lo más seguro es que alguien haya vivido algo parecido. Porque parte de la realidad, de la actualidad, para dibujar historias tan verosímiles como humanas. Siempre hay un telón de fondo de verdad en sus novelas. Quizá puedan ser consideradas novelas históricas de temática actual. Quizá sean consideradas novelas históricas en un futuro. Lo que sí son, desde luego, es una mirada crítica a la realidad, una mirada profunda, no convencional, no acomodaticia, que trata de mostrar esa realidad con los ojos de quienes la viven.
    Pero lo que más me gusta de Clara Sánchez es que me hace pensar. Cuando acabo sus novelas, siempre se quedan unos días conmigo, me quedo dándole vueltas a la historia, al fondo social y actual, a las virtudes y defectos de los protagonistas, a las situaciones, a esas verdades universales que se esconden tras la normalidad de los personajes. Incluso tiempo después, todavía hay personajes e historias sobre las que vuelvo a pensar, cuando la actualidad o una conversación u otra novela me las recuerdan.
   Con este larguísimo preámbulo ya te habrás ido haciendo una idea sobre cuánto me ha gustado Entra en mi vida, una novela sobre la valentía y la cobardía, sobre la crueldad y la falta de escrúpulos, sobre los secretos que acaban arruinando vidas... y sobre las consecuencias de todo ello.

      Como ya expliqué en Anika entre Libros, en la presentación de la obra, Clara Sánchez contó que la idea de esta novela surgió de una experiencia personal, cuando ella dio a luz a su hija, sin que su marido estuviera cerca. Así, Betty, una de las protagonistas de la historia, dio a luz a su primer hijo sin la compañía ni de sus padres ni de su novio, que luego se convertiría en marido. Madre soltera y sola (solo su amiga Ana estuvo a su lado), fue víctima de las redes de robo de bebés que ahora van saliendo a la luz. Al menos, eso es lo que siempre creyó ella, pálpito que acabó transformándose de esperanza a obsesión y que terminó marcando toda su vida. Betty buscó y buscó a su hija y solo su enfermedad frenó su investigación.
    La hija mayor de Betty, Verónica, ha vivido desde los 10 años guardando el secreto de su madre, sabiendo que ella cree que la niña de una foto que guarda celosamente en su armario es también su hija pero sin confesar que lo sabe. Cuando Betty caiga enferma, Verónica tomará el testigo de su madre, en busca de esa hermana perdida que, mientras tanto, ha llevado una vida propia, con las que ella cree que son su madre y su abuela. Una vida de huídas y secretos, de sobreprotección y silencios.
    La historia está narrada de modo que engancha. Clara Sánchez tiene la habilidad de hacer fácil lo difícil, de conseguir que la historia casi se vaya contando sola, de forma natural, sin recovecos ni alardes de estilo. Y eso, aunque parezca todo lo contrario, cuesta mucho. Cuesta luchar con las palabras, para buscar la mayor precisión; con la estructura, para lograr que se adapte como un guante a la tensión narrativa y a los tempos que exige el contenido; con los personajes, para que resulten verídicos, verdaderos, humanos. Pero el resultado es fantástico: un libro que se lee solo, que te atrapa, que te amarra entre sus páginas y no te deja salir hasta que ha acabado contigo, hasta que has descubierto la verdad, hasta que eres parte de la historia.
    Uno de los aspectos que más preocupaba a Clara Sánchez, según contó en la presentación, era cómo unir ambos mundos, cómo enlazar las vidas de Verónica y de Laura; cómo romper la barrera que las separaba, la barrera de la ignorancia, de las sospechas, de las cosas que pasan pero que tú no aprecias hasta que algo o alguien les da sentido. ¿Hasta qué punto tiene Verónica derecho a entrar en la vida de Laura? ¿Hasta qué punto puede poner patas arriba su modo de entender lo que le rodea? ¿Y qué consecuencias tiene? ¿Vale la pena arriesgar la estabilidad, la seguridad, en beneficio de la verdad, de una duda, de un pálpito, de una intuición?
   Esa es una de las cuestiones que más me han hecho pensar, tanto durante la lectura de la novela como después. Me pongo en la piel de Verónica... y no sé qué haría. Me pongo en la piel de Laura y tampoco sé cómo reaccionaría. Me parece que Clara Sánchez lo resuelve de forma extraordinaria... pero soy incapaz de dejar de pensar en quienes se han visto en esa situación en su vida real, en qué postura eligieron, en cómo reaccionaron, en cómo la verdad cambió sus vidas.
    La otra gran cuestión sobre la que reflexionar, claro está, es la trama de los niños robados. ¿Cómo alguien es capaz de robar un niño, de separarlo de su madre legítima, sin preguntar, sin conocer las circunstancias? ¿Cómo alguien es capaz de creer que tiene la verdad suprema en sus manos, la capacidad de decidir sobre la vida de los demás? ¿Cómo alguien es capaz de creer que existe la verdad suprema? ¿Qué siente las madres? ¿Qué siente los hijos cuando empiezan a intuir la verdad o cuando la descubren? Son cuestiones que me hago pero para las que no encuentro respuesta. Son situaciones que me cuesta imaginar. Son razones (las de los médicos, enfermeras, matronas, monjas, psicólogos y demás implicados en estas redes) que me parecen inconcebibles, inexcusables... totalmente incomprensibles para mí. ¿Solo por el dinero? ¿El dinero es capaz de hacer que personas en las que la sociedad confía por defecto hagan este tipo de cosas? ¿Es la religión, la visión maniquea de las relaciones sentimentales: madre casada, buena; madre soltera, mala? ¿Crueldad gratuita? ¿Falta de empatía? No sé... soy incapaz de encontrar respuestas.
    Y, finalmente, otra gran cuestión sobre la que he pensado, un clásico en mí: las consecuencias que la educación que recibidos, que las circunstancias que rodean a nuestra infancia tienen en nosotros, en nuestra personalidad, en nuestro carácter, en nuestra forma de vivir nuestra propia vida.
    En definitiva, una novela muy muy muy recomendable, por cómo está contada y por lo que cuenta; por la historia y por los personajes; por la ficcionalización de la actualidad y por la reflexión sobre la actualidad misma.
   Si te pica la curiosidad y no tienes el libro a mano, aquí puedes encontrar las primeras páginas de la novela, para ir abriendo boca, además de todos los datos del libro, opiniones, etc.
   Nos seguimos leyendo.

Ficha técnica:

Título: Entra en mi vida  
Autor: Clara Sánchez 
Editorial: Destino         Género: novela     Páginas: 480  
Publicación  20/03/2012    ISBN: 9788423325177

miércoles, 18 de julio de 2012

Taras para toda la vida


    Dicen que hay tantas lecturas de un libro como lectores. Yo creo que hay más, porque un libro no te cuenta lo mismo en una época de tu vida que en otra. Tus experiencias son diferentes, tu conocimiento de la realidad y de la propia literatura, tus circunstancias en ese momento… En definitiva, hasta cierto punto, no eres la misma persona. Por eso, el libro te cuenta unas cosas y no otras dependiendo de cuándo lo leas. Por lo menos, a mí me pasa.
    Por eso, polémicas y calidad literaria al margen, a mí lo que me ha contado la trilogía “Cincuenta sombras de Grey” es la espeluznante historia de Christian Grey. (¡¡ADVERTENCIA!!: No sigas si no has leído la trilogía y estás interesado en hacerlo, porque voy a destripar parte de la historia, la clave que explica todo o casi todo). Pensar en ese niño con el pecho lleno de quemaduras de cigarrillos, que come guisantes congelados directamente del frigorífico porque está muerto de hambre y no encuentra nada más que llevarse a la boca, que toca a su madre muerta y la encuentra tan fría que la tapa con su pequeña mantita de bebé para intentar que entre en calor (un poco a lo Dexter, pero si baño de sangre); ese niño que no habla, que no soporta el contacto físico, que rechaza los abrazos, que nunca ha sentido lo que es que te hagan cosquillas y reír hasta no poder respirar… me parte el corazón. La risa de mi hija es el mejor regalo que puedo recibir cada día, es la melodía que más me conmueve, que más me llena; por eso trato de que ría todos los días, de que riamos juntas al menos una vez al día. Que un padre o una madre o cualquier adulto ligado a ese padre o esa madre prefiera el dolor a la risa… me dan escalofríos solo de pensarlo. Sé que es ficción, pero, lamentablemente, hay muchos casos reales así. O peores. Y eso sí que me hace desconfiar de la raza humana.


    Nunca he entendido que alguien pueda hacerle daño a un niño, pero desde que soy madre, los casos de maltrato, abusos, abandonos… me encolerizan y angustian a partes iguales. No comprendo, no me cabe en la cabeza, no puedo empezar ni a imaginar los motivos, traumas o emociones que llevan a una persona adulta a maltratar de ningún modo a un ser tan inocente e indefenso como un niño. Justo el lunes por la noche, después de acabar la trilogía, vi una información sobre abusos a menores en el Telediario (a partir del minuto 36:20, más o menos)… y desde entonces no he parado de darle vueltas al asunto.


    Ser padre es un ejercicio de responsabilidad y de madurez, porque exige mucho. Los niños te ponen a prueba, desafían tu paciencia y tu capacidad de reacción constantemente y es necesario tener una altísima dosis de autocontrol para sobrellevar la situación. Es cierto que a esto, como a casi todo, se aprende. Nadie nace siendo un buen padre, todos cometemos errores. Pero creo que la clave está en no perder la perspectiva, en no dejarte llevar por la rabia, el enfado o el miedo que puedas sentir en un determinado momento. El amor, el respeto hacia tu hijo y pensar siempre en lo que es mejor para él son, para mí, las claves que me frenan en esos momentos, las que me ponen en mi sitio y me ayudan a pensar en esos momentos de ofuscación. Pero maltratar o abusar sistemáticamente de un niño no entra en esta categoría. No creo que sea cuestión de autocontrol pero tampoco soy capaz de imaginar qué hay dentro de la cabeza y el corazón de alguien que hace algo así. ¿Falta total de empatía? ¿Traumas propios? ¿Carencia absoluta de sentimientos? Ni idea.
    Las consecuencias pueden ser devastadoras. Grey es solo un ejemplo literario y muchos de los asesinos de series como Mentes Criminales lo son en el plano televisivo pero lo cierto es que son miles los ejemplos de realidad. Y lo peor es que no hace falta llegar a tanto. Conocí a una mujer incapaz de trabajar en nada porque el carácter autoritario de sus padres había mutilado su autoestima hasta el punto de que ella se veía inútil para hacer cualquier cosa.
A una amiga mía le pasó algo parecido. A base de bromas, de comentarios jocosos, uno de sus progenitores había conseguido que llegara a crear que no valía nada. El tono pseudo-humorístico de tales comentarios le hacía dudar así que, por si las moscas, decidió crearse un personaje, una mujer valiente, capaz, profesional que le permitiese ser valiosa en lo laboral, al margen de lo que sintiera por dentro. Y lo consiguió. Nadie cree lo que piensa y siente en realidad, porque se la ve tan segura, tan preparada, que parece imposible que sea (o, más bien, se sienta) todo lo contrario por dentro. Es lo que le pasa a Grey: se parapeta detrás del gran papel de su vida, el de presidente de una grandísima compañía, y así logra pasar el día controlando sus miedos y su ira, autocontrolándose. Pero la procesión va por dentro. Mi amiga duda de sí misma a cada instante, no se siente capaz de dar un paso porque no se cree capacitada para hacerlo. Sólo cuando se pone la máscara, sigue adelante. Grey recurre a la ira cuando la situación le supera y a las relaciones sexuales violentas consentidas y controladas. Mi amiga hace tanto uso de su máscara, que ya duda de quién es en realidad y, en el fondo, se siente una gran farsante, una gran mentira.
    Es muy difícil superar con éxito una situación de abuso, de maltrato o que, simplemente, la persona o personas sobre las que gira tu mundo, las que son tu modelo de comportamiento, las que trazan tu mapa sentimental cuando eres niño te ofrezcan patrones totalmente equivocados. Si te apartan cuando intentas demostrarles cariño, si sólo se fijan en lo que haces mal, si no te dejan crecer como persona, si minan tu autoestima, si ponen coto a tu independencia, si no sientes su amor cuando tu personalidad se está formando, tu forma de ver el mundo, de relacionarte con los demás, de querer, de empatizar, de tratar al resto de las personas tiene que verse alterada. En algunos casos, gravísimamente. Y hasta para siempre.
    Nos seguimos leyendo.

jueves, 5 de julio de 2012

Hijas de Eva, hijas de Lilith: la sutil diferencia

Antonio recuerda perfectamente cómo y cuándo conoció a la que tiempo después sería su mujer. Mi mujer, no, me rectifica. Mi compañera, dice. Porque Manuela ha sido eso, mi compañera. Mi amor, mi amante, mi amiga. (El rayo dormido. Carmen Amoraga)
    Cada vez aprecio más el matiz que diferencia al hombre que llama a su esposa compañera del que habla de ella como "mi mujer". Intuyo que la mayoría de los que se incluyen en el segundo grupo lo hacen por costumbre, por uso social. Pero los que frenan la costumbre y se imponen un cambio en su lenguaje, los que piensan antes de decir si la mujer con la que comparten la vida es su posesión o si camina a su lado, sí que lo hacen conscientemente, a sabiendas, deliberadamente. De ahí su valor. Son capaces de pensar antes de hablar, de examinar sus sentimientos y de admitir una igualdad absoluta, más allá del sexismo del lenguaje.
Foto de npiggy2
    Porque no me parece lo mismo que te digan que eres hija de Eva o que te confirmen que eres sucesora de Lilith; que te hagan creer que saliste de la costilla de un hombre o que te igualen en el material y la forma de creación. Es un matiz muy sutil, pero cada vez estoy más convencida de que encierra una gran diferencia. Una no se puede sentir de igual manera si le cuentan que primero fue otro y que de ese otro la crearon a ella que si le dicen que ambos fueron creados en igualdad; si tu pareja te trata como a su mujer, o sea, como a un objeto de su posesión (máxime cuando él no es tu hombre, a lo sumo, es tu marido) que si te trata como a una compañera, una cómplice de vida, elegida conscientemente para compartir un proyecto vital juntos. Es una sutil diferencia que encierra, en el fondo, una forma de sumisión, de dominación. 
    Y nada más lejos del amor que la sumisión y la dominación. El amor es un compromiso mutuo de comprensión, sostén, respeto, cariño, cuidado y resolución de problemas y conflictos. No es un intercambio amor por protección, amor por sexo, sexo por seguridad, seguridad por servicios. Nadie posee a nadie, por mucho que algunas canciones y determinadas películas nos hagan creer lo contrario. La posesión no es amor. Sí lo es la confianza, la complicidad, la lealtad.
si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos
(Te quiero. Mario Benedetti)
    Hay mil expresiones cotidianas que encierran esa sumisión, mil productos culturales y sociales que la afianzan cada día. Lo que me parece más grave es que lo tengamos tan interiorizado que no nos demos ni cuenta. Habrá quien quiera quitarle importancia... pero para mí la tiene. Y mucha. Por eso prefiero cantar a grito pelado canciones como Hija de Lilith, de Ismael Serrano o Lilith, de Pedro Guerra cuando voy en el coche. Y me gusta aún más cantarlas con mi hija.
No te trajo a este mundo
la costilla de un hombre.
No dio vida a tu barro
el aliento de dioses.
Tú has nacido del vientre
de una mujer despierta
que navega en el tiempo
dando a luz primaveras.
(Hija de Lilith. Ismael Serrano) seguir leyendo
    Brindo por los hombres que también captan la sutil diferencia.
    Nos seguimos leyendo.

sábado, 12 de mayo de 2012

Encasillada


   
   Sé positivamente que a mi familia le crea ciertos problemillas mi estado civil, el hecho de que mi media mitad y yo llevemos casi nueve años viviendo juntos, tengamos una niña... pero no hayamos pasado ni por el altar, ni por mesa de ayuntamiento o juzgado alguna. Pero sé, también positivamente, que los problemas tiene más que ver con categorizarnos, con incluirnos en alguna categoría, que con un posible rechazo a la situación o a mi media langosta, que no es el caso. Pero sí es cierto que cuando alguien de mi entorno intenta presentárselo a otra persona se queda sin saber qué decir: es el futuro marido, es la pareja, es el novio, es el marido, es el padre de... Y al final todo resulta un poco incómodo.
    Pero esta incomodidad es muy llevadera comparada con la que me hacen sentir otras personas que no están en mi entorno. Sobre todo, aquellas que creen que por no haber firmado un papel no tienes unos compromisos, unos deberes y unas lealtades hacia tu pareja y piensan que aún sigues conservando los ‘privilegios’ de la soltería o aquellas otras que consideran que no tienes los mismos derechos que un casado, aunque sí tengas los mismos deberes. Cualquiera de los dos casos minusvaloran la situación y convierten en extraño algo que, para mí, es natural: mi media mitad y yo nos queremos y hemos fundado una familia, para mí tan válida como las demás.
    Lo que más pena me da de todo esto es el afán por encasillarnos que tenemos. Tienes que ser soltera o casada, blanca o negra, lista o tonta, gorda o flaca, rubia o morena, sin medias tintas, sin matices, sin grises. Cuando me encuentro en estas situaciones me acuerdo de El Principito: «A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: ‘¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?’ Pero en cambio preguntan: ‘¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?’ Solamente con estos detalles creen conocerle». 
    En el fondo, es una manera más de perder nuestra libertad.
    Nos seguimos leyendo.
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