Estaba leyendo Y entonces sucedió algo maravilloso cuando me enteré de que querían cerrar la sede la Fundación Germán Sánchez Ruipérez en Salamanca. Son dos cosas que no tienen nada que ver pero, para mí, sí tienen mucha relación y en mi cabeza han quedado ligadas, quizá para siempre. Tienen relación porque la novela habla del amor incondicional a los libros, a los cuentos, a las historias, a los autores que las crean y a los personajes que nos acompañan durante la lectura y se convierten en amigos, confidentes, consejeros, padres, madres, hijos, colegas de trabajo, abuelos, enemigos e, indudablemente, compañeros de viaje en la travesía que va marcando el pasar de las páginas de cada libro.
Han pasado un par de semanas desde entonces y, en ese tiempo, no han parado de sucederse las acciones de protesta contra el cierre (virtuales, como la de Shaka Lectora, la recogida de firmas o la reflexión de José Antonio Merlo Vega, con la que es imposible no compartir razones para rechazar este cierre) o físicas, con reuniones de lectores para luchar contra esa decisión con las armas más poderosas que tienen a su alcance: los libros, las palabras, los versos, las historias que siempre han sido la razón de vivir de la fundación y del creador que les da nombre (por cierto que justo esta mañana estarán celebrando la II quedada lectora como protesta al cierre). Me da pena no estar en Salamanca en estos días para sumarme a esas acciones, así que no me queda más remedio que apoyarlas virtualmente. Siempre.
Pero durante estas dos semanas también han pasado muchas cosas dentro de mí. El día que supe del cierre empezaron a regresar a mí imágenes de mi historia con la fundación y de mi historia con los libros y, desde entonces, no he parado de reflotar los sedimentos más antiguos de mi memoria relacionados con los libros y las lecturas. Esta entrada es una manera de ponerlos en orden.
No tengo muchos recuerdos anteriores a los cinco años, así que no sé si me leyeron mucho cuando era pequeña o si me compraban libros con frecuencia. Aún así, los libros sí formaban parte de mi vida, porque recuerdo a mi padre estudiar para sacarse la segunda carrera cuando yo era muy niña y, por lo tanto, me acuerdo de montañas de libros encima de su mesa (¡qué curioso!, ¿no? Cómo se repite la vida: yo recuerdo a mi padre estudiando y, sin duda, Lucía me recordará a mí haciendo lo mismo). Y sus estanterías, llenas de libros, de manuales y ensayos; poca literatura. Y es que mi padre siempre ha sido muy de Cervantes y por eso siempre ha creído que las novelas te acaban sorbiendo el seso y terminas convertido en un Quijote de la vida, loco y alimentándote de tus propias fantasías.
Mi primer recuerdo feliz relacionado con los libros lo encuentro en mi clase de 1º de EGB: en su pequeña biblioteca había varios libros de Gloria Fuerte y creo que ellos fueron el primer peldaño de mi particular camino de devoción por la literatura. Recuerdo que también tenía algunos en casa y que me encantaban sus historias, sus rimas, su hada acaramelada, su ardilla pilla y su Coleta la Poeta.
De aquella época (¿quizá del curso anterior? No lo recuerdo) también guardo en la memoria los libros con los que aprendí a leer: hablaban de una panda de niños que pasaban los veranos en Riogenil. Me acuerdo perfectamente de Lali y de Loli, dos gemelas o mellizas que no eran mis personajes favoritos pero, mira tú por dónde, son las que se han quedado a vivir en mí para siempre.
Los libros de lectura del colegio siguen construyendo los peldaños de mi amor por la literatura: nunca podré olvidar los libros de Senda, ni el de Caramelos de Colores, ni los que utilizaban las profes para hacernos dictados, como las aventuras de los Batautos (que, lo confieso, nunca he llegado a leer al margen de aquellos dictados). Esas historias empezaron a consolidar mi bagaje lector, a poner los cimientos al desván de mi imaginación, a hacerme comprender la estructura de los relatos y la caracterización de los persones (ese soplo que les da vida), a poner las bases a lo que luego sería mi gran pasión.
También recuerdo un libro verde de cuentos (no consigo acordarme del título) que mis primos o mis tíos me regalaron cuando a los 9 años pasé unos días en el hospital (creo que por comer demasiado, ya ves que mi amor por la comida y por la literatura van parejos). No logro despagarme de la piel el sentimiento de soledad que dejaron en la habitación cuando se bajaron a tomar un helado a la cafetería del hospital (¡traidores! ¡un helado!) ni que ese sentimiento fue encogiendo cuando abrí el libro y empecé a leer.
Cuando era pequeña, iba todos los fines de semana a dormir a casa de mis abuelos y allí sí que había novelas. Mi tía Chiqui fue, durante mi primera adolescencia (y hasta bastante después), mi gurú literario y fue quien me fue prestando o recomendando libros que me podía gustar. Así conocí a Martín Vigil y sus historias de jóvenes fueron abriendo mis ojos hacia el mundo que me esperaba, hacia sus problemas, sus fallos y sus alegrías.
Por aquella época también, quizá tenía unos 11 años, no recuerdo muy bien por qué, pero estuvimos fuera de clase durante una temporada (¿días? ¿semanas? No logro recordarlo). Nos trasladamos a la biblioteca del cole, un lugar que no recuerdo haber visitado hasta entonces. Rodeados de libros, no enseñaban lengua, matemáticas, naturales... Imposible que no se me fueran los ojos a esos volúmenes, bien resguardados tras cristaleras cerradas con llave. Esas cerraduras me hicieron pensar en el valor de los libros, el aprecio que merecen solo por la cuantía de dinero que hay que pagar por ellos, el deber de ponerlos a salvo de los robos y las apropiaciones indebidas. Pero también pensé en los libros como joyas, como objetos preciosos que exponer y cuidar.
Poco después, tampoco me preguntes por qué, recuerdo que nos dejaron ser responsables de la biblioteca. Pude abrir esas vitrinas, manejar fichas, comprender el funcionamiento interno de un lugar en el que se prestan libros como quien regala sueños, ramos de flores de colores, promesas de diversión, un rato de sinsabores y reflexiones de esas que permiten ir creciendo como persona. Me gustó tanto la experiencia que me empeñé en sacarme el carnet de alguna biblioteca. Calculo que tendría unos 12 años o 13 años y nunca había sido socia de ninguna, más allá de la experiencia efímera del bibliobús que visitaba el parque en el que yo solía jugar cada verano. La elegida fue la que tenía cerca de casa, solo había que cruzar la calle. Recuerdo que tocaba el carnet, veía mi foto al lado de la palabra biblioteca y me sentía parte de algo, me parecía que era miembro de una sociedad amante de los libros de la que me sentía orgullosa de pertenecer.
Al empezar el instituto, llegué por primera vez a la Fundación Germán Sánchez Ruipérez. Creo recordar que una de mis amigas era socia y fue la que nos propuso ir a hacer un trabajo sobre Mozart a su sala de estudio. Recuerdo entrar en la fundación como Alicia colándose en la madriguera en busca del conejo blanco: tenía dibujos de personajes, árboles, flores gigantes... Las bibliotecas que yo conocía hasta el momento no eran más que una sucesión de estanterías llenas de libros así que me pareció que aquella tenía vida, que era una puerta abierta a la imaginación, un lugar mágico en el que podría perderme.
Y así fue como, libro a libro, préstamo a préstamo, empecé a amar las historias, las tramas, los personajes, los libros y a los autores. Empecé a convertirme en la devoradora que ahora soy gracias a Los Cinco, la saga Torres de Malory, los libros naranjas y rojos de SM y los de Gran Angular, que me abrieron tantos mundos que no conocía (no podré olvidar nunca La llamada del muecín, Los escarabajos vuelan al atardecer, Agnes Cecilia, La nariz de Moriz, Fray Perico y su borrico, Cinco panes de cebada, El zulo, Regreso a un lugar llamado tierra... Títulos que no he olvidado a pesar del paso del tiempo y de los que guardo, incluso, la trama en mi memoria).
No he dejado de leer ni un solo día desde entonces. Mantengo con los libros un idilio que va más allá de las mentiras que me cuentan, los personajes que me presentan, los países que me descubren, los rincones del alma que me abren. Hay libros que ventilan tu vida como el que abre las ventanas de una habitación cerrada para que entre el aire y se lleve todo lo rancio, lo mohoso, lo escondido y renueve el ambiente. Hay libros que son compañeros de viaje, que te llevan de la mano durante su lectura, te guían, te muestran lugares o personajes nuevas y que, aunque cierres sus tapas, ya no te abandonan; se quedan contigo, para siempre. Hay libros que... hay libros que... Hay tanta variedad de libros, tan diferentes, tan charlatanes, tan profesores, tan policías, tan cotillas, tan maternales, tan protectores, tan aventureros... que es imposible que todos quepan en este blog. Poco a poco, van haciéndose con él, como un día llegaron para colonizar mis estanterías. Espero que disfrutes de ellos tanto como yo.
Nos seguimos leyendo.