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miércoles, 23 de abril de 2014

Las grandes preguntas a las que un bloguero literario debe contestar (al menos una vez en la vida)


   Mientras saco tiempo para ir a Correos y recoger mi Sant Jordi bloguero (prometo contarlo todo mañana), quiero celebrar el Día del Libro (¡ese gran día!) de una forma especial, con un guiño a quienes robamos tiempo a nuestras familias, a nuestro trabajo e, incluso, a nuestras propias lecturas para dedicarlo a un blog en el que hablar de libros. Seguro que alguno de mis compis blogueros se reconocen en alguna de estas situaciones. Con ellas solo quiero enviarles todo mi cariño, felicitarles por la labor que llevan a cabo y desearles felices lecturas. Hoy también.
   Así que allá vamos: 

Las grandes preguntas a las que un bloguero literario debe contestar (al menos una vez en la vida)


  • ¿De verdad lees todos los libros que reseñas? ¡Claro! ¿Cómo podría hacer las reseñas si no fuera así?
  • ¿Qué haces con tantos libros? ¡Ah! La gran pregunta… Yo, actualmente, tengo una “población flotante” de entre 50 y 60 libros prestados para que parezca que tengo menos y no tenga que enfrentarme a la mirada del inquisidor que duerme al otro lado de mi cama que me dice: “uno entra, uno sale”. Ay, si viviera en un palacio…
  • El cartero y tú ya sois como amigos, ¿no? Pues casi. Y eso que me la han cambiado hace poco. La de antes subía, me regala su sonrisa y volvía a su trabajo. La de ahora y yo hemos llegado al acuerdo de que toca el timbre para que sepa que es ella y me deja los libros en el ascensor. Nos vemos poco pero tampoco pudo evitar preguntar: ¿por qué te mandan tantos libros? Porque tengo un blog de reseñas. ¿Y te pagan por eso? ¡Ay! ¡Gran pregunta!
  • Lo que ya roza el surrealismo es la relación con el de mensajero:
                       Ring, ring… (o la melodía telefónica que sea)
                       - ¿Dónde estás? ¡Que no estás en casa!
                       - Es que hoy tenía médico…
                       - ¿Y a qué hora vuelves?
                       - No sé, ya sabes que con el médico nunca se sabe.
                       - … Vale. ¿Y mañana? ¿Estarás en casa?

        O esta otra:
                       - Antes vine… y no estabas.
                       - Pues no sé, solo he ido al super.
      (y que conste que lo digo con todo el cariño, que es más majo que las pesetas)
  • ¿Y crees que la gente te lee? ¡Ay, otra gran pregunta! Yo también me la hago a veces…
  • ¿Y hasta cuándo seguirás con el blog? Ni yo misma lo sé. Mientras siga siendo divertido.
  • ¿Se saca dinero con esto de los blogs? Si alguien lo consigue… ¡que me diga cómo!
  • ¿Cómo controlas lo que lees, los libros de cada reto, las lecturas conjuntas y todos los demás líos en los que te mentes? Gracias al amigo Excell. Tod@s tenemos un excell que nos salva la vida, ¿no?
  • ¿Te ha pasado alguna vez que has leído un libro, pensando que no lo habías leído aún... y resulta que sí que lo habías leído pero no te acordabas? (cara de sonrojo) La verdad es que sí. Me pasó con un libro: pensé que llevaba años acumulando polvo en la estantería y cuando lo cogí para quitarme la espinita, resulta que encontré billetes de autobús dentro. O sea que lo había leído mientras iba a trabajar, pero no recordaba ni una palabra de él. 
  • ¿Me recomiendas un libro? ¡Otra gran pregunta! Una pregunta que merece un cuestionario del tipo: ¿Cómo eres? ¿Qué te gusta? ¿Qué te interesa? ¿Te gusta leer? ¿Cuánto sueles leer al año? ¿En qué momento de tu vida estás? Y ni aún así atinaría.
  • ¿Has leído... (y aquí pon el título más peregrino que te imagines)? ¿Qué te parece? Pues no, no he leído todo lo que se ha publicado... ¡ya quisiera yo! Pero... ¿de qué dices que va?... ¡Anda, qué interesante! ¡Otro para mi lista de pendientes!
    Es tan corta la vida y tan larga la lista de pendientes.... En fin, ¡feliz Día del Libro!
    Nos seguimos leyendo.  

sábado, 8 de junio de 2013

Historia sentimental de mis libros


   Estaba leyendo Y entonces sucedió algo maravilloso cuando me enteré de que querían cerrar la sede la Fundación Germán Sánchez Ruipérez en Salamanca. Son dos cosas que no tienen nada que ver pero, para mí, sí tienen mucha relación y en mi cabeza han quedado ligadas, quizá para siempre. Tienen relación porque la novela habla del amor incondicional a los libros, a los cuentos, a las historias, a los autores que las crean y a los personajes que nos acompañan durante la lectura y se convierten en amigos, confidentes, consejeros, padres, madres, hijos, colegas de trabajo, abuelos, enemigos e, indudablemente, compañeros de viaje en la travesía que va marcando el pasar de las páginas de cada libro.
   Han pasado un par de semanas desde entonces y, en ese tiempo, no han parado de sucederse las acciones de protesta contra el cierre (virtuales, como la de Shaka Lectora, la recogida de firmas o la reflexión de José Antonio Merlo Vega, con la que es imposible no compartir razones para rechazar este cierre) o físicas, con reuniones de lectores para luchar contra esa decisión con las armas más poderosas que tienen a su alcance: los libros, las palabras, los versos, las historias que siempre han sido la razón de vivir de la fundación y del creador que les da nombre (por cierto que justo esta mañana estarán celebrando la II quedada lectora como protesta al cierre). Me da pena no estar en Salamanca en estos días para sumarme a esas acciones, así que no me queda más remedio que apoyarlas virtualmente. Siempre.
    Pero durante estas dos semanas también han pasado muchas cosas dentro de mí. El día que supe del cierre empezaron a regresar a mí imágenes de mi historia con la fundación y de mi historia con los libros y, desde entonces, no he parado de reflotar los sedimentos más antiguos de mi memoria relacionados con los libros y las lecturas. Esta entrada es una manera de ponerlos en orden.
   No tengo muchos recuerdos anteriores a los cinco años, así que no sé si me leyeron mucho cuando era pequeña o si me compraban libros con frecuencia. Aún así, los libros sí formaban parte de mi vida, porque recuerdo a mi padre estudiar para sacarse la segunda carrera cuando yo era muy niña y, por lo tanto, me acuerdo de montañas de libros encima de su mesa (¡qué curioso!, ¿no? Cómo se repite la vida: yo recuerdo a mi padre estudiando y, sin duda, Lucía me recordará a mí haciendo lo mismo). Y sus estanterías, llenas de libros, de manuales y ensayos; poca literatura. Y es que mi padre siempre ha sido muy de Cervantes y por eso siempre ha creído que las novelas te acaban sorbiendo el seso y terminas convertido en un Quijote de la vida, loco y alimentándote de tus propias fantasías.
    Mi primer recuerdo feliz relacionado con los libros lo encuentro en mi clase de 1º de EGB: en su pequeña biblioteca había varios libros de Gloria Fuerte y creo que ellos fueron el primer peldaño de mi particular camino de devoción por la literatura. Recuerdo que también tenía algunos en casa y que me encantaban sus historias, sus rimas, su hada acaramelada, su ardilla pilla y su Coleta la Poeta.     
   De aquella época (¿quizá del curso anterior? No lo recuerdo) también guardo en la memoria los libros con los que aprendí a leer: hablaban de una panda de niños que pasaban los veranos en Riogenil. Me acuerdo perfectamente de Lali y de Loli, dos gemelas o mellizas que no eran mis personajes favoritos pero, mira tú por dónde, son las que se han quedado a vivir en mí para siempre.
   Los libros de lectura del colegio siguen construyendo los peldaños de mi amor por la literatura: nunca podré olvidar los libros de Senda, ni el de Caramelos de Colores, ni los que utilizaban las profes para hacernos dictados, como las aventuras de los Batautos (que, lo confieso, nunca he llegado a leer al margen de aquellos dictados). Esas historias empezaron a consolidar mi bagaje lector, a poner los cimientos al desván de mi imaginación, a hacerme comprender la estructura de los relatos y la caracterización de los persones (ese soplo que les da vida), a poner las bases a lo que luego sería mi gran pasión.
   También recuerdo un libro verde de cuentos (no consigo acordarme del título) que mis primos o mis tíos me regalaron cuando a los 9 años pasé unos días en el hospital (creo que por comer demasiado, ya ves que mi amor por la comida y por la literatura van parejos). No logro despagarme de la piel el sentimiento de soledad que dejaron en la habitación cuando se bajaron a tomar un helado a la cafetería del hospital (¡traidores! ¡un helado!) ni que ese sentimiento fue encogiendo cuando abrí el libro y empecé a leer.
    Cuando era pequeña, iba todos los fines de semana a dormir a casa de mis abuelos y allí sí que había novelas. Mi tía Chiqui fue, durante mi primera adolescencia (y hasta bastante después), mi gurú literario y fue quien me fue prestando o recomendando libros que me podía gustar. Así conocí a Martín Vigil y sus historias de jóvenes fueron abriendo mis ojos hacia el mundo que me esperaba, hacia sus problemas, sus fallos y sus alegrías.
   Por aquella época también, quizá tenía unos 11 años, no recuerdo muy bien por qué, pero estuvimos fuera de clase durante una temporada (¿días? ¿semanas? No logro recordarlo). Nos trasladamos a la biblioteca del cole, un lugar que no recuerdo haber visitado hasta entonces. Rodeados de libros, no enseñaban lengua, matemáticas, naturales... Imposible que no se me fueran los ojos a esos volúmenes, bien resguardados tras cristaleras cerradas con llave. Esas cerraduras me hicieron pensar en el valor de los libros, el aprecio que merecen solo por la cuantía de dinero que hay que pagar por ellos, el deber de ponerlos a salvo de los robos y las apropiaciones indebidas. Pero también pensé en los libros como joyas, como objetos preciosos que exponer y cuidar.
   Poco después, tampoco me preguntes por qué, recuerdo que nos dejaron ser responsables de la biblioteca. Pude abrir esas vitrinas, manejar fichas, comprender el funcionamiento interno de un lugar en el que se prestan libros como quien regala sueños, ramos de flores de colores, promesas de diversión, un rato de sinsabores y reflexiones de esas que permiten ir creciendo como persona. Me gustó tanto la experiencia que me empeñé en sacarme el carnet de alguna biblioteca. Calculo que tendría unos 12 años o 13 años y nunca había sido socia de ninguna, más allá de la experiencia efímera del bibliobús que visitaba el parque en el que yo solía jugar cada verano. La elegida fue la que tenía cerca de casa, solo había que cruzar la calle. Recuerdo que tocaba el carnet, veía mi foto al lado de la palabra biblioteca y me sentía parte de algo, me parecía que era miembro de una sociedad amante de los libros de la que me sentía orgullosa de pertenecer.
  Al empezar el instituto, llegué por primera vez a la Fundación Germán Sánchez Ruipérez. Creo recordar que una de mis amigas era socia y fue la que nos propuso ir a hacer un trabajo sobre Mozart a su sala de estudio. Recuerdo entrar en la fundación como Alicia colándose en la madriguera en busca del conejo blanco: tenía dibujos de personajes, árboles, flores gigantes... Las bibliotecas que yo conocía hasta el momento no eran más que una sucesión de estanterías llenas de libros así que me pareció que aquella tenía vida, que era una puerta abierta a la imaginación, un lugar mágico en el que podría perderme.
   Y así fue como, libro a libro, préstamo a préstamo, empecé a amar las historias, las tramas, los personajes, los libros y a los autores. Empecé a convertirme en la devoradora que ahora soy gracias a Los Cinco, la saga Torres de Malory, los libros naranjas y rojos de SM y los de Gran Angular, que me abrieron tantos mundos que no conocía (no podré olvidar nunca La llamada del muecín, Los escarabajos vuelan al atardecer, Agnes Cecilia, La nariz de Moriz, Fray Perico y su borrico, Cinco panes de cebada, El zulo, Regreso a un lugar llamado tierra... Títulos que no he olvidado a pesar del paso del tiempo y de los que guardo, incluso, la trama en mi memoria).
   No he dejado de leer ni un solo día desde entonces. Mantengo con los libros un idilio que va más allá de las mentiras que me cuentan, los personajes que me presentan, los países que me descubren, los rincones del alma que me abren. Hay libros que ventilan tu vida como el que abre las ventanas de una habitación cerrada para que entre el aire y se lleve todo lo rancio, lo mohoso, lo escondido y renueve el ambiente. Hay libros que son compañeros de viaje, que te llevan de la mano durante su lectura, te guían, te muestran lugares o personajes nuevas y que, aunque cierres sus tapas, ya no te abandonan; se quedan contigo, para siempre. Hay libros que... hay libros que... Hay tanta variedad de libros, tan diferentes, tan charlatanes, tan profesores, tan policías, tan cotillas, tan maternales, tan protectores, tan aventureros... que es imposible que todos quepan en este blog. Poco a poco, van haciéndose con él, como un día llegaron para colonizar mis estanterías. Espero que disfrutes de ellos tanto como yo.
    Nos seguimos leyendo.

sábado, 16 de febrero de 2013

En ocasiones veo comentarios que no existen...


   Últimamente me está pasando una cosa rara con el blog. Además del fenómeno inexplicable que suponen algunas búsquedas en Google que conducen hasta este rincón de la blogosfera (tema del que tengo previsto hablar un día de estos, cuando tenga recopiladas las suficientes como para que nos echemos unas buenas risas), de un tiempo a esta parte me estoy encontrando con una serie de comentarios-spam, siempre en inglés, que no sé cómo evitar (moderando los comentarios antes de publicarse, supongo) y que me traen por la calle de la amargura. Son comentarios de este tipo

que, obviamente, siempre incluyen un enlace. Nunca pico en ellos, porque soy muy mal pensada y bastante desconfiada y pienso que puede tratarse no sólo de publicidad, sino que pueden enmascarar un virus... o algo peor.
   ¿A vosotros también os pasa?¿Qué hacéis para evitarlo?
   Yo los borro en cuanto los veo. Pero tengo un fenómeno aún más extraño que no sé cómo explicar. Supongo que como muchos de vosotros, recibo los comentarios que se hacen en el blog en mi cuenta de correo electrónico. Pero hete aquí que también me ocurre que en ocasiones recibo comentarios fantasmas, comentarios que llegan al mail pero luego no están en el blog. ¿A vosotros también os pasa?
Mensaje llegado al correo elecrónico del que no hay ni rastro en el blog. Además, si lo lees... ¡tiene tela!
   Estoy por montar una nave del misterio para mí sola...
   Nos seguimos leyendo.

martes, 29 de enero de 2013

¿Qué quiero ser de mayor?

Foto: photoraidz
“Sin trabajo, toda la vida se pudre, pero cuando el trabajo no tiene alma, la vida se tensa y se muere” (Albert Camus, citado por Roman Krznaric en Cómo encontrar un trabajo satisfactorio)

     Ayer escuchaba a Lucía hablar con una niña sobre su futuro. Era la típica conversación del "cuando sea mayor quiero ser...". No pude evitar pensar qué quería yo ser de mayor, qué soy... y qué quiero ser cuando siga creciendo.
    Lo malo y lo bueno de esta crisis que a muchos ya se nos hace demasiado larga es que nos ha obligado a reinventarnos... para bien o para mal. Hay sectores que han quedado tan tocados por la recesión (como el mío, el del periodismo), que sus trabajadores han tenido que echarle imaginación, o ganas, o valentía, o han tenido que renunciar a su vocación, a lo que querían ser, a lo que les gusta hacer para dedicarse a lo que puedan, a lo que les dé algo de dinero para sobrellevar el día a día. 
   Otros hemos tenido la suerte de poder aprovechar la ocasión para intentar, si no cambiar de profesión, sí, al menos, buscar nuevos caminos dentro de lo que nos apasiona. Yo he invertido los tres años que llevo en el paro en preparar unas oposiciones para Educación Secundaria, en hacer un máster en literatura y en ir completando mi formación con cursos sobre materias que siempre me han llamado la atención. Lo malo es que no parece que nada de lo que he hecho hasta ahora sirva para nada. Ya he ampliado tanto la búsqueda que con cualquier trabajo que tenga que ver con leer, escribir o dar clase me conformo. Pero ni por ésas.
   Siempre he creído que hay que trabajar en algo que te guste. Que trabajar ya es lo suficientemente duro como para que encima no te motive lo que haces. Hay gente que no opina igual, que separa a la perfección su trabajo de su vida y de sus gustos, y va a trabajar porque hay que hacerlo y punto, sin esperar que su empleo les satisfaga, les haga sentirse realizados, les apasione, les haga levantarse cada día con fuerzas renovadas, les involucre hasta olvidar otras facetas vitales. Después de tres años en el paro, confieso que a veces me gustaría ser así. A veces deseo poder tragarme la insatisfacción y lanzarme a realizar cualquier trabajo. Y, si esto sigue así, será lo que tenga que hacer. Hasta ahora he sido una privilegiada (y ya me da coraje tener que considerarme privilegiada por ello, pero así están las cosas) por poder formarme y esperar una oportunidad laboral que me pueda resultar satisfactoria, pero el tiempo va pasando y esa oportunidad no llega. Y en mi casa tenemos la mala costumbre de comer todos los días.
   Si soy sincera... he de confesar que me siento estafada. Estudia, me dijeron; y yo estudié. Esfuérzate para sacar buenas notas, para quedar por encima de la media; y yo lo hice. Trabaja, trabaja, trabaja, en tu sector, pero en lo que sea, da igual lo que cobres, lo que hagas, trabaja y gana experiencia, mete la cabeza, luego ya habrá tiempo de escalar; y yo lo hice. Sigue esforzándote, échale horas, ponle ilusión, implícate, demuestra lo que vales; y yo lo hice, poniendo mi trabajo por encima de otras muchas cosas. Y... ¿ahora qué? Sigue estudiando, sigue formándote, aprende idiomas, enriquece tu currículum, aprovecha el tiempo; y yo lo hago. Pero sigo sin alcanzar el objetivo que ya cumplí un día: meter la cabeza.
   A veces siento que he vuelto atrás en el tiempo. A veces me siento como si tuviera otra vez 22 años y estuviera buscando mi primera oportunidad. Sólo que ya no los tengo y cuento con un bagaje y unas cargas que no tenía entonces. A veces me siento encerrada, sin caminos, sin opciones. 
   "Escoger una profesión ya no es solo una decisión que tomamos -con frecuencia, horriblemente mal informados- cuando somos unos adolescentes llenos de granos, o unos veinteañeros asombrados. Hoy se ha convertido en un dilema al que nos enfrentamos repetidamente a lo largo de nuestra vida profesional", dice Roman Krznaric en Cómo encontrar un trabajo satisfactorio. Y creo que, por muy mal que vayan las cosas, tiene razón. Antes de la crisis, ya pensé en un cambio de orientación, de profesión. Pero al final el día a día te va absorbiendo y no tienes tiempo ni para plantearte un futuro más allá de la semana en la que estás viviendo. Ahora sí he tenido tiempo. Tiempo para pensar y para formarme. Ahora lo que me falta es experiencia y oportunidades. Pero sin oportunidades no hay experiencia y sin experiencia no hay oportunidades.
   Una de las frases que más he escuchado durante estos años es que las crisis son una oportunidad, que hay que tomárselo como una invitación al cambio, no como una ocasión para la pérdida. Lo creo y quiero hacer de ello una llave para mi vida futura. Sólo que, ahora mismo, creo que ya he perdido la perspectiva y no sé ni dónde está la cerradura para abrir esa puerta. ¿Qué quiero hacer? ¿Qué quiero ser de mayor? ¿Alguien tiene alguna pista?
    Nos seguimos leyendo.

martes, 15 de enero de 2013

Al borde de la insumisión (lingüística)


   No sabes lo que me ha alegrado conocer una de las (para mí) grandes noticias de la semana pasada: la RAE reconoce su fracaso en las nuevas propuestas sobre la eliminación de la tilde en "solo" y "este". No sabes qué alivio. Y es que a mí me estaba costando Dios y ayuda escribir como “aconsejaba” la RAE en su nueva ortografía. Tanto que hasta escribí esta carta que tenía pendiente publicar en el blog.
   Estimados señores académicos de la lengua: 
  Yo lo intento, de verdad que lo intento... pero luego lanzo a la red frases como "este solo es..." y me entra la desazón. Señores académicos, es echar al vasto universo de Internet esas palabritas, angelicos míos, casi desnudicas sin sus acentos y es que me entran sudores fríos. 
   Que dicen ustedes en su nueva ortografía que “solo” o “este” (y  transcribo textualmente de Ortografía básica de la lengua española) “no deben llevar tilde según las reglas generales de acentuación, por ser palabras llanas terminadas en vocal” y yo lo entiendo, de verdad que lo entiendo. Pero luego me pongo... y no me sale. ¿Es por la crisis, señores académicos? ¿Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades también en lo que a tildes se refiere?  ¿Es que ustedes proponen austeridad en los acentos como los demás nos la imponen en los euros? 
   30 años escribiendo y leyendo, ocho años corrigiéndolas en el periódico (vamos, que ya había desarrollado yo un filtro especial para detectarlas) y ahora me lo cambian, sin periodo transitorio, sin garantía de dos años, sin prueba y si no te gusta nos lo devuelve.
  Yo me hacía la longuis hasta que envíe un trabajo para el máster y la profesora me lo devolvió lleno de tachones, ¡a mí! que no pongo faltas, que nunca me quitaron puntos en los exámenes por mala ortografía... y me viene ese trabajo de vuelta como de la guerra, lleno de cruces rojas, de cicatrices encarnadas... que pensé que de un momento a otro iban a entrar los Geos por mi puerta a detenerme por inmolarme lingüísticamente. 
   Señores académicos, escribo con miedo. Sí, sí, como lo oyen. Con miedo a defraudarles, a no entenderme, a que no me entiendan. Con miedo a que venga mañana mismo una patrulla a detenerme porque en el ancho mar de Internet, todo se acaba sabiendo. Y quien pone faltas, también. 
   Al borde de la insumisión me hallo, señores académicos, como se lo digo. Al bordecico mismo.
    Menos mal que la sangre no ha llegado al río y que tenemos libertad para no seguir las recomendaciones de la RAE. Claro que ahora que ya he hecho el grandísimo esfuerzo de no poder las tildes donde hasta hace dos días correspondía… En fin, siempre es un alivio poder elegir. Como dice Andrés Neuman, solo no es igual que sólo… ni nunca lo será.
    Nos seguimos leyendo.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Crecer en tiempos de crisis

Situación: Lucía habla de su futuro.

    Lucía: Mamá, cuando sea mayor quiero ser profesora. Y cuando me despidan, seré empresariada.


   Moraleja: Obviando lo de "empresariada" en vez de empresaria, que una niña de casi cinco años crea que lo normal es que a uno le anden despidiendo todo el rato da idea de lo que la crisis nos está haciendo. Y duele.
   Nos seguimos leyendo.

martes, 27 de noviembre de 2012

Gente que quiere llevar la razón


     Hay gente que discute por el mero placer de discutir. Les gusta eso del rifi-rafe, el intercambio de opiniones, el cruce de puntos de vista, el aprendizaje a través de la confrontación. Estas personas, en ocasiones, fuerzan sus propias opiniones para encontrar nuevos argumentos con los que rebatir al oponente, en un intento por sacar el máximo provecho a la lid. En el forcejeo dialéctico, pocas veces se acaloran ni alzan la voz. Debaten con energía y con seguridad, sin rabia ni ira. Para ellos, el combate de ideas y argumentos es como jugar al ajedrez: una demostración de inteligencias por turnos. Es un dar para recibir, pensando siempre en volver a dar.
    Pero hay quien discute con el afán de tener siempre razón. Son personas que, en la bronca, no buscan nuevos argumentos, sino que dan vueltas a la misma idea una y otra vez, como borrico en la noria, sin aportar nada nuevo en cada intervención. Como mucho, añaden ejemplos diferentes (ni siquiera novedosos), en un intento por justificar, vía recurso a la experiencia, su opinión.
    Con los primeros, suelo actuar como un miura, entrando al trapo sin contemplaciones, argumentando y contraargumentando casi con más pasión que razón. Pero, en el fondo, disfruto de esa vuelta de tuerca, de que me fuercen a pensar deprisa cuál será mi próximo ataque, intentado que, en la medida de lo posible, sea tan brillante como el que me acaban de lanzar. Porque, curiosamente, estos ‘discutidores’ casi casi profesionales tienen la inteligencia suficiente para ser brillantes en sus manifestaciones, aunque éstas no coincidan plenamente con lo que piensan en su fuero interno.
     Con los segundos me enrabieto y acabo cediendo. Doy la razón, en un intento por frenar una discusión hueca. Tú ganas, da igual, no merece la pena perder el tiempo. Lástima que esto último me ocurra con tanta frecuencia.
    Nos seguimos leyendo.
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