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25 de septiembre de 2014
Dos sillas para Amis (y 4)
Respecto a su método de escritura, el joven Amis reivindicó el vodka-tonic como herramienta para estar «un poco más consciente». El Amis actual matizó que escribir es un acto más inconsciente, y también más físico, de lo que creemos. «Se escribe con el cuerpo», sintetizó, «y nuestro cuerpo es cada vez más viejo». Quizá fuera impresión mía, pero me pareció advertir que su mano izquierda temblaba un poco y él trataba de retenerla, obligándola a agarrarse siempre a algo. Ahora el entrevistador y los dos Amis conversaban sobre la muerte. El actual observó que la esencia de la juventud residía en mirarse al espejo y pensar: «Afortunado tú, listo tú, eso a ti no va a pasarte». El entrevistador finalizó interesándose por su disciplina diaria. «Es usted un adicto al trabajo», lo elogió. El joven Amis replicó: «No. Soy un adicto». El Amis actual se limitó a guardar un elocuente silencio. Instantes después empezaron los aplausos, y él se levantó y se alejó caminando con algún esfuerzo. Sus dos asientos volvieron a quedar vacíos.
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31 de diciembre de 2013
Mortal en rebeldía
En teoría estas son fechas de balances y propósitos. Sin embargo, en la práctica, las Navidades parecen oficialmente organizadas para que resulte imposible pensar. Su sobreactuada festividad conduce, mucho más que a las conclusiones, al consumo y la hiperactividad. La denominada sociedad del bienestar se postula en teoría como moral hedonista. Evitar los pensamientos negativos y alejarse de la angustia, según sugieren las literaturas de autoayuda, tendría como presunto objetivo el goce inmediato de la vida. Pero si se omite el discurso subterráneo de la muerte, si en paralelo no se desarrolla una moral de la mortalidad, esos mismos principios se nos revelan violentamente capitalistas. Porque, para que puedan oprimirme, para que puedan explotarme más allá de la razón, es necesario que en el fondo yo me sienta inmortal. Alguien que se piense desde la muerte, que cultive la certeza de que morirá pronto, encontrará mayores objeciones a la hora de dejarse atropellar. El ciudadano medio es por tanto potencialmente más rebelde sabiéndose mortal que viviendo en una suerte de inopia donde la finitud funciona apenas como un vago sobreentendido. Quien pone la mortalidad en el centro de su identidad tiende a adoptar decisiones radicales. Esas decisiones resultarán probablemente subversivas o, como mínimo, mucho menos productivas desde el punto de vista económico. No hay bienestar posible sin dejar de estar. En las antípodas de la depresión, nombrar el propio fin (¿qué otra cosa es el arte si no un ars moriendi?) puede ser el principio vital de toda rebeldía.
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23 de diciembre de 2013
Lo intraducible
Cuando vi al intérprete sudafricano Thamsanqa Jantjie convertir el discurso protocolario de Obama en una amalgama de tics y repeticiones incomprensibles, recordé que unas semanas antes, durante el cierre administrativo que forzaron los republicanos, una taquígrafa del Congreso de los Estados Unidos había tenido un ataque de nervios en plena votación parlamentaria. Diane Reidy, que llevaba años transcribiendo los discursos de sus señorías, se puso súbitamente en pie, se acercó a un micrófono y empezó a increpar a los congresistas, mientras estos trataban de tomar alguna decisión sobre el caos que ellos mismos habían provocado en el país. Casualidad o no, ambos incidentes nos remiten a un conflicto que parece afectar a todos los ciudadanos de las democracias contemporáneas: el cortocircuito en la transmisión entre el poder y la población. La imposibilidad de traducir el lenguaje político a la realidad ciudadana. El malestar en la representatividad. Presa del pánico, el intérprete sudafricano no encontró la manera de trasladarle a su comunidad lo que estaba diciendo el presidente más significativo del mundo. Presa de la ira, la taquígrafa no se sintió capaz de seguir copiando las intervenciones de los congresistas de su país. En ambos casos uno puede conformarse con la teoría de la locura, que suele distraer los casos más incómodos. O bien tomarlos como síntoma, y preguntarse por qué estos episodios tan extraños y similares han ocurrido ahora. Hoy Mandela es señalado como héroe por el mundo que se autodenomina civilizado. Los últimos presidentes norteamericanos, igual que los líderes del resto de potencias, se han llenado la boca de indigestas alabanzas acerca de su legado. Sin embargo, hace apenas cinco años Mandela continuaba figurando en la lista de terroristas vigilados por los Estados Unidos. Este tipo de desfases radicales entre dicho y hecho, entre discurso oficial y acción política, acaban enloqueciendo a cualquier intérprete. Traductor en shock, el ciudadano medio vive tratando de convencerse de que entiende el discurso de sus representantes, de que hablan idiomas compatibles. Hasta que un día, exhausto, empieza a sufrir alucinaciones. O, aún peor, empieza a hacerse el sordo.
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20 de septiembre de 2013
La tempestad
Acaso porque la fuerza de la imaginación nos intimida o nos parece sospechosa, solemos repetir el dogma de que la realidad supera a la ficción. A mí me convence más la teoría de Wilde de que la vida tiende a imitar al arte. Nuestra forma de habitar y entender el jeroglífico de lo real tiene mucho de acto creativo. Cada experiencia íntima ejecuta en secreto la reescritura de una novela o el remake de una película. Y la política es capaz de copiar la forma exacta de nuestras pesadillas colectivas. Hace unos días, en pleno despertar del 11-S, diluvió sobre Madrid. El Congreso de los Diputados empezó a inundarse y, como la tempestad de Shakespeare, regó a sus señorías con una inquietante materia onírica. En un ataque de franqueza poética, la techumbre de nuestra democracia hizo de colador ante el asombro olímpico de unos parlamentarios japoneses que estaban de visita y que, probablemente, habrán suspirado de alivio al recordar que ellos no se reúnen en Fukushima. Pero esas elocuentes goteras fueron apenas el preámbulo de la siguiente alegoría. De tanto mirar hacia arriba, como una tribu bursátil que contempla el firmamento financiero, alguien de pronto descubrió que, en vez de sobrar grietas en el techo, nos faltaban agujeros. Varios de los disparos de los guardias golpistas del 23-F habían desaparecido. Las manchas más significativas de la página democrática española habían sido suciamente limpiadas. Las obras de reparación habían causado un daño irreparable. Igual que ciertos lapsus son recursos astutos de la voluntad, el olvido no es más que una variante del trauma. La memoria se manifiesta a veces con heridas y otras veces con metáforas: al intentar cubrir ciertos agujeros, se abrieron más goteras. A primera vista, parece una paradoja; en realidad no es más que pura lógica. La boca que se tapa termina gritando. La fosa que se esconde termina emergiendo. Y el terror que se borra termina salpicando las cabezas en cuanto sale el sol.
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26 de agosto de 2013
Eso no es lo que yo quise decir (y 4)
Al principio de esa extraordinaria pieza de escritura que es El placer del texto, Barthes se interroga: «el lugar más erótico de un cuerpo, ¿no es acaso allí donde la vestimenta se abre?». Más adelante agrega: «mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo». Y, ya cerca del final del libro, conjetura: «a menos que para ciertos perversos la frase sea un cuerpo». Lo erótico de la escritura radicaría por tanto en su ambivalencia. Allí donde el cuerpo de la frase se abre y se divide como una cremallera. Separándose, discrepando de sí misma. A la inversa, el cuerpo mismo resulta legible a través de una sintaxis de síntomas carnales, transitando esa vía de interpretación que ensanchó Sontag. La ciencia médica lo explora con la mayor exactitud de la que es capaz, pero el léxico y la lógica que emplea para ello se transforman inevitablemente a lo largo del tiempo. Interpretar la realidad física de manera literal, sin poetizar en absoluto su código, parece tarea imposible. Quien busque la autopsia de una conclusión estática, se topará con la espalda en movimiento del sentido.
21 de agosto de 2013
Eso no es lo que yo quise decir (3)
En El signo de lo irrepetible, Flor Codagnone y Nicolás Cerruti recuerdan una genial tautología de Lacan sobre el narcisismo: «el hombre se cree un hombre». Este espejo que engaña con su fidelidad me recuerda el bellísimo y esquivo diálogo entre los dos amantes masculinos de El Público, sin duda la obra lorquiana de mayor impregnación psicoanalítica. En pleno éxtasis de reconocimiento y represión, uno de los amantes le reprocha al otro: «Yo te abriría con un cuchillo porque soy un hombre, porque no soy nada más que eso, un hombre, más hombre que Adán, y quiero que tú seas aún más hombre que yo. Tan hombre que no haya ruido en las ramas cuando tú pases. Pero tú no eres un hombre». Lorca desanda así la tramposa certeza que menciona Lacan, devolviendo al individuo a una duda radical respecto de su propia identidad y roles. «Tan hombre que no haya ruido en las ramas cuando tú pases». Que no se levante un viento delator a tu paso, que el espejo no refleje tu cara, que nada perturbe tu búsqueda de un camino. Fantasía adánica que, por supuesto, es ella misma carne de diván.
16 de agosto de 2013
Eso no es lo que yo quise decir (2)
El paciente, el hablante, se escribe en su habla. Su discurso no transcribe un texto dado de antemano, sino otro que existe solamente si avanza. El paciente sería entonces una especie de payador. Dijo el parlanchín Arreola: no pienso para hablar, hablo para pensar. La intimidad funciona literariamente como secreto y a la vez como exposición. El analista calla buena parte de lo que está viendo, a la manera del narrador-testigo de Chéjov. El paciente tiende a no ver eso mismo que busca, omitiendo el signo frente a sus ojos como la carta robada de Poe. Aplicando una distinción de Barthes, ese sátiro del matiz: las revelaciones de Poe generan placer, las elipsis de Chéjov generan goce. El psicoanálisis exagera el modelo de lectura entre líneas. Si visualizamos nuestro discurso como una página, el analista trabajaría anotando en los márgenes. Ahí donde es posible acotar, disentir, replicar, dudar de la palabra ajena. En este sentido, el analista se aproxima al lector de poesía. A alguien que, como Paul Klee, sabe que lo visible es tan sólo un ejemplo de lo real. Pero leer un poema no es igual que escucharlo. El analista se parecería entonces al oyente de poesía, para quien lo audible es tan sólo un ejemplo de lo dicho. Juarroz afirma que el poeta es un cultivador de grietas. El psicoanalista también. Lee un habla inconsciente y procura provocar otro texto. El hablante analizado no comprende del todo el idioma de esa reescritura. Ahí comienza una segunda, tortuosa traducción: la del autor interpretando la glosa de su propio texto. Como cuando un escritor recibe un comentario sobre su libro, y una parte de sí se esfuerza por reconocerse mientras otra parte, violentada, se resiste a la identificación: eso no es lo que yo quise decir.
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12 de agosto de 2013
Eso no es lo que yo quise decir (1)
Puede afirmarse que el modo en que Freud leyó a Hoffmann ha influido en los escritores mucho más que la obra del propio Hoffmann. Cómo alguien lee a otro: en eso consiste el historial clínico de la literatura. Las afinidades entre escritores y psicoanalistas parecen tan significativas como los rechazos de Chesterton, Lawrence, Borges o Nabokov. Resulta difícil resistir la tentación de interpretar estos últimos como perfectos ejercicios de negación o resistencia a la terapia. Sea cual sea el caso, por medio de su neurosis hermenéutica, el psicoanálisis tiene potencialmente la razón. Ahí radica su fuerza pero también su incansable duda. En eso se asemeja a la ficción, vampira del conflicto que padece. «Los escritores han sentido siempre», sostiene Piglia en uno de sus grandes ensayos, «que el psicoanálisis hablaba de algo que ellos conocían y sobre lo cual era mejor mantenerse callado». Esa pronunciación de lo invisible que mueve al personaje, ese afán por delatar la trastienda del conflicto novelístico, está quizás en el origen del fastidio gremial que el psicoanálisis ha generado en ciertos escritores. Pero el psicoanálisis ejerce también de legitimador teórico del drama narrativo, convocando «una épica de la subjetividad, una versión violenta y oscura del pasado personal». El psicoanálisis fundaría entonces el relato del relato oculto. Su metanovela. Las tensiones entre ambos campos las sintetizó Mailer cuando declaró sobre los hipsters: «al haber convertido su experiencia inconsciente en conocimiento consciente, han alterado el foco del deseo». Esta pequeña observación daría para un tratado entero sobre la ocultación del erotismo y la mostración de la pornografía. La novela clásica es al psicoanálisis lo que el erotismo al hardcore.
15 de junio de 2013
El marco
Hace poco viajé a Londres con mi padre, de quien he heredado las ausencias de su propio padre. Cuando pienso en mi abuelo, tiendo a experimentar cierta orfandad que no me pertenece. Como si me hubieran educado en un hueco. Mientras nos dirigimos en metro a Hampstead, le pregunto por la época en que mi madre y él vivieron separados. Me intriga ese lejano período porque apenas lo recuerdo. Con el paso de las estaciones, sin embargo, el discurso de mi padre se desvía una vez más hacia mi infancia, revisitando anécdotas que me cansan y enternecen a partes iguales. Lo más incómodo de que los padres narren en público nuestros orígenes no es ese impúdico entusiasmo con que nos describen tropezando, llorando u orinándonos, ni tampoco sus predecibles reiteraciones. Quizá lo inquietante sea que, mientras nuestro progenitor parece refrescarnos la memoria, lo que hace es reorientarla, modelarla, suscribirla. Apropiarse amorosamente de nuestra identidad remota. Mi padre rebobina mi vida mientras el metro va dejando cada estación atrás. Le acaricio la espalda, compruebo el parecido de nuestras caras y nos bajamos. Consultamos en un mapa la ubicación exacta de nuestro objetivo. Como es la primera vez que mi padre ve Londres, me toca hacer de guía. Eso invierte de algún modo nuestra edades. Recorremos las calles de Hampstead, sus jardines ensimismados. Después de un par de extravíos, localizamos al fin nuestra meta. Nos detenemos frente al portón claro con su gran ojo de buey. Mi padre lo contempla fascinado. Pero es lunes, y la casa de Freud está cerrada. Así que la merodeamos con la concentración de dos futuros asaltantes. Damos vueltas y vueltas alrededor de la casa, envolviendo el lugar que no hemos podido ver. Como poniéndole marco a un retrato vacío, mientras nos riega la elíptica lluvia.
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13 de marzo de 2012
La persecución
Jorge Volpi ha escrito novelas líricas, como Oscuro bosque oscuro, y novelas de investigación, como El fin de la locura. Su nueva novela reúne ambos ciclos, conjugando discurso intelectual y apetito de lenguaje. Aquí la terapia junguiana asoma entre fraseos musicales. Inevitablemente erótica y tanática, La tejedora de sombras narra el experimento íntimo al que los psicoanalistas Christiana Morgan y Henry Murray se entregaron durante media vida. Tan próximo al romanticismo como a la patología, su obsesivo ritual podría resumirse en esta anotación del diario de la protagonista: «Mi mente está llena de preguntas y quiero preguntártelas todas a ti». La novela de Volpi está enmarcada por una cita de Moby Dick y otra de Frankenstein. Ambos clásicos comparten más de lo que parece. La persecución de una idea fija. El conocimiento puesto al servicio del peligro. Y, sobre todo, la fascinación por un monstruo ingobernable. Sólo que en Melville ese monstruo es natural, mientras en Shelley es construido. La suma de ambos monstruos, uno instintivo y otro elaborado, uno sumergido que irrumpe y otro previsto que se rebela, se parece quizá demasiado al deseo.
4 de febrero de 2011
Teleterapia
La era de las teleseries en absoluto obliga a desechar toda forma de narrativa clásica. Lo clásico no es igual que lo tradicional: lo primero profundiza en los maestros; lo segundo repite convenciones. Junto a Six feet under, una de mis series preferidas de la década es In treatment. La austeridad de su planteamiento roza el suicidio televisivo. Como un telemanifiesto del siglo 18, la serie mantiene radicalmente la unidad de acción, espacio y tiempo. Contra todo pronóstico, funciona. Cada capítulo es una sesión de terapia. Los pacientes se alternan semanalmente, hasta convertirse en individuos que los espectadores comprendemos mucho mejor que a nosotros mismos. A través del análisis de sus conflictos descubrimos los del propio terapeuta, el admirable Paul Weston, a quien raptaríamos para uso propio. Los personajes tienen una complejidad que asombra. Los diálogos, una profundidad entre el existencialismo francés y la novela rusa. Dirigida por Rodrigo García y producida por HBO (Dios o los anunciantes se lo paguen), se trata de una propuesta insólita para la tele. Y por cierto económica. A los productores no les vendría mal, en tiempos de crisis, pasar por el diván del doctor Weston.
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