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16 de septiembre de 2015
Comer del arte
Aterrizo por primera vez en Houston, Texas. El nombre del aeropuerto, George Bush, luce su mal augurio. Salgo al aire caliente y pegajoso. El taxista jamás ha oído hablar de mi hostal. Frunce el ceño cuando le muestro la dirección. Tiene que ser realmente muy pequeño, murmura, muy pequeño. Hostal Atenas. La Antigua Grecia perdida en un rincón de las llanuras texanas. Tras algunos esfuerzos, lo encontramos. En la recepción hay una pila de toallas acaso limpias y un microondas en marcha. Huele a ventilador con polvo. Me atiende un recepcionista inverosímilmente flaco. Se llama Juan y no habla español. Me pregunta si mañana necesitaré volver al aeropuerto. Cuando le digo que sí, el recepcionista se ofrece a llevarme en su propio coche. Le pregunto cuánto me costaría eso. Al principio intenta cobrarme más que un taxi oficial. Se lo hago notar con disgusto y entonces Juan, desplegando una sonrisa irresistible, me explica que es músico. Me entrega una tarjeta de cartulina verde: dice Professional Drummer y tiene un correo electrónico de yahoo. Le pregunto qué tipo de música toca. Toda, toda, contesta Juan, africana, blues, jazz, rock, española. Whatever you like. Menciono que mis padres eran músicos. Inexplicablemente, él adivina que mi madre tocaba el violín. La música es lo más grande, dice Juan, yo llevo diecisiete años alimentando a mis hijos gracias a ella. Al final convenimos un buen precio.
4 de junio de 2015
Perder la habitación
Vuelo con equipaje atrasado, sueño de mano y dos libros: La mujer rota de Simone de Beauvoir y Cuadernos de Hiroshima de Kenzaburo Oé. En el primero de ellos, un diario ficcional repleto de emociones aforísticas, subrayo este sarcasmo acerca de un marido que se dedica a la investigación médica: «Obviamente, cuando uno carga sobre sus hombros la salud de la humanidad, el peso de una hija enferma apenas se nota». En el segundo libro, crónica de la posguerra atómica y homenaje a los médicos de Hiroshima, subrayo unos versos del poeta superviviente Sankichi Tôge: «Devuélveme a mi padre./ Devuélveme a mi madre./ Devuélveme a mis mayores./ Devuélveme a mis hijos./ Devuélveme a mí mismo». Mientras llego al hotel de Lyon, pienso que el caso de Oé parece opuesto al del personaje de Beauvoir, cuya obsesión por una gran causa colectiva le impide atender a un dolor cercano. Al mismo tiempo que investigaba sobre las víctimas de Hiroshima, Oé escribió la novela Una cuestión personal, que trata sobre la enfermedad de su propio hijo. Dejo mi equipaje en la habitación, bajo a cenar y entonces, frente a las puertas del ascensor, como un intertexto de carne y hueso, me topo con el señor Oé. Yo ignoraba por completo, o al menos no recordaba, que él fuese el encargado de inaugurar el festival al que he venido. Quizá consulté el programa cuando su presencia no estaba confirmada. O acaso una parte recóndita de mi memoria sí la retuvo, y por eso estoy leyendo los Cuadernos. Entre tartamudeos, le pregunto si tendría la generosidad de firmarme un libro. Oé asiente cortésmente y, con centenaria paciencia, toma asiento en el lobby mientras subo corriendo a buscar mi ejemplar. Me lo dedica en tinta roja, con ese temblor digno de los ancianos que viajan. Me da las buenas noches. Regresa al ascensor. Y desaparece. Yo me quedo contemplando los trazos de su nombre. Al cabo de unos minutos, Oé baja de nuevo. Se acerca al recepcionista y, para mi sorpresa, pregunta cuál es su habitación. Parece fatigado y sus movimientos delatan cierto extravío. Me acerco a ofrecerle ayuda. He perdido mi número de habitación, me dice Oé. No dice «he olvidado», sino «he perdido». No estoy seguro de si bromea. Podemos conseguirle otro número nuevo, sugiero manteniendo por si acaso la ambigüedad. Oé sonríe aliviado y saca de un bolsillo su bolígrafo rojo.
29 de mayo de 2013
Lugar
Después de una jornada de trabajo en una ciudad extranjera, en vez de regresar a mi provisional refugio, en lugar de volver a mi lugar, me sorprendo haciendo algo sigilosamente anómalo: me dirijo a otro hotel cercano al hotel donde me alojo, ceno con demora y me quedo leyendo en el lobby hasta muy tarde. Como mi comportamiento resulta absurdamente natural, nadie hace preguntas. Me dan las buenas noches y hasta me ofrecen té. Por un instante siento una desdibujada euforia que se parece al extravío, un extravío que se parece a la levedad. Intuyo entonces cierta lógica en este minúsculo desplazamiento. Como en una cadena migratoria, acabo de convertir mi anterior hotel en mi casa, y el siguiente hotel en un hotel. Quizá la hostelería sea eso: una mudanza de la perspectiva. La edificación de una distancia con respecto al hogar. Hay una especie de patria en la huida. Al final de esa huida, ahí, cruzando la frontera de sí mismo, alguien desnudo se da la bienvenida.
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27 de diciembre de 2012
Un espejo
Ambos hombres son heterosexuales. Son amigos desde la juventud. Llevan puestos unos calzoncillos horribles y bastante parecidos. Los dos tienen la piel pálida, los hombros débiles. Y ese augurio de barriga tan propio de los cuerpos que empiezan a ser más viejos que la autoimagen de sus dueños. Están a solas. Han reservado la suite nupcial de un hotel barato. Nunca han tenido sexo con otro hombre. Acaban de encender la cámara que han traído para filmarse. Se acercan precavidos, de costado. Se miran a sí mismos mirándose. Detrás tienen un espejo. Delante tienen todo lo que no son capaces de ser. Eso cuenta la película Humpday, de Lynn Shelton, especialista en observar conflictos invisibles.
22 de octubre de 2012
El martillo
Como todo el mundo sabe, en cada habitación donde dormimos, en cada hotel al que vamos, nos espera un martillo que es el mismo de siempre. Ese incansable martillo nos persigue y, en cuanto nos reconoce en la habitación contigua, se pone a ladrar clavos de contento. Nosotros, naturalmente, tratamos de dormir. Pero él jamás se aquieta. Insiste. Se ensaña en la pared de nuestro sueño. Quizá sea una suerte. Quizás esté velando por nosotros. Martillo temporal, golpe de vida, empecinado pulso.
23 de mayo de 2012
Poética de mano
Miro mi maleta. Ahí, en un rincón. Roja. Elíptica. El arte de cerrarla dependerá no tanto de lo que introduzca, como de todo aquello que me aventure a quitar. Un equipaje es mucho más que un lote de pertenencias: es, sobre todo, un conjunto de renuncias. Acomodo mis prendas en pequeñas bolsas de plástico. Camisetas sin aire. Calzoncillos que tienen algo de pañuelo deshonrado. Calcetines retraídos de tanto caminar. La ropa usada nunca parece la misma que nos habíamos puesto. Arrugo, aplasto, compacto lo que casi fue mi cuerpo en las bolsas, procurando adaptarlas a la forma exigente de la maleta. Cuando por fin consiga cerrarla, habrá una especie de misterio en su armonía. Su apariencia exterior será natural. Su método interior habrá sido la insistencia. Así viajan estas bolsas malolientes, inmaculadas, mías, de nadie. La ropa sucia, las palabras nuevas.
10 de mayo de 2012
Heráclito en la selva
Aterrizo en Manaos para la Bienal do Livro del Amazonas. La vida de hotel tiende a convertirse en una sucesión de retracciones. Al principio nos cuesta pisar la calle. Más tarde apenas logramos ir más allá del bar. Y finalmente, en una especie de consumación larvaria, no salimos de nuestra habitación. Por eso en mi día libre, para exiliarme del hotel, hago una excursión a la selva. Pero la barbarie de la civilización va conmigo: mientras subimos a bordo, no imagino ninguna tribu sino a Klaus Kinski en Fitzcarraldo, de Herzog. De pronto algo disipa mi ensimismamiento: el Encuentro de las Aguas. En un golpe de inverosimilitud que dura kilómetros, el río Amazonas y el río Negro chocan y discurren juntos, sin confundirse en absoluto. Sus diferencias de temperatura, densidad y velocidad los mantienen enfrentados como dos países limítrofes. Así que el célebre encuentro es, en realidad, un borde. No hay mezcla ni intercambio: sólo otra frontera. Me quedo contemplando esta refutación del mestizaje que escenifica la naturaleza. Pienso en los peces que se asoman al límite de ambos ríos. Y me acuerdo de Erri de Luca, que observó que los peces nunca cierran los ojos.
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4 de julio de 2011
15 de abril de 2011
Persiana, parpadeo
Noto que, en muchos hoteles del mundo, se está imponiendo la costumbre de prescindir de las persianas. La luz invade al huésped contra su voluntad. Somos una sociedad incapaz de cerrar los ojos. No es de extrañar que cada vez veamos menos.
6 de diciembre de 2010
Inside, outside
Hoy no me he movido del hotel en todo el día. He mirado por la ventana, que da a otras ventanas. He escuchado los movimientos de la vida ajena a lo largo del pasillo. He espiado al servicio de limpieza. He bajado y subido en ascensor. He comido en el bar de la primera planta. He hablado en inglés con ucranianos, serbios y polacos. He hablado en inglés con una mexicana, sin saber que lo era. He hecho muchas preguntas en la recepción, como si estuviera a punto de salir a la calle. He leído periódicos. He regresado varias veces a mi cuarto. Me acuesto con la sensación de haber viajado lejos. Me encanta Londres. No sé cómo será.
5 de diciembre de 2010
Suite 5001
En mi hotel de Londres, The Cumberland, Jimi Hendrix concedió su última entrevista. Cinco días antes de morir. En la suite 5001. Lo recuerda una placa junto a la recepción. Hoy aquella habitación es una especie de museo habitable: por una preocupante cantidad de libras, el huésped puede dormir bajo el techo donde Hendrix grabó sus últimas palabras. La estancia ha sido decorada siguiendo los recuerdos del periodista que lo entrevistó aquí hace cuatro décadas. Suite 5001: suena a ciencia ficción en pleno viaje lisérgico. En el año 5001, si es que el mundo llega, en este mismo lugar quizás habrá otra placa que recuerde esta placa, junto a un cascote multicolor. Del rock and roll quedarán unos ruidos indescifrables. Las guitarras eléctricas serán reliquias prehistóricas. Los blogs serán papiros que habrá que traducir. Tú y yo seremos un imperceptible gas. En ese gas seguirá zumbando Foxy Lady.
18 de noviembre de 2010
La visión
Vuelvo al hotel con ese aire de fracaso óptico que persigue al viajero contemporáneo. O sea, con la sensación de no haber visto nada de lo que podría haber visto. Subo a mi habitación. Trabo la puerta. Me recuesto agotado en el sillón. El televisor aguarda, negro. Las cortinas ocultan la ventana. Abro Tormenta de uno, del poeta Mark Strand. Leo: «Si la ceguera es ciega para sí misma/ entonces la visión vendrá». Cierro los ojos. Ahora sí. La noche brilla.
8 de noviembre de 2010
Bienvenida, traducción
A la entrada del hotel, un letrero anuncia: «Ya estás en Málaga. Ya eres de Málaga». Me gusta esta bienvenida que sugiere que los extranjeros no existen. Pero lo que me fascina son sus traducciones para los viajeros de otras lenguas. La frase original parece simple, y ninguna de sus cuatro traducciones dice lo mismo. «You are now in Málaga. You are now part of Málaga». Aunque la estructura sea idéntica, el matiz adverbial de now enfatiza la provisionalidad del visitante: estás aquí, en este momento. El texto en español, en cambio, adopta permanentemente al huésped. Le otorga un pasaporte imaginario. «Tu es maintenant à Málaga. Tu es désormais de Málaga». Esta versión combina ambas temporalidades: estás de paso, pero de ahora en adelante quedarás impregnado. «Willkommen in Málaga! Fühlen Sie sich hier zu Hause». Este recibimiento es puro Biedermeier: siéntase en casa. Bien, ¿y a quién le pertenece la casa? «Finalmente sei a Málaga, sei uno di Málaga». La conclusión es fiel: si estás aquí, eres uno más de aquí. Sin embargo el comienzo de la frase, finalmente, insinúa que hemos tardado un poco. Que podríamos haber llegado antes. La puntualidad no es una expectativa italiana. La traducción: ese reloj demente que abarca todas las zona horarias.
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24 de octubre de 2010
Desconocidos
Qué conmovedor caminar. Qué profundo cruzarse con desconocidos. Paseo por Bilbao mientras llueve. Veo a una mujer obesa sosteniendo un paraguas anaranjado frente a la ría. El paraguas no la cubre, sus pies se están mojando. Ella mira la ría. Veo a un hombre sentado en un portal. Lleva puesto un traje viejo, una corbata amarillenta. Revisa los papeles de su portafolios como si no lloviera, como si no fuese domingo. Veo a un taxista dormido frente a un semáforo rojo, con la cabeza sobre el volante. Veo a una inmigrante en una cafetería. Con pañuelo en la cabeza, extremadamente delgada. Come galletas de manera brutal, triturando la masa, lamiéndose los dedos. Su silla está rodeada de migajas. Los demás la observamos con desaprobación. Cuando termina de devorar su merienda, se agacha a recoger con una servilleta todas las migajas, las deposita en su plato, lo lleva hasta la barra y se marcha, dejando su mesa inmaculada. Camino de nuevo, vuelvo a mi hotel. Me asomo al espejo. No reconozco a nadie.
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