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12 de abril de 2013
El norte de los mapas es el ojo (y 2)
Más allá de sus altibajos, Mapa está plagada de aciertos cardinales. Acaso mejor narrador que escritor, Siminiani manipula el tiempo con delicioso pulso en esta ópera prima, convirtiendo en presente todo lo que toca. Su gracia es la reacción, los reflejos poéticos ante el azar. Entre Perec y Wenders, con una pizca de Jaime Rosales, el autor logra una especie de taller visual en marcha, donde ejercicio y epifanía se dan simultáneamente. Como una herramienta que tomara progresiva conciencia de su poder, la cámara se vuelve cada vez más libre, más capaz de extraviarse y expresarlo. Eso cuenta también Mapa: el incierto aprendizaje de una mirada. El protagonista secreto es el Otro, ese en el que nos transformamos al observarnos. Lo contemplado va generando su glosa, haciendo de la película una seductora neurosis, incapaz de capturar una imagen sin cuestionar al dueño del ojo. ¿Toda descripción desemboca en la introspección? Algo hay aquí de novela de misterio donde la incógnita es la propia identidad. El protagonista se marcha a la India para huir de sus circunstancias y, como es lógico, se tropieza consigo mismo. Lo que queda al final es una pensativa épica de la soledad. Todo el relato tiene la estructura de la creación en cualquier campo: la persecución del tema, el tanteo de una clave que se ignora. Esta búsqueda queda sintetizada en un plano memorable. Un corredor callejero mueve las piernas sin avanzar, esperando a que el semáforo se ponga al fin en verde. Siminiani no metaforiza, sale a buscar la metáfora. Va de caza al lenguaje. Quizá por eso viaja: para buscarle un escenario a su actitud. La película no cuenta una aventura, la aventura sucede porque se está contando. El único milagro consiste en sostener el estilo. Durante una de sus excursiones, Siminiani encuentra a un niño que salta una cuerda mientras le grita «¡Mira, mira!». El narrador obedece. Y enniñece con él. Y se hace un mejor viejo. El resto, por suerte, es cine.
15 de octubre de 2012
Aterrizar
Veo caer, caer, caer a Felix Baumgartner. La caída es tan inconcebiblemente larga que va perdiendo su naturaleza, empieza a parecer un estado voluntario. Lo milagroso no es el récord, sino ese fenómeno de monstruosa belleza. La mutación de su humanidad terrestre y bípeda. Mientras Baumgartner se precipita a más de mil kilómetros por hora, de repente me acuerdo del primer discurso público de Perec. En aquella ocasión, el joven Perec habló de la necesidad de lanzarse en paracaídas. De ese instante sin retorno en que, pudiendo callar o abstenerse o quedarse quieto, alguien habla, escribe: se tira. Al otro extremo del tiempo, en su último discurso, Perec se refirió al deseo de cambiar repentinamente de vida. De hacer todo lo que no se ha hecho. De decir lo no dicho. Finalmente, Baumgartner aterriza. No dice una palabra. No sabe qué decir. Tan sólo se arrodilla. Hasta que no lo narre, no habrá tocado el suelo.
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21 de septiembre de 2012
Cerrajeros y visionarios
Hace dos años y un mes, Fogwill tuvo la ocurrencia de morirse. Hace un año y un mes (cifra de apariencia arbitraria y estructura extrañamente calculada, acaso igual que él mismo) su hija Vera publicó un brillante artículo sobre el duelo. Aquel texto describía, con cierto amor a lo Perec, el interior de la casa de Fogwill sin Fogwill. El museo aún caliente de sus rastros. El desorden de alguien que parecía vivir metaforizándose, fundiendo intimidad y autorretrato. Vera irrumpe en la casa de su padre como una atenta intrusa de algo que le pertenece. Como una extranjera de su genealogía. Y, entre otros mil objetos que parecen una enumeración de Breton, encuentra llaves. Muchas. «Llaves que no abrían nada», especifica. Entonces pienso que hay dos clases de grandes escritores. Los que observan las puertas de su tiempo, para buscar las llaves que las abran. Por ejemplo, Borges o Calvino. Y aquellos que viven inventando llaves a la espera de que alguien, en algún lugar, encuentre al fin las puertas. Silvina Ocampo o, por supuesto, Fogwill.
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