En los medios de comunicación, muy en particular durante los Juegos Olímpicos, abundan los elogios sin sentido acerca de nuestros deportistas predilectos. Como si los lugares comunes tuviesen mayor fuerza que los cuerpos que analizan. Uno de los más insistentes, y me temo que menos perspicaces, se refiere a la presunta naturaleza sobrehumana de Rafa Nadal. Cuya épica reside en la forma de asumir la competición antes que en los resultados. Nadal nos emociona tanto porque es abrumadora, hiperbólicamente humano. En su juego nada parece divino, robótico ni de una impecable eficacia. Él es un reflexivo manojo de nervios. Duda y se entusiasma. Erra y corrige. Se daña y se repone. Nadal ha construido su identidad (y su carisma público) a partir de las limitaciones propias. Vive instalado en la agonía, haciendo del altibajo una exhaustiva forma de autoconocimiento. Si existe una antítesis del atleta perfecto, del témpano ganador, ese es precisamente Nadal. Un héroe sufridor con quien empatizar resulta inevitable. Alguien que gana y pierde con idéntico grado de vulnerabilidad. Un personaje que disfruta mucho más de renacer que de vivir.
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13 de agosto de 2016
26 de junio de 2014
Lo que Messi no es (2)
Messi tampoco encaja en los modelos conocidos de capitán: el mesianismo hiperquinético de Maradona o Cristiano, la infatigable ejemplaridad de Raúl o Puyol, el magnetismo táctico de Guardiola o Xavi, la veteranía incontestable de Maldini o Gerrard. Ni siquiera posee la seducción del rebelde solitario, la inadaptación polémica de Garrincha, Romario, Guti o Riquelme. Por eso quizá resulte un tanto contra natura imponerle el brazalete. En un deporte de complejidad tan colectiva, la capitanía no suele portarla simplemente el mejor jugador, sino aquel con mayor capacidad de convocatoria entre sus compañeros. O, a la inglesa, el más curtido. En ninguno de esos casos está Messi, a quien la capitanía en la selección parece habérsele concedido por la razón opuesta que a sus antecesores: como estímulo anímico para él, más que para sus compañeros. El partido contra Irán estuvo al borde del bochorno hasta que Messi lo resolvió como le gusta: arrancando desde la derecha, en busca del perfil interior para el disparo entre varios defensores. Disciplina diagonal perfeccionada por Maradona en el 86 -contra Bélgica- y en el 94 -contra Grecia-. Al terminar el partido, Romero lo resumió con esa tensa capacidad observadora de los arqueros. «El enano frotó la lámpara», dijo. Así se lo espera a Messi: como una providencia casi externa al equipo. Más como un fugaz milagro que como una actitud contagiosa. ¿Por qué en el Mundial anterior, pese a llegar en mejor forma, Messi no fue tan decisivo como en este? Quizá porque su entrenador se empeñó en hacerle de espejo. La única manera que Maradona (y un país entero) encontró de admirar a Messi fue tratarlo como si fuera él. Un año antes de que Sabella le concediese el brazalete a otro 10 zurdo, Maradona lo obligó a sobreactuar un liderazgo a semejanza suya. Por eso le pidió (o al menos consintió) que bajara demasiado a recibir la pelota, en vez de convencerlo para esperar la jugada donde es en verdad mortífero: a diez metros del área, exactamente donde jugaba con Guardiola. Desde que fue elevado a líder de la selección, a Messi le piden que marque el ritmo del partido, cuando su capacidad tiene que ver justo con lo opuesto: alterarlo.
24 de junio de 2014
Lo que Messi no es (1)
A los espectadores con más apetito de leyenda que de análisis, Messi les propina (aunque él no lo imagine) un jeroglífico ideológico. Una contradicción que apenas encuentra precedentes en la historia futbolera: el desconcierto de un genio que no es un líder. Que no puede ni quiere serlo. El sensacionalismo contemporáneo tiende a exigir a los genios que sobreactúen sus cualidades. Que las aderecen con cierta dosis de teatralidad. El lenguaje no verbal de Messi (del verbal ya ni hablemos) resulta en cambio hermético. Quizá sólo Zidane transmitió ese distanciamiento introvertido. Pero, por su demarcación, intervenía de manera más constante en el juego. Y tenía algo de lo que Messi parece carecer: una rabia oculta debajo de la atonía, una irascibilidad repentina que, tanto en la selección francesa como en el Real Madrid, emergía ocasionalmente ante las adversidades. La inevitable autoridad que Messi ha terminado ejerciendo en el Barcelona o la selección argentina no parece consecuencia de una vocación de mando, sino del rendimiento en la cancha. De la productividad ensimismada de sus goles y la brutal frecuencia de sus récords. Esa autoridad ha llegado de hecho con un cierto retraso con respecto a sus méritos. Cualquier otro jugador superlativo, llámese Maradona, Ronaldinho o Cristiano, habría conseguido adueñarse de su equipo con mayor rapidez. No me engaño con la fábula pueril de que Messi es tan humilde que desprecia el poder. Quienes sostienen semejante idea subestiman a su interlocutor y, sobre todo, al poder. Pienso más bien que a Messi le interesa un tipo específico de poder: el de jugar como le da la gana sin que nadie le pida explicaciones. Desde su estatus de estrella, no parece esperar tanto que los demás hagan lo que él dice, como que los demás le permitan hacer lo que a él le da la gana. Así como Maradona se comportaba como una especie de líder sindical (con todas las contradicciones y demagogias del cargo), así como Pelé o Platini prefirieron convertirse en altos ejecutivos, o así como Zidane fue una suerte de silencioso guía estético, Messi sólo parece cómodo con una radical libertad individual. Anarquista sin teoría, más que imponer su ley, elude la ley ajena.
13 de septiembre de 2013
Las olimpiadas de lo pequeño (y 2)
Muchos tuvimos una desagradable sensación de pasado, de losa embarrada, al seguir la exposición de la candidatura olímpica de Madrid. Allí estaban, radiantes como una corbata en mitad de un vertedero, el presidente del Gobierno y líder de un partido cuya entera financiación está en gravísima tela de juicio; la accidental alcaldesa y esposa de un ex presidente de cuyo nombre no podemos evitar acordarnos; y también el políglota heredero de una monarquía salpicada de fraudes familiares. Es difícil organizar el futuro apoyándose en lo más cuestionable del pasado. Más allá del tragicómico desempeño de la inenarrable Ana Botella, no parece casual que se trate de una autoridad política que ningún ciudadano madrileño eligió. No sólo porque nunca fuese candidata a su puesto, sino porque en nuestro modelo de democracia las listas electorales son como las partidas presupuestarias: impuestas, tristes y cerradas. Imagino la rabia y frustración que mi generación y las siguientes, acostumbradas a manejar otras lenguas (sin necesidad de haberse educado en un régimen de privilegio como el príncipe), habrán sentido desde España al contemplar cómo sus supuestos representantes se muestran tan incapaces de aprender inglés como de crear empleo. Mientras unos pocos dinosaurios nadan en la abundancia del café con leche, muchos jóvenes se ahogan en varios idiomas a la vez.
11 de septiembre de 2013
Las olimpiadas de lo pequeño (1)
A estas alturas del desencanto ibérico, la expectativa por la elección de la sede olímpica parecía más relacionada con la autoestima nacional que con una mejora del empleo o del bienestar público. Durante histriónicas semanas, desde las fuentes oficiales se vendió un exceso de confianza amplificado por los medios locales, cuyos pronósticos diferían sospechosamente de los de la prensa internacional. Se trató de la enésima irresponsabilidad institucional, ya que este triunfalismo previo resultó proporcional a la posterior decepción colectiva. El resultado final subraya el declive de una nefasta clase política, como la que gobierna la Comunidad madrileña, que lleva demasiados años persiguiendo una redención por vía deportiva. Más allá de la anciana estratagema de hacer pasar la necesidad por virtud, la propuesta de unos Juegos austeros supuso un alarde de desfachatez. Con esta iniciativa, la delegación española no sólo intentó conseguir su meta principal sino también, de paso, que el Comité Olímpico avalase su desastrosa y asfixiante política económica. El pretexto fue que ya se había invertido casi todo lo necesario. Probablemente eso espantó al Comité, que actúa al servicio de un formidable negocio: igual que en las posguerras, lo que las grandes corporaciones ansían es un territorio oportuno para inversiones y beneficios masivos. Sería exigible conocer en detalle cómo se ha empleado el dinero gastado hasta ahora, así como el uso que se hará de esas infraestructuras con las que más de uno habrá lucrado. La España vertiginosa que tocó techo en el 92 padeció acaso cierto síndrome faraónico que no se limitaba al urbanismo, y que afectaba a la forma de pensar y proyectar un país. Tras la caída de los Juegos de Madrid, esa maravillosa ciudad mestiza que muchos amamos y visitamos con familiaridad, quizá vaya siendo hora de clausurar la fiebre por el gran evento. Y volver a pensar en los pequeños acontecimientos, en su más noble sentido: en el dato a pie de calle, en la circunstancia de cada ciudadano, en cada nuevo trabajo que se logra y, sobre todo, cada escuela que se abre o se salva. Pasar del salto de altura al salto de profundidad. A las no menos titánicas olimpiadas de lo pequeño.
14 de marzo de 2013
Derritiendo medallas
Da la impresión de que, de un tiempo a esta parte, hubiéramos perdido definitivamente la inocencia deportiva: los coletazos de la Operación Puerto, los abusos en la natación sincronizada, el amaño de apuestas futbolísticas, los disparos psicópatas de Pistorius y otras medallas derretidas. Habrá quien suspire de pura decepción. A mí, en el fondo, esa pérdida me alivia. Tendemos a recurrir al deporte para preservar cierto vínculo semirreligioso con la realidad, adorando a unos ídolos que no son divinos pero sí sobrehumanos. Quizá vaya siendo hora de releer esa infancia épica: los sobrehumanos suelen hacer trampas. El encumbrado lema de una marca deportiva, Just do it, nos revela desde esta perspectiva su lado más siniestro. La dictadura del hecho por sobre todo lo demás. El desprecio de los límites, que muchas veces no son signo de impotencia ni cobardía, sino de respeto y conciencia de las reglas. Resulta peligroso conformarnos con el sutil fascismo del simplemente hazlo. Lo decisivo es cómo y por qué hacemos lo que hacemos. Y eso vale lo mismo para Armstrong que para Urdangarín, sólo por mencionar a dos campeones que hicieron muchas más cosas de las que debían hacer.
19 de febrero de 2013
Batiendo récords
En su caída bárbara, Europa se parece cada vez más al atleta Pistorius: una utopía sin piernas, con un arma en la mano.
11 de enero de 2013
Mundo animal
Son a veces las noticias menores las que mejor retratan a una sociedad. Bajo el ruido miope de los indicadores financieros, murmuran pequeños síntomas que nos conciernen. Leo que, en el hipódromo de Manacor, un hombre mató a golpes a su caballo. Ese mismo caballo había obtenido hasta el momento 24 victorias y casi 6.000 euros en premios. Su dueño lo apaleó tras perder una competición que repartía unos 500 euros. ¿A qué nos suenan estas cuentas? ¿Cuántos despidos fulminantes se han consumado en empresas que jamás contabilizan sus beneficios anteriores? «Pagaría por volver atrás», ha declarado el animal (no el equino) sobre su comportamiento. Muchos patrones y directivos se absolverían con esa frase, mientras sacrifican a su fuerza de trabajo por no hacerles ganar tanto como ayer. Al ritmo que galopamos, la asociación tiene muy poco de metáfora. Por cierto: en la carrera donde se produjo el apaleamiento, ningún apostante acertó el caballo ganador.
26 de octubre de 2012
Tramposos (2)
¿No hay cierta semejanza entre el dopaje deportivo y el fraude financiero? La obsesión por el récord y el imperativo del crecimiento obedecen a una misma patología social. Primero aplaudir determinados milagros estadísticos, incluso ponerlos como ejemplo. Y después echarse las manos a la cabeza. Qué tentador confundir la victoria con la desmemoria, la autosuperación personal con la farsa del superhéroe.
25 de octubre de 2012
Tramposos (1)
Me sorprende la sorpresa por dopajes como el de Armstrong. El impacto que causan es directamente proporcional a esta doble moral tan nuestra. Nos encantan los récords compulsivos, las marcas imposibles, los esfuerzos sobrehumanos. Pero nos escandalizan los métodos anómalos que, como es lógico, estos suelen requerir. ¿Quiénes son más tramposos: los atletas o su público?
15 de octubre de 2012
Aterrizar
Veo caer, caer, caer a Felix Baumgartner. La caída es tan inconcebiblemente larga que va perdiendo su naturaleza, empieza a parecer un estado voluntario. Lo milagroso no es el récord, sino ese fenómeno de monstruosa belleza. La mutación de su humanidad terrestre y bípeda. Mientras Baumgartner se precipita a más de mil kilómetros por hora, de repente me acuerdo del primer discurso público de Perec. En aquella ocasión, el joven Perec habló de la necesidad de lanzarse en paracaídas. De ese instante sin retorno en que, pudiendo callar o abstenerse o quedarse quieto, alguien habla, escribe: se tira. Al otro extremo del tiempo, en su último discurso, Perec se refirió al deseo de cambiar repentinamente de vida. De hacer todo lo que no se ha hecho. De decir lo no dicho. Finalmente, Baumgartner aterriza. No dice una palabra. No sabe qué decir. Tan sólo se arrodilla. Hasta que no lo narre, no habrá tocado el suelo.
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escritura,
Perec,
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19 de mayo de 2012
El subcampeón
La inmensa mayoría de los deportes plantea su destino de manera kantiana: ganará el mejor. Resultaría inconcebible afirmar que un tenista jugó mucho mejor que su rival durante todo el partido, pero al final perdió. O que determinado equipo de básket renunció por completo a llevar la iniciativa y terminó venciendo. Veo la final de la Champions League con menos admiración por ambos finalistas (ninguna, en el caso del campeón) que por el fútbol mismo. Los más idealistas podrán argumentar que el resultado del Bayern de Múnich-Chelsea no ha sido justo. Pero en esa profunda capacidad de injusticia, en su mezcla de mérito y crueldad, reside precisamente el misterio del fútbol, el deporte más humano que hemos sido capaces de inventar.
15 de agosto de 2011
Gramática 0, Prensa 12
Una parte significativa de la población mundial sólo lee la prensa deportiva. Que a mí, dicho sea de paso, me encanta. Además de encontrarla políticamente más reveladora que Le monde diplomatique. Pero, mientras su impacto público se eleva, su nivel lingüístico no deja de caer. Al abrir por ejemplo el Marca (el diario más leído de España, y sensiblemente peor redactado que su equivalente argentino, Olé), encuentro aberraciones gramaticales en cada noticia sobre el Real Madrid. «Ayer no se entrenaron ninguno de los dos». A lo mejor ninguno es plural en portugués. «Una clínica que solía frecuentar Zidane». Es lo que tiene frecuentar un lugar: que solemos ir. «Se desató la locura con 5.000 aficionados enloquecidos». La redundancia es otra forma de locura. «Una docena de ellos saltaron al césped». Una docena, ¿cuánto son? También los grandes diarios generales empiezan a acostumbrarnos a estos sobresaltos. Mourinho, afirma hoy El País, tiene «aprehensiones a la hora de medirse al Barça». Ojalá aprendamos, sin ninguna aprensión, a aprehender la ortografía. Cuando se escribe rápido, todos atacan. Y la gramática juega sin arquero.
20 de febrero de 2011
Perder dos veces
Los deportistas mueren dos veces. Ahí, no en sus trofeos, está su épica. Los deportistas en retirada son anfibios prematuros que nos cuentan, con caras todavía jóvenes, cómo es envejecer, sentir el ocaso del cuerpo, la melancolía de desear y ya no poder, recordar las fuerzas perdidas. Escucho a Ronaldo Nazario da Lima, el delantero más espectacular que ha perforado las canchas, el hombre-manada, el goleador supersónico, anunciar que se jubila a los 34 años. «Yo tenía el regate previsto», balbucea. Pero su mente y sus músculos no se escuchaban. El último Ronaldo imaginaba el movimiento, lo veía, lo auguraba. Y sus piernas se quedaban dormidas. «He perdido contra mi cuerpo», sintetiza. ¿Un goleador será un aforista en potencia? Los deportistas saben mucho más del tiempo que el público que los aplaude. En la antigua Grecia lo sabían. Los poetas quizá lo han olvidado.
12 de febrero de 2011
Semiótica, lealtad y fútbol
Mourinho es tan pesado que da incluso para análisis semióticos. Lo cual confirma que, desmintiendo su supuesto pragmatismo, parlotea más de lo que hace. Y que, detrás del presunto hombre de acción, opera un incansable publicista. Como deporte colectivo de despliegue individual, el fútbol mantiene una relación contradictoria con las disidencias. Uno de sus tópicos más sagrados reza: «El club está por encima de los nombres». Este principio de aparente lealtad oculta un trasfondo autoritario: sin importar quién esté ni qué haga, los aficionados estaríamos obligados a identificarnos con sus colores. Trasladando esta lógica a otros ámbitos como el político, uno toma consciencia de su aberración. A mí me comprometen más las personas que los clubes, los ciudadanos que sus patrias. ¿Por qué debemos apoyar por igual a nuestro equipo si lo representa un artista o un rompepiernas, si lo preside un deportista o un corrupto, si lo entrena un caballero o un energúmeno? Cada vez que escucho a Mourinho, siento una especie de derrota extradeportiva. «El fútbol», dice Valdano, «es un estado de ánimo». Quizá por eso Mourinho lo detesta tanto. Porque, de ser cierto su aforismo, muchos aficionados deberíamos sentirnos entre irritados y deprimidos.
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Valdano
10 de febrero de 2011
Ofensa a la defensa
Antes de que se jugara la final del campeonato de fútbol americano, la aparente cantante Christina Aguilera cometió un interesante lapsus. Al comenzar a entonar el celebérrimo himno patrio, durante la primera estrofa, olvidó medio verso que dice: «O'er the ramparts we watched». O sea, «sobre las murallas que vimos». La señorita Aguilera no vio la muralla. «Llevo cantando ese himno desde los siete años», se excusó. Quizá por eso mismo, su olvido no me pareció raro. Mi diccionario inglés define ramparts como muro defensivo, barrera protectora. Y eso es justo lo que los occidentales llevamos omitiendo desde la escuela: la Gran Muralla Occidental, al otro lado de la cual supuestamente se ocultaba todo aquello que justificaba nuestras más miserables políticas internacionales. Pero la cantinela empieza a desafinarnos. Monsieur Sarkozy, Mister Obama, Frau Merkel, compañeros, ¿qué escondíamos al otro lado de la muralla? En Túnez y Egipto tienen unas cuantas respuestas.
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Túnez
5 de enero de 2011
La mística del muro
París, barrio 13, rue Corvisart. Un grafiti en un muro: «La poesía es un deporte extremo». Lo firma una muchacha apodada Miss-Tic.
12 de diciembre de 2010
Dopaje social
Sigo con interés -y poca sorpresa- la Operación Galgo. Imagino que el caso se cerrará en cuanto condenen a varios atletas, un par de entrenadores y algún médico. El resto de la cadena quedará intacto. Y no me refiero sólo a los jefes federativos. Ni a los responsables de subvencionar a los atletas. Me refiero a nosotros. A nuestra sociedad de consumidores de gloria. De espectadores adictos a los triunfos épicos. De yonquis de medallas que supuestamente nos representan. Como sugiere Isaac Rosa en su columna, existe una relación ética entre la burbuja inmobiliaria y la hinchazón deportiva. La compulsión dopante también es del público que cuenta los récords, que los exige. La prensa se ha convertido en una máquina de vender y triturar estadísticas. Todos, con los medios a la cabeza, sobrevaloramos la ejemplaridad social del deporte y endiosamos a sus triunfadores. ¿Por qué va a ser ejemplar vivir para competir, para derrotar a los demás? A ver cuándo les hacemos un homenaje a los que quedan cuartos y se van en silencio. Eso sí que sería amor por el deporte.
23 de octubre de 2010
Golear al tópico
Ayer, durante la entrega del premio (reverencia) Príncipe de Asturias (fin de la reverencia y del dolor lumbar) a la selección española de fútbol, volvimos a escuchar las palabras de siempre: «honor», «sacrificio», «gallardía» y esas cosas. Me llama la atención que este maravilloso equipo, que ha sido renovador en el fondo y en la forma, inspirase conceptos tan casposos como previsibles. Los cuales no contribuyen precisamente a actualizar la imagen de este incomparable deporte que ha cambiado de rol social, pero no de léxico. El fútbol pide a gritos una reinvención lingüística. En vez de tanto honor, sacrificio y gallardía, ¿por qué no, por ejemplo, placer, agilidad e inteligencia? Tiene que haber una diferencia entre la Legión y la Selección. O entre Pemán y Xavi, poeta del milímetro.
8 de octubre de 2010
El pique con Piqué
Sergio Ramos parece un muchacho de convicciones inamovibles, quizá para compensar que los entrenadores no dejan de moverlo del centro al lateral. En la selección, Ramos es lateral pero da entrevistas centralísimas. A Piqué, que se llama Gerard, un periodista catalán le hizo una pregunta en su lengua materna. Piqué se ofreció de traductor, pero ya era demasiado tarde: había herido el patriotismo de Ramos. Informar en catalán sobre la selección nacional española podría verse como un triunfo más de la Roja, como una forma de integrar al catalanismo dentro de España. Claro que, para eso, habría que ser capaz de abrirse a ambas bandas. Y mi Sergio tiende siempre a la derecha.
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