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8 de enero de 2017

Piglia y (su otro) yo

Sin Ricardo Piglia, nuestra idea de la literatura sería más miope. Ese legado excede su obra: ha conseguido instalarse en nuestro software lector. Parecía imposible repensar la literatura desde donde la dejó Borges, y construir con semejante punto de partida una lógica original y un tono propio. Esa proeza, entre otras, la logró Piglia con naturalidad. Como teórico, demostró ser un narrador ejemplar. Como narrador, se convirtió en un teórico inigualable. Sinergia que propone un modelo mucho más fértil que cualquier academia. Con su examen en clave de las violencias históricas, Respiración artificial nos mostró hasta qué punto el hermetismo puede ser una respuesta política. Cómo toda escritura entre líneas funda una máquina de monstruos y metáforas. Y que todo soliloquio es, tal vez, una carta dirigida a otra clase de yo. A cierta identidad que sólo toma cuerpo en la acción imaginaria. Formas breves contiene algunos de los ensayos literarios que más me han cautivado. El ojo escrutador de Piglia era capaz de investigar cualquier asunto en clave policíaca, incluido el psicoanálisis o la memoria propia. Esa mirada transformaba la naturaleza del material, no tanto interpretándolo como reescribiéndolo, sumándole una capa de autoría. En eso fue radicalmente borgeano. Sólo que él expandió su horizonte a dos terrenos en los que Borges eludía aventurarse: las vanguardias históricas y los conflictos políticos. Justo ahí es donde intervienen sus otros dos referentes nacionales, Macedonio y Arlt. En ese sentido, más que perturbar el canon, Piglia lo reordenó magistralmente. En la segunda entrega de sus diarios (que movilizan una pregunta sobre la ficción de la identidad, y viceversa), su álter ego Renzi observa que «hablar de escrituras del Yo es una ingenuidad, porque no existe el yo al que esa escritura pueda referir». Después agrega: «Nosotros no éramos, pero vivíamos así». Piglia cultivó una educación y una elegancia personal poco frecuentes. Tengo el convencimiento de que esa actitud íntima es parte de su trabajo estético. Al fin y al cabo, él mismo nos enseñó que la vida va escribiéndose. En su caso, hasta el último instante de la conciencia, ese blanco nocturno.

23 de mayo de 2016

Caso de duda



Se sale por deseo y se llega por error.

*

La pérdida es una lupa.

*

Todo pensamiento aspira a alcanzar una buena contradicción.

*

Romper cosas es un género.

*

La ironía como arte marcial.

*

Mucho más que el compromiso, lo comprometedor.

*

Cambiar de tema puede ser revolucionario.

*

No la historia de la literatura, sino los accidentes de la escritura.

*

Todo matiz es concepto.

*

Leer fabrica tiempo.


[celebrando la publicación del libro Caso de duda
editorial Cuadernos del Vigía, Granada, 2016.
Más información aquíDisponibilidad en librerías, aquí.]

25 de abril de 2016

Barbarismos en Argentina

(Celebrando la edición argentina de Barbarismos. Detallesaquí.)


amar. Verbo irregular.

baño. Biblioteca sin prestigio.

corazón. Músculo peculiar que, en vez de levantar peso, lo acumula.

democracia. Ruina griega.

escuchar. Extraer música del ruido. || 2. Acción y efecto de prepararse para interrumpir.

ficción. Acontecimiento que aspira a suceder.  

goleador. Individuo que celebra lo que merecieron otros.

humor. Facultad de parodiar las propias convicciones, o sea, de pensar. || 2. ~ negro: ejercicio mediante el cual un humorista comprueba si sigue vivo.

imperfección. Perfección mejorada por el escepticismo.

jeta. Rostro, unos años más tarde.

kitsch. Mal gusto de buen gusto.

leer. Acción efecto de vivir dos veces.

maternidad. Momento de plenitud de una trabajadora antes de ser despedida.

noviazgo. Período durante el cual dos enamorados hacen todo lo posible por no conocerse.

ñu. Especie rumiante protegida con el noble fin de que no se extingan los crucigramas.

orilla. Mitad de un lugar. || 2. Comienzo del puente.

política. Campaña electoral ocasionalmente interrumpida por la acción de gobierno.

quietud. Estado sumamente improbable.

reconciliación. Tregua acordada entre dos cónyuges con el objeto de perfeccionar su ruptura. || 2. ~ nacional: desmemoria pactada entre dos bandos que se recuerdan perfectamente.

sexo. Episodio carnal que les sucede a otros. 

traducción. Único modo humano de leer y escribir al mismo tiempo. || 2. Texto original que se inspira en otro. 

universidad. Necrópolis con cafetería.

viejo. Joven tomado por sorpresa.

whisky. Lujo del hielo.

xenófobo. Individuo al que le repugnan sus propios ancestros.

yo. Conjetura filosófica.

zen. Estado que precede al ataque de nervios.

4 de junio de 2015

Perder la habitación

Vuelo con equipaje atrasado, sueño de mano y dos libros: La mujer rota de Simone de Beauvoir y Cuadernos de Hiroshima de Kenzaburo Oé. En el primero de ellos, un diario ficcional repleto de emociones aforísticas, subrayo este sarcasmo acerca de un marido que se dedica a la investigación médica: «Obviamente, cuando uno carga sobre sus hombros la salud de la humanidad, el peso de una hija enferma apenas se nota». En el segundo libro, crónica de la posguerra atómica y homenaje a los médicos de Hiroshima, subrayo unos versos del poeta superviviente Sankichi Tôge: «Devuélveme a mi padre./ Devuélveme a mi madre./ Devuélveme a mis mayores./ Devuélveme a mis hijos./ Devuélveme a mí mismo». Mientras llego al hotel de Lyon, pienso que el caso de Oé parece opuesto al del personaje de Beauvoir, cuya obsesión por una gran causa colectiva le impide atender a un dolor cercano. Al mismo tiempo que investigaba sobre las víctimas de Hiroshima, Oé escribió la novela Una cuestión personal, que trata sobre la enfermedad de su propio hijo. Dejo mi equipaje en la habitación, bajo a cenar y entonces, frente a las puertas del ascensor, como un intertexto de carne y hueso, me topo con el señor Oé. Yo ignoraba por completo, o al menos no recordaba, que él fuese el encargado de inaugurar el festival al que he venido. Quizá consulté el programa cuando su presencia no estaba confirmada. O acaso una parte recóndita de mi memoria sí la retuvo, y por eso estoy leyendo los Cuadernos. Entre tartamudeos, le pregunto si tendría la generosidad de firmarme un libro. Oé asiente cortésmente y, con centenaria paciencia, toma asiento en el lobby mientras subo corriendo a buscar mi ejemplar. Me lo dedica en tinta roja, con ese temblor digno de los ancianos que viajan. Me da las buenas noches. Regresa al ascensor. Y desaparece. Yo me quedo contemplando los trazos de su nombre. Al cabo de unos minutos, Oé baja de nuevo. Se acerca al recepcionista y, para mi sorpresa, pregunta cuál es su habitación. Parece fatigado y sus movimientos delatan cierto extravío. Me acerco a ofrecerle ayuda. He perdido mi número de habitación, me dice Oé. No dice «he olvidado», sino «he perdido». No estoy seguro de si bromea. Podemos conseguirle otro número nuevo, sugiero manteniendo por si acaso la ambigüedad. Oé sonríe aliviado y saca de un bolsillo su bolígrafo rojo.

23 de abril de 2015

Cervantes, zurdo

En el barrio de allá, en el rincón más descreído de la iglesia, al final de la cripta, al fondo del subsuelo, confundida con un crucigrama de dientes, biografías y articulaciones, compartiendo desmemoria con otros nombres propios, deletreando la incógnita de sus vecinos, vulnerada por guerras no necesariamente épicas, con la sinceridad de aquello que está sucio, satirizando el guante del manual, ancha del uno al cinco, en plenitud a su manera, con menos calcio que rigor, resistiendo por pura convicción narrativa, prodigiosamente ajena a subvenciones y otras necrofilias públicas, una mano izquierda continúa trazando garabatos que nadie lee.

26 de diciembre de 2014

Talento para perder (5)

Cuando mis padres me anunciaron que nos íbamos del país, lo primero que hice fue elegir los libros que me llevaría y ponerme a grabar goles de Boca. En una nueva ironía xeneize, mi equipo al fin había empezado a ganar y ahora resultaba que tenía que irme. Apenas me había dado tiempo a disfrutar de dos copas sudamericanas y de la fugaz dupla Latorre-Batistuta. Mi deseo era mostrarle mi equipo argentino a mi primo español, seguidor del Real Madrid y admirador de la Quinta del Buitre. En cuanto aterrizamos en España con mis padres y mi hermano (a quien había convertido a la fe xeneize), me apresuré a extraer mi equipaje de goles. Le había ponderado mucho aquellas imágenes a mi primo, glosándolas con todo lujo de adornos y exageraciones. Nos sentamos en el sofá emocionados, dispuestos a contemplar la mayor belleza futbolística de Latinoamérica. No podría describir mi espanto al comprobar que el formato en que había grabado todas aquellas cintas era absolutamente incompatible con el formato español. Lo único que apareció en la pantalla fueron rayas grises, figuras fantasmales y voces deformadas. Como de otro mundo.

22 de septiembre de 2014

Dos sillas para Amis (1)

El último PEN World Voices Festival se propuso (al igual que otros eventos culturales en esa paradoja democrática llamada Estados Unidos) experimentar con la intimidad respecto al público. Es una de las consecuencias indirectas, y por eso mismo más interesantes, de la interacción en las redes sociales. Esto las convierte no en mero objeto de debate, sino en premisa del discurso. Una noche, a iniciativa de la librería McNally Jackson, me tocó cenar y conversar sobre literatura en un restaurante con un amigable grupo de desconocidos. En la siguiente actividad veinte escritores ocupamos un edificio entero, a la espera de que los asistentes eligieran el apartamento donde escuchar una lectura y debatir con nosotros entre el baño y la cocina. En este escenario de abrupta cercanía uno se siente incómodo, pero esa incomodidad resulta estimulante: al autor lo desplaza, literalmente, de su lugar preconcebido. Lo cual por otra parte nos llevaría a la cuestión de cómo preservar el misterio, o cómo elaborar otra clase de misterio, en los omniscientes tiempos digitales.

10 de septiembre de 2014

Cara a cara

La última novela de Antonio Soler, Una historia violenta, empieza con la extraordinaria descripción de la cara de un personaje, similar a la fachada trasera del edificio donde vive, «sin ventanas y mal pintada pero lisa y muy alta». Los personajes rara vez tienen cara para los lectores, que tendemos a atribuirles otra o bien ninguna. Sin embargo, cuando uno conoce en persona al autor de esas ficciones, su fisonomía se infiltra amigablemente en cada perfil imaginario, superponiendo sus rasgos como dos hojas de papel sobre el cristal de una ventana. Pienso de pronto en los rasgos de Antonio Soler, en cómo los describiría él mismo en una novela. Tienen algo de claroscuro, haya la luz que haya: no importa si es un foco lateral, una lámpara de techo, una linterna nocturna o el fulgor de la costa malagueña. La cara de Soler se hace sombra y deja que ciertas zonas resplandezcan, como si fuese una técnica narrativa. Se contradice un poco esa cara, tiene el mentón pequeño y la frente expansiva. Una mitad se lo piensa dos veces, se retrae y se fuga, mientras la otra mitad quiere asomarse al mundo, sobresalir, anticiparse. Soler tiene en la cara sus miedos y su antídoto. Un mapa de ángulos y curvas donde algo se accidenta. Territorio de hoyuelo y cicatriz. Es una cara bella, jamás bonita. Lo bonito carece de conflicto, mientras que lo bello está atravesado por tensiones internas. Cuando uno mira a Soler, tiene la impresión de que un ojo se le oscurece y el otro bromea. Con esos ojos vigilantes, que van de cacería por la memoria, narra mejor que muchos con el cuerpo entero.

25 de agosto de 2014

Cortázar forastero (1)

Por su impacto iniciático, suele repetirse que Cortázar es un descubrimiento de adolescencia. Esta afirmación, que contiene su dosis de injusticia, omite cuando menos una segunda realidad: hay sobre todo una manera adolescente de leer y recordar a Cortázar. Su aproximación al vínculo entre escritura y vida, heredada del romanticismo pero también de las vanguardias, lo convierte en la clase de escritor que genera una imaginaria relación personal con sus lectores. Para bien y para mal, Cortázar es altamente contagioso. Por eso quienes fingen desdeñarlo en realidad se están defendiendo de él.

2 de junio de 2014

Prodigios, padres, policías (1)

En algún lugar de Chatterton, el nuevo poemario de Elena Medel, se escucha la siguiente disyuntiva: «Arrojar la planta a la basura/ o cederla a mis mayores». Ay, las raíces jóvenes. Ay, las macetas críticas. Ay, los talentos precoces como Medel y las alarmas preventivas de sus mayores. Al contrario de lo que pregona la estupidez publicitaria, ser joven siempre ha resultado un tanto sospechoso: enseguida aparecen padres o policías. Es casi una reacción antropológica. El resto de la tribu grita: ¡a la cola, que nosotros llegamos primero! Hoy da la impresión de que los jóvenes españoles están hartos del discurso falaz de las oportunidades. Crecieron escuchando que el futuro sería suyo, que se formaran porque tendrían tiempo, y ahora resulta que el presente los suprime. Cuando se habla de la moda joven, suele confundirse el reportaje con la realidad. A los nuevos talentos los entrevistan, les hacen fotos, los felicitan, pero nadie les ofrece un trabajo y ya ni digamos un sueldo digno. ¿Cuántos paternalismos tienen que soportar los poetas jóvenes, por no hablar de las poetas jóvenes, antes de ser leídos con naturalidad? El patriarcado poético tiene, para decirlo con palabras de este extraordinario libro, «los pantalones demasiado grandes». Tiende a admirarse la entrepierna en vez de echar a correr. Quizá por eso se queda, tantas veces, «a mitad de proezas».

22 de mayo de 2014

Barbarismos

(Celebrando la publicación del nuevo libro Barbarismos. Más información, aquí.)


autoestima. Montaña rusa de un solo pasajero.

bandera. Trapo de bajo coste y alto precio.

corazón. Músculo peculiar que, en vez de levantar peso, lo acumula.

democracia. Ruina griega. || 2. ~ parlamentaria: oxímoron.

escuchar. Extraer música del ruido. || 2. Acción y efecto de prepararse para interrumpir.

ficción. Acontecimiento que aspira a suceder.  || 2. Versión menos evidente de lo real.

goleador. Individuo que celebra lo que merecieron otros.

humor. Facultad de parodiar las propias convicciones, o sea, de pensar. || 2. Flujo interno de la tragedia. || 3. ~ negro: ejercicio mediante el cual un humorista comprueba si sigue vivo.

imperfección. Belleza que permite ser intervenida. || 2. Perfección mejorada por el escepticismo.

joder. Verbo transitivo de admirable polivalencia.

kitsch. Mal gusto de buen gusto.

leer. Acción de viajar hasta donde uno se encuentra. || 2. Acción y efecto de vivir dos veces.

maternidad. Momento de plenitud de una trabajadora antes de ser despedida.

noticia. Ocultación de otra noticia. || 2. Lo que en este mismo momento está dejando de importar.

ñu. Especie rumiante protegida con el noble fin de que no se extingan los crucigramas.

orilla. Mitad de un lugar. || 2. Comienzo del puente.

pornografía. Modalidad ansiosa de autoconocimiento. || 2. Deseo trágico de ver algo siempre ligeramente distinto de lo que estamos viendo.

querer. Extraño afecto hacia alguien que no es uno mismo.

reconciliación. Tregua acordada entre dos cónyuges con el objeto de perfeccionar su ruptura. || 2. ~ nacional: desmemoria pactada entre dos bandos que se recuerdan perfectamente.

santo. Individuo tocado por un don divino para elegir a sus biógrafos.

traducción. Único modo humano de leer y escribir al mismo tiempo. || 2. Texto original que se inspira en otro. || 3. Amor retribuido palabra por palabra.

urna. Recipiente que acoge los restos de un individuo. || 2. En las jornadas electorales, ídem.

viejo. Joven tomado por sorpresa.

WC. Oficina con un solo empleado.

xenófobo. Individuo al que le repugnan sus propios ancestros.

yo. Conjetura filosófica.

zoofilia. Doctrina que predica el amor entre semejantes.

17 de enero de 2014

Neruda, fiesta y silencio (y 3)

Las casas de Neruda suscitan aforismos en sus visitantes. Más que lugar de reposo, un hogar es un espacio de mutaciones, en obsesiva construcción. Todo mirador tiene algo de barco: observar ya es desplazarse. Cada habitación merece ser espacio de amistad, así será poblada desde el suelo hasta el techo. El sabor del agua mejora en copas de colores, quizá porque cualquier placer tiene algo de sinestesia. Toda casa es un laberinto; su habitante también. Por lo demás, resulta llamativo que un hombre de cierta edad y con creciente sobrepeso insistiera en construirse siempre hogares altos, intrincados y difíciles de trepar. Su dueño jamás pareció pensarse débil, inválido o anciano al diseñarlos. Como si encaramarse fuese un atributo suyo. Eso también funciona a modo de autorretrato. En las casas de Neruda abundan tanto los sofás, mesitas y ventanas, los rincones ideales para leer o escribir, que imagino al poeta encerrándose finalmente en el baño, huido de sí mismo y sus voraces estructuras.

13 de enero de 2014

Neruda, fiesta y silencio (1)

Recorrer las tres casas de Neruda se asemeja bastante a releerlo. Todas parecen concebidas como una extensión de su obra, y casi una justificación de la misma. Quizá por eso adentrarse en ellas puede provocar admiración e irritación a partes iguales. Al igual que sucede con su profusa poesía, tras un primer deslumbramiento ante la presencia de estas casas, uno experimenta una suerte de intimidad defraudada. La sensación de que todo lo que allí vemos, que es mucho, está premeditado por el propio Neruda. Tan calculado como un efecto óptico. El atractivo irresistible de una casa-museo es la furtividad de la visita. Ese simulacro de impunidad con que el curioso infringe, o cree infringir, la vida secreta de su personaje admirado. Sin embargo, en estos espacios de orgullosa belleza uno siente que el Neruda hogareño, ese que se vestía torpemente, se afeitaba con prisa o dejaba miguitas de pie frente al fregadero, permanece inmune a cualquier intrusión. Ahí radica su gran diferencia con respecto al austero museo de su enemigo Huidobro en Cartagena. O al genuino ambiente de las casas granadinas de su amigo Lorca. O al que acaso sea mi preferido entre los hogares de poetas, el de Keats en Hampstead, cuyo nivel de pose tiende a cero. Es la limitación, aunque también la fuerza, de que las tres viviendas nerudianas pertenezcan a la etapa consagrada de su dueño, cuando cada decisión puertas adentro era tomada con conciencia legendaria.

6 de diciembre de 2013

Un minuto con Aira

Ceno en Santiago con dos buenos amigos chilenos, Riquelme y Celedón, tan distintos entre sí que se parecen. Ambos se turnan para tomar la palabra, uno sinuoso y narrativo, otro escueto y aforístico. Sus voces alternas proyectan un unísono imposible. Primero hablamos de la biografía de Kafka a la que Reiner Stach ha dedicado media vida. Después hablamos de la vida africana de Rimbaud. O su otra vida. ¿Rimbaud tuvo dos identidades, o quizá fue el mismo hombre en dos lugares irreconciliables? Al día siguiente acudo a una librería en Providencia. Curioseo. Hago braille. Por puro azar, me pongo a hojear una nueva traducción del ensayo de Benjamin sobre el surrealismo. Entonces, como invocado, entra a la librería César Aira. Jamás lo había visto en persona. Es él. Más alto, barrigón y jovial de lo que suponía. Es imposible suponer a Aira. Pero ahí está, erguido entre anaqueles. Lo saludo nervioso. Intercambiamos seis o siete oraciones. Él le pregunta al librero por la trilogía biográfica de Kafka que escribió Reiner Stach. Me sobresalto y vuelvo a sumergirme en el ensayo sobre el surrealismo. De inmediato me topo con el nombre de Rimbaud, señalado como precursor del movimiento. Aira comprueba decepcionado que el tomo que está en venta es el mismo que ya tiene en su casa. Intercambiamos otras seis o siete oraciones. Admiro a Aira, pero no lo miro. Él consulta su reloj de pulsera. Bajo la vista y busco el final del ensayo: «un despertador que a cada minuto grita sus sesenta segundos». Voy a tener que irme, dice Aira. Lógicamente, anochece.

2 de diciembre de 2013

La mancha humana

Más que sacar algo en limpio de sus lecturas, uno se ensucia con ellas: se enfanga de matices, se empapa de mundo, se enloda con sus propias contradicciones. Quizá por eso mismo subrayamos y anotamos los libros: para mancharlos con nuestra propia materia. ¿Y las pantallas de cada día? Ellas también se rayan, salpican, pegotean. En su piel quedan impresas, tan literalmente, nuestras huellas dactilares.

29 de octubre de 2013

Fraseo y certeza

Uno no sabe bien si la nueva novela de Juan Gabriel Vásquez, una novela breve para su costumbre y extrañamente lírica para esa prosa exacta, filosa, de geómetra, será superior o sólo distinta a sus entregas anteriores, todas ellas admirables, todas ellas lecciones de arquitectura narrativa, pero leyendo Las reputaciones uno se atrevería a sostener, con sintaxis más bien suya, siempre sólida y sinuosa, capaz de desplegar las articulaciones de la frase como se estira un brazo o se dobla una rodilla, que la escritura de Vásquez ha alcanzado una maestría insólita, un estilo que cubre al mismo tiempo las funciones de la improvisación poética y del artefacto estructural, distribuyendo con puntería cada acontecimiento y deteniéndose en detalles que revelan vidas, uno se atrevería a afirmar eso y más, porque también se trata de una tensa parábola sobre los recovecos de la libertad de expresión, sobre los mecanismos de ese monstruo parlante que llamamos opinión pública, hasta que uno se encuentra, por ejemplo, con el pasaje en que el protagonista de la novela, el caricaturista bogotano Javier Mallarino, siente celos del envejecimiento del cuerpo de su ex mujer, celos de las estrías de sus caderas y las sombras de sus nalgas, «porque las sombras y las estrías no eran sombras y estrías, sino mensajeros de todo lo que había sucedido en su ausencia: todo lo que Mallarino se había perdido», y entonces uno siente que el cuerpo de la escritura y el alma de la observación a veces pueden, cuando la experiencia eleva el talento igual que el tiempo madura la belleza, coincidir en una misma historia, un mismo autor, en el aplauso de dos manos que cierran un libro para abrir otra puerta. 

26 de agosto de 2013

Eso no es lo que yo quise decir (y 4)

Al principio de esa extraordinaria pieza de escritura que es El placer del texto, Barthes se interroga: «el lugar más erótico de un cuerpo, ¿no es acaso allí donde la vestimenta se abre?». Más adelante agrega: «mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo». Y, ya cerca del final del libro, conjetura: «a menos que para ciertos perversos la frase sea un cuerpo». Lo erótico de la escritura radicaría por tanto en su ambivalencia. Allí donde el cuerpo de la frase se abre y se divide como una cremallera. Separándose, discrepando de sí misma. A la inversa, el cuerpo mismo resulta legible a través de una sintaxis de síntomas carnales, transitando esa vía de interpretación que ensanchó SontagLa ciencia médica lo explora con la mayor exactitud de la que es capaz, pero el léxico y la lógica que emplea para ello se transforman inevitablemente a lo largo del tiempo. Interpretar la realidad física de manera literal, sin poetizar en absoluto su código, parece tarea imposible. Quien busque la autopsia de una conclusión estática, se topará con la espalda en movimiento del sentido.

16 de agosto de 2013

Eso no es lo que yo quise decir (2)

El paciente, el hablante, se escribe en su habla. Su discurso no transcribe un texto dado de antemano, sino otro que existe solamente si avanza. El paciente sería entonces una especie de payador. Dijo el parlanchín Arreola: no pienso para hablar, hablo para pensar. La intimidad funciona literariamente como secreto y a la vez como exposición. El analista calla buena parte de lo que está viendo, a la manera del narrador-testigo de Chéjov. El paciente tiende a no ver eso mismo que busca, omitiendo el signo frente a sus ojos como la carta robada de Poe. Aplicando una distinción de Barthes, ese sátiro del matiz: las revelaciones de Poe generan placer, las elipsis de Chéjov generan goce. El psicoanálisis exagera el modelo de lectura entre líneas. Si visualizamos nuestro discurso como una página, el analista trabajaría anotando en los márgenes. Ahí donde es posible acotar, disentir, replicar, dudar de la palabra ajena. En este sentido, el analista se aproxima al lector de poesía. A alguien que, como Paul Klee, sabe que lo visible es tan sólo un ejemplo de lo real. Pero leer un poema no es igual que escucharlo. El analista se parecería entonces al oyente de poesía, para quien lo audible es tan sólo un ejemplo de lo dicho. Juarroz afirma que el poeta es un cultivador de grietas. El psicoanalista también. Lee un habla inconsciente y procura provocar otro texto. El hablante analizado no comprende del todo el idioma de esa reescritura. Ahí comienza una segunda, tortuosa traducción: la del autor interpretando la glosa de su propio texto. Como cuando un escritor recibe un comentario sobre su libro, y una parte de sí se esfuerza por reconocerse mientras otra parte, violentada, se resiste a la identificación: eso no es lo que yo quise decir.

12 de agosto de 2013

Eso no es lo que yo quise decir (1)

Puede afirmarse que el modo en que Freud leyó a Hoffmann ha influido en los escritores mucho más que la obra del propio Hoffmann. Cómo alguien lee a otro: en eso consiste el historial clínico de la literatura. Las afinidades entre escritores y psicoanalistas parecen tan significativas como los rechazos de Chesterton, Lawrence, Borges o Nabokov. Resulta difícil resistir la tentación de interpretar estos últimos como perfectos ejercicios de negación o resistencia a la terapia. Sea cual sea el caso, por medio de su neurosis hermenéutica, el psicoanálisis tiene potencialmente la razón. Ahí radica su fuerza pero también su incansable duda. En eso se asemeja a la ficción, vampira del conflicto que padece. «Los escritores han sentido siempre», sostiene Piglia en uno de sus grandes ensayos, «que el psicoanálisis hablaba de algo que ellos conocían y sobre lo cual era mejor mantenerse callado». Esa pronunciación de lo invisible que mueve al personaje, ese afán por delatar la trastienda del conflicto novelístico, está quizás en el origen del fastidio gremial que el psicoanálisis ha generado en ciertos escritores. Pero el psicoanálisis ejerce también de legitimador teórico del drama narrativo, convocando «una épica de la subjetividad, una versión violenta y oscura del pasado personal». El psicoanálisis fundaría entonces el relato del relato oculto. Su metanovela. Las tensiones entre ambos campos las sintetizó Mailer cuando declaró sobre los hipsters: «al haber convertido su experiencia inconsciente en conocimiento consciente, han alterado el foco del deseo». Esta pequeña observación daría para un tratado entero sobre la ocultación del erotismo y la mostración de la pornografía. La novela clásica es al psicoanálisis lo que el erotismo al hardcore.

4 de julio de 2013

Breve genealogía

Mi cuento preferido no existe, porque prefiero tantos que al final nunca sé cuál es mi preferencia. Después de semejante pleonasmo, me vienen de repente a la memoria tres ejemplos muy distintos: “Post Scriptum” de Juan José Arreola, “Vañka” de Anton Chéjov y “Gente así es la única que hay por aquí” de Lorrie Moore. El cuento de Arreola nos presenta a un suicida que aplaza su inminente disparo en la boca por culpa del rigor literario. Hasta que el personaje no encuentre la frase más indicada para su nota de despedida, no apretará al gatillo. Así es cómo el estilo te salva la vida. El cuento de Chéjov narra otra carta. La que el pequeño Vañka, Juancito en ruso, le escribe a su abuelo rogándole que venga a visitarlo. Su balbuceante misiva es introducida en un sobre en cuyo reverso el niño anota: «Para el abuelito, que está en la aldea». Después la deposita en el buzón del que nunca saldrá. ¿Quién no es un poco Vañka en su cabeza, escribiéndose cartas a uno mismo? Finalmente, el relato de Moore cuenta con brutal hondura la estancia de una madre en el más literal de los infiernos: la planta de oncología infantil. Si un bebé experimenta un sufrimiento anterior a lo verbal, aquí cada palabra remite a un sufrimiento quirúrgicamente nombrado. La voz de aquella madre supura la misma urgencia de quien tiene un arma en la boca. Y, ahora que lo pienso, se habría merecido proteger a un hijo como Vañka.