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23 de octubre de 2017

No te pongas tan literal


Es martes, siendo exacta, y me quedo de piedra.
Me llamaste tres veces y dijiste «¡Puedo explicarlo todo!»
en el buzón de voz. Sabes perfectamente que soy de la opinión
de que nada que valga la pena es explicable. Querido,
no te pongas tan literal. No sé si habrás estado allí.
¿Tenías ganas? Inventemos, entonces.
¿Acaso fuiste tú con quien sobrevolé el Mediterráneo?
Me parece que ahora te recuerdo: ¡mi joven amor!
El arnés, te quejabas, te estaba lastimando las pelotas.
Hicimos tantos planes. Estábamos colgados entre el cielo y el mar.
Entrelacé mis piernas con las tuyas. Un nudo en una pizca de universo.
De golpe el mar fue espuela en los talones, ¿recuerdas? 



[“Dear Boy”, poema original de EMILY BERRY.
De su libro Dear Boy, Faber & Faber, Londres, 2013.
Traducción de Andrés Neuman.]

4 de octubre de 2017

No tarda en irse


Ayer se apareció ante mí bajo la forma
de dos gomas violetas que apretaban un ramito de espárragos:
una felicidad pequeña, variedad jardín, nada que ver 
con la conversación inmensa y de piernas cruzadas que tuvimos 
en la cama unos diez años atrás, o cuando apareció
como un espacio fino en una boca ligeramente abierta
que escuchaba a un amigo culpando a los demás
con una precisión casi cruel; la sensación de ser reconocido
al hacerse un espacio en esa boca que fue felicidad.
Estaba la felicidad de mi madre, sentados en un bus
de Londres, por haber viajado sola para ver a su hijo,
y parecía mucho más presente que todo el equipaje
que estábamos llevando y que pesaba tanto como su felicidad,
o que era acaso su felicidad. Es infrecuente
una felicidad de nuez como la que dejamos que reparta mi padre
cuando se pone muy sentimental, avergonzándonos a todos.
Y, por supuesto, el bobo sombrerito de felicidad que los niños
nos plantan cada vez que imitan el saber. O cuando me detengo
en algún escalón, inhalándola y exhalándola,
y permanecen la muerte y lo muerto que hay después de morirse,
susurrando una especie de canción sobre ella. O
a solas contigo, viendo televisión, cuando todos se deprimen
como troncos podridos por aquello que más nos importa,
porque -por muchas formas y grados que presente- la conocemos,
porque no siempre llega, y no tarda en irse.


[poema original: 
“Happiness”, de JACK UNDERWOOD.
De su libro Happiness, Faber & Faber, Londres, 2015.
Traducción: Andrés Neuman.]

19 de julio de 2017

Entrar

Miércoles. Medianoche. Silencio colectivo. Un barrio residencial del Londres del Brexit, la islamofobia y el terrorismo súbito. Llaman al timbre de la casa. Una casa a ras de calle, expuesta, de cristales amplios. Al otro lado de la puerta y del mundo, un joven con barba y apariencia perturbada nos dice: Can I come in? Sobresaltados, contestamos que no. Por supuesto que no. Entonces el joven con barba pregunta: Why? No dice nada más. No pierde la calma, ni nos insulta, ni patea la puerta. Simplemente nos pregunta por qué. Seguimos sin tener una buena respuesta después de cerrar con llave por dentro.

14 de noviembre de 2016

El malestar en el sufragio: diez observaciones antes de saltar el muro (y III)


8. El panorama hasta aquí trazado nos conduce a un fenómeno que bien podríamos denominar el malestar en el sufragio. Venimos observándolo con creciente frecuencia: el Brexit en el Reino Unido, la negativa al proceso de paz en Colombia, la reelección de un gobierno corrupto en España, la victoria de Trump. En los últimos tiempos, en lugar de elegir la circunstancia en apariencia menos dañina para sus propios intereses, el electorado tiende a inclinarse por una especie de autosabotaje. De suicidio institucional. Como si, harto del espejismo representativo de sus instituciones, no pudiese resistir la tentación de atacarlas.

9. Por supuesto, este comportamiento electoral no se explica sin otros factores, no menos decisivos, que se suman a las negligencias de los propios gobiernos. La agonía final del sistema bipartidista, encarnada en todos esos ciudadanos progresistas que le negaron sus votos a Hillary, aun a sabiendas del peligro que ello implicaba. La desideologización general del electorado, consumada a través de las campañas en formato showbusiness: la macropolítica como entretenimiento público. El reemplazo de las convicciones políticas por las filias y fobias del espectador, los leaks interesados y los cisnes negros. El perverso circuito de retroalimentación de los grandes medios, que se lanzan a informar sobre aquello que provocan, que denuncian a las mismas figuras que alimentan. La enfermedad de las encuestas, su proliferación y manipulación como recurso para movilizar el voto conservador. (En este sentido, acaso haya llegado la hora de identificar a las encuestas como lo que son: verdaderas enemigas de la democracia.) Y, muy en particular, el sigiloso papel golpista de los servicios de inteligencia. Que en Estados Unidos (igual que en Argentina o en España) se han dedicado recientemente, con el mayor de los descaros, a influir en la opinión pública para condicionar los resultados en las urnas. 

y 10. La tenaz reiteración de ciertas falacias fascistas supone, por desgracia, una eficaz forma de pedagogía. Hace un par de semanas, en Nueva Jersey, la universidad pública de Rutgers, de tradición mestiza y progresista, amaneció con pintadas xenófobas tales como «Viva la deportation» o «Deport force coming». Al final de esta histórica campaña, en pleno discurso sobre ese muro imaginario que simboliza el atropello de la dignidad humana y el oprobio de su propia patria, los seguidores de Trump rompieron a gritar con salvaje entusiasmo: Build that wall! Build that wall! Pienso en eso mientras miro la grieta que recorre la ventana de mi habitación en Nueva York, que ha amanecido repentinamente lluviosa. Esa grieta por la que escapar de este día, saltar el muro e intervenir en el presente.

2 de octubre de 2014

Un impostor leal

Veo Garbo, el espía, documental que cuenta la insólita vida del doble agente catalán Joan Pujol, a quien se le atribuye un papel decisivo en el desembarco de Normandía. Aunque el apodo provenga de su facilidad para actuar, quizá su mayor don fue el literario. Para salvar el pellejo durante la Guerra Civil, Garbo había desertado del ejército republicano y se había pasado al bando nacional. En la Segunda Guerra Mundial se ofreció como espía a los ingleses, que lo rechazaron. Entonces probó suerte con los alemanes y, una vez contratado por estos, volvió a ofrecerse a los aliados. Así adquirió una fantasmagórica gloria falsificando informes dirigidos al enemigo. Garbo escribió toneladas de documentos, haciendo pasar por verdaderas las más disparatadas conjeturas. Sin pisar Inglaterra, narró minuciosamente a los nazis sus andanzas por Londres. Llegó a inventarse a veintidós informantes imaginarios, vale decir heterónimos, todos con sus respectivas biografías y correspondencias con la inteligencia alemana, que le pagó a su autor por cada uno de ellos. ¿Cómo fue posible tamaña impostura? Quizá porque los nazis necesitaban leerlo: su fanatismo disfrutaba creyéndole. Por esta labor de espionaje fantástico, Garbo llegó a ser condecorado por ambos bandos. Viendo el documental no dejé de pensar en los impostores de Historia universal de la infamia y en el ensayo de Borges sobre las kenningar, donde distingue entre un traidor y «un hombre desgarrado por sucesivas y contrarias lealtades». Si alguien duda de la capacidad de las palabras para intervenir en la realidad, que se acuerde de Garbo, el Pessoa del espionaje. Y que piense cuántas vidas salvaron sus ficciones, no sus armas.

24 de septiembre de 2014

Dos sillas para Amis (3)

En un sutil efecto de ciencia ficción, el entrevistador le preguntó al invitado qué tal se llevaba con su padre, el también escritor Kingsley Amis, fallecido hace dos décadas. El joven Amis comentó que su relación, antes combativa, era ahora sospechosamente cordial, quizá porque él mismo acababa de tener un hijo, y por tanto era padre ante su padre. ¿Y qué vías literarias abre la paternidad? El joven Amis se apresuró a contestar: «Bueno, en mi próximo libro aparecen por lo menos tres bebés». El público estalló en una carcajada. El Amis actual intentó contener la risa: parecía encontrar reprobable celebrar sus antiguas respuestas como un espectador más. ¿Acaso no lo era? Ante la pregunta de si animaría a sus hijos a convertirse en escritores, el joven autor aseguró que su padre no lo había hecho y él tampoco lo haría. Extrañamente de acuerdo consigo, el autor actual añadió: «Me parece un oficio delirante». Luego explicó su resistencia a hablar de lo que estaba escribiendo, porque eso era algo demasiado privado. «Qué inglés es usted, me encanta», acotó el entrevistador. Dudo que Amis se abra una cuenta de Twitter. Me pregunto sin embargo qué habría hecho hoy su joven yo.

26 de junio de 2014

Lo que Messi no es (2)

Messi tampoco encaja en los modelos conocidos de capitán: el mesianismo hiperquinético de Maradona o Cristiano, la infatigable ejemplaridad de Raúl o Puyol, el magnetismo táctico de Guardiola o Xavi, la veteranía incontestable de Maldini o Gerrard. Ni siquiera posee la seducción del rebelde solitario, la inadaptación polémica de Garrincha, Romario, Guti o Riquelme. Por eso quizá resulte un tanto contra natura imponerle el brazalete. En un deporte de complejidad tan colectiva, la capitanía no suele portarla simplemente el mejor jugador, sino aquel con mayor capacidad de convocatoria entre sus compañeros. O, a la inglesa, el más curtido. En ninguno de esos casos está Messi, a quien la capitanía en la selección parece habérsele concedido por la razón opuesta que a sus antecesores: como estímulo anímico para él, más que para sus compañeros. El partido contra Irán estuvo al borde del bochorno hasta que Messi lo resolvió como le gusta: arrancando desde la derecha, en busca del perfil interior para el disparo entre varios defensores. Disciplina diagonal perfeccionada por Maradona en el 86 -contra Bélgica- y en el 94 -contra Grecia-. Al terminar el partido, Romero lo resumió con esa tensa capacidad observadora de los arqueros. «El enano frotó la lámpara», dijo. Así se lo espera a Messi: como una providencia casi externa al equipo. Más como un fugaz milagro que como una actitud contagiosa. ¿Por qué en el Mundial anterior, pese a llegar en mejor forma, Messi no fue tan decisivo como en este? Quizá porque su entrenador se empeñó en hacerle de espejo. La única manera que Maradona (y un país entero) encontró de admirar a Messi fue tratarlo como si fuera él. Un año antes de que Sabella le concediese el brazalete a otro 10 zurdo, Maradona lo obligó a sobreactuar un liderazgo a semejanza suya. Por eso le pidió (o al menos consintió) que bajara demasiado a recibir la pelota, en vez de convencerlo para esperar la jugada donde es en verdad mortífero: a diez metros del área, exactamente donde jugaba con Guardiola. Desde que fue elevado a líder de la selección, a Messi le piden que marque el ritmo del partido, cuando su capacidad tiene que ver justo con lo opuesto: alterarlo.

13 de enero de 2014

Neruda, fiesta y silencio (1)

Recorrer las tres casas de Neruda se asemeja bastante a releerlo. Todas parecen concebidas como una extensión de su obra, y casi una justificación de la misma. Quizá por eso adentrarse en ellas puede provocar admiración e irritación a partes iguales. Al igual que sucede con su profusa poesía, tras un primer deslumbramiento ante la presencia de estas casas, uno experimenta una suerte de intimidad defraudada. La sensación de que todo lo que allí vemos, que es mucho, está premeditado por el propio Neruda. Tan calculado como un efecto óptico. El atractivo irresistible de una casa-museo es la furtividad de la visita. Ese simulacro de impunidad con que el curioso infringe, o cree infringir, la vida secreta de su personaje admirado. Sin embargo, en estos espacios de orgullosa belleza uno siente que el Neruda hogareño, ese que se vestía torpemente, se afeitaba con prisa o dejaba miguitas de pie frente al fregadero, permanece inmune a cualquier intrusión. Ahí radica su gran diferencia con respecto al austero museo de su enemigo Huidobro en Cartagena. O al genuino ambiente de las casas granadinas de su amigo Lorca. O al que acaso sea mi preferido entre los hogares de poetas, el de Keats en Hampstead, cuyo nivel de pose tiende a cero. Es la limitación, aunque también la fuerza, de que las tres viviendas nerudianas pertenezcan a la etapa consagrada de su dueño, cuando cada decisión puertas adentro era tomada con conciencia legendaria.

15 de junio de 2013

El marco

Hace poco viajé a Londres con mi padre, de quien he heredado las ausencias de su propio padre. Cuando pienso en mi abuelo, tiendo a experimentar cierta orfandad que no me pertenece. Como si me hubieran educado en un hueco. Mientras nos dirigimos en metro a Hampstead, le pregunto por la época en que mi madre y él vivieron separados. Me intriga ese lejano período porque apenas lo recuerdo. Con el paso de las estaciones, sin embargo, el discurso de mi padre se desvía una vez más hacia mi infancia, revisitando anécdotas que me cansan y enternecen a partes iguales. Lo más incómodo de que los padres narren en público nuestros orígenes no es ese impúdico entusiasmo con que nos describen tropezando, llorando u orinándonos, ni tampoco sus predecibles reiteraciones. Quizá lo inquietante sea que, mientras nuestro progenitor parece refrescarnos la memoria, lo que hace es reorientarla, modelarla, suscribirla. Apropiarse amorosamente de nuestra identidad remota. Mi padre rebobina mi vida mientras el metro va dejando cada estación atrás. Le acaricio la espalda, compruebo el parecido de nuestras caras y nos bajamos. Consultamos en un mapa la ubicación exacta de nuestro objetivo. Como es la primera vez que mi padre ve Londres, me toca hacer de guía. Eso invierte de algún modo nuestra edades. Recorremos las calles de Hampstead, sus jardines ensimismados. Después de un par de extravíos, localizamos al fin nuestra meta. Nos detenemos frente al portón claro con su gran ojo de buey. Mi padre lo contempla fascinado. Pero es lunes, y la casa de Freud está cerrada. Así que la merodeamos con la concentración de dos futuros asaltantes. Damos vueltas y vueltas alrededor de la casa, envolviendo el lugar que no hemos podido ver. Como poniéndole marco a un retrato vacío, mientras nos riega la elíptica lluvia.

24 de mayo de 2013

El aguijón

Relacionarse con otros idiomas tiene cuando menos dos grandes utilidades. Una es comunicativa: entenderse con otros, multiplicar nuestra conversación con la realidad. La otra es introspectiva: cuestionar el habla materna. Desde una gramática lejana, es posible visualizar la potencial extranjería de la identidad propia. Asisto en Londres a una charla del traductor inglés de Ismail Kadare. Escuchándolo aprendo que la lengua albanesa tiene dos verbos distintos para morir. Uno se emplea para los animales en general. El otro se reserva exclusivamente para los seres humanos y las abejas. Me pregunto qué metáfora revolotea en semejante asociación. El aguijón, aquello que le otorga identidad a la abeja, es también su parte más mortal. La abeja sólo puede penetrar una vez el otro lado. Agónica, se realiza extinguiéndose. Debe de ser extraño ese último instante de su vuelo, cuando lo natural, lo más nativo en ella, se convierte en máxima distancia. La muerte es un idioma puntiagudo. Cuando aprende a hablarlo, su hablante queda en silencio.

24 de noviembre de 2011

Farewell, Rome

Keats no viajó a Roma para salvarse, sino para agonizar con alguna armonía. Aparte de su clima (menos benévolo de lo que los ingleses sueñan), Roma era la ciudad de la poesía. De los amores secretos, como supo Goethe. Y de la permanencia de la memoria, consuelo que sólo la antigüedad clásica puede brindarnos. Allí Keats gozó de una primera semana de mejoría, logrando dar paseos casi póstumos. El resto del tiempo lo sufrió acostado. Iba con él Joseph Severn, pintor, viajero y, sospecho, algo más que fiel amigo. Suyo es aquel retrato del poeta leyendo, inclinado, en una silla. Cuando fue retratado, Keats había empezado a notar los primeros síntomas de la tuberculosis. En ese mismo período escribió la Oda a un ruiseñor. Esta coincidencia sugiere que el poema no le canta a lo eterno, sino más bien a su imposibilidad. Que levanta un monumento y lo desmonta. Desde la cama donde esperó su final, como un precoz Onetti, Keats escuchaba el trajín de la Piazza di Spagna. A través del ventanal, la música de la vida debió de parecerle tan inverosímil como la posteridad del ruiseñor.

29 de agosto de 2011

Cómo expandir el punk

Dos documentales recientes, vistos uno a continuación del otro, ilustran a la perfección dos narrativas opuestas: Barcelona, antes de que el tiempo lo borre, de Mireia Ros, y Joy Division, de Grant Lee. El primero, que promete una sinopsis del complejo y fascinante siglo veinte barcelonés, termina limitándose al repaso lineal, autoindulgente y oligárquico de la familia del guionista. El segundo, que se anuncia como un mero repaso a la formación de un grupo punk, termina proponiendo una sofisticada, ambigua y coral tesis sobre Manchester. Elegir un gran tema es condenarse a reducirlo. Partir de un tema pequeño invita irresistiblemente a ampliarlo. No me gusta Joy Division, pero me encanta la gente a la que le gusta Joy Division.

9 de diciembre de 2010

Good bye, Henry

Me despido de Londres leyendo a Henry James, que se despidió aquí. Elijo un libro divertido con un adiós triste: Daisy Miller. Nombre que, adaptado al español, sonaría flamenco: Margarita Molina. La novela narra el ir y venir de una muchacha inocente hasta la perversión, o acaso viceversa. Igual que esas ciudades extranjeras en las que terminamos pasando por el lugar que habíamos visto al principio, de Daisy salimos fascinados por la experiencia, aunque sin estar seguros de si la hemos conocido. Sin saber muy bien si es cándida o astuta, una cursi o un putón. El señor Henry escribía rozando la frontera entre el matiz y el eufemismo. En su prosa original, las cosas no se dicen: sólo podrían llegar a ser dichas («it may be said, indeed…»). Tampoco se describe su aspecto: apenas se descartan las descripciones inapropiadas («it was not, however, what would have been called…»). Al final, sin embargo, uno termina amando a Daisy. Y echándola de menos. Así es la crueldad de la ficción, tan parecida a la del amor. Primero alguien inaugura una compañía imprevista. Y después nos hace perder a quien en realidad no teníamos.

6 de diciembre de 2010

Inside, outside

Hoy no me he movido del hotel en todo el día. He mirado por la ventana, que da a otras ventanas. He escuchado los movimientos de la vida ajena a lo largo del pasillo. He espiado al servicio de limpieza. He bajado y subido en ascensor. He comido en el bar de la primera planta. He hablado en inglés con ucranianos, serbios y polacos. He hablado en inglés con una mexicana, sin saber que lo era. He hecho muchas preguntas en la recepción, como si estuviera a punto de salir a la calle. He leído periódicos. He regresado varias veces a mi cuarto. Me acuesto con la sensación de haber viajado lejos. Me encanta Londres. No sé cómo será.

5 de diciembre de 2010

Suite 5001

En mi hotel de Londres, The Cumberland, Jimi Hendrix concedió su última entrevista. Cinco días antes de morir. En la suite 5001. Lo recuerda una placa junto a la recepción. Hoy aquella habitación es una especie de museo habitable: por una preocupante cantidad de libras, el huésped puede dormir bajo el techo donde Hendrix grabó sus últimas palabras. La estancia ha sido decorada siguiendo los recuerdos del periodista que lo entrevistó aquí hace cuatro décadas. Suite 5001: suena a ciencia ficción en pleno viaje lisérgico. En el año 5001, si es que el mundo llega, en este mismo lugar quizás habrá otra placa que recuerde esta placa, junto a un cascote multicolor. Del rock and roll quedarán unos ruidos indescifrables. Las guitarras eléctricas serán reliquias prehistóricas. Los blogs serán papiros que habrá que traducir. Tú y yo seremos un imperceptible gas. En ese gas seguirá zumbando Foxy Lady.

22 de noviembre de 2010

En busca del tiempo secuestrado

Converso con amigos chilenos sobre la normalización de la memoria del pinochetismo. Uno de ellos me cuenta que, hasta hace no mucho, llamar públicamente dictadura a la dictadura podía sonar ofensivo. Al parecer eso empezó a cambiar con el arresto de Pinochet en Londres, adonde el genocida había volado confiando en su asombrosa condición de senador vitalicio. Una hora después de esta conversación, voy a una tienda de películas en la calle Merced, en el centro de Santiago. Compro una adaptación chilena de Proust: El tiempo recobrado de Raúl Ruiz, probablemente el mayor cineasta en la historia del país, exiliado en Francia tras el golpe de Estado. Pregunto también por un conocido documental de Patricio Guzmán, en el que se alternan testimonios de los secuestrados con las vicisitudes del encauzamiento al general: El caso Pinochet. Al escucharme pronunciar este título, un cliente muy bien vestido se vuelve para decirme: «¿Y qué caso es ese?». En la tienda no aparece el documental. Los vendedores tampoco parecen esforzarse demasiado en buscarlo. Me despido de ellos y salgo a la calle. Menos mal que, en vez de El tiempo perdido, llevo en una bolsita El tiempo recobrado.

12 de noviembre de 2010

La carrera

En Seúl, sobre hojas secas, Cameron y Zapatero corren juntos. El presidente inglés suda una camiseta que proclama a su isla como eje del mundo. El presidente español se abriga con los colores de su país, que está pasando frío. Cameron y Zapatero corren, corren. Tratan de darse prisa. No saben cuál de los dos llegará antes a los próximos recortes sociales. En la línea de meta, mientras tanto, sonriente, consumiendo isotónicas, Rajoy aguarda para dar el relevo. Se siente muy capaz de superar sus marcas.

5 de octubre de 2010

La lista de objeciones a la lista de Granta

«Ya los conocíamos de sobra». Pero nadie había leído ni a la mitad de los autores de la lista. «Muchos están consagrados». Pero en el mundo anglosajón, verdadero destinatario de la lista, casi todos son desconocidos o inéditos. «Faltan varios países». Pero el criterio de selección no era la nacionalidad, sino la lengua. «Ahí hay marketing». Pero si fueran músicos, cineastas o artistas plásticos, nadie insinuaría que eso desmerece sus méritos. «La mayoría tiene agente». Pero, si hacemos una lista de nuestros autores predilectos, ¿cuántos de ellos no tienen agente? «La mayoría ha publicado en España». Pero, si hacemos una lista de nuestros autores predilectos en lengua inglesa, ¿cuántos de ellos no han publicado en Estados Unidos? «Faltan los más jóvenes». Pero resulta interesante haber buscado edades un poco más cercanas a la madurez, ¿no se quejaban acaso de la sobrevaloración de la juventud? «Hay pocas mujeres». Cierto, y debería haber más, pero una lista no sólo sirve para redimir lamentables lagunas históricas: también puede reflejarlas. «No necesitamos que una revista inglesa nos diga a quiénes leer en español». Ah, eso sí. British, go home!