Enlazada con estas tensiones, la invocación matriarcal recorre todo el libro desde distintos roles y edades. Si, históricamente hablando, en el nombre del padre heredamos verdades absolutas, aquí se admite el susurro disidente de las dudas. Y también el arte de la artimaña. O ardid, palabra casi perdida con un toque de astucia, juego y fuego muy a tono con sus versos. «¿No era esto madurar?», se interroga Rosa Berbel, «¿elegir cosas/ y esconder la elección a los demás?» Hablamos de poemas de formación donde el crecimiento es moral, físico y narrativo. Se hace balance de lo aprendido. Se reconocen las mutaciones del cuerpo. Y se genera una distancia temporal, un espacio de observación que no existía antes de su escritura. No es tanto que en estos versos la adolescencia haya quedado muy atrás, como que se la ha dejado definitivamente atrás porque ha sido escrita. La autora maneja con agudeza el poder de este recurso. En el camino, asistimos a los cruces de lo íntimo y lo público, a lo político que asoma eludiendo el panfleto. Crecer es «andar más, con más miedo,/ por calles más vacías». Esta inquietud —por desgracia tan contemporánea— reaparece y se desarrolla en “Sisterhood”, que tiene la virtud de funcionar como conversación familiar, de cama a cama, y como himno colectivo, de experiencia a experiencia. Similar resonancia logra “Retrato de familia”, donde leemos: «Este diálogo, eterno de mudos/ y de sordos, de vivos y de muertos,/ se despliega infinito/ en el salón». En el salón o, se nos cuenta, en los trasteros. Los sótanos del patriarcado. Allí donde iniciarse no es cuestión de interiorizar el deseo propio, sino de asumir la violencia ajena. En ese texto que da título al libro, la niña reformula el conflicto de decir la verdad. ¿Aprendió a no decirla? ¿Quiso decirla y no pudo? ¿O la está diciendo ahora, cuando rompe su silencio? Quizá por eso las niñas de estos poemas se esconden debajo de la mesa. Debajo de la mesa, falso techo conquistado, pequeño cielo propio, está el único refugio de una infancia que se estaba preparando para salir, construirse un cuarto y hablar. Y que por suerte ha hablado. Ya lo creo que ha hablado.
Mostrando entradas con la etiqueta cuerpo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta cuerpo. Mostrar todas las entradas
13 de febrero de 2019
9 de febrero de 2018
Fractura, 2 (Violet)
21 de marzo de 2017
Le regalé una lupa a mi maestro
como su colección de ojos.
En sus últimos años
—y todos fueron últimos—
no podía leer sin esa ayuda.
La ayuda es ilegible.
Movía su barriga entre paréntesis
arrastrando su máquina de oxígeno.
Fumaba sus hipérboles.
Tenía un surrealismo de víscera de campo.
De niño confundía caballo con papá.
Cierto día me dijo que soñó
con un hombre colgado de una soga:
un pie descalzo, el otro
con una media negra.
¿Por qué tenía pies que discrepaban?,
se preguntaba insomne mi maestro.
Cuando fui a dar el pésame
vi la lupa dormida
sobre una hoja en blanco,
aumentando el silencio.
(Poema inédito. En el Día Mundial de la Poesía
y en memoria de José Viñals, maestro en permanente aniversario)
23 de abril de 2015
Cervantes, zurdo
En el barrio de allá, en el rincón más descreído de la iglesia, al final de la cripta, al fondo del subsuelo, confundida con un crucigrama de dientes, biografías y articulaciones, compartiendo desmemoria con otros nombres propios, deletreando la incógnita de sus vecinos, vulnerada por guerras no necesariamente épicas, con la sinceridad de aquello que está sucio, satirizando el guante del manual, ancha del uno al cinco, en plenitud a su manera, con menos calcio que rigor, resistiendo por pura convicción narrativa, prodigiosamente ajena a subvenciones y otras necrofilias públicas, una mano izquierda continúa trazando garabatos que nadie lee.
8 de marzo de 2015
Cinco apotegmas de mi nonagenaria abuela Dorita
*
Yo ya no camino, más bien dejo que la inercia actúe sobre mí.
*
Como apenas puedo moverme, procuro cultivar la nonchalance.
*
El arte de ser vieja consiste en no pasar de la tranquilidad a la paz del cementerio.
*
Yo ya no camino, más bien dejo que la inercia actúe sobre mí.
*
Como apenas puedo moverme, procuro cultivar la nonchalance.
*
El arte de ser vieja consiste en no pasar de la tranquilidad a la paz del cementerio.
*
Hoy el mundo, lo sé bien, se ha llenado de viejucos hinchapelotas.
25 de diciembre de 2014
Talento para perder (4)
El fútbol me salvó de muchas cosas. De ser el niño raro al que martirizan en la escuela. De no poder compartir más que gruñidos con mis compañeros. Del riesgo de ignorar el cuerpo, proclive como era a imaginar de más. El fútbol me enseñó que, si uno corre, es preferible hacerlo hacia delante. Que no conviene pelear solo. Que a la belleza siempre le dan patadas. Y que nuestros rivales se parecen demasiado a nosotros. Una de las costumbres que más me disgustan de nuestra pasión futbolera es el arsenal de tópicos referentes a la virilidad de los jugadores, ese malentendido que confunde el talento con las zonas inguinales. Recuerdo por ejemplo haber pasado media infancia escuchando las críticas que mi jugador predilecto, el Chino Tapia, recibía cada vez que perdía una pelota. Enganche zurdo, con esa electricidad que tienen ciertos pasadores para pensar y decidir bajo amenaza, el Chino era audaz en la conducción, visionario para los espacios e inesperadamente generoso en el último pase. Pero, un domingo tras otro, ciertos hinchas inguinales exclamaban: ¡Tapia, la puta madre, parecés una bailarina! O, si algún toque sutil no prosperaba: ¡No seas maricón, Chino, carajo! Durante el Mundial de México, mi infancia se topó con otra triste conclusión: los generosos suelen ser suplentes. En este caso, por supuesto, la camiseta número 10 era muy de otro. Pero, con el fútbol rupestre de Bilardo, el Chino no podía aspirar ni a media hora. Apareció un rato contra Corea y otro rato contra los ingleses. Luego de un breve acorde con Maradona, decidió por una vez no cederle el protagonismo a nadie y disparó desde lejos con su pierna mala. La pelota tropezó con el poste. Se paseó por la línea como dudando. Y se marchó a milímetros del gol. En aquel mismo instante, el delicado Tapia se desgarró la ingle.
17 de diciembre de 2014
Un pie en el desierto
Veo el sensacional documental de Patricio Guzmán, Nostalgia de la luz, que vincula metafóricamente la arqueología, la astronomía y la memoria del genocidio pinochetista. Las tres se nos presentan como lentas labores de reconstrucción del pasado capaces de iluminar las sombras del presente. El director chileno entrevista a la hermana de una de las víctimas, que estuvo años recorriendo el desierto de Atacama -donde funcionó el campo de concentración de Chacabuco- en busca de los restos de su hermano asesinado. Hasta que encontró el hueso de un pie con un calzado familiar. «Me pasé toda una mañana con el pie», cuenta ella, «callada, como en blanco». En blanco hueso. «Fue el gran reencuentro y la gran desilusión. Porque sólo entonces entendí que mi hermano estaba muerto». Una paz similar se merecen ya mismo los padres de los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Mientras tanto, en mi querida Granada, cada día se menciona o se calla el asesinato de Federico García Lorca. La ciudad se enorgullece y avergüenza al pensar en su hijo universal. Una ciudad que tardó medio siglo en dedicarle un parque y tres cuartos de siglo en erigirle una estatua. Quizás el propio poeta se habría reído de su estatua. Pero, para reírse, hace falta tener cuerpo. Nombro el cuerpo de Lorca tal como España lleva narrándose desde 1936: sin saber todavía qué pasó exactamente. Aquí seguimos debatiendo si remover fosas abre viejas heridas o las cierra. Priscilla Hayner, experta en comisiones internacionales de memoria histórica, publicó hace unos años Verdades innombrables. Este título me remite a un revelador ensayo del argentino Fernando Reati, Nombrar lo innombrable, y a cómo ciertos silencios ocupan el lenguaje. Las dictaduras siguen hablando cuando cambiamos de tema. Antes de alcanzar el alivio, explica Hayner, se negocia con el miedo. Miedo a un dolor aplazado y a unos ausentes que no son muertos sino fantasmas. El recuerdo de Lorca es literalmente fantasmagórico: no hay rastros de sus huesos ni tampoco grabaciones de su voz. Si la fosa de Lorca no se encuentra, algún día su fusilamiento podría convertirse en versión opinable, en leyenda desértica. Entonces alguien podrá decir que el hecho jamás se demostró. Que el horror no sucedió necesariamente así. Granada, escribió el poeta, no puede salir de su casa. Algunos muertos tampoco.
31 de octubre de 2014
Un zombi vagabundo (y 3)
Será difícil que los lectores de Gwyn dejemos de sentirnos cuestionados acerca de nuestra propia experiencia, que incluye un concepto maniqueo de esas dos potencias totalitarias (como las calificó otro paciente hepático, Bolaño, que sobrevuela estas páginas) llamadas salud y enfermedad; y quién sabe si también de la división entre el cuerpo y esa protuberancia que denominamos alma. Partiendo de un ensayo del escritor chileno, a quien él mismo tradujo, Gwyn razona ecuacionalmente, concluyendo que la enfermedad despeja toda incógnita. Cualquier elemento al que se sume quedará restado, subsumido: «sexo + enfermedad = enfermedad; viaje + enfermedad = enfermedad». Retomando a Sontag, describe dos reinos que se sueñan opuestos, el de los enfermos y el de los sanos. Él ha vivido en ambos y no está seguro de cuál es su verdadera patria. «Es», resume, «como si tuviera dos pasaportes de países que sospechan el uno del otro». Con oportunos golpes de humor que alivian sin anestesiar, a semejanza del personaje del Profesor W (de quien el narrador observa, autorretratándose, que «tiene un lindo sentido para lo macabro que no puede mantener a raya»), El desayuno del vagabundo toca la vena de lo que todos somos en primer o segundo grado. Supervivientes que hablan.
29 de octubre de 2014
Un zombi vagabundo (2)
Gwyn va dejando por el camino invaluables reflexiones sobre el cuerpo; sobre cómo la enfermedad afecta la mirada y, de algún modo monstruoso, vivifica la memoria. «De vez en cuando», observa, «sentimos la necesidad de volver a empezar, de liberarnos de todas las posesiones –o narraciones– acumuladas durante la vida». Su escritura funciona entonces a modo de despojamiento para un personaje demasiado poblado, infestado de memoria corporal. Escrutando su propia posición literaria respecto a su dolencia, el autor emprende un conmovedor intento de apresar una narrativa de la enfermedad, una especie de sintaxis del paciente. En cierto pasaje alude a dos narrativas opuestas: la de la restitución, donde la salud equivaldría a una normalidad destinada a recuperarse; y la del caos, que refuta la anterior anulando cualquier posibilidad de regreso al bienestar. Por un difícil tercer camino avanza la voz funámbula de Gwyn, que pasó nueve años de su vida vagabundeando por países mediterráneos (particularmente España y Grecia), hundido en el alcoholismo aunque también en turbias epifanías. Su libro relata esos años de viaje y adicción, o de adicción al viaje. El proceso de su enfermedad. Su metamorfosis emocional. Su casi milagrosa recuperación. Y sobre todo el problema de cómo escribirla.
27 de octubre de 2014
Un zombi vagabundo (1)
El autor de este libro escribe vivo y muerto. En el año 2000, a Richard Gwyn le diagnosticaron una hepatitis C que lo condujo a una cirrosis terminal, la cual sólo podía resolverse en trasplante o muerte. Pero, incluso en el caso de la primera opción, otra persona –«un extraño»– debía morirse, con todo lo que ello implica de espera y pánico, de culpa y salvación entrelazadas. Acaso este concepto, la muerte de un extraño, funcione como punto de vista narrativo en El desayuno del vagabundo, que acaba de publicarse en castellano. Sólo que ese otro es también él mismo. Las consecuencias éticas y poéticas del trasplante quedan analizadas por el implacable poeta que es Gwyn y, al mismo tiempo, por el profesor y crítico que también es. Sólo desde este desdoblamiento (que acaso tenga que ver con su oficio de traductor) podía afrontarse con éxito ese otro escalofriante desdoblamiento que propone el texto: el de una mirada póstuma sobre la propia vida. Ideal narrativo después del cual sólo cabría el silencio. «Me he convertido en algún tipo de zombi», bromea, o no tanto, Gwyn, mientras cuenta cómo salvó la vida a última hora gracias a la incorporación de un hígado ajeno. Antes de esa inflexión iniciática, el narrador aborda la teoría del dolor y sus límites, el mutismo que se aloja al otro lado del cuerpo: «He alcanzado el Final de la Teoría». Final que por supuesto no nos salva de nada, excepto de la dañina esperanza de encontrar El Remedio, La Idea, La Comprensión: males ideológicamente contagiosos.
Microclaves:
cuerpo,
enfermedad,
ensayo,
Gwyn,
medicina,
mirada,
muerte,
traducción
25 de septiembre de 2014
Dos sillas para Amis (y 4)
Respecto a su método de escritura, el joven Amis reivindicó el vodka-tonic como herramienta para estar «un poco más consciente». El Amis actual matizó que escribir es un acto más inconsciente, y también más físico, de lo que creemos. «Se escribe con el cuerpo», sintetizó, «y nuestro cuerpo es cada vez más viejo». Quizá fuera impresión mía, pero me pareció advertir que su mano izquierda temblaba un poco y él trataba de retenerla, obligándola a agarrarse siempre a algo. Ahora el entrevistador y los dos Amis conversaban sobre la muerte. El actual observó que la esencia de la juventud residía en mirarse al espejo y pensar: «Afortunado tú, listo tú, eso a ti no va a pasarte». El entrevistador finalizó interesándose por su disciplina diaria. «Es usted un adicto al trabajo», lo elogió. El joven Amis replicó: «No. Soy un adicto». El Amis actual se limitó a guardar un elocuente silencio. Instantes después empezaron los aplausos, y él se levantó y se alejó caminando con algún esfuerzo. Sus dos asientos volvieron a quedar vacíos.
Microclaves:
alcohol,
Amis,
cuerpo,
enfermedad,
escritura,
juventud,
psicología,
vejez
10 de septiembre de 2014
Cara a cara
La última novela de Antonio Soler, Una historia violenta, empieza con la extraordinaria descripción de la cara de un personaje, similar a la fachada trasera del edificio donde vive, «sin ventanas y mal pintada pero lisa y muy alta». Los personajes rara vez tienen cara para los lectores, que tendemos a atribuirles otra o bien ninguna. Sin embargo, cuando uno conoce en persona al autor de esas ficciones, su fisonomía se infiltra amigablemente en cada perfil imaginario, superponiendo sus rasgos como dos hojas de papel sobre el cristal de una ventana. Pienso de pronto en los rasgos de Antonio Soler, en cómo los describiría él mismo en una novela. Tienen algo de claroscuro, haya la luz que haya: no importa si es un foco lateral, una lámpara de techo, una linterna nocturna o el fulgor de la costa malagueña. La cara de Soler se hace sombra y deja que ciertas zonas resplandezcan, como si fuese una técnica narrativa. Se contradice un poco esa cara, tiene el mentón pequeño y la frente expansiva. Una mitad se lo piensa dos veces, se retrae y se fuga, mientras la otra mitad quiere asomarse al mundo, sobresalir, anticiparse. Soler tiene en la cara sus miedos y su antídoto. Un mapa de ángulos y curvas donde algo se accidenta. Territorio de hoyuelo y cicatriz. Es una cara bella, jamás bonita. Lo bonito carece de conflicto, mientras que lo bello está atravesado por tensiones internas. Cuando uno mira a Soler, tiene la impresión de que un ojo se le oscurece y el otro bromea. Con esos ojos vigilantes, que van de cacería por la memoria, narra mejor que muchos con el cuerpo entero.
4 de abril de 2014
Speechless
Mientras cenábamos en espera del discurso final del Puterbaugh Festival, los comensales repartidos en floridas mesas como en las bodas, media Oklahoma masticando con moderada ebriedad, corbatas, pajaritas, escotes y collares, mi traductor George Henson soltó de golpe sus cubiertos y comenzó a toser y jadear y retorcerse. Intentó ponerse en pie, trastabilló, volcó dos vasos. Con los ojos muy abiertos, progresivamente enrojecido, movía los labios sin articular palabra. Enseguida apareció un profesor de lengua que alzó en brazos al corpulento George, con una facilidad menos atribuible al gimnasio que a la desesperación, y se puso a aplicarle violentos apretones. George no parecía reaccionar. Su mirada adquirió cierta fijeza vítrea, como la fotografía de un espanto. Sus facciones dejaron de temblar. El rubor de las mejillas dio la impresión de opacarse. Cuando lo tumbaron en el suelo para masajearle el pecho, di dos pasos atrás, intentando abarcar la desgracia, y me preparé para la aguda simpleza de lo peor. Los zapatos de mi traductor asomaban, divergentes. El silencio de la sala era quirúrgico. Noté cómo las lágrimas me pinchaban los ojos. Entonces las piernas de George se flexionaron, se lo oyó regurgitar, aullar, y finalmente se incorporó. La sala se elevó con él en un suspiro. Un bocado de carne le colgaba de la solapa, al modo de una rosa quemada en el ojal. En cuanto recuperó el aliento, miró a su alrededor y dijo con asombrosa calma: «I’m afraid I was enjoying too much my dinner». Corrí a abrazarlo. El profesor de lengua se retiró con la discreción calculada de los salvadores. Los invitados regresaron a sus mesas y la cena se reanudó. Además de reordenar nuestras prioridades, George nos recordó drásticamente otras tres cosas. Que los traductores merecen mucha más atención de la que suelen recibir. Que de ellos depende la respiración del relato. Y que, si algún día nos faltasen, de pronto el mundo entero se quedaría sin palabras.
Microclaves:
cuerpo,
EEUU,
escritura,
idiomas,
lingüística,
medicina,
muerte,
traducción,
universidad,
viajes
17 de enero de 2014
Neruda, fiesta y silencio (y 3)
Las casas de Neruda suscitan aforismos en sus visitantes. Más que lugar de reposo, un hogar es un espacio de mutaciones, en obsesiva construcción. Todo mirador tiene algo de barco: observar ya es desplazarse. Cada habitación merece ser espacio de amistad, así será poblada desde el suelo hasta el techo. El sabor del agua mejora en copas de colores, quizá porque cualquier placer tiene algo de sinestesia. Toda casa es un laberinto; su habitante también. Por lo demás, resulta llamativo que un hombre de cierta edad y con creciente sobrepeso insistiera en construirse siempre hogares altos, intrincados y difíciles de trepar. Su dueño jamás pareció pensarse débil, inválido o anciano al diseñarlos. Como si encaramarse fuese un atributo suyo. Eso también funciona a modo de autorretrato. En las casas de Neruda abundan tanto los sofás, mesitas y ventanas, los rincones ideales para leer o escribir, que imagino al poeta encerrándose finalmente en el baño, huido de sí mismo y sus voraces estructuras.
2 de diciembre de 2013
La mancha humana
Más que sacar algo en limpio de sus lecturas, uno se ensucia con ellas: se enfanga de matices, se empapa de mundo, se enloda con sus propias contradicciones. Quizá por eso mismo subrayamos y anotamos los libros: para mancharlos con nuestra propia materia. ¿Y las pantallas de cada día? Ellas también se rayan, salpican, pegotean. En su piel quedan impresas, tan literalmente, nuestras huellas dactilares.
29 de octubre de 2013
Fraseo y certeza
Uno no sabe bien si la nueva novela de Juan Gabriel Vásquez, una novela breve para su costumbre y extrañamente lírica para esa prosa exacta, filosa, de geómetra, será superior o sólo distinta a sus entregas anteriores, todas ellas admirables, todas ellas lecciones de arquitectura narrativa, pero leyendo Las reputaciones uno se atrevería a sostener, con sintaxis más bien suya, siempre sólida y sinuosa, capaz de desplegar las articulaciones de la frase como se estira un brazo o se dobla una rodilla, que la escritura de Vásquez ha alcanzado una maestría insólita, un estilo que cubre al mismo tiempo las funciones de la improvisación poética y del artefacto estructural, distribuyendo con puntería cada acontecimiento y deteniéndose en detalles que revelan vidas, uno se atrevería a afirmar eso y más, porque también se trata de una tensa parábola sobre los recovecos de la libertad de expresión, sobre los mecanismos de ese monstruo parlante que llamamos opinión pública, hasta que uno se encuentra, por ejemplo, con el pasaje en que el protagonista de la novela, el caricaturista bogotano Javier Mallarino, siente celos del envejecimiento del cuerpo de su ex mujer, celos de las estrías de sus caderas y las sombras de sus nalgas, «porque las sombras y las estrías no eran sombras y estrías, sino mensajeros de todo lo que había sucedido en su ausencia: todo lo que Mallarino se había perdido», y entonces uno siente que el cuerpo de la escritura y el alma de la observación a veces pueden, cuando la experiencia eleva el talento igual que el tiempo madura la belleza, coincidir en una misma historia, un mismo autor, en el aplauso de dos manos que cierran un libro para abrir otra puerta.
14 de octubre de 2013
La teta y el patriarca (y 2)
Se podría argumentar que desnudarse públicamente no es más que otra manera de reproducir la objetualización de la mujer. Ante esta objeción, en una entrevista reciente, la líder de Femen en España respondió: «la diferencia radica en que eliges cuándo enseñar tu cuerpo para molestar. Tengo el control sobre él y lo muestro como pancarta». En otras palabras, existe una diferencia fundamental entre aceptarse como objeto sexual cuando el patriarcado lo ordena, y mostrar el cuerpo propio de manera estridente cuando el patriarcado preferiría el silencio. Las activistas están en su perfecto derecho de mostrar sus cuerpos para molestar al poder, aunque sería preferible que los mostrasen para hacernos pensar a los ciudadanos. Por lo demás, la líder española de Femen estudió en un colegio de monjas y recibió esa educación escolar religiosa que tanto desearía propagar el actual Gobierno. Resulta difícil omitir que las tres mujeres que irrumpieron en el Congreso (como suele ocurrir en las intervenciones de esta agrupación) eran jóvenes, delgadas y más bien atractivas. Si se trata de un movimiento de protesta con cierta vocación representativa, no estaría de más que incorporasen en sus acciones a mujeres con cuerpos más corrientes y menos cercanos a la iconografía publicitaria. Ahora bien, ante esto también cabe otra respuesta, la que dio en su facebook la escritora Elvira Navarro: «se suele acusar a Femen de reproducir estereotipos patriarcales, pero este movimiento también puede leerse como una forma de deshacerlos: de repente unas tías que parecen salidas de un anuncio de champú no hacen lo que se espera de ellas, que es limitarse a gustar». Si tres simples desnudos nos dan para tanto debate, contradicciones y contrarréplicas, entonces estamos ante algo mucho más profundo que una mera agitación. Por lo demás, mientras las tetas de Femen provocan el repudio del patriarca Gallardón, la Comunidad Autónoma que él mismo presidió ha paralizado los diagnósticos precoces del cáncer de mama a 30.000 mujeres, en un miserable intento de reducir costes. Esa es la diferencia entre ir por ahí señalando con el dedo a unas mujeres, y que unas mujeres metan el dedo en nuestras llagas.
Microclaves:
crisis,
cuerpo,
democracia,
economía,
educación,
Elvira Navarro,
enfermedad,
España,
facebook,
feminismo,
Gallardón,
machismo,
neocons,
religión
11 de octubre de 2013
La teta y el patriarca (1)
Tres jóvenes activistas de Femen dejaron al descubierto sus ideas, su cuerpo y nuestras contradicciones al irrumpir en el Congreso. Al igual que sucede con el arte performático, lo más interesante de su intervención no es tanto la obra en sí como la ola de reacciones e interpretaciones que genera. Al margen de su puesta en escena, la iniciativa ha cumplido su objetivo: provocar un debate tan urgente y radical como las medidas machistas de Gallardón. La respuesta del PP ha sido previsible y plana, adjetivos que encajan con sus siglas. Varias diputadas del partido han descalificado la actuación de Femen, haciendo un superficial énfasis en los desnudos y evitando opinar sobre el fondo de su protesta o la reforma legal que encabeza el ministro. Muchos pensarán, y tendrán razón, que aparecer desnudas en el Parlamento no es una medida de buen gusto. Tampoco lo es dejarnos en pelotas con las decisiones que allí se toman por mayoría simple. El señor Gallardón, procreador general, se apresuró a comentar que la protesta constituye una «falta de respeto a la soberanía popular». Si tanto le preocupa la soberanía popular, lo coherente sería convocar un referéndum acerca de sus propuestas, que hacen retroceder a España 30 años en la conquista del derecho de las mujeres a decidir cuándo y cómo han de ser madres, en lugar de ser sujetos pasivos de la biología y, para colmo, de gobernantes conservadores como él. Ahora bien: como mucha otra gente, ante la protesta de Femen he sentido una mezcla de simpatía por la causa y objeciones hacia la forma. Lo más discutible es quizás el eslogan que esgrimieron las activistas: «El aborto es sagrado». Antes de lanzarse a juzgarlo literalmente, como intentaron hacer interesadamente el ministro y sus obedientes parlamentarias, puntualicemos que la mención de lo sagrado parece trabajar aquí en una doble dirección. En primer lugar, invierte el tópico que suele funcionar como lema antiabortista: si el derecho a la vida es sagrado, el derecho a la libertad individual también. En segundo lugar, denuncia las intrusiones de la moral religiosa en la legislación civil. Incluso para discrepar del eslogan, convendría tener en cuenta estos matices. Dicho lo cual, personalmente sigue pareciéndome erróneo: no es que el aborto sea un derecho sagrado. Es que precisamente la sacralización de ciertos conceptos terrenales y profundamente ligados a la ideología (la familia, los roles de género, el sexo, la libertad individual) nos impide debatirlos desde la racionalidad ciudadana.
26 de agosto de 2013
Eso no es lo que yo quise decir (y 4)
Al principio de esa extraordinaria pieza de escritura que es El placer del texto, Barthes se interroga: «el lugar más erótico de un cuerpo, ¿no es acaso allí donde la vestimenta se abre?». Más adelante agrega: «mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo». Y, ya cerca del final del libro, conjetura: «a menos que para ciertos perversos la frase sea un cuerpo». Lo erótico de la escritura radicaría por tanto en su ambivalencia. Allí donde el cuerpo de la frase se abre y se divide como una cremallera. Separándose, discrepando de sí misma. A la inversa, el cuerpo mismo resulta legible a través de una sintaxis de síntomas carnales, transitando esa vía de interpretación que ensanchó Sontag. La ciencia médica lo explora con la mayor exactitud de la que es capaz, pero el léxico y la lógica que emplea para ello se transforman inevitablemente a lo largo del tiempo. Interpretar la realidad física de manera literal, sin poetizar en absoluto su código, parece tarea imposible. Quien busque la autopsia de una conclusión estática, se topará con la espalda en movimiento del sentido.
17 de julio de 2013
Llamadas a Bolaño (2)
Si tuviera que destacar alguno de los dones de Bolaño, creo que elegiría la desesperación. Bolaño no narraba historias: las necesitaba. Su escritura tiene una cualidad profundamente agónica. Quizá por eso conmueve tanto, hable de enciclopedias o crímenes, de sexo o metonimias. La narrativa contemporánea, observa en La literatura nazi en América, tiende a la falta de compasión, a la incapacidad «de comprender el dolor y por lo tanto de crear personajes». Bolaño desnuda de golpe la intimidad de sus personajes, mientras estos parecen discurrir sobre pormenores literarios. Su metaliteratura es una maniobra emotiva: nada consta como dato cultural en sus textos, todo está en estertor. El resumen de esta actitud podemos encontrarlo en “Otro cuento ruso”, cuya anécdota transcurre durante la Segunda Guerra Mundial. Sangrando por la boca, con la lengua brutalmente retorcida por unas tenazas, un soldado sevillano intenta gritar coño. Pero emite unos sonidos que sus torturadores interpretan como Kunst. Es decir, arte en alemán. De esta manera «la palabra coño, metamorfoseada en la palabra arte», le salva la vida.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)