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29 de octubre de 2012
Orgasmo de frontera
Por no sentirme tan acomplejada ante los conocimientos científicos de Ezequiel, le he enumerado los distintos verbos que existen en español para nombrar un orgasmo. En Cuba, por ejemplo, le dicen venirse. Ese infinitivo me gusta porque sugiere un acercamiento a alguien. Es un verbo para dos. Y bastante unisex. En España le dicen correrse. Que supone más bien lo contrario. Despegarse al final, alejarse del otro. Es un infinitivo para machos. En Argentina le dicen acabar. Suena como una orden. Parece una maniobra militar. Tengo una amiga peruana que lo llama llegar. Dicho así, se vuelve casi una utopía (y muchas veces lo es). Como si estuvieras lejos o te hiciera falta más tiempo. Su marido dice darla. Interesante. Suena a ofrenda. O, siendo pesimista, a un favor que te hacen: ahí tienes. Siendo así, tampoco me extraña que mi amiga no llegue. En Guatemala se usa irse. Eso ya es un abandono declarado. Sólo les faltaría añadir: después de pagar. En otros países dicen terminar. Frustrante. Suena a que se abre la puerta, te interrumpen y te quedas a medias. En cambio aquí, quizá porque somos de frontera, le decimos cruzar.
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22 de junio de 2012
Música maltrecha
«No me interesa lo puro», se mancha Marta Sanz en un extraordinario texto acerca del escritorio donde trabaja. Me acuerdo de Nicolás Guillén, cantor de la impureza en cierto poema que caía, sin embargo, en la presunta pureza de la homofobia. «No impido que el ruido de fuera se cuele en la página», sigue sonando Sanz. «Abro. Ventilo. Ensancho la rendija». Esa rendija en ciernes, que es la interferencia del mundo, puede ser percibida en términos de obstáculo o de material. El margen de la página que escribimos, ¿nos aísla o nos comunica? ¿Es más puente o placenta? En la respuesta a estas metáforas se juega quizá nuestra relación con el lenguaje. «Pego la oreja. Las voces me repercuten dentro como los graves de los altavoces». Porque a veces callarse es demasiado agudo. El silencio tiene algo de nervio, vive a punto de ser atacado. «Tampoco yo soy el silencio». Escuchar esta idea me hace hablar. Ha existido algún genio placentario (Juan Ramón), pero tiendo a admirar a quienes encuentran música en mitad del ruido. Como el dial vibrante de una radio, que merodea por sus alrededores hasta lograr una sintonía. Una radio apagada es perfecta y estéril. El silencio me interesa como maltrecho resultado: una especie de esfuerzo de clarificación. Como punto de partida esencial me parece aberrante. «Es importante la historia del vecino. Ojalá la luz filtrada por la cortina me manche el relato. Me lo arruine.» Tocan la puerta. ¿Voy o no voy? Ahora sí empieza el texto.
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