Nadie quiere comprar el yate del rey. El yate real se llamaba Fortuna: como una moraleja medieval, como la caprichosa suerte, como un paquete de tabaco al que le cambian de repente la legislación. Fortuna costó 19 millones de euros y se lo regalaron al monarca saliente veinticinco empresarios, con la ayuda piadosa del Gobierno balear. La cuenta sale a poco menos de millón por barba, aunque a este generoso grupo de empresarios me lo figuro escrupulosamente afeitado, como ha hecho el rey entrante para parecer el joven aspirante que no es. Veinticinco tipos sin barba pagaron un millón por puro amor a la monarquía parlamentaria, por apego ferviente a la corona, y no, ¡válgame Azaña!, por devolver favores o pedirlos. Al rey le regalaron Fortuna en el año 2001: en plena odisea del ladrillo, en éxtasis matrimonial del duque de Palma, en vísperas de la caída de las más altas torres, en la gloria del reino codeándose con el emperador George Bush II antes del bombardeo de tierras y mares. Fortuna supera los 100 kilómetros por hora. Puede huir del naufragio a gran velocidad. Fortuna mide 41 metros de eslora y admite la visita de cualquiera que acredite solvencia. No hay más que presentar una cuenta bancaria que no pinche, un bote salvavidas capaz de deslizarse a algún paraíso fiscal. El yate tiene apenas mil horas de navegación y sigue reluciente como un parlamento nuevo. Si hacemos cuentas, cada hora de mar le ha costado alrededor de 19 mil euros. Más o menos lo mismo que vale llenar el tanque del Fortuna o el sueldo anual de un investigador español. Según explica el capitán a los posibles compradores, la joya de la corona es un artilugio llamado estabilizador. Costó un millón de euros y lo instalaron el año pasado, en época de recortes, mareas y zozobras. Gracias al estabilizador de Fortuna, «estando el barco en medio de una tormenta, pones un vaso de agua en la mesa del salón y no se mueve». Tampoco la corona es un objeto que caiga fácilmente en tiempos de tormenta. Un rey entra y otro sale, uno viene y otro va, como las mismas olas, por el bien de la estabilidad. Para ahogarse en un vaso de agua ya están las aspirinas o los ciudadanos. Mientras las instituciones se devalúan, el precio del yate Fortuna sigue bajando: costó 19 millones, se puso en venta a 10, ahora se ofrece a 8, y parece que el precio es negociable. Si esperamos otro rato a que baje la marea, a lo mejor entre usted, yo y otros veintitrés vasallos nos lo compramos a precio de baratija. Es decir, a su precio real.
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13 de junio de 2014
31 de diciembre de 2012
La película del año
Una pistola en cada mano: un durísimo thriller con el ministro De Guindos presupuestando en plan kamikaze.
Lo imposible: inacción sin tregua de la mano quimérica de Mariano Rajoy.
Los miserables: todo un clásico del capitalismo con la cúpula de Bankia en el esplendor de su arte.
El caballero oscuro. La leyenda renace: poderosa secuela con Artur Mas metidísimo en el papel de salvador de su tierra.
Blancanieves: remake de la fábula de la joven e inexperta Sorayita imponiéndose en un Gobierno donde crecen los enanos.
La ciénaga: pegajoso drama coprotagonizado por Juan Carlos I y su más que turbia prole.
La mujer sin cabeza: con la presunta ministra de empleo Fátima Báñez en el papel estelar.
La suerte en tus manos: un biopic sin piedad sobre Angela Merkel.
Un buen partido: la mejor actuación -y ojalá que la última- de Iñaki Urdangarín.
Bonsái: una mirada intimista sobre nuestras perspectivas de crecimiento tras los recortes.
A Roma con amor: una desenfadada comedia sobre la Conferencia Episcopal donde Su Reverendísima Eminencia Rouco Varela nos sorprende con alguna que otra escena subidita de tono.
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7 de agosto de 2012
Informar, enfermar
Para justificar el incansable catastrofismo de sus portadas, los medios invocan la función informativa. De ese modo, la inercia sensacionalista queda elevada a ejercicio de franqueza. Como si aquello que la prensa destaca diariamente fuese, por mucho que nos duela, la cruda realidad. Pero lo real no esta ahí de antemano, a la espera de un simple y oportuno espejo. Lo real es sobre todo una construcción colectiva, cuyo contenido mismo depende de sus resúmenes. Por eso los medios no se limitan a reflejar la actualidad. También la priorizan, la articulan, la intervienen. Informar es dar forma. Leo en varios periódicos de España la siguiente secuencia informativa: cae la Bolsa y sube la prima de riesgo (titular superior destacado); el rey Juan Carlos tropieza (titular mediano); se descubre que el cáncer tiene células madre, corrigiéndose el enfoque de la enfermedad y sus posibles tratamientos (titular secundario, bien abajo). ¿Quién y cómo decide la jerarquía entre estos tres planos de la realidad? Mientras tanto, en la Plaza de Colón de Madrid, muy cerca de la sede del PP, se desploma la gigantesca bandera nacional. Cabría preguntarse por qué era tan grande.
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24 de diciembre de 2011
El discurso del Rey
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26 de diciembre de 2010
Monarquía de la recepción
Un rey es un signo especular. Su significado no radica en su mensaje, sino en las lecturas que fuerza. Hace más de tres décadas que el discurso navideño de Juan Carlos I, prácticamente idéntico en cada emisión, es interpretado sin falta por todos los sectores políticos y mediáticos del país. Según sus intereses, cada exégeta cree apreciar diversos matices, sutiles inflexiones, insinuaciones ocultas en el insípido discurso. Pero todos quedan unidos por una misma base: la necesidad de acudir a la ceremonia del desciframiento. De entender algo, sin duda revelador, en las palabras del monarca. En este sentido, el discurso real es magistralmente irreal. Hipotético. Virtual. El discurso del rey no es lo que dice el rey. El rey no dice. Lo que dice es lo que interpretamos: ser sus intérpretes nos convierte en sus vasallos. Fieles. Año tras año. Pero, esta Nochebuena, basta: no sé de qué habló el rey. Ni idea. Nada. El signo se ha vaciado, viva el signo.
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