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19 de febrero de 2018

Fractura, 5 (Carmen)


En el colegio crecí mucho por culpa de las monjas. Supe aguantar y arreglármelas sola. Con las chicas revoltosas como yo, alternaban sin parar castigos y recompensas. Era caricia y palo, caricia y palo. Hasta que te volvías capaz de cualquier cosa con tal de seguir recibiendo caricias. Hay que reconocer que las monjas fueron muy pedagógicas conmigo. Me apartaron de cualquier tentación religiosa. Al principio se hacían las buenas. Se te ponían dulces. Y en cuanto se ganaban tu confianza, empezaban a decirte qué debías hacer y con quién ir. No estoy segura de hasta qué punto me portaba mal. Sólo sé que me hacían la vida imposible. A mis hermanas no tanto, o eso cuentan ahora. Me dormía y me despertaba con culpa. Culpa de jugar. De reírme demasiado. De levantar la voz. De escuchar la radio. De no hacer los deberes. De hacerlos mal. De pintarme las uñas, porque era pecado. Y especialmente de mentirle a la hermana Gloria. Todo me daba culpa en el colegio. Por eso ahora nunca me arrepiento de nada.


[de la nueva novela Fractura (Alfaguara). Más información, aquí.]

27 de diciembre de 2014

Talento para perder (y 6)

Tras emigrar a España, una de las tareas de adaptación al nuevo medio fue familiarizarme con un campeonato casi desconocido para mí. Varios meses de concienzudo estudio de la prensa deportiva y visionado atento de los partidos bastaron para esbozar un panorama. Pero faltaba un detalle crucial: ¿de qué equipo iba a ser? Más aún, ¿iba a poder ser de algún equipo, aparte de Boca? En primer lugar me fijé en el club de mi ciudad adoptiva. Desafortunadamente, el Granada atravesaba el peor momento de su historia y se encontraba hundido en Segunda B. Empecé a acudir a sus partidos, pero eso no resolvía mi problema de integración diaria: para poder incorporarme a los debates de mis compañeros, necesitaba aficionarme a algún equipo de Primera. Era la época del Dream Team de Cruyff y, deslumbrado por su juego, sopesé la posibilidad de hacerme culé. Pero Barcelona quedaba, en todo sentido, muy lejos de Granada. Y en aquella alineación no había un Messi, ni siquiera un Mascherano con el que identificarme. Mi tío madrileño intentó enrolarme en el Atlético. Tuvo éxito con mi hermano y conmigo casi lo consigue. El obstáculo fue su inefable dueño Jesús Gil, con quien me resultaba imposible simpatizar. Poco después, Valdano y Redondo me convertirían en seguidor temporal del Madrid. Club del que su presidente, con la energúmena colaboración de Mourinho, terminaría distanciándome. Incapaz de inclinarme del todo por ninguno de los grandes de la liga, tomé una decisión cromática: me hice hincha del Cádiz, cuya indumentaria consistía en camiseta amarilla y pantalones azules. Esta adhesión andaluza me proporcionó un inmediato alivio y cierta extranjería xeneize. Un par de temporadas más tarde, como no podía ser de otra forma, mi flamante escuadra sufrió dos descensos consecutivos hasta Segunda B. Donde, para mi perplejidad, fue a reunirse fatalmente con mi Granada, que tardaría diecisiete años en regresar a Primera. Ascenso que se hizo esperar demasiado, como suele ocurrir con los equipos que valen la pena.

(este texto es una adaptación abreviada de mi contribución al volumen Con el corazón en la Boca, publicado por Aguilar Argentina y compilado por Sergio Olguín.)

25 de diciembre de 2014

Talento para perder (4)

El fútbol me salvó de muchas cosas. De ser el niño raro al que martirizan en la escuela. De no poder compartir más que gruñidos con mis compañeros. Del riesgo de ignorar el cuerpo, proclive como era a imaginar de más. El fútbol me enseñó que, si uno corre, es preferible hacerlo hacia delante. Que no conviene pelear solo. Que a la belleza siempre le dan patadas. Y que nuestros rivales se parecen demasiado a nosotros. Una de las costumbres que más me disgustan de nuestra pasión futbolera es el arsenal de tópicos referentes a la virilidad de los jugadores, ese malentendido que confunde el talento con las zonas inguinales. Recuerdo por ejemplo haber pasado media infancia escuchando las críticas que mi jugador predilecto, el Chino Tapia, recibía cada vez que perdía una pelota. Enganche zurdo, con esa electricidad que tienen ciertos pasadores para pensar y decidir bajo amenaza, el Chino era audaz en la conducción, visionario para los espacios e inesperadamente generoso en el último pase. Pero, un domingo tras otro, ciertos hinchas inguinales exclamaban: ¡Tapia, la puta madre, parecés una bailarina! O, si algún toque sutil no prosperaba: ¡No seas maricón, Chino, carajo! Durante el Mundial de México, mi infancia se topó con otra triste conclusión: los generosos suelen ser suplentes. En este caso, por supuesto, la camiseta número 10 era muy de otro. Pero, con el fútbol rupestre de Bilardo, el Chino no podía aspirar ni a media hora. Apareció un rato contra Corea y otro rato contra los ingleses. Luego de un breve acorde con Maradona, decidió por una vez no cederle el protagonismo a nadie y disparó desde lejos con su pierna mala. La pelota tropezó con el poste. Se paseó por la línea como dudando. Y se marchó a milímetros del gol. En aquel mismo instante, el delicado Tapia se desgarró la ingle.