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10 de noviembre de 2016

El malestar en el sufragio: diez observaciones antes de saltar el muro (I)

1. En perturbadora sincronía, hoy Nueva York ha amanecido repentinamente lluviosa. Sin embargo hasta ayer, martes 8 de noviembre, el tiempo aquí venía siendo soleado y expectante. He pasado las últimas semanas recorriendo el país con una misma inquietante sensación. La de que, dentro de la burbuja cultural (universidades, ferias del libro, encantadora gente interesada en la lectura), todo el mundo rechazaba a Trump y estaba convencido de que perdería. Mientras que, fuera de ese entorno ilustrado, los indicios eran bien distintos. Incluso en ciudadanos teóricamente incompatibles con el nuevo y peligroso presidente de los Estados Unidos. Un par de noches atrás, en un bar hispanohablante de la Séptima Avenida, me quedé conversando con un camarero boliviano. Mi interlocutor paceño llevaba bastantes años trabajando en la ciudad, que es un territorio de aplastante mayoría demócrata. Cuando le saqué el tema de las elecciones, dando por sentada su antipatía hacia un blanco multimillonario que habla de la inmigración como si fuera la peste, el camarero me explicó tranquilamente que votaría por Trump. Me habló de seguridad, economía y libre comercio. Me quedé tan perplejo como en guardia. Aquella insólita penetración del discurso xenófobo no podía ser simple coincidencia. 

2. Al día siguiente, en un café del Midtown, asistí interesado a la pregunta que un camarero mexicano recitaba, una y otra vez, frente a cada cliente que se acercaba: So who’s gonna be the new president of the United States? No me pareció escuchar tantas respuestas entusiastas a favor de Clinton, ni siquiera entre las mujeres. Lo que predominaba era más bien el sarcasmo o la indiferencia. El ejemplo más gráfico fue la respuesta que un cliente negro y de edad avanzada (es decir, alguien que en su infancia sufrió la América segregacionista que en cierta forma reencarna Trump) le dio a mi incansable encuestador: I don’t mind who’s gonna be the president, man. I just don’t fucking mind! No pude evitar preguntarme si aquel hombre hubiera respondido igual ante una nueva candidatura de Obama. Esa misma noche, tomé un taxi hacia el Downtown. Y su conductor ucraniano fue contundente al resumirme sus motivos para preferir al aliado de Putin: Trump is a real guy.

3. Frente al decidido, casi furioso apoyo que muchos simpatizantes mostraban hacia el flamante presidente, los partidarios de Clinton parecían oscilar entre la tibieza y la incredulidad. Lo cual se debía, al menos en parte, a la desilusión que les causó la derrota del valiente Sanders, candidato que hubiera movilizado mucho mejor al electorado progresista. Incluso mientras el recuento de votos avanzaba, cuando los números comenzaron a arrojar resultados alarmantes, los partidarios de Hillary a mi alrededor siguieron reaccionando como si aquello no estuviera sucediendo realmente. Son sólo los primeros datos, me decían. Todavía faltan las ciudades más pobladas. Hay que esperar a los estados clave. Y así hasta la impotencia de la madrugada. Acaso la misma impotencia que les impidió reaccionar de forma resuelta y coordinada contra el fenómeno Trump.

4. El triunfo de Trump es, naturalmente, una pésima noticia en sí misma. Aun así, con independencia del resultado, quizá lo más alarmante de todo sea lo que su figura representa como síntoma colectivo. Aunque al final hubiera perdido las elecciones, los sesenta millones de personas que lo votaron seguirían ahí, con parecidos principios. Y eso, por desgracia, no se va a arreglar ganándole las próximas elecciones. La impactante adhesión lograda a lo largo de este año supone la emergencia de la América terrible del gótico sureño. Ese país de raíz fanática, discriminatoria y patriarcal que imaginábamos perdido en las narraciones de Flannery O’Connor, en las crueles ficciones de Faulkner, Steinbeck, William Goyen o Erskine Caldwell. Aquel mundo no ha desaparecido en absoluto. Más bien parece haber mutado y encontrado al fin su descendencia en las urnas. En cierto modo, tras este resultado, Estados Unidos se verá forzado a hacerse cargo de su autorretrato. A enfrentarse a sus propios demonios, apenas reprimidos hasta ahora por el cordón sanitario de la corrección política.

25 de diciembre de 2014

Talento para perder (4)

El fútbol me salvó de muchas cosas. De ser el niño raro al que martirizan en la escuela. De no poder compartir más que gruñidos con mis compañeros. Del riesgo de ignorar el cuerpo, proclive como era a imaginar de más. El fútbol me enseñó que, si uno corre, es preferible hacerlo hacia delante. Que no conviene pelear solo. Que a la belleza siempre le dan patadas. Y que nuestros rivales se parecen demasiado a nosotros. Una de las costumbres que más me disgustan de nuestra pasión futbolera es el arsenal de tópicos referentes a la virilidad de los jugadores, ese malentendido que confunde el talento con las zonas inguinales. Recuerdo por ejemplo haber pasado media infancia escuchando las críticas que mi jugador predilecto, el Chino Tapia, recibía cada vez que perdía una pelota. Enganche zurdo, con esa electricidad que tienen ciertos pasadores para pensar y decidir bajo amenaza, el Chino era audaz en la conducción, visionario para los espacios e inesperadamente generoso en el último pase. Pero, un domingo tras otro, ciertos hinchas inguinales exclamaban: ¡Tapia, la puta madre, parecés una bailarina! O, si algún toque sutil no prosperaba: ¡No seas maricón, Chino, carajo! Durante el Mundial de México, mi infancia se topó con otra triste conclusión: los generosos suelen ser suplentes. En este caso, por supuesto, la camiseta número 10 era muy de otro. Pero, con el fútbol rupestre de Bilardo, el Chino no podía aspirar ni a media hora. Apareció un rato contra Corea y otro rato contra los ingleses. Luego de un breve acorde con Maradona, decidió por una vez no cederle el protagonismo a nadie y disparó desde lejos con su pierna mala. La pelota tropezó con el poste. Se paseó por la línea como dudando. Y se marchó a milímetros del gol. En aquel mismo instante, el delicado Tapia se desgarró la ingle.

27 de diciembre de 2012

Un espejo

Ambos hombres son heterosexuales. Son amigos desde la juventud. Llevan puestos unos calzoncillos horribles y bastante parecidos. Los dos tienen la piel pálida, los hombros débiles. Y ese augurio de barriga tan propio de los cuerpos que empiezan a ser más viejos que la autoimagen de sus dueños. Están a solas. Han reservado la suite nupcial de un hotel barato. Nunca han tenido sexo con otro hombre. Acaban de encender la cámara que han traído para filmarse. Se acercan precavidos, de costado. Se miran a sí mismos mirándose. Detrás tienen un espejo. Delante tienen todo lo que no son capaces de ser. Eso cuenta la película Humpday, de Lynn Shelton, especialista en observar conflictos invisibles.

25 de abril de 2011

Canción del sauce




Antiguamente los sauces eran señal de luto amoroso. En Otelo, Shakespeare convirtió al doliente en mujer. Pero en la balada original es un hombre el que canta, es un hombre el que llora:

WILLOW SONG

El pobre desdichado
se sentó lamentándose
a la sombra de un árbol.
Cántame, sauce, sauce.

En el pecho una mano
y la otra en la cara.
Oh sauce, sauce, sauce.
Sauce, sé mi guirnalda.
Canten al verde sauce.
Ay de mí, el verde sauce
debe ser mi guirnalda.

Suspiraba y lanzaba
en mitad de su canto
un gemido tan grande.
Cántame, sauce, sauce.

Ningún placer me salva,
mi único amor se ha ido.
Oh sauce, sauce, sauce.
Sauce, sé mi guirnalda …

Vengan, abandonados,
vengan todos conmigo
para poder llorarlo.
Cántame, sauce, sauce.

Quien de falso amor hable:
¡más falso ha sido el mío!
Oh sauce, sauce, sauce.
Sauce, sé mi guirnalda …

Tomen esta canción,
antes de que me vaya,
como un último adiós.
Cántame, sauce, sauce.

Escriban en mi lápida
que fue cierto mi amor.
Oh sauce, sauce, sauce.
Sauce, sé mi guirnalda …

(Letra: tradicional adaptada por Shakespeare. Música: Anónimo. Voz: Alfred Deller. Traducción de Andrés Neuman.)

6 de noviembre de 2010

En la taberna

De visita literaria en Zaragoza, entramos a comer en una taberna de machos. Una taberna de machos es un lugar donde se parte el pan con un solo movimiento de dedos, se bebe el vino en jarras opacas y se mastica haciendo un ruido misterioso con las mandíbulas. Un ruido no a comida sino a cristales, a luz astillada, a cosa no dicha. Los machos comen en mesas separadas, hombro con hombro sin llegar a rozarse, conviviendo de perfil. De pronto notamos que todos ellos tienen la mirada perdida en el extremo opuesto del comedor. «Es», me dice Ismael Grasa, «como si estuvieran mirando un televisor que ya no está aquí». La soledad es eso, pienso: un televisor que ya no está. «Aquí tienes mi amor», me susurra al oído Manuel Vilas entregándome su poesía reunida, que se titula Amor. Nos quedamos callados. Después partimos el pan.